Sancho Saldaña: 03

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Sancho Saldaña
de José de Espronceda
Capítulo III

Capítulo III

Hermosa cazadora
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
el cabello de oro suelto al viento
de rosas y de flores coronado,
¿eres Napea de este valle estrecho
que alcanza con ligero movimiento
al jabalí sediento
al jabalí sediento
y del ciervo la planta voladora?
HERRERA


Rondaba en torno dél un cuerpo muerto,
negra fantasma o sombra descarnada
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . y con amiga
caricia le adestró con ir delante
pidiéndole por señas que le siga.
VALBUENA

Apenas el sol brillaba en el horizonte cuando un confuso estruendo de bocinas, ruido de gente y estrépito de caballos, resonaron a la redonda por el pinar y anunciaron la grita y algazara que precede a una cacería.

-Arriba, muchachos -gritó el Velludo a su gente, que, ya despierta, estaba dando fin a un lechón de que había cenado la noche antes y vaciando algunas botas de vino, sentada a la redonda a la entrada de su habitación.

-Hoy tenemos que hacer -prosiguió-; y aunque la empresa no creo que sea arriesgada, pido, no obstante, que estemos alerta, no se nos escape la liebre.

Concluyeron su almuerzo, y todos se pusieron en movimiento muy alborozados con las noticias de su capitán, que, dirigiéndose a Zacarías, le llamó para que reemplazase en su empleo al catalán, que aquel día, a causa de su herida, tenía que quedarse de guardia. Zacarías llegó al Velludo con el rostro muy compungido y los ojos cubiertos de lágrimas, lo que habiendo notado éste, le preguntó qué le había sucedido que así lloraba.

-He tenido un sueño esta noche -le contestó, suspirando con voz muy tenue- que me tiene extremadamente afligido. ¡Ah!

-Pues entonces -respondió el capitán, sonriéndose- no me lo cuentes, y oye las órdenes que voy a darte, y dejémonos de maulerías.

-Es que en medio de mi sueño -replicó Zacarías, debilitando más el tono de voz y sollozando- he sentido que me llamaban. ¡Hi! ¡Hi!

-¡Vive Dios! -exclamó el Velludo no sin enojo-, que si venís a llorar ahora, que os haga yo que lloréis de veras.

-Placida, cuput exultit unda. ¡Hi! ¡Hi! ¡Hi! Mostradme la cara plácida -respondió Zacarías.

-¡Por la Virgen de Covadonga! -repuso enfadado, el Velludo-, pensad que no soy un ama de cría y que tenéis ya cerca de cincuenta años.

-Si os enojáis conmigo me callaré -replicó el hipócrita gimoteador-; yo sólo quería deciros... ¡Hi! ¡Hi!

Si no hubieran sido la destreza y habilidades de Zacarías tan útiles al Velludo, sin duda éste no habría aguantado su impertinencia, ni oídole llorar apenas, cuando le hubiese enjugado los ojos con el mango, si no con el filo, de su hacha, de modo que no hubiera vuelto a tener necesidad otra vez de nadie que le consolara, pero la conocida sutileza del viejo hipócrita para ciertos planes y su mucha destreza para ponerlos en práctica le hacían tan necesario a su capitán, que, viendo que persistía en llorar, tuvo a bien callarse y oírle, aunque no sin juntar las cejas de cuando en cuando, mover la cabeza, mostrar su impaciencia, interrumpiéndole con un «¡Hem!» u otra expresión de enfado más de una vez.

-Tengo que oíros por fuerza -dijo el Velludo-, decid lo que queráis, y breve.

-No gastaré mucho tiempo -repuso el dolorido moralista-, porque el diablo suele aprovecharse de aquel que pasamos ociosamente.

-¡Hem! Decid -interrumpió el capitán.

-Voy a ello... esta noche..., temor in anima, y no sé más Quare conturbas me? ¡Hi! ¡Hi!

-¡Hem! -volvió a exclamar el Velludo dando una patada en el suelo violentamente.

-Vino, como digo -continuó Zacarías-. ¡Ah! Si estuviera aquí el ermitaño que me enseño latín, ¡cuán oportunamente encajaría aquí sus textos!... ¡pero yo, miserable gusano! ¡Miserabilis!

-Adelante -gritó el capitán.

-¡Ah! Sí, no os irritéis. La ira..., aquí venía bien un texto, pero no me acuerdo; seguiré; vino la voz, y dijo: «¡Zacarías! ¡Zacarías!» Y creí yo que me llamabais vos, que habíais tenido alguna visión...

-¡Diablo! -gritó el capitán-. ¡Qué visión! Sigue. ¡Voto va!...

-¡Señor! ¡Señor! No os enojéis con vuestro humilde siervo. ¡Hi! ¡Hi! Paso adelante -prosiguió Zacarías-. Pues es el caso que siguió la voz diciendo: «El infierno se abre ya para devorarte, y no te basta para evitarlo el viaje que hiciste a Tierra Santa de peregrino, ni haber sido sacristán, ni vivir ahora en el Yermo, nada, si no predicas a tus compañeros y logras de ellos que no echen maldiciones, ni blasfemen, ni juren como acostumbran...» «Está bien, ¡yo lo predicaré! ¡Yo lo predicaré!», dije, y no oí más. ¡Hi! ¡Hi! ¡Hi!

-¿Has acabado? -preguntó el capitán.

-Sí, señor; vuestro siervo no oyó más; pero es preciso que vos seáis el primero que os corrijáis del vicio de jurar a cada momento.

-Pues dame por corregido, y óyeme.

-¿Me lo prometéis?

-Te lo juro, y óyeme, que antes es la obligación que la devoción.

-A un mismo tiempo, señor, a un mismo tiempo -replicó Zacarías, enjugándose los ojos con los dedos.

-Está bien -contestó el Velludo-; tratemos ahora de lo que hay que hacer, y no canses. En primer lugar, hoy desempeñarás las funciones de teniente en vez del catalán, y dispondrás de la mitad de la tropa, dividiéndola en varias emboscadas por todo el pinar, acá y allá, según mejor te parezca. En segundo lugar, ¿no oyes? ¿Qué diablos estás ahí murmurando?

-Sí oigo -replicó Zacarías con su acostumbrada mansedumbre-; pero estoy al mismo tiempo repasando un texto.

-Pues como digo, seguirás sin perder de vista una joven... esto es, si va por donde tú estés: ya la conoces, la del castillo de Iscar.

-¡Ah!, sí, la que no quiere dar al César lo que es del César -contestó Zacarías-; es decir, la que se niega a un hombre tan santo como el señor de Cuéllar.

-La misma, pero no hay que mentar delante de ella semejante nombre ni aun por asomo -respondió el Velludo.

-Entiendo -replicó el gazmoño-, entiendo lo que se quiere.

-Para esta noche ha de estar ya en mi poder, cueste lo que costare, aunque el de Cuéllar me ha encargado que no se haga nada a la fuerza y procedamos con astucia en todo.

-Se hará -respondió Zacarías- como deseáis.

