Sancho Saldaña: 25

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Sancho Saldaña de José de Espronceda
Capítulo XXV

Capítulo XXV

. . . . . . . . . . yo no hallo
remedio a los males míos
si no es morir, porque veo
que un imposible conquisto.
Yo estoy sin mí, yo no mando,
mi razón yo no la rijo
poder superior me arrastra,
sin ser dueño de mí mismo.
MORETO, Primero es la honra.


Mientras esto pasaba en Valladolid y andaba tan alborotado el palacio con la muerte del señor de Haro, nuestro lindo Jimeno daba la vuelta a Cuéllar a todo el galope de su caballo, acompañado de algunos hombres de armas para mayor seguridad en aquel país tan revuelto.

Al llegar a Tudela de Duero, a pesar de los riesgos que podía correr viendo que sus soldados no podían caminar tan a prisa como él quisiera, se adelantó a su gente con intención de llegar a Cuéllar aquella noche.

El más vivo deseo le punzaba de volverse a ver en el castillo para llevar adelante su infame plan contra la desdichada Zoraida.

Había ya decidido a Saldaña contra ella completamente, y viendo que nada podía alcanzar con las amenazas, la había acusado ante el tribunal eclesiástico para que la prendiesen y castigasen como a hechicera, dispuesto a sostener en persona la acusación. Pero antes de entregarla a la muerte o, lo que es lo mismo, a sus jueces, quería ver si el amor a la vida vencía en fin la obstinación de aquella infeliz, que muerto ya Usdróbal, sin tener nadie que la amparase, acaso se entregaría a él para que la libertase de tamaño peligro y la vengase de su enemigo. Tenía para esto en su favor la industria y secreto con que había urdido sus tramas, puesto que en la última aventura de Usdróbal no parecía que él hubiese tenido parte alguna en otra cosa que en haber querido favorecer a Zoraida y poner en salvo a Leonor, cumpliendo lo que había prometido, y no siendo culpa suya que los sorprendieran en aquel lance.

Aparentaba, además, hacer tales esfuerzos para templar la cólera de su señor, que nadie hubiera creído que él era quien le inducía a arrojar de allí y a enviar al patíbulo a aquella desdichada mujer, a quien al mismo tiempo estaba fingiendo amar tan de veras. No obstante, Zoraida desconfiaba de él, y aunque a veces le creía inocente de algunas supercherías, siempre le miraba con recelo, y le había cerrado la puerta de su habitación, no pudiendo menos de aborrecerle.

Allí sola, sin ver a nadie, pasaba sus días en la agonía de la muerte, y sólo alguna vez dejaba su estancia para espiar los pasos de Saldaña y vengarse en cierto modo presentándose a su vista y gozándose en su turbación.

Completamente restablecido de sus heridas el señor de Cuéllar, aunque combatido siempre de su misantropía, y a pesar de los continuos combates que tenía que resistir de las tropas que mandaba el de Iscar, no pensaba sino en Leonor, y la infeliz prisionera, que ignoraba la sublevación, privada ya de toda esperanza de libertad, no tenía otro consuelo en su cautiverio que sus lágrimas y la soledad; cada visita que le hacía Saldaña era un nuevo martirio, y la desaparición de Elvira, que había faltado del castillo, o a lo menos no vivía ya con ella, la había privado de la única amiga a quien pudiera comunicar su dolor. Recelaba, además, que Saldaña hubiera hecho apartar a su hermana de allí para poder obrar con más libertad, y aunque la cortesanía y el respeto que siempre usaba con ella pudieran tranquilizarla, temía, no obstante, la hora fatal en que aquel hombre vicioso, cansado de sus desdenes, dejase de respetarla como dama para tratarla como cautiva.

Entretanto, el paje se acercaba a Cuéllar a rienda suelta. Luego que llegó al castillo echó pie a tierra de su caballo y subió a dar cuenta a su señor de su comisión. Contóle cuanto había visto en la corte, y concluyó su relación, que apenas había oído Saldaña, con la promesa que el rey le hizo de venir en persona a sujetar los rebeldes.

