Rufina 4

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​El Museo Universal​ (1869)
Rufina 4
 de José María Gutiérrez de Alba


RUFINA ó UNA TERRIBLE HISTORIA.


(Conclusión).

V. LA VENGANZA DE LOS CELOS.

Al día siguiente de esta escena, Rufina habia desaparecido, sin ser vista de nadie, abandonando la casa de su protector, como el delincuente que huye de los testigos de su crimen. En vano don Félix trató de buscarla por todas partes con ánimo de descubrir cuál era la oculta y poderosa causa que habia obligado á la jóven á cometer aquella acción, apenas creíble para el que conocía desde su mas tierna edad sus nobles y elevados sentimientos. Pero,-al notar su repentina desaparición, cuando él aguardaba que viniera á justificarse, se verificó en la manera de considerarla, una violenta reacción que le hizo creer que la virtud de la huérfana era sólo aparente y que había sabido ocultarse bajo el manto de la más refinada hipocresía. Indignado con esta idea, tomó la pluma y escribió á Andrés lo que pasaba, mandándole salir inmediatamente de la quinta, pues no quería tener á su servicio á ninguna persona que le recordase la ingratitud de la que habia considerado hasta entonces como su hija. El honrado Andrés recibió esta carta casi al mismo tiempo que un anónimo en que se le advertía que Rufina, seducida por Fernando, estaba á punto de causar su deshonra. Un rayo que hubiera caido á sus pies le hubiera causado menor espanto que aquellos dos fatales escritos, que habían venido, en un dia y á una misma hora, á trocar su felicidad en la más cruel amargura. Durante un largo espacio de tiempo, el infeliz padre de Rufina permaneció anonadado bajo el peso de su desgracia. Después levantó la cabeza con precipitación como el hombre que acaba de resolverse á poner en práctica un osado pensamiento, y corrió en busca de su padre. El tío Pablo conoció en la voz de su hijo, la profunda emoción que le agitaba; Andrés no se atrevía a descubrirle la causa de su dolor, temeroso de que esta prueba acortase los días del pobre anciano.

—¿Qué es lo que pasa? preguntó el ciego al padre de Rufina, estrechando entre sus manos la mano convulsa de su hijo. Andrés guardó silencio.

—¿Qué es lo que pasa? volvió á preguntar aquel con el acento del que a la vez manda y ruega.

—Me falta valor para contarlo, padre mió, contestó Andrés, entrecortando sus palabras con profundos sollozos.

El pobre ciego buscó á tientas los ojos de su hijo y los encontró llenos de lágrimas. En seguida exclamó dejándose caer en los brazos de Andrés:

—¡Rufina ha muerto!

—¡Ojalá! contestó el desgraciado padre.

—¿Qué es lo que dices?

—La verdad.

Y Andrés leyó al anciano las dos cartas que había recibido, y le pidió consejo.

El tio Pablo meditó durante algunos minutos, y después contestó con un acento solemne y grave:

—¡Andrés, la muerte es preferible á la deshonra!

—Gracias, padre mió, contestó este, gracias por haber aprobado mi pensamiento.

Y al acabar esta esclamacion, abrazó á su padre, tomó una de sus escopetas, y salió de la quinta.

VI. DOS CRIMINALES INOCENTES.

Cuando Rufina salió de la casa de don Félix, todavía era de noche; recorrió á la ventura algunas calles de la ciudad, y por último se decidió á ir al lugar en que se hallaba Fernando, para referirle su desgracia y hacerle saber su decisión de encerrarse para siempre en un convento.

—Es imposible, respondió el joven; yo haré conocer tu inocencia y mi culpa, mi padre se apiadará de mí, y el luyo no me. negará tu mano. El nada sabe todavía; se lo referiremos todo, y nos perdonará, porque te ama.

Mientras Fernando y Rufina hablaban de esta manera, concertando el medio mas oportuno de obtener su perdón, Martin, colocado sin ser visto en el dintel de la puerta, lo escuchaba todo, y formaba sus planes, para consumar la desgracia de aquellos dos desventurados seres. Brindóse á acompañarlos, y antes de salir para la quinta, notició á don Félix los planes de su hijo que, seducido por aquella mujer, trataba de ocultar con su propia humillación la vergonzosa conducta de su manceba.

Todo esto se lo escribía en nombre de un antiguo y leal amigo, que se interesaba por el honor de su familia, lo cual hizo que el padre de Fernando, dejándose llevar de su consejo, acudiese á la justicia para salvar su honra.

Martin, con un especioso pretesto, se adelantó á los jóvenes, y antes que ellos llegasen, supo del tio Pablo que Andrés habia salido dispuesto á vengarse de su hija y del seductor que á tales escesos la habia precipitado.

El falso amigo, fingiendo entonces un vivo interés en fevor de Rufina y de Fernando, dejó escapar algunas palabras que enconaron más la profunda herida del pobre viejo.

Lamentábase éste de la falta de vista, que le evitaba tomar por sí mismo la venganza; y, fuera de sí, pedia á Dios sólo por un momento la claridad de sus ojos.

En este instante entró Rufina y se arrojó llorando á su cuello.

El tio Pablo la rechazó con dureza; ya vagaba en sus labios la maldición que iba á caer sobre la frente de la jóven, cuando escuchó á poca distancia la voz de su hijo.

Entonces el amor, que á su nieta profesaba, venció instantáneamente en su corazón al ódio que le inspiraba su conducta, y por un movimiento instintivo la hizo entrar en una habitación próxima y cerró la puerta.

Fernando, Martin y el anciano quedaron sólos.