-Sin hacerle daño alguno -replicó el Velludo-, ni tocarle al pelo de la ropa, aunque de esto yo cuidaré, porque ninguno de vosotros es de fiar; y cuidado que el que tenga la suerte de apoderarse de ella le haga el menor mal, porque de un hachazo haré yo que le bailen los sesos. Ahora llévate la gente que necesites y ve arreglando la emboscada por la parte de la derecha al otro lado del convento, que yo me voy por la izquierda. Si pudiera ser, sería mejor evitar un encuentro con los cazadores y retirarnos a la cueva al momento que se haga el robo.

-Se hará como deseáis -respondió Zacarías con mucha humildad- y vuestro siervo os obedecerá; servum erat... erat... ¡Maldita memoria la mía! Me alegro de hacer este servicio al señor de Cuéllar, que tiene trazas de ser un bendito.

Dicho esto contó su gente, llevándose seis hombres consigo, y entre ellos a Usdróbal, predicándoles por el camino que no jurasen, sino, al contrario, imitasen su devoción, no dejándose tentar del demonio, etc.; y el Velludo, seguido de su mastín, echó a andar con otros tantos hacia la parte opuesta del bosque.

En este tiempo los cazadores habían soltado los balcones, que, ya remontándose hasta las nubes, ya deteniendo el vuelo, ya desprendiéndose por los aires, habían levantado una garza que perseguían.

El tropel de los caballos lanzados a la carrera resonó al punto por todo el bosque, y Leonor de Iscar, que acompañaba efectivamente a su hermano, como el halconero avisó al Velludo, no había sido la última que a rienda suelta seguía el vuelo del pájaro cazador, muy ajena de la celada que le preparaban. El estrépito que traían dio a conocer al Velludo el camino que debía seguir sin ser visto, aunque más de una vez, oculto entre las ramas, vio pasar la divertida tropa no lejos de donde estaba, y la rubia cabellera de Leonor, que ondeaba suelta en elegantes rizos sobre su espalda, brilló como un rayo de sol entre los árboles a los ojos del bandolero. Seguida de su hermano y algunos otros, aguijaba un generoso caballo tordo con tanta bizarría y atrevimiento como el cazador más experimentado, y a su agilidad y a la presteza de su carrera se la habría podido tomar por una sílfide, volando en alas del viento, llena de belleza y de gallardía. Cualquier mal paso que se ofrecía a su camino, cualquiera zanja, era ella la primera que la saltaba, a pesar de los gritos de su hermano, que trataba de contenerla, y con admiración de todos los que la veían; y su halcón, que había sido el primero lanzado sobre la garza, parecía querer imitar a su señora en el empeño con que la acosaba, de lo que iba ella no poco vanagloriosa. Ya se cernía sobre su presa con airosa confianza, o ya, calando de lo alto, se arrojaba con velocidad, mientras la garza, dando temerosos graznidos, buscaba en vano dónde acogerse de su enemigo. Por último, Leonor vio a su halcón caer sobre ella y venir ambos pájaros al suelo revoloteando.

Era entonces el momento de gloria para los cazadores, que miraban como un triunfo la dicha del que llegaba primero a arrebatar al halcón su presa. Todos en aquel momento espolearon a sus trotones con más ahínco que nunca, impeliéndolos con la velocidad del rayo, y cortando por diferentes caminos para llegar antes al sitio donde el halcón y su presa se habían derribado luchando. Leonor fue la primera que lo vio y la que primero arrojó su buen tordo por el sendero que se le presentó delante.

Ya unos a otros se atropellaban, trabajando éste por ganar y aventajar al que tenía a su lado, aquél por interponer su caballo y detener al que le seguía y trataba de adelantárse, y Leonor, sola delante de todos, volaba sin reparar en zanjas y precipicios. De repente el caballo de su hermano se precipita y llega a juntarse al suyo, y un hoyo hondísimo y de bastante anchura parece oponerse a su velocidad. Era preciso torcer a un lado o, de lo contrario, despeñarse en aquella sima, que no habría podido saltar el trotón de más ligereza. Ya iba Leonor a tomar la vuelta cuando, volviendo la cabeza para ver qué distancia llevaba a los que la seguían, ve el caballo de su hermano, furioso de la carrera, desbocarse y precipitarse, y, sin que bastasen a contenerle el freno ni la destreza de su jinete, abalanzarse desesperadamente hacia el precipicio. No era tiempo de pararse a reflexionar. Leonor lanza un grito, da vuelta de pronto a su palafrén y como un viento se pone entre su hermano y el despeñadero, coge la rienda del desenfrenado animal y, tirándole fuertemente de un lado, corta el ímpetu de su carrera y salva la vida de su hermano, dejándole, más que nunca, sorprendido de su agilidad.

Este suceso fue causa de un momento de detención; no obstante, Leonor se arrojó la primera a quitar al halcón la desdichada garza, apeándose de su caballo, y cuando los demás llegaron, ya el pájaro vencedor pulía las plumas de su pecho airosamente posado en la mano de la intrépida cazadora. Alzaron todos mil aplausos a su victoria, y Hernando (que así se llamaba su hermano) no pudo menos de abrazarla cariñosamente, jurando que le debía la vida.

-¿Y qué hubiera sido de mí en el mundo si te hubiese perdido? -respondió Leonor con una dulce sonrisa-; ¿a ti, al único apoyo que me ha dejado mi padre? Pero tú dices eso sólo por galantería.

-No, a fe de caballero -replicó Hernando-; tan cierto es eso como que nadie puede disputarte el triunfo en la caza, no sólo entre las damas, sino entre los más ágiles caballeros.

-¿Te burlas, Hernando? -respondió Leonor-. Te he visto más de una vez sujetar tu caballo a tiempo que me alcanzabas; pero dejémonos de cumplimientos y vamos a ver qué tal nos dan de comer estos buenos monjes que nos aguardan.

Diciendo así, con aquella gracia que presta la hermosura de una mujer a cuanto dice, saltó sobre su caballo con mucho donaire y delicada soltura, y habiéndola imitado Hernando, se encaminaron todos hacia el convento que a lo lejos entre los árboles se descubría.

Este edificio aislado, de que hoy día quedan algunas ruinas, estaba situado, yendo de Iscar a Cuéllar, a la derecha de los pinares sobre las márgenes del Pirón; su arquitectura gótica, sus puntiagudas torres y su fachada lóbrega y espaciosa correspondían al gusto del siglo en que se construyó, y solo en aquel desierto, era un asilo muy a propósito para los que deseaban retirarse a la soledad. Un extenso cercado, que servía de huerta, daba entrada a un cementerio, donde estaban enterrados los primeros poseedores del castillo de Iscar, y en que se contaban hasta veinte lápidas escritas con los nombres y hazañas de los ilustres abuelos de los dos hermanos. En otro tiempo había habido en aquel sitio una ermita dedicada a un santo célebre por sus milagros, pero la devoción y las limosnas de los señores de Iscar la convirtieron por último en un convento, engrandeciéndola con sus dádivas, y desde entonces todos los propietarios del castillo habían tomado a los monjes bajo su protección, habiendo hecho allí grabar las armas de su nobleza y establecido su panteón. A pesar de las vicisitudes de los tiempos, la fe y devoción de los habitantes de Iscar no había perdido nada de su primer ardor. Y así Hernando como si, hermana acostumbraban de tiempo en tiempo a ofrecer a Dios en aquel templo oraciones y a visitar los sepulcros de sus antepasados.

