Sancho Saldaña: 21

De Wikisource, la biblioteca libre.
Sancho Saldaña
de José de Espronceda
Capítulo XXI

Capítulo XXI

Con el bálsamo curóse
a sí mismo las feridas;
de esta manera fablando
facían más corta la vía.
ANÓNIMO


La alegría del león que fuera de su jaula se ve libre de pronto, corre el llano, traspasa el monte y atraviesa el bosque, asombrado él mismo de no hallar pared ninguna que detenga su voluntad, que ora mira al cielo, ora ruge, sacude su melena, corre, para y se estremece de júbilo, no es más viva que la del sabio judío al verse libre de aquella horda de caribes que intentaban devorarle, y él en su corazón no pudo menos de compararla con la que sentirían los israelitas cuando tragó el mar Rojo los ejércitos de Faraón.

-El Dios de Jacob no abandona nunca a sus elegidos -dijo, después de un rato de profunda meditación.

-Bien puedes dar gracias a Dios -respondió el Velludo-, que si no llego a tan buena hora te tuestan como a un cochinillo.

-Sí, amigo mío -respondió Abraham-, veo que tienes a tus órdenes soldados más feroces que los del impío Nemrod; pero tú eres justo y generoso, y quisiera pagarte con algo el servicio que acabas de hacerme.

-Judío -replicó el capitán-, yo conozco tu buena voluntad y te lo agradezco, pero he jurado no tomar premio de nadie sin haberlo merecido; lo que he hecho por ti no ha sido arriesgado, y ya sabes, además, que me iba a mí poco en que te quemaran o no.

-Sí, es cierto -respondió el judío-, pero vosotros los cristianos no hacéis nada por nada, y cuando encontráis algún israelita que desollar, parecéis perros hambrientos en la codicia que tenéis de arrancarle cada uno un pedazo. Con todo, tú te has portado hoy con piedad y has salvado la vida del despreciado judío.

-A mí -repuso el Velludo, mirándole con desprecio- me basta mi espada para vivir holgadamente, y no tengo que andar con brujerías, trampas y engaños para llenar mis arcas como tú y tu raza; cuanto más que, la verdad sea dicha, no soy amigo de despojar al rendido.

Dicho esto cesó la conversación, y largo rato caminaron sin hablar palabra, el Velludo con ademán pensativo y el viejo hebreo dando tal vez algunas órdenes a sus criados en un idioma desconocido para el capitán, mientras el mozo de espuela, que había vuelto a desempeñar su empleo, llevaba la mula de carga del diestro y divertía su camino con sus canciones.

-¿Queda mucho aún para el castillo del señor de Iscar? -preguntó el judío al cabo de algún tiempo.

-Como cosa de un cuarto de legua -respondió el capitán.

-Creo que ha de ser pobre ese castellano -dijo Abraham con indiferencia- y que sus vasallos se reducen a sólo la guarnición de la fortaleza.

-Así es -replicó el Velludo-; pero aunque él y yo no nos queremos mucho, debo decirte que es un caballo como hay pocos, y que su tropa está compuesta de veteranos de nombradía.

-El de Cuéllar tengo entendido que se las puede disputar al rey en poder, ¿no es así? -preguntó el judío.

-Venís bien enterado sin duda para venir de tan lejos; es hombre que puede dar al rey mil lanzas como un hombre solo.

Calló de nuevo el judío, que no parecía poner el mayor interés en la conversación, y el capitán, que no era hombre de muchos recursos para sostenerla, calló asimismo, y anduvieron algunos minutos sin otro ruido que el canto del guía y las palabras que usaba de cuando en cuando para arrear las caballerías.

Serían entonces las dos de la tarde y el calor era irresistible. El hebreo, que basta entonces, en el exceso de su alegría, no había cuidado de sus heridas, empezó a sentir tales dolores en sus espaldas que no pudo menos de tirar del freno a la mula y pararse para echar pie a tierra. Su voz detuvo a su comitiva, que caminaba delante, y volviendo todos la cabeza a ver qué les quería, le vieron cambiado enteramente el color, casi exánime y sin tener fuerza apenas para apearse. El Velludo, que iba a su lado, le ayudó a desmontarse tomándole entre sus brazos y le condujo al pie de un árbol, que hacía alguna sombra allí a un lado, con la misma soltura y facilidad que si fuese un niño chiquito. Los demás echaron también pie a tierra, y entregando al mozo de mulas las caballerías, se sentaron a su alrededor.

