Sancho Saldaña: 24

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Sancho Saldaña
de José de Espronceda
Capítulo XXIV

Capítulo XXIV

REY
¿En fin, vos sois en la villa
quien al mismo rey no da
dentro de su casa silla?
. . . . . . . . . . . . . . . . . . .
¿Vos quien como llegue a vello
partís mi cetro entre dos,
pues nunca mi firma o sello
se obedece sin que vos
deis licencia para ello?
. . . . . . . . . . . . . . . . . . .


DON TELLO
¡Cielos, con tal deshonor!
¡a mí ultraje tan infame!,
¡que para esto el rey me llame!

Rico hombre de Alcalá


La crónica de que copiamos, o por mejor decir extractamos, esta verdadera historia cuenta que el rey don Sancho se hallaba, en efecto, en Valladolid, tal como había referido el propio que avisó a los conspiradores. Las noticias que en Sevilla tuvo del próximo alzamiento en Castilla a favor de don Alonso de la Cerda, que ya se nombraba rey, le hicieron suspender las Cortes y aproximar su vuelta a Valladolid con el menos aparato posible: sólo le acompañaban su esposa, doña María; el de Lara, rival del señor de Vizcaya, y los que componían su consejo; tal prisa metían las nuevas que recibió.

En efecto, la protección que Felipe, rey de Francia, concedía a sus dos primos, así como la del de Aragón, no pudo menos de disgustarle sobremanera, y mucho más viendo lo revueltas que estaban las cosas de su reino, que no sólo le desobedecían sus enemigos declarados, sino que sus amigos (y en particular don Lope de Haro), cada día se le hacían más temibles, abrogándose derechos y facultades que estaban muy lejos de pertenecerles.

Sufría el rey con paciencia y disimulando su natural altivez las altanerías de este favorito, que había en otro tiempo tomado tanto influjo en la corte, que llegó a proponer a don Sancho anulase su casamiento con doña María y tomase por mujer a su sobrina Guillerma, hija de Gaston, vizconde de Bearne, con lo cual, y porque el rey no se negó abiertamente a semejante proposición, se ensoberbeció de modo que no se tuvo por menos que él y andaba propalando en todas partes la próxima boda, tratando mal a sus iguales, y haciéndose insufrible con su orgullo y su presunción.

No era Sancho el Bravo de aquellos reyes a quienes la adulación presta pomposos títulos que bajo ninguno merecen, y el renombre de Fuerte que llevaba lo había ganado sin duda.

Había ya quitado a don Lope gran parte de su favor que dividía asimismo con el de Lara, pero la apurada situación en que se veía, el genio inquieto de aquél, y más que todo el colosal poder del de Haro, le hacían temer que reuniéndose estas dos casas, cabalmente las dos más poderosas del reino, le declarasen la guerra y le destronasen tal vez, aprovechándose de la avenida de males y guerras que por tantas partes a un tiempo le amenazaban. Astuto y sagaz en extremo, preveía las fatales consecuencias de semejante alianza, por lo que a la muerte de don Alvar Núñez de Lara concedió la privanza a su hermano don Juan para que el poder de esta familia contrapesase el del señor de Vizcaya, suscitando continuamente rivalidades entre ellos, a lo que contribuyó no poco su esposa con sus sabios consejos y su prudencia.

Tal era, en compendio, el estado crítico de los negocios, y en tan deshecha borrasca vagaba don Sancho a impulsos del viento de la fortuna, con gran peligro de que zozobrase su navío, a pesar de su destreza, actividad y bravura.

Reunidos estaban en palacio esperando al rey para deliberar acerca de tan importantes materias muchos de los miembros de su consejo, entre los cuales había varios ricoshombres, arzobispos, obispos y otras dignidades del reino, muy entretenidos al parecer en una conversación que el lector nos permitirá referírsela, cumpliendo con nuestro oficio de historiadores.