El abad, a quien de antemano habían avisado, los aguardaba ya en una habitación fuera de clausura en el vestíbulo del convento. Había hecho disponer allí una abundante comida para los señores, mientras para los criados se preparó el banquete a la sombra de los pinos con la misma abundancia, aunque con menos preparativos. Todos los pobres de los alrededores habían acudido al gaudeamus que les esperaba, porque en tales festines tenía todo el mundo entrada libre, el vino iba a cántaros y el regocijo era general.

Los señores de Iscar, cuando llegaron, fueron recibidos con mil vivas de los parásitos que aguardaban hartar su hambre a costa ajena aquel oía, y el abad del convento, hombre respetable por sus años y grave aspecto, salió a recibirlos acompañado de otros padres, y en llegando a ellos los saludó inclinando la cabeza ligeramente:

-El Señor sea con vosotros.

Ambos hermanos, apeándose de sus caballos, hincaron rodilla en tierra y le besaron la mano, uno después de otro, con mucho respeto, y el abad, levantándolos con majestad y como acostumbrado a recibir semejantes muestras de consideración, los llevó a la iglesia para que orasen.

-Ya, hijos míos, que habéis venido hoy a visitar los humildes siervos de Nuestro Señor -dijo el reverendo-, os pagaremos con la mejor voluntad la honra que nos hacéis, porque en la mesa del pobre no hallará el rico lo que arroja de la suya para sus perros.

-Señor -respondió Hernando-, si esta mansión es, agradable a Dios, ¿por qué no lo ha de ser para los potentados de la tierra?

-El que se humilla ante Dios será ensalzado.

Entraron luego en la iglesia, arrodillándose todos, y rezaron sus oraciones. No obstante el recogimiento de la hermosa hermana de Hernando, no pudo menos de distraerla y admirarla el éxtasis de un hombre que, a poca distancia suya, ya se golpeaba furiosamente el pecho, ya besaba la tierra, o ya, puesto en cruz, parecía como enajenado. Era alto, seco y amojamado, y no era la primera vez que aquel día se había presentado a sus ojos, figurándosele, y no sin fundamento, que le había visto ya en el bosque tan cerca de ella, y siguiéndola a todas partes, como si fuese su sombra. A despecho de la humildad que manifestaba, su apariencia no le era muy favorable, teniendo más trazas de hipócrita consumado que de verdadero religioso, y, sin saber por qué, Leonor sintió cierta repugnancia al verle, que no pudo menos de comunicar en voz baja a su hermano. Pero éste, sin reparar casi en él, le contestó que era una simpleza tener miedo de un hombre que sería, sin duda, algún pobre atraído allí por el olor del banquete como otros muchos. Con esto Leonor quedó tranquila, o aparentó quedarlo, y al tiempo que estaban en todo el fervor de su devoción, el supuesto padre vino andando de rodillas hacia ellos, como si quisiera llegarse así hasta el altar en un éxtasis tan profundo que sin reparar en Hernando tropezó con él, de lo que éste muy irritado, y sin poder contenerse, indignado de la torpeza de aquel villano, le dio un empellón sin mirarle que le arrojó de sí haciéndole caer en tierra. Pareció el pobre llevar este golpe con resignación yéndose a otro lado al instante, sin interrumpir sus rezos al parecer, donde después que estuvo en oración algunos minutos se levantó y salió de la iglesia andando de espaldas hacia la puerta.

De allí a un rato, Hernando, su hermana y el abad salieron también de la iglesia, y cuando entraron en la sala del comedor, Hernando echó de menos un rosario de oro que llevaba colgado al lado, y que no pudo hallarse por más que se buscó en todas partes.

Sin duda el pobre se lo había llevado por equivocación. Pero este suceso, no habiendo alterado en ningún modo la alegría de los convidados, el abad bendijo la mesa, y los dos hermanos se sentaron a la cabecera mientras que algunos otros gentileshombres de su comitiva se colocaron a los extremos.

-¿Y qué tal, buen padre, ahora que no interrumpen las armas la paz de vuestro retiro -preguntó Hernando al abad-, se ha repuesto el convento de las pérdidas que sufrió en las últimas disensiones?

-Dios prueba al justo en las tribulaciones -respondió el abad-, pero ahora que se ha servido dar la paz a sus reinos, gozamos de bastante tranquilidad.

-¿Y vos creéis que esta paz sea duradera?

-Nosotros al menos lo deseamos -replicó el abad.

-Pues yo no -repuso el señor de Iscar-; ni lo deseo, ni creo tampoco que el usurpador del trono de su padre goce largo tiempo del poder que con tan poca razón ejerce, y día llegará...

-Hijo mío -interrumpió el abad-, los caminos de Dios son desconocidos al hombre; cuando yo en otro tiempo vestí la cota en vez de la cogulla, no deseaba menos que vos la guerra, pero era contra los infieles enemigos de la religión y no contra mis propios hermanos, como ha sucedido ahora, y como esperáis que vuelva a suceder dentro de poco tiempo.

-¿Y vos, que habéis recibido tantos agravios de uno de los primeros favoritos del rey don Sancho, quiero decir de Rodrigo Saldaña, que tanto ha perseguido vuestro reposo, cómo no deseáis vengaros de vuestros enemigos? -exclamó el joven señor de Iscar con impetuosidad.

-La venganza es un sentimiento profano que no entra nunca en el pecho del humilde siervo de Dios -repuso el abad-, y el señor de Cuéllar desaparecerá como su impío padre, y sobresaltarán su vida los remordimientos.

-Así es -dijo Leonor-, que he oído decir que Sancho Saldaña no tiene una hora de tranquilidad. Hernando y yo le hemos conocido cuando éramos aún niños, y ¿quién había de pensar que aquel Saldaña sería el mismo que hoy hace hablar de su impiedad en todos estos contornos?

Poco después de esta conversación, y habiéndose levantado de la mesa los dos hermanos, salieron al campo y Leonor repartió entre los pobres que más infelices le parecieron algunas monedas que llevaba para el efecto. Colmada de bendiciones de los ancianos, y admirada de los jóvenes por su belleza, volvía ya adonde su hermano y el abad disputaban sobre el derecho que tenía a la corona Sancho el Bravo, rey de Castilla en aquella época, cuando notó que una mujer cubierta de pies a cabeza de una almalafa o capa morisca, cuya capucha le cubría el rostro, la seguía tirándole del vestido como tratando de detenerla. Ya había vuelto Leonor la cabeza más de una vez a mirarla, y habiéndola tomado por una pobre, le había dicho con dulzura que se retirase y no la molestase más, pues había dado para todos la limosna que le pedía. Pero no por esto la impertinente pobre dejaba de seguirla sin querer separarse de ella, y tirándole del vestido cada vez con más fuerza. Viendo Leonor su tenacidad, creyó sería alguna más infeliz que las otras que no tenía bastante con lo ya dado, y sacando una moneda de oro, alargó la mano para dársela sin pararse. Pero cuál fue su sorpresa viendo que aquella mujer que con tanto empeño la perseguía, y que ella creía una de las más miserables, se negaba a recibir el dinero que habría llenado de regocijo al más descontentadizo mendigo.