-Está bien -dijo Saldaña-; tú cuidarás de prepararle el recibimiento. Y de Zoraida, ¿cuándo piensas librarme de ella?

-Mañana mismo, señor, llegarán los enviados del tribunal a prenderla; he presentado mi acusación en forma y se han horrorizado todos.

-¿Y con qué testigos cuentas? -preguntó Saldaña.

-Cuantos viven en el pueblo y en el castillo están persuadidos de sus brujerías y creen que os tiene hechizado; bien es verdad que no lo creo yo menos que ellos.

-Está bien, basta -replicó el de Cuéllar-; líbrame de ella y no tenga yo nada que ver con su muerte. ¿Y el rey, qué gente de armas crees tú que traiga consigo?

-No os lo puedo asegurar -repuso Jimeno-, pero siempre serán de tres a cuatro mil hombres.

-¡Oh! -exclamó Saldaña con una sonrisa que rara vez animaba su fisonomía-. En este caso su hermano va a tener que rendirse, y ella es mía.

Miróle Jimeno sorprendido con la alegría del señor de Cuéllar, cosa tan nueva para él como para el mismo que la sentía.

-Ya veo, señor, que vais todavía a ser feliz. ¿No os dije yo que las fatigas de la guerra, nuevos amores y el bullicio de la corte eran el mejor remedio para vuestra enfermedad?

-Quita allá, necio -respondió Saldaña, que había vuelto a su estado habitual de tristeza-; solamente una cosa podría hacerme dichoso, y no es ninguna de las que dices. ¡Ay! ¡Y quién sabe tampoco si sería yo entonces feliz!

Detúvose aquí con muestras de pesadumbre, y ambos interlocutores guardaron un momento silencio.

-Será preciso ir disponiendo a Leonor -pensó Saldaña-; sí, vamos.

Y levantándose de su asiento echó a andar pensativo y sin mirar al paje hacia la habitación de Leonor.

-Está loco, no hay duda -dijo éste después que se hubo alejado-; allá se las avenga, yo hago lo que quiero de él, y a mí me viene bien su locura. Yo también voy a ver cómo lo pasa Zoraida, y si me puedo introducir en su cuarto.

Ocupado, pues, de sus pensamientos, llegó Saldaña a la puerta de la habitación de Leonor, y habiendo pedido permiso para visitarla, bajo pretexto de traerle noticias de su hermano, aguardó la vuelta de la camarera, que no tardó mucho tiempo.

Concedida la licencia entró el conde, y después de haberle cortésmente preguntado por su salud, tomó asiento enfrente, algo apartado, no sin alguna turbación, y casi sin atreverse a mirarla.

Leonor apenas le contestó a sus preguntas, pero llena de ansiedad le preguntó por su hermano.

-Se ha recobrado del todo -respondió Saldaña-, pero tengo, no obstante, que daros una mala noticia.

-¡Hablad! ¿Qué hay? ¿Está preso? -preguntó Leonor toda asustada.

-Por ahora no -replicó el de Cuéllar-; pero, ¡ay de él si llegan a aprisionarle!

-Pero, ¿qué ha hecho? ¿Qué hay?

-Sosegaos, señora, y oídme -respondió Saldaña-. Un enjambre de ilusos han tomado las armas y proclamado rey a don Alfonso de la Cerda, rebelándose contra don Sancho, y vuestro hermano los capitanea. Sus fuerzas, aunque numerosas, consisten la mayor parte en hombres que apenas han tomado en su vida un arma en la mano, y no son temibles por consiguiente. Se encuentran, además, aislados, y sin esperanza de auxilio por ningún lado; todo lo cual hace creer que se verán muy pronto forzados a entregarse y a sufrir en tal caso la pena a que la ley condena al traidor.

-Eso no -repuso Leonor con altivez-; mi hermano podrá morir peleando o perder su cabeza en un cadalso, pero su fama quedará sin mancha, su nombre no perderá por eso el lustre que le dieron nuestros abuelos, y la nota de infamia caerá sobre el vencedor.