-Desengañaos, señor López Salcedo -decía un obispo grueso y muy colorado, que luego se supo que lo era de Plasencia-. El señor de Haro ni habría venido aquí ni estaría tan orgulloso si no fuese cierto que su alteza va a anular su casamiento con doña María, para verificar el cual ya sabéis que no se dispensaron del parentesco. Sine affinitatis dispensatione sponsalia contraherunt.

-Pues yo os aseguro -repuso López Salcedo- que el rey no se separa de doña María aunque se lo prediquen ángeles, y voto a tal que yo hiciera otro tanto, puesto que ella es el primer sostén de su trono.

-¿Sabéis, señores -dijo, acercándose a los dos con mucho sigilo el deán de Sevilla-, que el rey trata de hacer que le vuelva el de Haro los castillos y plazas que le ha usurpado?

-Ya era hora de que le hiciese bajar la cabeza -replicó Salcedo- a ese vanidoso señor que nos miraba a todos como inferiores suyos, y pardiez que he estado más de una vez por atravesarle de una estocada.

-Es fama -añadió el deán- que este cambio lo causa la sospecha que hay de que el de Haro está en inteligencias secretas con don Pedro, rey de Aragón, y auxilia por bajo de mano a los revoltosos.

-Me parece que todos os engañáis -repuso el obispo-; yo apostaría ciento contra uno a que don Lope está más en privanza que nunca, y en cuanto a lo que decís de sus inteligencias secretas con los revoltosos de Castilla, ¿cómo es posible que un don Lope, señor de Vizcaya, se humille hasta el punto de entenderse con una gavilla como esa de hombres perdidos?

-Perdonad, señor obispo -replicó el deán de Sevilla sonriéndose-, yo no he dicho que tal cosa sea cierta; al contrario, si me pedís mi opinión, os diré francamente que estoy muy distante de creer lo que por ahí cuentan.

-Pues en cuanto a mí -respondió Salcedo-, no sé si es cierto o no; pero sé que anda muy equivocado su ilustrísima si cree que son todos los rebeldes gente perdida, porque hay entre ellos caballeros muy principales, y don Lope de Haro, si por eso es, podría entenderse con ellos sin rebajar nada de su alta alcurnia, como ya se ha entendido con el rey de Aragón.

El deán se acercó al oído de López Salcedo, diciéndole que mirase bien lo que hablaba, pues así el obispo de Plasencia como Diego de Campos, que estaba detrás, eran muy grandes servidores y amigos del de Haro y podrían contarle después lo que de él dijese, con grave daño de su interés. Pero el caballero, después de darle las gracias, continuó:

-Acercaos, señor don Diego López de Campos; yo estaba hablando mal del conde don Lope, y como vos sois su amigo, pienso que habéis de tener curiosidad de oírme. Pues, como iba diciendo, las noticias de Castilla son de la mayor importancia, y aquí el señor deán me parece ha de saberlas mejor que yo.

-Yo -respondió el deán con su melosa y cortesana sonrisa- no sé más que lo que todos sabemos; he oído decir que con algunas tropas buenas que se envíen a reforzar el castillo de Cuéllar bastará para hacer entrar a todos en razón, y mucho más ahora que don Lope de Haro ha recobrado el favor de nuestro monarca y le podrá ayudar con todo su poder.

-La muerte de don Alvar Núñez de Lara -repuso el obispo de Plasencia- ha libertado al señor de Vizcaya del único competidor que podría hacerle sombra, y el rey tendrá sin duda que volverle la autoridad que tenía en su corte.

-En prueba de ello -añadió López de Campos- hoy mismo se le aguarda aquí con el infante don Juan, su yerno, que viene a hacer reverencia a su alteza y a acompañarle en su expedición contra los facciosos.

-¿Y quién mejor que él -repuso el deán- puede afirmar la autoridad real, siendo como es el señor de más valimiento en España?