-Mujer -le dijo entonces- ¿qué quieres de mí?, ¿ni qué otra cosa puedo yo darte?

-Yo no quiero ni necesito nada de ti -le respondió una voz suavísima en tono tan bajo que Leonor tuvo que acercarse para oírla bien-; al contrario -prosiguió-,vengo a hacerte un favor; no desoigas la voz del que habla en mí, y si no quieres antes de la noche que se trueque en lágrimas tu alegría, retírate ahora mismo a tu castillo y no vuelvas a los pinares, porque hay quien te cela, y sigue, y te ojea, y antes de tres horas te tendrá en su poder.

En diciendo esto se retiró y ocultó entre la confusión de la multitud, sin que Leonor, que había quedado atónita y sorprendida, pudiese seguirla ni aun preguntarle quién era el que así la seguía y trataba de robarla cuando parecía más arriesgado que nunca intentarlo, en un día en que iba rodeada de un séquito numeroso y pronto a sacrificarse por ella. En medio de estas reflexiones la buscaba, no obstante, vanamente, preguntando por ella a cuantos hablaba, sin poderla encontrar en ninguna parte, no habiendo visto nadie semejante mujer, lo que aumentando el misterio redoblaba su curiosidad.

El hombre seco y devoto que había sin duda robado el rosario de oro a su hermano en la misma iglesia, era el único que ella había visto algunas veces a su entender como si la observara; pero fuera de que un hombre solo no podía acometer semejante empresa, hubiera sido ridículo creer capaz de ella a un viejo villano a quien Hernando de sólo un leve empellón habría hecho rodar por tierra. Sin embargo, un secreto presentimiento la molestaba cuanto más se decía a sí misma:

-¿Qué fin podría llevarse esta mujer en engañarme tan neciamente? Lo mejor será decírselo a mi hermano y dejar para otro día la prueba de los galgos, que harto tiempo queda para correr una liebre. ¿Y si se mofa de mi, diciéndome que creo en brujerías? ¿Y si piensa que desdoro mi linaje y me reconviene de tener temores indignos de una dama de mi jerarquía? No, no se lo diré, él dispondrá lo que guste, y cúmplase la voluntad de Dios.

Pensando así, y esforzándose a disimular el sobresalto que a su despecho alborotaba su corazón, llegó adonde su hermano, que ya había concluido su disputa con el abad, examinaba dos galgos nuevos, hablando con un montero mientras se disponía todo para probarlos. Estaba tan ocupado de su diversión, que no percibió la mudanza del rostro de Leonor, que en vano se animaba interiormente a sí misma y procuraba disfrazar su sobresalto bajo la máscara de la alegría.

-Veremos si esta tarde -le dijo Hernando volviéndose a ella con muestras de mucho contento- te llevas la palma en la caza de liebres, como esta mañana en la del halcón.

-Mejor sería -le respondió su hermana con timidez- dejar para otro día la prueba...

-¡Cómo! -repuso su hermano-; ¿tú, la reina de la caza, y que aguardabas esta tarde alcanzar nuevos triunfos, quieres retardar ahora la prueba de los dos mejores galgos que han acosado una liebre?

-No..., pero... -replicó Leonor sin saber qué decir-, ya ves... el cielo está muy nublado, y por la parte de Olmedo parece anunciar una tempestad.

-Puede ser -le contestó Hernando echando una ojeada hacia arriba-; pero antes que la tormenta empiece habremos nosotros acabado nuestra faena, y al contrario, mejor, porque así el sol no nos molestará como esta mañana y el aire es más fresco.

-Entonces haz lo que quieras -dijo Leonor viendo que eran inútiles sus excusas-, pero te ruego que no te separes de mí durante la caza.

-¿Tienes miedo? -le preguntó su hermano riendo.

-No -replicó Leonor-; pero ya ves, así estaremos más cerca y podremos auxiliarnos en caso de algún peligro.

-Es cierto -repuso su hermano-; podrás tú auxiliarme a mí como esta mañana, que si no es por ti me desdeña el brioso en aquella sima.

En esto ya los cazadores estaban a caballo aguardando las órdenes de su señor, los perros alborotaban con sus ladridos, pudiendo apenas los monteros contener su alborozo, y los caballos, hiriendo, la tierra con sus ferradas manos, mostraban con sus relinchos y su inquietud el fuego que los animaba. Leonor y su hermano se despidieron de los buenos padres, y en particular del abad, que habiéndoles echado su bendición volvió al convento, mientras ellos, saltando a caballo, rompieron la marcha entre los gritos de la multitud, que aún se entretenía con los restos del banquete y algunas botas de vino, puestos acá y allá en diferentes corrillos sobre la arena. En uno de ellos estaba sentado el piadoso Zacarías, que cuando vio pasar a los dos hermanos tuvo buen cuidado de encogerse y agazaparse, ocultándose detrás del que tenía al lado, no gustando sin duda de darse a la luz a causa de su humildad. Luego que los hubo visto alejarse, dio en el hombro al bizco y al musulmán, entre quienes se había sentado, y, poniéndose en pie, tomó una bola diciendo:

-Hijos míos, vaya el último trago; tú, fariseo, levántate, y tú, hijo bizco, ve si puedes hacerlo también. No sé por qué bebes vino sabiendo que te hace mal. ¿No sabes que la gula es un enorme pecado? Es verdad que no has bebido arriba de diez cuartillos, pero si no te sienta bien, ¿por qué quieres tentar a Dios? Y tú, morisco, tampoco debías beber vino por tu religión; pero tú eres un moabita enemigo de Israel.

-Yo lo bebo a la salud de Mahoma -respondió el morisco-, y así no creo que lo lleve a mal.

-Vamos, vamos, ayuda a ese hombre -respondió Zacarías- y no perdamos tiempo, que ya viene la caza por este lado.

El morisco ayudó a su compañero a levantarse, que apenas podía abrir los ojos, y que puesto en pie se quedó con mucha gravedad mirándolos, y siguiendo con la parte superior de su cuerpo el movimiento pausado de una péndola de reloj.

-Cuida que no te vea el capitán -le aconsejó Zacarías-, no sea que te haga dormir la borrachera de modo que no vuelvas a despertar, y ve por dónde te escondes, y hasta la vuelta.

-Creo -le dijo el morisco- que con el vino se te han puesto los ojos derechos; adiós, hasta que se te pongan torcidos.