-Sea como decís -replicó Saldaña-, y aun más diré: que usa de su derecho como caballero; pero no por eso es menos triste su situación. Su aprehendimiento y su muerte son seguros.

-Cumpla mi hermano como deba -replicó Leonor- y sea cualquiera su suerte. Yo desdoraría la gloria de mi linaje y negaría la sangre que por mis venas corre si de otro modo le aconsejara. Ha tomado las armas por su patria contra un tirano y en favor de su rey. Mi padre le hubiera consejado lo mismo, y yo, aunque le amo más que a mí misma, no puedo menos de aprobar lo que ha hecho.

Los ojos de Leonor brillaban con entusiasmo mientras hablaba, su fisonomía mostraba un carácter determinado, y en su ademán noble y hermoso aspecto había algo capaz de fascinar y enamorar un hombre de hielo. Mirábala Saldaña con pesadumbre, contemplándola tan hermosa y animada al mismo tiempo, y viéndose a su parecer detestado de aquella mujer en cuya posesión hubiera él cifrado toda su dicha.

Este sentimiento de cariño y de amarga desesperación no pudo menos de henchir su corazón de llanto, que para mayor pena suya, lejos de servirle de desahogo derramándose por sus ojos, combatía su alma como el mar que en la más deshecha borrasca no puede traspasar sus orillas.

-¡Quién más desdichado que yo! -exclamó-: ¡yo que te adoro, que veo en ti en este mundo mi felicidad y en el otro mi salvación, que habría de haber sido tu esposo, y que hubiera hallado en ti una mujer hermosa, sensible, heroica, una mujer, en fin, como no hay ninguna en el mundo, y que ahora me veo aborrecido de ti! ¡Oh!, a la verdad es demasiado sufrir. Sí, tienes razón, Leonor, tu hermano es un héroe, la causa que defiende es justa; don Sancho es un tirano, un usurpador, un mal hijo; peor que yo es el rey que elegí, que me distingue, y debe ser tan perverso como yo cuando hace de mí tanto aprecio. Pero no importa, si él me ha colmado de beneficios, yo le seré desagradecido, yo me rebelaré contra él, yo le asesinaré hospedándole en mi castillo: habla, Leonor, mándame que lo haga, y volaré en seguida con mis tropas a aumentar el número de los que han seguido a tu hermano. ¡Oh! -continuó, arrojándose a sus pies-, ámame, ámame, y don Alfonso de la Cerda puede contar con un amigo más y un poderoso aliado.

-No, Saldaña; levantaos, y no penséis tan bajamente de mí -replicó Leonor-. ¿Por qué os había de engañar? No os amo, pero tampoco es decir esto que os aborrezca. Os aborrecería, no obstante, sí abandonaseis vuestro partido, si viese que os mostrabais desagradecido a los beneficios que os ha prodigado don Sancho. No creáis nunca, Saldaña, que para buscar aliados a mi hermano me valga yo de medios tan bajos.

-Perdonad, señora, mi arrebato -replicó el de Cuéllar, más sosegado-: tenéis razón, y yo mismo, a pesar de todo, no haría..., ¿pero qué digo? haría cuanto vos quisierais. Pensad, sin embargo, en las circunstancias peligrosas en que se ve vuestro hermano; considerad que acaso puede necesitar un día algún amigo que le proteja contra la injusticia. ¿Querríais vos ver a vuestro hermano, puesta la soga al cuello, marchando por las calles públicas, conducido al cadalso por el verdugo? ¿Querríais oírle nombrar traidor y ver rodar su cabeza ensangrentada por tierra?

-¡Saldaña! -exclamó Leonor horrorizada-: ¡Basta, por Dios!, tened compasión de mí.

