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Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.

VI

Todo era soledad y silencio, apenas interrumpido por el chirrido de la pesada carreta tucumana, monótono navío de la pampa, que parece no avanzar en su despacioso giro, pero que marcha, marcha y marcha sin cesar, al paso de hormiga de sus pacientes bueyes, hasta el fin del desierto.

Uno que otro indio bombero rodeado de perros cimarrones, solía asomar de vez en cuando sobre la cuchilla lejana, ó el avestruz veloz cruzaba en aquellas soledades, interrumpido apenas su silenció siempre igual por el graznido anunciador del chajá que parece anunciar: ¡allá va! ¡allá va!

Indios amigos iban de vanguardia exploradora. Las banderolas altísimas de los batidores flameaban á los costados, cuatro cañones rodaban en el centro, y carretas en fila interminable seguían, seguían sin fin unas tras otras, con sus tres yuntas de bueyes, plumeros colgando, largas picas, y el guía conductor adelante. Numerosa caballada cerraba el rodeo, levantando á la cola polvareda espesa.

Y así avanzaban poco á poco pasando sin dificultad ríos, arroyos y cañadas. Cruzaron el Salado, despuntaron el arroyo Las Flores, el Tapalquén, cuando al llegar como á mitad de camino la noche que pernoctaron cerca de la Blanca Grande, el jefe de la expedición se acostó, pero no se levantó.

Sin previo aviso, el Comandante Balcarce amaneció tieso y helado sobre su cama de campaña, que era el propio recado.

Se acercó el físico á tomarle el pulso, y vino el sangrador, y el sanguijuelero, y el Capellán Castrense y todos los que venían, pero ni curas ni sacristanes, ni sinapismos, ni agua bendita le volvieron á la vida, que ya la muerte había dado con él en tierra, volviéndole al polvo de donde salió. Padecía el achacoso Comandante de oculta y traidora afección al corazón, de la que han muerto la mayor parte de la familia Balcarce, y cuando mejor parecía, dijo ésta, hasta aquí no más.

Lamentable era tan inesperada pérdida. Llorado por sus soldados y sentido por cuantos le conocieron.


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Entonces el Capitán Tejedor, segundo Jefe de la expedición, reasumió el comando de ella, siendo su primer acto dar cristiana sepultura á los restos del amado jefe, enterrándole con los honores de Ordenanza. Celebróse en el desierto solemne misa de cuerpo presente, á la que las mil quinientas personas acudieron, arrodilladas y contritas en media pampa, bajo la grandiosa bóveda azul, inmenso templo de la naturaleza, con corazón sencillo y lagrimoso semblante.

Bien marcado dejó Tejedor el sitio de su tumba bajo verde sauce llorón á la orilla de una laguna para rescatar de aquellas soledades, á su regreso, restos queridos, entregándolos á sus deudos en Lujan.

Así lo hizo, y al volver por el mismo camino, les exhumó con igual solemnidad y su familia dióles definitiva sepultura en el campo santo de los Domínicos, que por entonces caía sobre la calle á que posteriormente sus hijos dieron nombre, ubicada la casa paterna primera cuadra de la calle Balcarce.

En la segunda columna de la entrada, á la derecha de ese mismo templo se hallan los restos de su hijo, el General Don Diego, cuyas medallas de la Independencia incrustadas sobre su lápida, han posteriormente desaparecido por mano profana de ladrón anticuario, ó numismático.

Así acabó el viaje al país de la sal, con tanto entusiasmo y esperanzas lisonjeras emprendió al acabar la noche del doce de Julio de 1797, de imborrable recuerdo para tres de las más antiguas familias del Virreinato.