Zacarías y el moabita echaron a andar, dejando a su compañero apoyado en el tronco de un árbol hablando solo, y dando tales berridos de cuando en cuando, que atrajeron a su alrededor a los que ya no teniendo más que comer, hallaron para postre en su borrachera un agradable entretenimiento.

Entre tanto las dos divisiones de los bandidos habían ido poco a poco estrechando la distancia, viendo el punto que los cazadores habían tomado, sin perderlos nunca de vista, con la esperanza de que Leonor en el calor de la caza echaría por algún sendero sola, o acompañada a lo más de su hermano y alguno de sus servidores. En toda la mañana se les había ofrecido ocasión para poner su intento en ejecución, y el Velludo, ya desesperado de no poder cumplir la palabra que había dado al señor de Cuéllar, bramaba de coraje, sin haber querido probar bocado, dudoso ya si los embestiría con su gente y la arrebataría por fuerza. Era este el plan más acomodado al carácter del capitán, y el que, a dejarse guiar por su corazón, hubiera él llevado a efecto con más placer. Pero la promesa que había hecho al de Cuéllar encerraba justamente la cláusula de no ejecutar nada a la fuerza, y esto le tenía ligadas las manos, porque él sabía muy bien que así Hernando como su tropa no dejarían robar a Leonor sin vender antes sus vidas tan caras como pudiesen. Esto le traía pensativo, y mucho más viendo que Zacarías, el más ingenioso de los suyos, y en quien él, en asunto de tramoya tenía toda su confianza, no había ideado nada hasta entonces que le sacara de aquel apuro. Distraído así estaba y apesadumbrado, cuando poniendo por casualidad los ojos en su mastín, que estaba tendido al pie de un árbol, pensó que la astucia de aquel animal podía serle de utilidad.

Era este perro uno de los personajes más principales de la partida, leal a toda prueba y valiente como un león. Le había enseñado su amo a obedecer a la voz, entendiendo con tanta prontitud y haciendo tales cosas, que parecían increíbles si no tuviésemos en el día tantos ejemplos del instinto particular de estos animales. A una voz acometía y, se retiraba, reunía los bandidos donde le mandaba su amo, era un centinela incansable, cazaba como un lebrel, buscaba los rezagados en las noches oscuras y los conducía adonde estaban sus compañeros, atraía los viajeros perdidos y se los entregaba a su amo para que los despojase, siendo su inseparable compañero en todas las expediciones. La vista del perro le sugirió un pensamiento que reanimó su esperanza ya decaída, y haciendo llamar a los seis hombres que tenía en acecho, les ordenó reunirse y marchó con ellos al encuentro de los cazadores, habiendo enviado orden a Zacarías para que estuviese más vigilante que nunca, pues le iba a enviar la dama por aquella parte. El ladrido de los perros y el sonido de las bocinas indicaba el camino que seguía la liebre a la alegre tropa de Hernando, que, muy ajena del peligro de su señora, seguía a rienda suelta la pista. Leonor, sin embargo, temerosa aún del aviso de aquella mujer, no se entregaba a su diversión con el arrojo que había manifestado por la mañana, siguiendo siempre el camino menos espeso de árboles y al mayor número de cazadores, sin atreverse a separarse nunca, yendo siempre detrás de ellos en la carrera.

De repente Sagaz, a la voz de su amo, sale ladrando de entre los pinos, embiste a su caballo, y clavando los dientes en las ancas del animal le asusta y alborota de modo que poniéndose de manos coge el freno con los dientes, y sin poderlo sujetar la dama escapa dando botes arrebatado de todo brío, y sin cesar perseguido del inteligente mastín, que cada vez le acosa más, mordiéndole cuantas veces puede alcanzarle.

Iba Leonor, como hemos dicho, la última, y los cazadores, ocupados en perseguir la liebre, no vieron su apuro ni oyeron sus gritos por el momento. Su hermano, que nunca la abandonaba, fue el único que al ver su riesgo volvió su caballo con intento de favorecerla. Su primer impulso fue arrojar al perro la jabalina o lanza corta de que venía armado; pero ya fuese que el ímpetu de la carrera o la precipitación con que la arrojó no le dejasen tiempo bastante para apuntarle, la jabalina, sin herir en su blanco, quedó temblando clavada en tierra hasta la mitad.

La violencia del palafrén de Leonor obligó al señor de Iscar a lanzarse en su seguimiento a toda la furia del suyo, y así por esto como por ser el bosque muy espeso, por pronto que a su voz acudieron algunos de los suyos, no pudieron acertar el camino que habían tomado. El Velludo, viéndolos que volvían, mandó a su gente que dieran voces andando sin detenerse para atraerlos hacia otra parte, lo que haciéndoles creer que era aquel el camino que habían tomado sus amos, acabó de trastornarlos del todo, obligándolos a que siguiesen la dirección enteramente contraria. El sendero que primero se ofreció al desatentado caballo de la afligida Leonor era precisamente aquel donde se habían emboscado Usdróbal y Zacarías, y el Velludo no dejó de darse el parabién de haber salido adelante con su empresa cuando pensó que dentro de poco estaría la dama en poder de sus dos satélites. Entre tanto ya había sentido Zacarías el ruido de los caballos que se acercaban, y echando mano al cuchillo avisó a Usdróbal que se preparase.

-Hijo mío -le dijo-, ya llegan los enemigos; ten caridad, enfrena la ira; a sangre fría no hay que dejarse arrebatar de la cólera; tú cuidarás de la dama; pero ten cuenta que la carne es frágil, y no caigas en tentación. ¡Ahí están, hijo mío!

A ese tiempo, saliendo de donde estaban ocultos en el momento en que el caballo de la hermosa cazadora pasaba en toda la violencia de la carrera, Usdróbal se arrojó encima, y apoderándose de una rienda le hizo volver de pronto, haciéndole parar de golpe con tanta furia, que la dama perdió los estribos y estuvo a pique de caer al suelo. El caballero que la seguía metió entonces las espuelas hasta los talones a su caballo, tratando de libertarla; pero Zacarías, que aunque rayaba ya en los cincuenta era listo como una pluma, se interpuso entre él y la dama con tal presteza, dando el lado para estorbar que le atropellase, que le cortó al momento al animal los tendones del brazo con un cuchillo, haciéndole caer de golpe con su jinete.

-¡Bravo, Usdróbal! ¡La espada parece que es la de Absalón! ¡Ha echado por tierra al soberbio! -exclamó Zacarías enseñándole su cuchillo-. Monta a caballo y toma en brazos a esa dama, que se ha trastornado del susto.

-Vamos, hijo mío -y dando dos silbidos, se presentaron al momento el morisco y los otros dos que estaban ocultos en aquel lado.

-¡Perros! -gritó el caballero que había caído debajo de su palafrén, y forcejeaba por levantarse-: soltad esa dama, si no, voto a tal... juro... villanos... Pero no, venid, tomad mis tierras, mis castillos, mi vida; venid, yo os daré oro, todo os lo daré por ella, ¡infames!