Saldaña prosiguió diciendo:

-¡Dichoso, sí, si no hubiera otro mundo! Pero inquieto allí mismo y penando, él volvería a reconveniros por haberle dejado morir. Y no lo dudéis, el triunfo es nuestro, y Hernando va a ser víctima de su entusiasmo. El rey va a llegar con un numeroso cuerpo de aguerridos veteranos; nuestros espías son mejores y más diestros que los suyos; allí mismo, en su campo, hay quien se ha ofrecido ya a asesinarle o a entregarle vivo, y su desgracia es tan cierta como que el sol nos alumbra.

-¿Y qué queréis decir con eso? -preguntó Leonor conmovida-: ¿acaso os complacéis haciéndome padecer?

-¡Ojalá, Leonor -contestó Saldaña-, sufriese yo aún más de lo que sufro y fueras tú feliz de ese modo! No, mi intención no es ésa; yo quiero hacerte ver solamente lo desdichado que soy. Figúrate un hombre que te idolatra, y que por la dura ley del honor se ve obligado a emplear sus armas contra tu hermano, quizá a encontrarse y a tener que pelear con él en el campo; un hombre que si ya no es detestado de ti por lo que ha hecho, va a serlo por lo que le queda que hacer. ¡Ah! Tu hermano entregado al verdugo, bañando el cadalso con su noble sangre, es más dichoso que yo. A él le queda la ilusión de la gloria para aquel momento, la esperanza de un ilustre nombre en la posteridad y las alabanzas de su partido; mientras a mí, que en nada de esto cifro mi gloria, y que sólo quisiera vivir en paz, y ser amado de ti, no me queda que aguardar sino la vida, tu odio y mis eternos remordimientos.

-Sí, Saldaña -respondió Leonor-, tú te ves precisado a combatir con él, pero no es de caballero tender asechanzas y hacer asesinar vilmente al enemigo que se presenta noblemente en el riesgo. Si le rodean traidores, tú debes avisarle, al mismo tiempo que no debes huirle la cara frente a frente en el campo.

-Piensa, Leonor -respondió el de Cuéllar-, que nada me quedará que hacer por librarle; vive persuadida de que hasta ahora está seguro de los asesinos que le cercan, y de que yo he dado orden de que se respete su vida, y cree también que aun si cayera prisionero del rey, yo interpondría todo mi valimiento para salvarle. Sí, todo por ti, Leonor, todo por ti, por quien estoy pronto a exponer riquezas, vida, honra, en fin, cuanto puede exponer un hombre.

-Y yo te lo agradeceré toda mi vida, y si hasta ahora no he tenido de ti sino memorias odiosas, entonces tendré al menos un recuerdo que me hará pensar en ti con agrado, y te miraré no como a mi perseguidor, no como al enemigo de mi familia, sino como al libertador de mi hermano.

-¡Un recuerdo!, ¿y no más? -exclamó Saldaña-; pero tampoco merezco yo más. Tienes razón, Leonor, un recuerdo tuyo debe bastarme, y es el único premio que tengo derecho a exigir de ti.

El tono melancólico con que pronunció estas palabras y la resignación que manifestaba a su suerte tal vez hubieran enternecido a Leonor si la idea del riesgo en que se encontraba su hermano no tuviese únicamente ocupada su imaginación.

-Yo confío -le dijo- en que apartaréis de mi hermano cuantos lazos puedan tenderle los que no saben librarse de sus enemigos si no es valiéndose de traidores y de asesinos. Si su suerte fuera morir al frente de sus partidarios, en tal caso no desmentiría yo la entereza de una dama de mi jerarquía, le lloraría en silencio, y me resignaría a mi desgracia. Pero si yo le veo aprisionado o muerto, no por el valor sino por la ratera astucia de sus enemigos, contad, Saldaña, con mi eterno aborrecimiento, vos y cuantos sean sus contrarios.

Diciendo así se levantó de su asiento, y habiéndole pedido permiso para retirarse a otra sala, se despidió de Saldaña, a quien enamoraban cada día más las nuevas virtudes y gracias que descubría en su prisionera, al mismo tiempo que aumentaba su desesperación el horrible contraste que ofrecían su corazón y el de ella si los comparaba.