-Señor deán -replicó Salcedo-, os torcéis a todas partes como una varita de mimbre. El de Haro, señores, tiene más de un competidor que le haga frente, y don Juan Núñez de Lara, hermano del difunto don Alvar, puede suplirle aquí y en todas partes con ventaja.

-¡Oh!, don Juan Núñez de Lara -exclamó el deán- no hay duda que es poderoso.

-Esa cuestión quedará hoy decidida -respondió el obispo, con el tono propio de un hombre que sabe muy bien lo que dice-, y ya os he dicho que no hubiera venido don Lope a ver al rey ni andaría tan confiado si no estuviese seguro que va a ocupar el hueco que le corresponde: ad assequendum officium se dotibus commendavit.

-Así es -continuó el de Campos-, y no hay que dudar que vuelve a la gracia del rey, y entonces veremos -añadió, echando una ojeada a Salcedo- quién les vale a los que le han motejado estando caído y quién los ha de libertar de su cólera.

-Vive Dios, señor Diego de Campos -respondió Salcedo-, que si lo decís por mí que os engañáis en mucho, que habéis de saber que yo no necesito que nadie me valga mientras mi brazo derecho no se me desprenda del hombro y cuelgue mi espada de mi cintura, y lo que ahora digo estoy pronto a sostenerlo a pie y a caballo con uno y con veinte que lo contradigan.

-Calmaos, señor López Salcedo -repuso el deán con su acostumbrada sonrisa de benevolencia-; sosegaos, que aquí nuestro amigo López de Campos no lo dijo por tanto.

-Ciertamente -añadió el obispo-, y no ha tenido intención de ofenderos.

-Y si la hubiera tenido... -replicó Salcedo.

-¿Qué hubierais hecho? -interrumpió el de Campos.

-¿Qué? Dejaros tendido aquí mismo.

-Paz, señores, paz -exclamó el deán, colocándose entre los dos.

-Mirad, señores, que estamos en casa del rey -continuó el obispo.

Salcedo se mordió los labios de ira; pero el sitio en que estaban y las personas que allí había presentes le obligaron a contenerse y dejar para luego la cuestión empezada, disimulando en cuanto le fue posible y retirándose del corrillo. El de Campos, aunque tan irritado como él, había aprendido a disfrazar mejor sus sentimientos, y luego que su enemigo se separó, su semblante pareció tan tranquilo como si nada hubiese sucedido desagradable.

-¡Qué genio! ¡Qué genio tiene el tal Salcedo! -dijo el fino deán, encogiéndose de hombros y meneando la cabeza a un lado y a otro luego que se separó.

-¡Oh! Es un hombre insufrible -replicó el obispo-. Silvestris homo, homo bellua.

-Nada tiene de extraño que se enoje -repuso el de Campos-, y mucho más cuando todos sabemos su amistad con los Laras y el odio que tiene a don Lope.

-Yo, la verdad -dijo el deán-, tengo mucho que agradecer al de Lara, pero no dejo de hacer justicia al mismo tiempo al de Haro, y si llega hoy como se dice...

-¡Oh! Se entiende -replicó el obispo con cierta ironía-, no seréis el último que acuda a darle la enhorabuena y a felicitarle por su vuelta al favor del rey.

-No tendré el menor inconveniente en hacerlo -repuso el deán, como si no hubiese entendido la pulla.

En este tiempo la llegada de un mensajero del castillo de Cuéllar que enviaba Saldaña puso fin a la conversación, y habiéndose vuelto todos a ver quién era el que con tanta prisa quería hablar al rey, vieron un joven de desembarazado continente, lindo en extremo y muy bizarramente vestido, que entró en este momento en la sala.

Era el artificioso y mal intencionado Jimeno, que venía de parte de su señor al rey con nuevas de las tropas rebeldes que se reunían en el castillo de Iscar, y que ya habían dado principio a sus algaras y escaramuzas. Rodeáronle todos y empezaron a preguntarle las nuevas que traía, y que el buen paje desembuchó con cierto ademán de importancia, tal como un diplomático suele hacer cuando se le ofrece la ocasión de lucirse en su mentirosa ciencia delante de un numeroso concurso que está colgado de sus palabras.