-Vamos de prisa, hijos míos -dijo a Usdróbal el moralista-, porque yo soy, compasivo y me enternecen los lamentos de ese infeliz. En mí puede mucho la caridad: ¡vamos, vamos, que no vuelva yo a oír los gritos de ese pobre hombre, porque me rasgan el corazón!

-Por cierto -dijo Usdróbal conforme iban andando-, que la presa que llevamos vale más que el trabajo que nos ha costado ganarla.

-Usdróbal, hijo mío, no mires la belleza de esa dama -contestó Zacarías a tiempo que le echó él una mirada a hurtadillas, y no de lástima-. Las mujeres perdieron a Salomón. Señora, no lloréis -añadió dirigiéndose a ella-; Dios prueba nuestra paciencia en las adversidades, y si tenéis la conciencia limpia, no os debéis apesadumbrar por nada. Aquí no se os quiere mal; sólo que nuestro capitán es tan caritativo, que siempre está dispuesto a socorrer a las doncellas menesterosas. No es mala alhaja ésta -prosiguió, echando mano al collar de la dama-, yo no soy inteligente, pero...

-En verdad, maestro Zacarías -exclamó Usdróbal-, que como pongáis la mano en cualquiera cosa de esta señora, que a pesar del respeto que merecéis nos hemos de ver las caras.

-Por poco te enojas, hijo mío -respondió Zacarías-, y no sabes mucho de caridad cuando ignoras que la mejor ordenada empieza por uno mismo.

-Por ahora -repuso Usdróbal- no quiero atender a vuestras lecciones; me queda demasiado tiempo para aprender.

Y volviéndose a la dama, se esforzó a consolarla, excusándose como mejor pudo de su tropelía, y ofreciéndose por su defensor entre aquella gente. Hasta entonces había oído ésta sin notar casi lo que la pasaba, y en medio de su trastorno se había imaginado más de una vez que todo aquello era un sueño. Pero la voz de Usdróbal, dándole a conocer que su desgracia era cierta, le hizo al mismo tiempo tomar ánimo y, volviendo hacia él sus hermosos ojos llenos de lágrimas, mostró en ellos una expresión tan dulce de lástima y de dolor, que Usdróbal no pudo menos de jurarle que moriría primero que permitir la ofendiesen en su presencia.

-Yo os doy gracias, mancebo -le respondió Leonor con un eco de voz que penetró a lo más íntimo de su corazón-; yo os doy gracias, pero mi desventura no es menos cierta por eso. Con todo, aun hay una cosa que la haría menor si vos me quisierais informar de ella. ¿El caballero que me seguía, qué es de él? ¿Era suya la sangre que me parece que vi correr por su vestido al tiempo de su caída?

-Tranquilizaos, señora -repuso Usdróbal-, la sangre era de su caballo, y él vino al suelo sin más daño que haber caído debajo del animal. Fue un golpe maestro de mi caritativo director que aquí veis, incapaz de hacer mal a una hormiga si no es forzado de la necesidad, como él dice, y sin dejarse arrebatar de la cólera.

La dama pareció tranquilizarse, y aun animarse, con la noticia del caballero. Puso entonces los ojos con más cuidado en su defensor, que no quitaba los suyos de ella, y su juventud, nobleza y alegre fisonomía la hubieran acabado enteramente de tranquilizar si los hundidos ojos de Zacarías, su rostro seco y sin barba, su talante hipócrita y su paso de gato que va en acecho no le hubiesen dado a conocer al distraído devoto que la había seguido aquel día y tanto le repugnaba. Había éste echado delante un rato para servir de guía, y como descuidado de lo que pasaba detrás de él, iba, según su costumbre, entregado a sus oraciones con un rosario en la mano y los ojos bajos, y detrás venían el morisco y los otros hablando de su compañero el bizco, y riéndose de su borrachera. Era voz común entre los de su partida, que cuando Zacarías parecía más distraído y devoto sin levantar los ojos del suelo, veía y oía más que el que parecía más atento. A pesar del poco tiempo que hacía que andaba Usdróbal con él, su sola penetración le había enseñado a desconfiarse de todos sus gestos, palabras y movimientos, y así, aunque su deseo mayor era entablar con la dama una conversación útil tal vez para en adelante, el recelo que le inspiraba su director le hizo contentarse con soltar al descuido tal cual pregunta de cuando en cuando.

-Si yo supiese quién sois -dijo en voz muy baja a la dama, y conteniendo el paso de su caballo-, avisaría a vuestros parientes y amigos para...

-Usdróbal, hijo mío, ¿qué haces?; aguija presto -dijo a esta sazón Zacarías sin volver la cara y sin perder un paso-; no te dejes tentar del demonio de la concupiscencia; la carne es frágil.

-Voto a tal -murmuró Usdróbal-, que ese maldito hipócrita no parece sino que tiene hecho pacto con el demonio. ¿Vuestro nombre? -añadió en voz muy baja.

-Leonor de Iscar -respondió la dama.

-No creo, amado discípulo mío -interrumpió Zacarías continuando su camino, y en tono de voz muy dulce, sino que esa dama y tú os habéis conocido antes, o que tú, siguiendo mis lecciones, vas oyendo sus pecados y la exhortas a la paciencia.

-Así es como vos decís -repuso Usdróbal sin titubear-, trato de salvarla de las garras de Satanás (que te lleve a ti y a tu casta) -añadió más bajo.

En esto llegaron a la orilla del río a la entrada de la cueva, donde el capitán había vuelto ya con su gente, y se alegró mucho de la llegada de Zacarías.

La compañía no era de las más a propósito para una dama. Todos voceaban, todos hablaban a un tiempo, estaban comiendo entonces a la redonda, y ya habían apurado más de una bota de vino, y sólo se oían gritos por razones, amenazas y rústicos juramentos. Las diversas lenguas que hablaban, sus caras quemadas del sol, su traje, sus armas, sus maneras salvajes y las recias carcajadas con que celebraban de tiempo en tiempo sus dichos, todo contribuía a hacer más horrible la escena que se ofreció a los ojos de la delicada Leonor, que no pudo por menos de estremecerse considerando su situación y las gentes con que se hallaba. El Velludo se adelantó a recibir la dama con más muestras de cortesía que lo que prometía su apariencia, y habiéndola ayudado a apearse mandó a Usdróbal que echase pie a tierra diciendo:

-Tú, Usdróbal, cuidarás de esa dama; creo que de todos nosotros eres el que puedes tratarla con más atención.

-Así es -continuó Zacarías-, creo que no necesita de mis lecciones. Todo el camino ha venido predicándole un sermón acerca de la paciencia en los trabajos y la caridad hacia nuestro prójimo, con tanta madurez y elocuencia como podría hacerlo yo mismo. Y la dama, a lo que me pareció, le escuchaba con aire contrito y con tanta atención, que edificaba mirarla.

-Hola... -gritó el catalán, que había salido de su Cueva a recibir a sus compañeros-. ¡Lladre de donas!

