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Sancho Saldaña: 02

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Sancho Saldaña
de José de Espronceda
Capítulo II

Capítulo II

Juzgan ser desconformes los presentes
las fuerzas de estos dos por la apariencia,
viendo del tino el garbo, y los valientes
niervos; edad perfecta y experiencia;
y del otro los miembros diferentes,
la tierna edad y grata adolescencia,
aunque a tal opinión contradecía
la muestra de Orompello y osadía.
ERCILLA


Poco tiempo habían andado cuando en medio de una plaza de arena que se formaba en el bosque vio Usdróbal hasta ocho o diez hombres cuyas extrañas cataduras, diversos trajes y armas no le hicieron juzgar muy bien del amo que había tomado. Llevaban los más de ellos espadas y ballestas, y su traje era muy semejante al del hombre de la barba negra. Algunos iban vestidos medio a la morisca, con turbantes en vez de gorras de cuero, y usaban puñal y alfanje; pero el que más le extrañó fue uno, cuya única arma era un cuchillo de monte muy largo y que, apartado de los demás, rezaba al son de un rosario de cuentas muy gordas con mucha devoción y recogimiento. Parecía absorto en sus oraciones, tenía puestos los ojos en tierra, y de cuando en cuando cruzaba las manos, alzaba los ojos y suspiraba de lo amargo.

Cuando ellos llegaron no hizo más movimiento que si no perteneciese a este mundo. Todos los demás saludaron con mucho respeto al de la barba negra, como jefe suyo, y uno que se señalaba por su alta estatura, ojos saltones y lo carirredondo y colorado que era, se llegó a él, y llamándole aparte le estuvo hablando en secreto con tanto recato que, a pesar que Usdróbal tenía el oído listo y trató de coger algo de lo que hablaban, sólo pudo entender el nombre del señor de Cuéllar entre el sordo murmullo de sus palabras. Parecióle, con todo, que su amo oía con gusto lo que le decía aquel truhán y que iba poco a poco mostrando los dientes como en señal de contento, aunque no se le ocultó que había algo de siniestro en sus ojos y, en su sonrisa.

Concluido este coloquio, volvió el de la barba negra, y tomando a Usdróbal de la mano lo presentó a su gente, que no había hecho más caso de él hasta entonces que si hubiese sido invisible.

-Caballeros -dijo-, aquí traigo este mocito, que, aunque como muestra es de poca edad, tiene el corazón bien puesto y es hombre que nos conviene; desde hoy tendrá su parte en nuestras empresas, nuestro botín y ganancias. Zacarías, a ti encomiendo este niño, edúcale y cuida de él; no le falta disposición, y creo que has de sacar un excelente discípulo. Ya sabes lo que te he dicho -prosiguió, dirigiéndose a Usdróbal-: muchas manos y poca lengua; buen maestro tienes, procura tú imitarle, y desde ahora puedes contarte por alistado a las órdenes del Velludo.

-Todo se hará como vos mandáis -respondió el maestro con un tono de voz tan débil y afeminado que se le podría haber tomado por mujer a no ir vestido de hombre-; pondré a este joven en el camino de la virtud y le enseñaré la moral necesaria para que se lave de las gotas de sangre que manchen sus manos por casualidad.

Y sin alzar los ojos siguió en sus meditaciones.

-Lo primero que hay que hacer es armarle Y que se quite esos trapos -dijo el Velludo-, porque claro está que el soldado se ha de vestir de la hacienda de su señor. Que uno de vosotros se llegue a nuestro almacén y traiga con qué vestirlo.

No había acabado de decirlo cuando uno de los moriscos echó a correr con tanta ligereza que no le alcanzara el viento, y de allí a poco volvió cargado con todo lo necesario.

-Toma, cristiano -le dijo, entregándole un sayo de cuero, una gorra de lo mismo, el resto del vestuario y las armas correspondientes-; toma y quítate ese espantajo de la cabeza (aludiendo al sombrero de rama), que pareces un asno cargado de leña verde.