-El conde de Saldaña -dijo- no ha podido salir aún a correr el campo por no estar todavía enteramente convalecido de sus heridas. Pero el negocio es más arduo de lo que se cree y las fuerzas de los revoltosos son bastante imponentes.

-¿Y quién los manda? -preguntó el obispo de Plasencia.

-Han nombrado por jefe suyo -repuso el paje- a don Hernando de Iscar, y el rey de Aragón creo que les ha prometido socorros. Si pudierais hacer que yo hablase a su alteza en particular, os lo agradecería. Ya sabéis que hay ciertas cosas que no se pueden decir en público, y yo traigo para su alteza una comisión secreta de suma consideración.

-Ya se le ha enviado recado -dijo Salcedo-, y de aquí a un momento entraréis.

-¿Y creéis que basten las fuerzas del conde vuestro señor para sofocar la rebelión?

-Tal vez. ¿Quién puede asegurarlo? Hasta ahora...

-¡Oh! La llegada de don Lope de Haro pondrá todo en orden -repuso López de Campos-, y la sumisión del infante don Juan, su yerno, es un golpe terrible para el partido de los Lacerdas.

-Todo puede ser -replicó el paje, cuya vanidad parecía recrearse en poner en dudas a los grandes señores que le escuchaban.

Un macero que salió del cuarto del rey, habiéndole traído orden para que entrara, hizo que el paje, con su natural descaro, saludara a todos con cierta sonrisa maliciosa de protección, atravesara el salón con la cabeza alta y entrara en la habitación de su alteza.

Estaba el rey sentado en un sillón de marfil adornado de muchos relieves, vestido de una túnica o bata llamada Argate, y en conversación con don Juan Núñez de Lara, que ocupaba otro asiento a su izquierda a cierta distancia como en señal de respeto.

Era de mediana estatura, pero muy noble, de ademán severo, graves y penetrantes ojos y muy osado de aspecto. Llevaba un puñal o cuchillo atravesado en el cinto, que le sujetaba la túnica, guarnecido de piedras que le había regalado el rey de Granada, y que nunca quitaba del cinto en su palacio y dondequiera que estaba.

Cuando entró el Paje volvió a él los ojos con serenidad, suspendió su habla con el de Lara y le preguntó:

-¿Qué nuevas traes y cómo está nuestro fiel servidor señor de Cuéllar? ¿Está ya curado completamente de sus heridas?

El paje bajó la cabeza en señal de respeto, y parándose a unos seis u ocho pasos del rey contestó:

-El señor de Cuéllar hace a vuestra alteza homenaje y aguarda vuestras órdenes en su castillo. En cuanto a las noticias que tengo la honra de comunicar a vuestra alteza, algunas son de palabra y la mayor parte vienen en este pliego, que me encargaron os entregara yo mismo.

Y sacó del pecho unos rollos de pergamino que entregó al rey, después de haberle doblado la rodilla y hecho ademán de besarle la mano derecha, que el rey alargó para recogerlos. Hecho esto se retiró a la misma distancia que antes y, en silencio, aguardó su determinación mientras aquel leía.

No nos detendremos en relatar al lector las nuevas que enviaba Saldaña, reducidas en gran parte a avisar al rey de todo lo referido en los capítulos anteriores. Don Sancho las leyó muy detenidamente pero sin dar muestras de asombro ni de temor; y al concluir de leerlas pasó los pergaminos al de Lara con una desdeñosa sonrisa, como si mirase tan seria rebelión con indiferencia. Su favorito las tomó con respeto y las leyó también para sí mientras don Sancho continuaba su conversación con Jimeno.

-¿Y las que traéis de palabra, buen paje?

