Sancho Saldaña: 19
Capítulo XIX
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Sancho Saldaña | José de Espronceda |
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Estaba entonces la ciencia de la medicina, con corta diferencia, como está hoy día, en la infancia; pero particularmente entre los cristianos se hallaba tan abandonada, que apenas se encontraba un médico para un remedio. Dichosa edad, por cierto, aquella, en que cada uno moría de su enfermedad y no de su médico, como dice Quevedo, y en que se podía morir cualquier hombre honrado sin tantas fórmulas como en el día se usan. Dichosa edad, repetimos, porque en ella blancas y pulidas manos de hermosas damas se ejercitaban a veces en curar así las heridas del cuerpo como las del alma a los caballeros intrépidos, y hacían el oficio que ahora sólo desempeñan las callosas y poco limpias de algún impío barbero en los lugares de por ahí cuando algún malogrado paciente les viene como llovido para saciar en él su sed de sangre y sus horribles escalpelos, que harán que se horripile el hombre de más valor. Sólo en aquellos tiempos puede decirse que cultivaban la tal ciencia homicida con algún fruto los ilustrados árabes y los judíos, que así en esto como en todo lo que toca a ciencias y artes, en particular los primeros, nos han dejado profundas huellas de su asombrosa sabiduría. Los Avicenas, los Averroes, sirven aún de regla a nuestros más presumidos galenos, y justamente en el siglo de don Alfonso el Sabio fue cuando los judíos, favorecidos de este monarca, que protegía el talento donde quiera que se encontraba, comentaron la Biblia, escribieron de medicina, de astrología, etc., y se les debieron muchos y muy curiosos inventos.
Sucedía, no obstante, que siendo mal visto que un cristiano viejo se dejase curar por un judío, a quien todos o la mayor parte, de común acuerdo, hubieran querido quemar en honra y gloria de Dios, había hombre que prefería morirse a deber la vida a los hechizos y cabalísticas palabras de que se creía que usaba aquella maldita raza, puesto que no eran los hijos de Israel tan poco filantrópicos que no prodigasen sus remedios a todo el mundo. Ninguno de estos famosos empíricos asistía al impaciente hermano de la desdichada Leonor, que nunca más que entonces hubiera deseado la salud, y cuya ansia y desasosiego eran las principales causas de su enfermedad. Su hermana, presa y deshonrada, estaba delante de él a todas horas presente en sus delirios, ya tachándole de perezoso, de cobarde y mal caballero, ya reprendiéndole de haber desamparado a la que su padre le encomendó al morir, a la que desvalida y sin otro amigo que él en el universo, esperaba de él sólo su salvación. El furor que entonces le sacaba fuera de sí, le hacia saltar del lecho, dar voces, maltratar a cuantos le rodeaban, pedir sus armas y resistirse furiosamente a los esfuerzos de los que interesados por su salud trataban de sosegarle y contenerle.