-Gracias -repuso Usdróbal-, y por los muchos que habrás desnudado, sin duda alguna, en tu vida, ayúdame a vestir ahora y cuéntame entre tanto si la ocupación que traéis en este desierto es más santa de lo que a mi se me ha figurado.

-Yo no hago más que lo que me mandan -repuso el mozo con aspereza-, y en cuanto a si es bueno o malo, no me entremeto, cuanto más que ahí está el señor Zacarías, que sabe leer y reza en latín, y dice que en el mundo hay de comer para todos, y que el que no tiene es menester que busque, y yo juro por Mahoma que lo que él dice me parece bien.

-Lo que yo digo -dijo entonces Zacarías (que entreoyó la conversación) en su tono melifluo y afeminado- es que tú eres un pagano, que aplicas mis máximas como mejor te conviene, tuo more. La moral, hijo mío -prosiguió con Usdróbal-, es la ciencia que yo predico, y puedo tener la vanidad de decirte que, gracias a mí, ha hecho grandes progresos entre estas gentes.

-No creo -dijo entonces Usdróbal- que aquí haya venido tanta gente honrada a aprender únicamente eso que llamáis moral, y si no creyera que otras ocupaciones más nobles os sirven de entretenimiento, no me quedaría aquí más tiempo que tarda en cantar un pollo.

-Dos años hace que estoy en la compañía -dijo el morisco-, y desde que oí al señor Zacarías le he dejado el encargo de esas cosas que nos predica, y si he pensado media hora en ellas, Alá permita que no vea yo ponerse el sol esta tarde.

-Fariseo excomulgado -exclamó el moralista sin mudar de tono-, ¿cómo te atreves a hablar así? ¿Quién te ha enseñado a ensangrentar tus armas, lavabo manus, como Pilatos? ¿Quién te ha adiestrado en meter la mano en el bolsillo ajeno sin que faltes a la caridad? Y, por último, ¿quién ha hecho más célebre en estos contornos la partida de nuestro insigne, formidable y respetabilísimo capitán el Velludo sino este humilde gusano que ves aquí? Humilissimus vel miserabile.

-Toma -dijo el moro-. ¿Y quién lo niega? ¿Digo yo lo contrario? Yo lo que digo es que no entiendo esas jeringonzas, y que sin saberlas sé manejar mis armas como el primero. Lo que quisiera era que se armase una tramoya donde se viera a las claras quién era Amete el Izquierdo, aunque ya se ha visto más de una vez que yo no soy nuevo, como este mozo recién venido.

-Pero vamos claros -preguntó Usdróbal-, ¿es ésta una partida de ladrones o qué clase de gente somos?

Aún no había acabado de preguntarlo cuando un puñetazo en el cogote, de buena marca, que lo dejó medio atontado y le hizo zumbar los oídos por media hora, le dio a conocer la insolencia de su pregunta y el peso enorme de la mano descomunal del gigante de los ojos saltones que había estado hablando con el Velludo. No le pareció a Usdróbal muy bien el aviso, y cebando mano a su puñal como pudo, en medio de su aturdimiento, tiró un golpe con él a su advertidor con tanta fuerza, que a haber ido con mejor tino no le hubieran vuelto a dar ganas de avisar a nadie tan bruscamente. Pero Zacarías le tuvo el brazo en lo mejor de su furia, y poniéndose entre los dos estorbó al mismo tiempo al gigante que le embistiese.

-¡Paz, hijos míos! La cólera nos arrastra a cometer acciones de que luego nos arrepentimos, y el hombre es una bestia feroz cuando se deja arrebatar de su ira: indomita silvartim fera, como dice no me acuerdo quién. A sangre fría se debe herir a su enemigo y tomar venganza de las injurias.

-Mosén Zacarías -dijo el de los ojos saltones medio en provenzal, medio en castellano-, voto a Deu que si este mozo llamar lladre a nos, que le haga yo se arrepienta.

-¡Cómo! ¿Qué es esto? -gritó el capitán a Usdróbal- ¿No hace una hora que estás con nosotros y ya has armado quimera?