-Benjamín, amigo mío -dijo el hebreo con voz muy debilitada y flaca, dirigiéndose a uno de sus criados-, tráeme esa calabaza que va colgada del arzón de la silla, en que llevo cierto licor precioso que me fortificará y dará aliento para seguir el camino.

El criado se levantó para obedecerle, y habiéndole traído la calabaza, el judío bebió un trago y pareció recobrarse.

-Es mucho hombre mi buen Zacarías -exclamó el capitán, mirando la espalda desnuda del judío, que se quitó en seguida su gabardina-. Por la Virgen de Covadonga, que sólo ese maldito hipócrita tiene alma bastante para cometer semejante infamia. Si siquiera te hubieran matado de un golpe, pase, eso lo haría cualquiera; pero agujerearte de esa manera, voto a Santiago que no se me hubiera ocurrido nunca.

En efecto, la espalda del judío estaba listada de la sangre que había corrido de cuatro o cinco pinchazos que en diferentes partes tenía. Ninguno era más hondo de medio dedo, pero la sangre se había amontonado y coagulado allí, y los labios que había abierto el cuchillo estaban ya negros, al mismo tiempo que la parte sana había tomado un color cárdeno como el de un lirio. Todos los criados del judío hicieron grandes pasmos al ver a su amo tan maltratado, mientras éste, ya más repuesto, con estoica imperturbabilidad no daba siquiera un quejido, no obstante los agudos dolores que le afligían.

-Lavadme esas heridas con este mismo licor -les dijo, alargándoles la calabaza. Lo que habiéndose ejecutado, hizo algunas hilas de su camisa, y mojándolas en el bálsamo mandó que las entrasen en los agujeros.

Hecho esto, volvió a vestirse con mucho sosiego, dejando admirado al Velludo de su serenidad y manera de curarse que había tenido, y montando otra vez cada uno en su mula prosiguieron su camino en silencio.

El primero que te rompió fue otra vez el judío.

-Calor hace, amigo Velludo, pero tú ya estarás acostumbrado. ¿Hace muchos años que andas en este país?

-De aquí a un mes, para el día de la Virgen de septiembre, hará ocho años -respondió el capitán.

-Mucha fama tienes en todos estos contornos -añadió el judío-, y siento a la verdad que sea...

Abraham se detuvo al llegar aquí, como si temiera desagradar al Velludo finalizando su frase; pero éste, mirándole con cierta sonrisa desdeñosa:

-Acaba -dijo-. ¿Sientes que sea de un capitán de bandidos, no es esto?

No pudo menos el judío de estremecerse del tono irónico del Velludo, que había entendido tan perfectamente lo que dejó por decirle, y aquél prosiguió diciendo:

-Si tú, mal hebreo, mirases los hombres por lo que hacen y no por lo que de ellos se cuenta, cualquiera mala opinión de mí que te hubieran hecho concebir por ahí debías haberla mudado al ver mi comportamiento.

-Yo te juro y te protesto -respondió Abraham- que no he querido decir lo que tú has supuesto.

-Basta de eso -repuso el Velludo con aspereza-; a vosotros los judíos os sucede lo que a las mujeres: que no tenéis más que lengua y no podéis ofender.

Abraham cambió la conversación y continuó:

-He oído decir que ha habido época en que has tenido a tus órdenes mil quinientos y aun dos mil hombres.

-Así es -repuso el Velludo-, pero no todos los tiempos son unos.

-Eso habrá sido cuando las revueltas del rey don Sancho contra su padre. ¿Te decidiste tú por algún partido?

-Por los dos y contra los dos muchas veces, conforme me convenía.

-Ahora -prosiguió el hebreo preguntón- no podrías poner tanta gente sobre las armas.

-¡Oh! Y más; lo que me falta es dinero para mantenerla, pero dejar que se dé el grito por los Lacer...