-Señor -dijo la dama al Velludo-, si sois aquí el jefe, por Dios que mientras esté bajo vuestro poder que no permitáis se me ultraje. Sea cualquiera vuestro designio, yo os prometo un buen rescate si queréis devolverme mi libertad.

El aire de nobleza y resignación con que pronunció estas palabras no dejaron de sorprender al Velludo, acostumbrado a ver temblar siempre delante de él, no ya mujeres débiles, sino hombres intrépidos y forajidos. No obstante, en vano trataba Leonor de encubrir bajo una apariencia firme la turbación que agitaba su alma; una lágrima se desprendió a pesar suyo por sus mejillas, como una gota de rocío sobre la rosa de la mañana, y sentía su sangre helada mientras se esforzaba a mostrarse con tranquilidad.

-Yo, señora -respondió el Velludo-, no entiendo de obsequiar damas, cumplo con mi oficio en teneros apresada, y os aviso que en vano tratará de libraros el que lo intente, pero os juro por la bendita Virgen de Covadonga que el tiempo que estéis con nosotros seréis respetada de todos, o dejaría de llamarme Roque el Velludo.

-¿Y no puedo esperar más de vos? -preguntó la dama.

-Aunque me ofrecieseis el tesoro del rey de Marruecos no haría más que lo que os he ofrecido.

Alzó Leonor los hombros en muestras de resignarse a su desventura al oír las palabras del capitán, y no pudiendo más se sentó al pie de un árbol, y cubriéndose la cara con ambas manos derramó un mar de lágrimas agobiada de su pesadumbre.

-Buena cara tiene la muchacha, y ya me alegraría yo de hallarla en el paraíso cuando vaya allá de este mundo -dijo a este tiempo el morisco contemplándola con brutal codicia, y acercándose a ella para mirarla.

-Cuando tú dejes el pellejo colgado de algún árbol en este mundo -repuso otro de la compañía-, irás al infierno a acompañar a los diablos en sus quehaceres.

-Voto va Deu -gritó a esta sazón el teniente- que la moza es guapa, y tin una cara como una reina.

-Yo no sé por qué hemos de trabajar siempre para otros -dijo el morisco-, y nadie es mejor que nosotros, que tan buenos los he visto yo servir de pasto a los grajos, y estar colgados por los caminos.

-No, pues como no tuviera otro que la defendiese más que ese a quien se la ha encargado -dijo el bizco, que a duras penas había acertado con la cueva, saltándole aún el vino por los ojos, abierto de piernas y con una bota en la mano izquierda-, juro a Dios que todos se habían de ir a cazar hembras al otro mundo si antes que ellos no cataba yo de la caza. Vamos, reina mía, no esté vuestra merced tan triste; veamos esa carita de rosa -añadió, alargando una de sus callosas manos al rostro de la desdichada Leonor-, no estéis tan triste, que aquí los podéis elegir como peras.

Hasta entonces Usdróbal había sufrido la mofa que le había hecho sin decir palabra, y había reprimido el deseo de despertarle de su embriaguez. Pero cuando vio la mano grosera del bandido tocar a la dama, no pudo contener su cólera por más tiempo y alzando la mano le descargó la más recia bofetada que pudo engendrar su cólera, y dio con él a sus pies. Hecho esto, y antes que los otros tuviesen lugar de dar crédito a lo que habían visto, saltó sobre él, y echando mano a la espada se puso en estado de defenderse y ofender al que le acometiera. Algunos de ellos tiraron al punto de sus puñales, y hubiera ciertamente perecido víctima de su honradez si el capitán en este momento, esgrimiendo su formidable hacha en alto, no se hubiese arrojado en medio de la pelea.

-Alto, canalla -gritó con voz de trueno-, que en bebiendo una gota de vino no parece sino que todos los demonios del infierno están dentro de vuestros cuerpos. Voto a tal, que al que no envaine su espada le envainaré yo el hacha hasta los dientes en el cerebro.

Callaron todos atemorizados y pararon en su contienda, retirándose cada uno al puesto que ocupaba antes de la pelea.

-Bravo, Usdróbal -añadió el Velludo-; defiendes la dama como el mejor paladín. Estas buenas gentes -prosiguió, tratando de excusarse con la doncella- han bebido un trago de más, y hasta que yo no mate uno de ellos no sacaremos partido. Levántate tú, belitre -añadió, dando con la punta del pie al ladrón que había derribado Usdróbal, y cuyo vino había hallado allí su centro de gravedad-, y juro por la Virgen de Covadonga que al que vuelva a mentar esta dama le cierre yo la boca para mientras viva. Vamos, que ya va llegando la noche, y el cielo parece que anuncia una tempestad; entremos en nuestra cueva y descansemos hasta mañana.

Entraron todos en ella, y Usdróbal y el Velludo, ayudando a Leonor, la bajaron en brazos casi desmayada al sombrío recinto que servía de habitación a los bandoleros. La noche, entre tanto, había cerrado ya enteramente, adelantada por la tempestad, en medio de los estampidos de los truenos, que retumbaban en las concavidades de las montañas. Las tranquilas aguas del río corrían ahora con alborotado rumor en medio del silencio de la oscuridad, y el ruido sordo de los árboles agitados y el graznido de las aves nocturnas, que volaban a buscar un asilo contra la tormenta, presagiaban un espantoso huracán. De repente sus bramidos zumbaron entre los pinos, semejantes al estruendo que produce a lo lejos el motín y las voces de una populosa ciudad. El crujido de los añosos árboles, tronchados por la violencia del huracán, resonó de tiempo en tiempo, y cielo y tierra parecieron envueltos y confundidos en la furiosa discordia de los elementos.

Una lámpara moribunda ardía en medio do la cueva y derramaba su ondulante reflejo acá y allá sobre las feroces caras de los bandidos. Algunas camas de hierba seca sobre que estaban sentados o recostados era el único adorno de aquella triste mansión, y en una especie de hueco que parecía servirles de chimenea había un asiento a un lado, donde habían sentado la dama. Estaba Usdróbal más atento a cuidarla y a defenderla que si fuese la joya de su felicidad, y el capitán, a cierta distancia, teniendo a sus pies su perro, reposaba, tal vez con menos interés por ella pero no con menos cuidado. Algunas lágrimas centelleaban en los párpados de la desventurada Leonor, y, su belleza pálida pero angelical formaba un raro contraste con los semblantes cruelmente estúpidos de los ladrones. Hubiérase creído que era un ángel celeste que había bajado de la mansión de los justos a alegrar las regiones infernales con su presencia.

De tiempo en tiempo algún relámpago que penetraba velozmente al interior de la cueva, llenándola de lúgubre claridad y realzando la triste hermosura de la prisionera, redoblaba el horror que la rodeaba.

Los bandidos, como hemos dicho, en sus camas, hablaban unos con otros, excepto el capitán y Usdróbal; mientras el bizco y el caritativo maestro, que apartado de todos había cesado en sus meditaciones, dormían profundamente en un ángulo de la cueva.

-Buena noche hace para la maga que vive ahí cerca -dijo el morisco-, que esta noche parece que se ha desencadenado el infierno.