-No es quimera -replicó el catalán-, es que yo enseñé a parlar a este home.

-Por cierto, Usdróbal -dijo el Velludo-, que te creí de más penetración y más mundo; ya te he dicho que la lengua casi está de más entre nosotros y que mires bien lo que hablas.

-No tengáis cuidado -repuso Usdróbal-, que ya veo por mí mismo cuán a la letra toman aquí ese consejo de callar y hacer, y esto me servirá a mí para en adelante; pero juro... -añadió lleno de cólera y entre dientes.

-No jures -interrumpió con tono suave el hipócrita Zacarías-. Utrum juramentum, y no me acuerdo qué más; puedes tomar la venganza que sea justa, puesto que es justa la defensa propia, justum et tenacem, sin que cargues tu conciencia con juramentos: que la conciencia es lo principal, hijo mío.

-No sé -dijo entonces un viejo que tenía toda la cara llena de cicatrices- para qué trae aquí el capitán chiquillos.

-Los traerá -dijo otro con un ojo remellado y el otro bizco- para que nos sirvan de diversión.

-A su edad -replicó el morisco- ya había yo hecho más de una hazaña, pero éste apostaría a que no tiene fuerza para cortar el dedo meñique a un hombre de sólo una cuchillada.

-Usdróbal -exclamó el capitán sonriéndose-, ¿qué diablos tienes que no vuelves por tu honra? Parece que estás aturdido aún con el aviso de nuestro teniente.

Lo que decía el Velludo en parte era cierto.

Usdróbal, aunque determinado y animoso, naturalmente probaba en aquel momento la sorpresa que causa generalmente a un muchacho de poca edad la reunión de mucha gente desconocida, y cuyos usos, lenguaje y vestidos no dejan de extrañarle, puesto que la principal causa de su silencio más provenía del mal humor que había engendrado en él la imprevista bofetada del catalán y el ansia de vengarse que lo punzaba.

-Estoy reconociendo el terreno -contestó, no obstante, con mucha calma.

-Mejor te han reconocido a ti el cogote -replicó el morisco-, que todavía te está echando humo del bofetón.

-Como fue a puño cerrado no le duele -añadió con mofa el de los ojos bizcos.

-No creo que me hayáis traído aquí -dijo Usdróbal al Velludo, mostrando un sosiego que desmentía el color encendido de sus mejillas- para servir de juguete a vuestros soldados, o lo que sean, y juro que si tal supiera...

-Amigo mío -le respondió el capitán-, yo no te he tomado para nada de eso; pero si te pican moscas, a ti te toca sacudírtelas, que no a mí.

-Sí, hijo mío -añadió Zacarías con su voz melosa, acercándose al corro que ya se había formado alrededor de Usdróbal-, aquí cada uno tiene que mirar por sí, y de otro modo no hay santo que le socorra: nulla est redemptio.

-Al contrario -dijo el bizco, alargando la cara socarronamente y aparentando compadecerse de él-, aquí está mejor que en casa de su padre, y tiene una porción de amigos que le servirán a su voluntad. ¿Os ha hecho mucho daño? -continuó, llegándose a él.

-No os acerquéis a mí -repuso Usdróbal-, porque aunque os parezca manso...

-Pero, hombre, yo -replicó el bizco- no vengo con mala intención; al revés, la mía es buena; os veo solo y os he tomado cariño desde que os vi. ¿No es verdad que da lástima de él? -preguntó volviendo la cara a los otros, a tiempo que hizo un gesto al morisco para que se pusiese a cuatro pies detrás de Usdróbal sin que éste se apercibiese-. A mí no me gustan juegos -continuó. Y viendo que ya su compañero estaba en la disposición que le había indicado, se hizo él mismo empujar de otro, y cayendo sobre Usdróbal le dio un pechugón tan fuerte que, yendo éste a echarse hacía atrás tropezó sobre el morisco y cayó de espaldas.