-Se reducen, señor -replicó Jimeno-, a deciros que los rebeldes últimamente se han aumentado hasta el número de quince mil hombres, lo que ha obligado a mi señor a mantenerse a la defensiva, contentándose con enviar algunos escuadrones volantes en diferentes direcciones que los entretengan y escaramucen con ellos. Pero como esto solo no es bastante para acabar de una vez con los sublevados, y cada día se declara por ellos alguna ciudad de importancia, mi señor me encarga suplique a vuestra alteza que envíe algunos hombres de armas para poder salir a campaña sin dejar en peligro de ser tomada su fortaleza y combatirlos con igualdad. Aún más, señor, cree que vuestra alteza haría muy bien si fuese en persona mandando las tropas que hubieran de ir, puesto que éste sería el medio más acertado de apaciguar la tierra.

-¿Esto es todo? -preguntó el rey.

-Señor -repuso el paje-, he desempeñado mi encargo.

-Está bien; retírate -replicó el rey-, y di a nuestro leal conde de Saldaña que iremos a verle muy pronto.

Obedeció el paje a la intimación de don Sancho, y luego que estuvo fuera de la habitación, el rey se volvió a su privado, que acababa de leer los pliegos y no mostraba tan buena cara como don Sancho; antes, muy al revés, daba a conocer en su semblante cuán grave le parecía aquel asunto.

-¿No os lo decía yo -dijo el rey- que sólo yendo en persona podríamos sujetar esos jabalíes?

-Ya sabe vuestra alteza que sólo me he opuesto a esa determinación por razones de política, y aun ahora mismo estoy persuadido que el primer paso que debe dar vuestra alteza es hacer que el de Haro entregue los fuertes que tiene en su poder, alzando el juramento a las guarniciones que en ellos tiene, y dándonos las contraseñas para que vuestra alteza obre a su voluntad; de lo contrario iremos a combatir un enemigo temible, dejando otro más poderoso a la espalda, y que puede hacernos más daño.

-Dices bien -respondió el rey-, y para eso nos hemos valido del disimulo, y le hemos llamado hoy a mi corte, de donde no saldrá vivo si no conviene en hacer cuanto exijamos. Ya veis que en esto os damos a vos mismo una seguridad más del aprecio que nos merecéis.

-Hace mucho tiempo que el de Haro trata de suceder a mi hermano en el lugar que él perdió por su demasiado orgullo, y a que vuestra alteza se ha dignado elevarme.

-Ya habéis visto -dijo el rey, que no usaba menos disimulo con el de Lara, y de cuya fidelidad quería asegurarse-, que en esas cartas se hace mención de vos, y que os prometen en nombre del rey de Aragón el castillo de Albarracín en el caso que os declaréis partidario de mis sobrinos.

Diciendo esto le miró fijamente como si tratara de leer en su alma, pero el de Lara sin inmutarse le respondió:

-Vuestra alteza sabe que yo soy libre, como armado que estoy de caballero, para abrazar la causa de cualquiera que tenga a mi parecer razón, aunque sea contra vuestra alteza misma, sin que se me pueda tachar de traidor, pues tales son los fueros de la orden de caballería que profeso. El castillo de Albarracín fue arrancado a mi padre don Juan por fuerza de armas, y aunque yo no cederé jamás de mi derecho, como ahora no se trata de recobrar aquel fuerte, sino de defender vuestra corona, he abrazado decididamente vuestro partido.

-Nos -dijo el rey- os agradecemos vuestra leal resolución, y os prometemos, concluido que sea este negocio, de mediar con el rey de Aragón para que os devuelva aquel castillo como es ley, y si no, nos obligamos a daros el que vos elijáis que nos pertenezca.

Agradecióle el de Lara su promesa con las mejores razones que supo, y el rey, después de haber recogido los papeles que le habían traído, se los entregó para que los guardara, y levantándose de su asiento salió a la sala del consejo, donde, como se ha dicho, le estaban esperando sus grandes.