-Ella será quizá la que habrá movido la tempestad -dijo otro-, que ya la he visto yo en noches como ésta volar de pino en pino sobre una nube de fuego dando unos alaridos que os confieso que me estremecía al oírlos.

-Una noche me la encontré yo -dijo un tercero-, y llevaba tantas luces detrás y delante de ella, que parecía un entierro. Por cierto, que mientras pasó, que no iba media vara de mí, me acordé de los rezos del señor Zacarías y me pesó de no haber aprendido algunos, por lo que no pudiendo hacer más me estuve santiguando hasta que la perdí de vista.

-Pues yo -dijo el segundo que había hablado- propuse en mi corazón dejar esta vida y hacerme fraile; pero luego pensé que para que me llevase el diablo al fin de mis días lo mismo era este oficio que otro cualquiera.

-A mí darme una figa con la maga -gritó el catalán-, voto va Deu, que es una dona que no fa mal.

-Tú como ya eres diablo -repuso el tercero- no tienes miedo de tus compañeros, que todos sois lobos de una camada.

-No habléis así -repuso el ladrón anciano, y cuya cara llena de cruces indicaba que había visto de cerca más de una vez las espadas del enemigo-, no habléis así con mofa a estas horas, ni repitáis tanto el nombre del diablo. ¡Jesús me valga! -añadió santiguándose-, porque os puede suceder lo que le sucedió a un caballero, de quien fue escudero mi padre muchos años, y que se burlaba de todo.

-Vaya, contadlo, señor Tinieblas, y así pasaremos el rato -dijo el morisco.

-¡Cuento, compañeros, cuento! Hagamos corro -dijo el segundo bandido. Y reuniéndose todos alrededor del viejo, le rogaron que les contase la historia de su caballero, y el veterano, viéndolos a todos atentos, empezó luego de esta manera:

-Érase que se era un señor de Castilla, que era dueño del castillo de Rocafría y de otros muchos castillos, lugares y tierras, y capitán de más de trescientas lanzas. Tenía este hombre muy mala vida, y no creía en Dios ni en el diablo, y juraba que desearía verse a solas con Lucifer... ¡Jesús me valga! -interrumpió con voz más fuerte el historiador, y todos se estremecieron.

En este tiempo el mastín se había levantado de donde estaba, y con más muestras de miedo que de arrogancia se acercó a la boca del subterráneo, y en dando dos o tres ladridos volvió atrás todo trémulo, rabo entre piernas, y despidiendo aullidos tan prolongados y lúgubres que podían cuando menos entristecer el ánimo más esforzado.

-Silencio, Sagaz -le gritó su amo-: ¿qué diablos tienes que estás temblando?

El perro calló a la voz del Velludo y se volvió a echar a sus pies todo azorado, como si viese delante de él sueños o sombras de aparecidos, que era lo que se creía entonces cuando los animales, sin motivo aparente, se agitaban y entristecían.

-Me parece que oigo un ruido como de muchas cadenas -dijo uno de los ladrones.

-Es el viento, que grita con la voz de cien condenados -replicó el morisco.

-Pues como iba diciendo -continuó el veterano-, tenía este caballero amores con una dama, y no la podía alcanzar porque era muy honesta y hermosa, que me parece que la estoy viendo. Sucedió, pues, que yendo días y viniendo días, el caballero se desesperó, salió al campo y compró una cuerda para ahorcarse muy retorcida, e iba maldiciendo el día en que nació y la hora en que vio a la dama, y maldijo luego su alma y llamó al demonio. ¡Jesús me valga! -interrumpió de nuevo, persignándose como tenía de costumbre.

-Y como digo -continuó- que iba desesperado, se levantó de repente una tempestad tan negra que no se veía a sí mismo, y el viento era tan recio que tuvo que echarse al suelo más de una vez para que no lo llevase como una paja; un relámpago...

En este momento la luz del que penetró en la cueva fue tan viva, que deslumbrándolos y asustándolos interrumpió el cuento tercera vez. El trueno que le siguió pareció retumbar encima de ellos con tan continuado y espantoso estrépito, que no creyeron menos sino que desgajado el cielo en mil rayos se había desplomado, hecho piezas, hasta el centro de los abismos. Quedaron todos asordados y aturdidos por largo rato; y hasta el capitán y Usdróbal agacharon la cabeza como amedrentados. La dama besó una reliquia que traía pendiente de un collar, toda sobrecogida y llena de devoción. Zacarías, que estaba como hemos dicho durmiendo, se levantó de repente despavorido, se hincó de rodillas, y empezó a pedir perdón de sus culpas como si hubiese llegado su última hora. El bizco en medio de su letargo, empezó a gritar que callaran, que no podía dormir con el estrépito que traían, y que el suelo se había hundido por donde él estaba. Por último, pasado el primer susto e informado Zacarías de lo que era:

-Mala hora -dijo- es ésta para cuentos, y mejor sería que cada uno, como mejor supiese, rezase y examinase su conciencia poniéndose a bien con Dios.

-Así es -añadió el veterano-; pero el suceso de este hombre puede servirnos de ejemplo, y no será malo concluirlo ya que he empezado a contarlo.

En esto el viento había redoblado su furia y azotaba con pavoroso bramido la entrada de la caverna; los relámpagos se sucedían sin interrupción y el trueno dilataba su voz, estallando de tiempo en tiempo, con estampidos más horrorosos. Sagaz corría a un lado y otro de la cueva lleno de espanto, desatentado, todo erizado y aullando.

-Siento otra vez el ruido de las cadenas -exclamó el mismo que había primero esta observación.

-¡Santa María me valga! -gritó el veterano sobresaltado-. ¡La maga está entre nosotros!

-¡La maga! -gritaron todos a un tiempo, y huyeron a refugiarse al fondo de la caverna. Un espantoso fantasma vestido todo de negro, con una antorcha en la mano, se apareció en este instante. Sus ojos lanzaban llamas, su semblante era lívido, y sus brazos largos, secos y descarnados, semejaban a los de un desollado cadáver, mostrando todos sus músculos y ligaduras. Brillaba en medio de los relámpagos como un espectro rodeado de luz y vestido del nebuloso ropaje de las tinieblas.

-¡De profundis exaudime! -gritó Zacarías tapándose los ojos y volviendo la cara a un lado.

-¡Bendita Virgen del Tremedal! ¡Miserere mei Domino! -exclamó Usdróbal, levantándose todo azorado.

-¡Virgen de Covadonga! -gritó el capitán andando hacia atrás dos o tres pasos, mientras su perro temblaba con la cola baja, fijos los ojos en la fantasma, y aullando muy tristemente-. Por Santiago, yo te conjuro.

La maga entretanto tendió su mano izquierda a Leonor, que, pálida como la muerte y temblando, se dejó coger su derecha sin tener ánimo para desasirse, y agitando la antorcha y haciéndole señas que la siguiera la sacó medio arrastrando de la caverna, sin que ninguno de los bandidos reuniera bastante espíritu para oponerse.