Las carcajadas y la grita que se movió a su caída en toda aquella desalmada gente aturdieron un momento al pobre mozo, que, no pudiendo contener tiempo su ira y levantándose como un rayo, tiró de su alfanje y se arrojó sobre ellos, sin considerar su número, sin pensar en otra cosa que en su venganza.

-¡A él! ¡A él! -gritaron todos-. ¡A él, que se ha vuelto loco! Vamos a atarle a un pino. ¡Se ha vuelto loco!

Y diciendo y haciendo cayó sobre él una nube de forajidos, y a pesar de su valor y la cólera que le hervía, se vio al momento cercado de todos ellos y asido tan fuertemente que no podía menearse.

Pintar la rabia que se apoderó entonces del animoso mancebo sería imposible; baste decir que la palabra se le cortó entre los dientes y que arrojaba espuma y volteaba los ojos como si de veras estuviese demente, y sin duda le habría ahogado su furia si el capitán no le hubiese hecho soltar diciendo:

-Aquí no permito yo que se riña sino uno a uno, y juro por la Virgen de Covadonga que no hay uno de vosotros que solo a solo haga perder un palmo de tierra a este mozo, a pesar de su poca edad.

Los bandidos, pues tal era su oficio, creyeron en un principio que el Velludo se chanceaba, pero habiendo conocido en sus ojos que no hablaba en broma, se separaron dejando a Usdróbal, a quien él prosiguió diciendo:

-Si quieres satisfacerte del agravio que has recibido, yo te apadrino, y elige el que quieras para pelear.

-Eso es hablar -dijo Usdróbal, ya más sereno-, y por de pronto quiero medir la cara de un tajo a ese grandullón que avisa a bofetadas, y después uno tras otro podrá venir el que quiera.

-¡Bravo! -gritaron los bandoleros, para quienes no había en el mundo espectáculo más divertido que ver dos hombres hacerse pedazos; y al punto se presentó el catalán esgrimiendo una espada que en lo larga y pesada podría haberse creído la del Cid, que se guarda en la catedral de Burgos.

-Hijo mío -dijo Zacarías a Usdróbal-, no te dejes arrebatar de la ira.

-Sí, sí tins algo que dexá al mundo, podes encargarlo a ese home -gritó mofándose el catalán-;ya podes encomendarte a Deus.

-Y tú al diablo que te lleve -le respondió Usdróbal, echando mano a su alfanje-, que ahora puede que te envíe yo a hacerle compañía a los infiernos.

-Buen ánimo, Usdróbal, y no me dejes mal -le gritó el capitán viéndole que se iba para su contrario.

-¡Espera! ¡Espera! -gritaron todos; y formando un corro bastante ancho para que los peleantes pudiesen moverse acá y allá, ya retirándose o avanzando, fijaron sus ojos en ellos, muy persuadidos de que a las primeras de cambio iría el atrevido mozo a contar al otro mundo el resultado de su combate.

El catalán estaba parado en medio, muy ufano con su espadón, riéndose de la poca estatura de Usdróbal, que apenas le llegaba al hombro, y mirándole con tanto desprecio como el gigante Filisteo cuando vio venir a David. Usdróbal le miró de arriba abajo con mucha calma, y el capitán, dando dos palmadas, dio la señal de la acometida.

El primero que embistió fue el catalán, que, levantando el brazo en alto, tiró una cuchillada tan vigorosa, que a haber cogido a Usdróbal le hubiera hendido de medio a medio. Pero éste, con la ligereza de un corzo, saltó hacia atrás, y hurtando el cuerpo dejó al aire que recibiese en su lugar el golpe, y acometiéndole con la misma presteza en el mismo instante se llegó a él tan cerca y descargó su golpe, con tanto tino, que se le rajó el sayo de cuero de arriba abajo, arañándole de paso el pecho con el alfanje. Este movimiento tan rápido y tan acertado volvió la esperanza en el ánimo del Velludo y cambió la idea que todos habían formado del resultado de la pelea, quedando ahora suspensos y sin saber por quién se decidiría. El catalán, que vio tan cerca de sí y tan pronto a su impetuoso enemigo, no pudo menos de sorprenderse, y mucho más considerando que, como se había metido casi debajo de él, no le dejaba espacio para herirle con la espada ni tiempo de retirarse, exponiéndose en este caso a recibir la punta del alfanje en su corazón. En tal aprieto no tuvo más recurso que abrazarse con él, lucha muy desigual para Usdróbal a no haberle éste cogido por la cintura, lo que al cabo le daba alguna ventaja. Entonces fue cuando todos creyeron que la inmensa mole del catalán sin duda le abrumaría, especialmente el capitán, que, a pesar del poco tiempo que le conocía, se le aficionaba cada vez más por su intrepidez.