El hijo de don Félix se adélantó tranquilo hácia el lugar donde la voz de Andrés se escuchaba; pero al salir por la puerta, oyóse una detonación, y el infeliz jóven cayó al suelo bañado en su sangre y esclamando con débil voz:

—¡Me han muerto!

El anciano lanzó un grito de horror, y sus labios pronunciaron involuntariamente este nombre.

—¡Andrés!

Andrés corrió también al sitio de la catástrofe, y al ver á Fernando tendido en el suelo y junto á él una escopeta humeante aun, retrocedió espantado, y cubriéndose con las manos el rostro, exclamó:

—¡Mi padre!

Mientras ésto tenia lugar dentro de la quinta, por un lado pénetraban en ella don Félix y la justicia que le acompañaba; por otro salia Martin despavorido, descolgándose por un balcón y ocultándose entre los matorrales, pretendía huir de la sombra de su propio crimen que obstinada le perseguía. Al encontrar don Félix el cadáver de su hijo y junto á él aquellos dos hombres horrorizados, inmóviles y silenciosos, gritó, demandando justicia al cielo y á los encargados de administrarla en la tierra.

Cuando preguntaron á Andrés quién habia cometido aquel crimen, contestó con voz firme y segura:

—Yo.

Cuando hicieron al tío Pablo la misma pregunta, respondió de igual manera y sin inmutarse:

—Yo.

El padre se confesaba criminal, por salvar á su hijo, quien creía delincuente; el hijo hacia la misma confesión por salvar á su padre. Los dos inocentes fueron conducidos á la cárcel, donde murieron de dolor antes de ser sentenciados.

Rufina, probada su inocencia, entró en un convento de religiosas, donde al cabo de algunos años de vida ejemplar, dejó de existir entre los hombres para ir á reunirse en el cielo con los mártires. Don Félix, sin poderse consolar de la pérdida de su hijo, fundó con sus bienes una obra piadosa y se retiró también á acabar sus días en un monasterio.

—¿Y Martín? preguntamos todos.

—Ese es el fin de mi historia, respondió el lio Fierabrás: y. después (pie echemos un trago y algunas bocanadas de humo al viento, acabaré de contarla.

VI. LA DURA BEL DEMONIO.

Luego que la exigencia del anciano pastor quedó cumplida, éste volvió á lomar la palabra, y concluyó asi:

—El verdadero criminal anduvo errante por esos campos una gran parte de la noche, sin podor desechar de su imaginación, ni el asesinato que acababa de cometer, ni la imagen de Kulina.

—Por poseerla sólo un instante, exclamó al fin el desventurado mozo, en medio de su desesperación, hubiera dado contento mi alma al diablo, que es lo único que me queda. No bien hubo pronunciado estas palabras, cuando vió aparecer delante de sí un gallardo mancebo ricamente vestido, que le habló de esta manera:

—Si eres hombre capaz de cumplir lo que ofreces, yo te prometo que esta misma noche quedarás complacido.

—¿Quién eres? le preguntó Martin.

—El diablo, contestó el misterioso personaje. Eso no le importa.

—¿Cómo me probarás tu poder?

—Como tú quieras.

—¿Me pondrás en posesión de Rufina?

—Esta misma noche.

—¿Bajo qué condición?

—Bajo la que tú mismo has impuesto al evocarme.

—¿Por cuánto tiempo será mía?

—Por todo el que yo necesite para levantar á tu alrededor, en cuanto tu vista alcance, un muro de piedras, que oculte tu felicidad á las miradas de todo el mundo. Martin tendió la vista hacia un lado y otro; calculó la distancia y dijo:

—Acepto.

—Dame la mano.

—Tómala. el diablo estrechó la mano del joven y dejó en ella grabada la marca del infierno. Aquella misma noche se le volvió á presentar el mismo personaje, trayendo de la mano una figura cubierta con un blanco velo; cuando éste se apartó de su rostro, Martin reconoció á Rufina y corrió á abrazarla. En el mismo instante se escuchó un ruido tremendo: las piedras parecia que se levantaban por sí mismas é iban á colocarse en el muro fatal, que se halló inmediatamente terminado; la máscara, que se asemejaba al rostro de Rufina, desapareció de repente, y Martin contempló entre sus brazos el ensangrentado espectro de su amigo, que con voz de trueno le gritaba.

—¡Ven á participar conmigo del fruto de tus obras!

Y esto diciendo, lo levantó por los aires y entre una legión regocijada de los espíritus de las tinieblas, se precipitó con él en el profundo abismo, dejando para eterna memoria en aquel lugar el pozo por donde se hundieron y la cerca formada por el diablo, que conservará para siempre su nombre.

VIII. FUNDAMENTOS DE ESTA TRADICION.

Cuando el viejo acabó de narrar su historia, todavía era de noche; yo me empeñé en ir á aquella misma hora al pozo que despedía fuego, y uno de los más determinados me acompañó, para mostrarme el camino. Antes de llegar á él, observé en efecto que de la tierra se desprendía una especie de vapor luminoso, por cuyo carácter conocí desde luego cuál era la verdadera ( ansa que lo producía. El terreno aquel se halla impregnado de materias fosforescentes que con la humedad producen su natural efecto. La ignorancia de estas sencillas causas, la imaginación vehemente de los habitantes de aquellos contornos y la superstición, que todavía allí es muy poderosa, han bastado para dar existencia y forma á esta y otras muchas maravillas. En cuanto á la cerca ó muro de piedras, que allí se cree levantado por el diablo en una sola noche, no encuentro otra razón más natural en que la opinión del vulgo pueda fundarse, sino en la ignorancia absoluta del tiempo en que se hizo, que sin duda debe ser muy remoto.

José María Gutiérrez de Alba.