Cuando entró en ella ocuparon todos sus puestos después de haberle saludado, y a los que de más penetración se jactaban se les figuró que el rey venía muy preocupado de algún plan de entidad, y aun llegaron a advertirse al oído unos a otros que aquel día habían de presenciar grandes cosas.

Luego que el rey se sentó, el de Lara se colocó a su izquierda en un escaño un poco más bajo, y todos tomaron asiento según el orden que les señalaba a cada uno su jerarquía. López de Salcedo, como capitán de maceros, se puso en pie a la derecha del rey, y todos con la mayor ansiedad aguardando que hablara, ya esperaban la entrada de don Lope de Haro con el infante, ya se desvivían por saber cuáles eran las últimas noticias que habría traído el mensajero de Cuéllar.

Esto último fue justamente lo que dio margen a la primera discusión que hubo y en que cada uno discurrió según el interés que le movía, los parientes y amigos que tenía en el partido contrario, o las relaciones que le ligaban al de don Sancho.

No obstante, todos fueron de parecer de la necesidad que había de castigar con el mayor rigor a los principales jefes de los revoltosos, y dieron la razón al rey cuando propuso le aconsejasen si debía marchar él mismo a Cuéllar a combatir los rebeldes, puesto que el tono con que presentó la cuestión dio a conocer a todos la voluntad que tenía de ir, y por eso sin duda fue tanta la unanimidad del consejo. Algunas otras materias se habían tratado, cuando la hora que tanto deseo tenían algunos de que llegara, que inspiraba a muchos tanto temor, a otros esperanzas alegres, y a todos causaba indecible curiosidad, sonó por último, y un rey de armas anunció en la sala la llegada del infante don Juan y de don Lope de Haro, que pedían permiso para besar la mano a su alteza. Estremeciéronse unos, miráronse otros con alegría, palidecieron muchos, y el rey, inclinándose al de Lara, le dijo algo al oído que este comunicó a su vez al de Salcedo, quien salió al punto a ejecutar su mandato. Pero ni el rey ni el de Lara cambiaron de fisonomía, sólo que el primero movió la cabeza en señal de que les daba licencia.

Hubo un largo murmullo en la asamblea, y cuando los dos anunciados príncipes entraron se oyó un ligero rumor semejante al zumbido de las abejas, pero que al momento se apaciguó y convirtió en el silencio de las tumbas, fijos todos los ojos en ellos, quienes se adelantaron al rey, que hacía apariencia de estar hablando con su favorito, y aún no los había mirado.

Era el señor de Haro de aventajada estatura, ya de edad, duro y ceñudo de ojos, seco de rostro, de alta y despejada frente; su cabello entrecano, corto y claro ya por los años, le caía con descuido en dos mechones largos que desde la coronilla le iban a parar a las sienes, dejando una ancha calva en medio, donde el ojo menos observador hubiera echado de ver, a la más ligera ojeada, la prominencia que los freneologistas dicen ser el asiento del amor propio; tan marcada estaba en su cabeza aquella protuberancia.

Apenas se dignó echar una mirada a su alrededor, y cuando entró en la sala fijó en el rey los ojos, y se encaminó hacia él con la más desmedida altanería, y como irritado de que se le tratase como a inferior. Su yerno, el infante, entró detrás con ademán más respetuoso, puesto que el hombre más altivo hubiera parecido humilde si se comparaban sus modales a los soberanamente arrogantes del ilustre conde don Lope. Luego que llegó junto al rey, viendo que no le hacía caso ni levantaba siquiera los ojos:

-¡Don Sancho! -le gritó en alta voz-: que está aquí el señor de Vizcaya.

-¡Oh, que está aquí mi hermano! -dijo el rey, sin hacer caso de don Lope, y bajando de su asiento para abrazar a don Juan.