-¡Firme, muchacho! -gritaban unos.

-¡Agárrate bien! -decían otros.

Mientras que Usdróbal, más enlazado al cuerpo de su contrario que las serpientes de Laocoonte, volteaba acá y allá con los pies en el aire a cada sacudida del catalán.

La más viva alegría brillaba en los rostros de los concurrentes, viendo alargarse la diversión, y así unos azuzaban, otros aconsejaban, todos sin saberlo ellos mismos, echándose hacia adelante y estrechando el círculo, a pesar del Velludo que los contenía; por último, el catalán y su enemigo, que se había cogido a él como un gato acosado se agarra y sostiene de una pared, cansado el uno de forcejear para derribarle y el otro para sostenerse, soltáronse, ambos el brazo derecho con intención de echar mano a los puñales que tenían al cinto y concluir de una vez. Pero Usdróbal, más listo, habiendo conocido el intento de su contrario y asiéndose bien con la mano izquierda, sacó del cinto de éste su propio puñal, dejándole desarmado; y a tiempo que el catalán, pugnando por impedírselo desciñó ambos brazos, el determinado mozo, desembarazándose de sus garras, dio un salto atrás y otro adelante en el mismo punto con tanto brío, llevando el puñal en alto, que le atravesó de parte a parte y le hizo venir al suelo al empuje de su arremetida.

-¡Viva! ¡Bravo! ¡Bien!

Y cien palmadas resonaron en medio de estas aclamaciones, vitoreándole a porfía los mismos que poco antes le habían despreciado, y sobre todo el capitán, que yendo a él le abrazó, diciendo:

-¡Viva! Usdróbal, me has dejado con lucimiento.

-Preguntad -éste- si hay alguno más que quiera reemplazar a ese pobre bestia- y recogió del suelo con mucho sosiego su alfanje.

-No, amigo mío, -replicó el Velludo-, no creo que quieras quitarme el mando quitándome mis vasallos. Vamos, Urgel -continuó, volviéndose al derribado catalán-, ¿qué tal las manos del mocito? ¿Sabe lo que se hace? ¿Eh? ¿En dónde te arañó?

-Voto va a Deu el noy, que creo que me ha dejado manco -repuso Urgel, a tiempo que se levantaba sonriéndose, sin muestras de resentimiento.

Miráronle la herida, que no le dejaba mover el brazo, y aplicándole un poco de aguardiente que traía el bizco en un zaque de cuerno, te apretaron una venda lo mejor que pudieron, riéndose todos y festejando el lance como si hubiese sido el más gracioso sainete.

-Voto va Deu -decía el bizco-, te descuidaste; no creo nunca haber reído más sino el día aquel, hace seis meses, que estábamos bebiendo vino y te cortó Zacarías por entretenimiento las pantorrillas con su cuchillo.

-Estaba éste -dijo el morisco riéndose- como una uva, y el otro más, y éste le decía corta, corta, y el otro dijo corto, y le hizo dos o tres sajaduras que ni pintadas.

-Pues hoy, voto a Deu, no dije yo corta, más volía cortar, y non pas pude, pero non pas hablemos de eso -continuó el provenzal dirigiéndose a Usdróbal-, y aí tins la mano izquierda, que ésta non podo dártela, y quedamos amigos.

-Sí, tómala, y pelillos a la mar -respondió Usdróbal, alargándole su derecha-; todo está olvidado.

