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Sancho Saldaña: 19

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Sancho Saldaña
de José de Espronceda
Capítulo XIX

Capítulo XIX

Mientras los sucesos referidos pasaban en el castillo de Cuéllar, yacía también mal herido en su lecho el señor de Iscar, y todo estaba sombrío y triste en su fortaleza. El Cantor había roto su lira, falto ya de entusiasmo para pulsarla, Nuño parecía haber perdido su ordinaria locuacidad, y los demás servidores de don Hernando se perdían en cavilaciones preguntándose unos a otros por doña Leonor, dándose mutuamente noticias de ella, fundadas sólo en presunciones vagas, todos, todos hablando en voz baja, y como temerosos de despertar la cólera de su señor, cuyas heridas, aunque leves de suyo, se hacían peligrosas con la ardiente calentura que le consumía. Baste decir que Nuño y el trovador habían puesto treguas a sus disputas, y que sólo de tiempo en tiempo tal cual palabra mordaz daba a entender que no por eso había cesado enteramente la guerra. Ambos a dos se esmeraban en cuidar a su señor, que devorado interiormente de mil pesares y crueles imaginaciones, había caído en una fiebre continua que no sólo burlaba la vigilancia de los dos fieles vasallos, sino también el arte y el talento de los tres más famosos Hipócrates de aquella época que le asistían.

Estaba entonces la ciencia de la medicina, con corta diferencia, como está hoy día, en la infancia; pero particularmente entre los cristianos se hallaba tan abandonada, que apenas se encontraba un médico para un remedio. Dichosa edad, por cierto, aquella, en que cada uno moría de su enfermedad y no de su médico, como dice Quevedo, y en que se podía morir cualquier hombre honrado sin tantas fórmulas como en el día se usan. Dichosa edad, repetimos, porque en ella blancas y pulidas manos de hermosas damas se ejercitaban a veces en curar así las heridas del cuerpo como las del alma a los caballeros intrépidos, y hacían el oficio que ahora sólo desempeñan las callosas y poco limpias de algún impío barbero en los lugares de por ahí cuando algún malogrado paciente les viene como llovido para saciar en él su sed de sangre y sus horribles escalpelos, que harán que se horripile el hombre de más valor. Sólo en aquellos tiempos puede decirse que cultivaban la tal ciencia homicida con algún fruto los ilustrados árabes y los judíos, que así en esto como en todo lo que toca a ciencias y artes, en particular los primeros, nos han dejado profundas huellas de su asombrosa sabiduría. Los Avicenas, los Averroes, sirven aún de regla a nuestros más presumidos galenos, y justamente en el siglo de don Alfonso el Sabio fue cuando los judíos, favorecidos de este monarca, que protegía el talento donde quiera que se encontraba, comentaron la Biblia, escribieron de medicina, de astrología, etc., y se les debieron muchos y muy curiosos inventos.

Sucedía, no obstante, que siendo mal visto que un cristiano viejo se dejase curar por un judío, a quien todos o la mayor parte, de común acuerdo, hubieran querido quemar en honra y gloria de Dios, había hombre que prefería morirse a deber la vida a los hechizos y cabalísticas palabras de que se creía que usaba aquella maldita raza, puesto que no eran los hijos de Israel tan poco filantrópicos que no prodigasen sus remedios a todo el mundo. Ninguno de estos famosos empíricos asistía al impaciente hermano de la desdichada Leonor, que nunca más que entonces hubiera deseado la salud, y cuya ansia y desasosiego eran las principales causas de su enfermedad. Su hermana, presa y deshonrada, estaba delante de él a todas horas presente en sus delirios, ya tachándole de perezoso, de cobarde y mal caballero, ya reprendiéndole de haber desamparado a la que su padre le encomendó al morir, a la que desvalida y sin otro amigo que él en el universo, esperaba de él sólo su salvación. El furor que entonces le sacaba fuera de sí, le hacia saltar del lecho, dar voces, maltratar a cuantos le rodeaban, pedir sus armas y resistirse furiosamente a los esfuerzos de los que interesados por su salud trataban de sosegarle y contenerle.