El infante no pudo menos de corresponder a tanta fineza, y mucho más cuando el rey tenía tantos motivos de quejarse de él, que últimamente se le había rebelado, mientras don Lope, jaspeado el rostro de cólera y crujiéndole todos los huesos de su cuerpo, le miraba con tales ojos que parecía devorarle con ellos, herido en lo más vivo de su amor propio.

-No puedo menos, señor -dijo el infante-, de pediros que disimuléis mis pasados yerros y aceptéis la sumisión sincera que ofrezco a vuestra alteza para en adelante. Yo os juro que...

-Hermano mío, no tenemos nada de qué quejarnos de vos; malos consejeros quizá os descarriaron del camino que siempre debiste seguir, pero yo ya he olvidado todo, y siempre veré en ti un hermano querido, un hijo digno del sabio rey que nos engendró.

Esta alusión de don Sancho a su padre, contra quien se había rebelado cuando vivía, nada tiene de extraño si recordamos que, tanto antes como después de la muerte, siempre habló de él con tanto respeto y cortesanía como pudiera hacerlo el hijo más obediente, y aun castigó ejemplarmente a los que, creyendo lisonjearle, habían hecho mofa delante de él de aquel tan sabio como desventurado rey.

-Tengo al mismo tiempo la honra -dijo el infante- de llamar vuestra atención hacia mi suegro, don Lope de Haro...

-Y ahora -repuso el rey, como si no hubiese oído lo que le había dicho el infante- esperamos que nos acompañes en nuestra expedición a Cuéllar contra los revoltosos.

-Señor... -pronunció con voz ahogada por la cólera el orgulloso don Lope, que estaba detrás del rey.

-Nuestro buen servidor el de Saldaña se halla enfermo -prosiguió don Sancho, dirigiendo la palabra a su hermano- y, además, apurado con la multitud de enemigos que le rodean.

El infante apenas sabía qué decir, y ya miraba al rey, que parecía tan embebido en lo que decía como si los dos estuvieran solos, ya volvía los ojos a don Lope, que en este momento dio una patada en el suelo con tanta fuerza que retembló el pavimento.

-¡Señor! -gritó, tocando en el hombro a don Sancho-, hace una hora que estoy aquí.

-Sí, ya os había visto -repuso el rey con indiferencia-; ahora hablaremos, aguardad, que primero ha de ser mi hermano que ningún otro.

-¡Primero que yo! -murmuró, en voz no tan baja don Lope que no entendieran lo que había dicho cuantos en la sala estaban.

-Mal me parece que va a acabar esto -dijo en voz baja el atildado deán de Sevilla al obispo de Plasencia, que tenía al lado.

-Todo puede ser -respondió el obispo, que no las tenía tampoco todas consigo.

El rey, entre tanto, prosiguió hablando con su hermano amigablemente, hasta que al cabo de un rato volvió la cabeza y se encaró con el de Haro.

-¿Y el señor de Vizcaya -le dijo con desdén- viene también a besar la mano a su rey y a prestarle el rendimiento debido?

Diciendo esto subió de nuevo a su asiento, desde donde alargó su mano derecha a don Lope, que ciego de cólera ni acertó a hincar la rodilla ni a besar la mano, sino que le dejó con ella tendida por largo rato, hasta que al fin y contra toda su voluntad la besó sin saber lo que hacía levantándose desesperado de ver que el rey no le alzaba del suelo como hacía con todos y le despreciaba de aquella manera delante de tantos enemigos suyos que interiormente se habrían de regocijar de verle tan abatido.

-El señor de Vizcaya -respondió don Lope volviendo en sí- viene a saludar a vuestra alteza como su feudatario que es; pero como está ocupado el puesto único que le corresponde en la corte, pide a vuestra alteza licencia para retirarse a su señorío.

-Mi voluntad -repuso el rey, que se aprovechaba de cuantas ocasiones se le ofrecían de indisponerle con el señor de Lara- ha dado ese puesto al que lo merece, siempre pensando que a mi lado cualquiera otro es honroso y que vos, tanto como el primero de mis reinos, podría ocupar sin vergüenza el que yo tuviera a bien darle.