-¡Chis! -interrumpió el judío, poniendo el índice de su derecha en sus labios, indicándole que callase-. Tras de una piedra se suele esconder un hombre -y volvió a un lado y a otro la cabeza como receloso-. El señor de Cuéllar creo que es muy temido en estos contornos -continuó preguntando.

-Será temido de quien le tema -respondió el Velludo con altivez.

-Ya; pero si aquí... supongamos, lo que sin duda está lejos de suceder, si aquí se sublevara algún pueblo o más, él solo con su gente bastaría quizá a sofocar la insurrección. ¿No es cierto?

-Lo que él había de cuidar sería de no perecer en su intento si tal trataba -respondió el capitán, y más si andaba en la danza quien yo me sé.

-¿Y por qué?

-Porque sí -repuso el Velludo-; porque si tú tienes tus secretos, también yo tengo los míos; y ahora, adiós, que ya aquí nada tenéis que temer y yo me vuelvo con mi partida.

-Loado sea el Dios de nuestros padres que al fin de tantos peligros nos ha traído a puerto de salvación -dijo el judío a tiempo que llegaron al pie del cerro sobre el que está fundado el castillo de Iscar-. Buen hombre -continuó, dirigiéndose al capitán-, no te vayas, que no se ha de decir que te apartaste de mí sin darte siquiera una pequeña prueba de mi agradecimiento. Toma esta caja -añadió, alargándole una muy pequeña de madera llena de un ungüento aromático-, ahí tienes lo que no se compra con todo el oro de Salomón. Si alguna vez te hieren, por peligrosa que sea la herida, no dudes que al momento se cerrará con solo que apliques un poco de esa composición milagrosa.

-Hombre habría -respondió el Velludo- que sería más escrupuloso que yo en aceptar tu regalo y que daría por cierto que había en él algo de magia, lo que yo ni dudo ni creo. Pero a mí me parece que me lo das de buena gana y no debo desconfiar de ti.

-Yo te juro que todas las coronas de los monarcas del mundo no pagan las virtudes que encierra ese ungüento. Es una de las bendiciones que Dios se sirvió echar sobre su pueblo.

Diciendo así, tornaron a despedirse; el Velludo se guardó su caja en el gorro, y alejándose de ellos se perdió al momento de vista, entre tanto que los viajeros, después de haber respondido a la señal del castillo, empezaron a subir la eminencia.

El centinela que les dio la voz de alto comunicó a Nuño la respuesta del judío, diciéndole que era un médico extranjero que pedía permiso para hospedarse hasta que refrescase la tarde y pudiese seguir con más comodidad su camino.

-Ese será algún charlatán -dijo el Cantor, que acertó a estar por allí- y que vendrá ahora a echarla de médico.

Basta que el poeta dijese que era un charlatán para que Nuño sostuviese lo contrario.

-¿Y de dónde sacas que ha de ser un charlatán? -replicó lleno de enfado-. No sabéis más que poner faltas. Pues yo estoy seguro que te equivocas, y apostaré ciento contra uno a que es un excelente médico.

-Tan sabio como tú. ¡Ja! ¡Ja! -respondió el Cantor soltando una carcajada.

-No, será un burro; basta que tú lo digas -respondió Nuño con cólera-. El demonio del mentecato, ¿pues no se le ha metido en la cabeza que ha de entender de todo?

-No se puede hablar contigo -respondió el poeta sin reírse de tus necedades.

-Ni contigo -repuso Nuño- sin rabiar. Bajad el puente levadizo y que entre -prosiguió, dirigiéndose al centinela-, y veremos si es o no tan buen médico como me pienso.

-Mira, lo que te encargo es que experimentes su ciencia en otro primero que en don Hernando -dijo el poeta-, no sea que...

-Haré lo que me dé la gana -replicó Nuño.

Con esto, y habiéndole obedecido la tropa, el judío, sus criados y caballerías entraron en el castillo, con grande asombro del Cantor, que al ver la desenvuelta frente y aspecto pensativo de don Abraham, no pudo menos de temer verse chasqueado en su contienda con Nuño, de lo que éste en adelante no dejaría de aprovecharse para zaherirle.