-Hijo mío -dijo Zacarías, que había vuelto a tomar su rosario-, buen ojo tienes y buena mano; si arreglas tu conciencia y aprendes bien el oficio, te corregirás del defecto que tienes de ser algo violento en tu cólera y demasiado pacífico a sangre fría.

Dicho esto se retiró a un lado y volvió a sus acostumbradas meditaciones. En esto estaba ya Usdróbal muy querido y considerado de sus compañeros, merced a su buena suerte y animosa disposición, cuando un hombre, que por su traje no parecía pertenecer a la compañía, llegó a ellos con mucho misterio, mirando a un lado y a otro, como receloso de que le siguieran; llamó al Velludo y se apartó con él a un lado secretamente.

-¿Qué hay de nuevo? -le preguntó el capitán-. ¿Sale mañana el conejo de su madriguera o no sale?

-Sale -le respondió el otro-, y lo que hay que hacer es tener buenos perros para que no se escape.

-Eso va de mi cuenta -respondió el capitán-; tu amo, el señor de Cuéllar, y yo hemos tratado lo que hay que hacer, y sería yo el perro más perro del mundo si no se lo entregase como desea. La cosa está en que ella se asome siquiera a la puerta do su castillo.

-Pues mañana se te cumple el gusto -repuso el recién llegado-, y cuando yo te lo afirmo no lo dudes. No han salido antes a caza por la muerte de aquel petate viejo de su padre, pero ahora lo que sé decirte es que para mañana me han mandado que prepare los halcones, y doña Leonor, si cabe, es más aficionada a la caza todavía que su hermano.

-Pues dicho y hecho; dile al señor de Cuéllar que mañana en todo el día cuente con ella. ¿Y a qué lado van, sabes?

-Correrán regularmente todo el Pinar de Iscar -replicó el halconero.

-No hay más que hablar, está bien -contestó el Velludo.

-Pero cuidado, ya sabéis que ella debe ignorar que todo esto se hace de orden del señor de Cuéllar. ¡Pobrecilla! Casi me daba lástima esta tarde cuando la vi, pensando en quién se la va a llevar.

-En efecto -respondió el capitán-, si se la llevase el diablo sería mejor para ella que no ir a poder de tu amo; y creo que es linda como un sol.

-Es la mejor moza -dijo el halconero- que he visto en mi vida; no hay un balcón más listo ni más gallardo.

-Pues, señor, eso no nos toca a nosotros considerarlo -contestó el capitán-, si se fuese a pensar en lástimas, se tendría que estar un hombre toda la vida sin matar un pájaro. Dile a tu amo que está corriente. ¿Quieres echar un trago?

-Vaya, venga una bota de vino y me voy, no sea que ese maldito vicio de Nuño, que desconfía de todos, sospeche de mí no viéndome en el castillo.

El capitán entre tanto mandó a su perro que trajese la bota que llevaba uno de los ladrones, y habiendo vuelto con ella la alargó al halconero, que la besó un rato muy cariñosamente. Luego que hubo bebido se despidió y alejó con el mismo recato que había venido, y el Velludo volvió adonde estaba su comitiva.

Como ya se había puesto el sol, determinaron retirarse a su habitación, y emprendieron alegremente su marcha.

Llevaban a Usdróbal en medio, agasajándole a su manera y tratándole como si hiciese un siglo que anduvieran juntos, y cada cual le refirió sus proezas durante las dos horas largas que tardaron en llegar a las márgenes del Pirón, donde había una cueva en la misma orilla, de entrada muy estrecha y disimulada.

No pudo menos Usdróbal de horrorizarse de algunos hechos que le contaron, pero no había otro remedio, y hubiera sido mirado como una flaqueza manifestar el menor disgusto. Disimuló lo mejor que pudo, entró en la cueva, bajó una cuesta muy pendiente, guiado por el Velludo, y en un espacioso salón subterráneo, donde había algunas camas de hierba seca, durmió aquella noche con sus nuevos cofrades los bandoleros.