-Es que el primero después de vuestra alteza soy yo -replicó don Lope, poco acostumbrado a aquel tono que usaba con él don Sancho por primera vez en su vida-, y vuestra alteza debe saber que sólo hay un lugar que corresponde al primero.

-Bajad la voz, señor de Vizcaya -respondió don Sancho sin alterarse-; pensad delante de quién estáis, y sabed que si hasta ahora las consideraciones que merecían los servicios que me habéis prestado hicieron que os tratase como a un mi igual, ahora me tienen harto indignado vuestras astucias, intrigas y mal consejo. No penséis que porque soy blando sea débil, ni creáis que suframos en adelante las insolencias de ningún vasallo.

Atónito quedó don Lope con la arenga del rey, y no lo quedaron menos cuantos estaban presentes, que habían creído hasta entonces que el súbdito dominaba al monarca y que éste jamás habría sido capaz de hablar con tanta aspereza al primer ricohombre de sus reinos. Don Lope apenas podía ya sufrir aquel tan desusado lenguaje; sus ojos ardían, la barba le temblaba, agitaba su cuerpo una continua inquietud, y las palabras se le quebraban entre los dientes sin poder hablar, ahogado casi de cólera. El infante don Juan, viéndole en aquel estado, respondió por él:

-Yo, señor -dijo-, en nombre de don Lope de Haro, suplico a vuestra alteza le perdone las faltas quizá cometidas por su demasiado celo en vuestro servicio.

El señor de Vizcaya hizo un gesto de ira al oír las palabras de su yerno, se esforzó a hablar, y sólo pudo pronunciar un «no» ronco y oscuro, indicando al mismo tiempo con la cabeza y la mano la misma idea. Pero ni el rey ni el infante oyeron su voz ni observaron sus movimientos y el último prosiguió:

-La misma intención que me ha traído hoy en presencia de vuestra alteza ha sido la suya al venir aquí: vuestra alteza sabe muy bien los muchos y leales servicios que le ha prestado don Lope, y si un momento de orgullo, una indiscreción, han podido hacerle perder algo de vuestro aprecio ni él ni yo creemos que haya sido para siempre. Ahora pronto está a daros a conocer su lealtad: exigid de él y de mí cuanto queráis, por alto y trabajoso que os parezca de alcanzar, y verá vuestra alteza si tiene razón de dudar en la buena fe y lealtad de tan ilustre caballero.

-Probémosla, pues -repuso el rey-, y también nosotros estamos prontos a volverle nuestra gracia. Señor don Lope de Haro, señor de Vizcaya, y vos don Juan, infante de Castilla, entregadnos las llaves de las fortalezas que ocupan vuestros soldados; dadnos la contraseña que tengáis para que podamos tomar posesión de ellas con vuestra orden, haciendo al mismo tiempo que nos presten vasallaje los señoríos que tenéis, fuera del de Vizcaya.

Hasta aquí pudo llegar el sufrimiento del orgulloso don Lope, y el mismo infante no pudo menos de escandalizarse al ver las duras condiciones que su hermano les imponía. Pero la misma causa produjo distinto efecto en uno que en otro, y mientras el primero, determinado ya a todo, se preparaba para responderle, el segundo calculaba el grave error que habían cometido en venir sin escolta a entregarse en manos de su enemigo, y temeroso ya del fin de aquel acto de despotismo, buscaba algún sitio donde refugiarse del primer ímpetu de su hermano. Entonces conoció cuán engañosos habían sido los abrazos con que le había recibido y vio claramente adónde se encaminaba su política y cuán bien la había urdido para que viniesen y hacerles caer en el lazo.

Por un efecto de la misma cólera que le abrasaba; don Lope pareció más sosegado; revolvió la capa al brazo, y alzando la cabeza y mirando al rey de hito en hito:

-Cuando he venido aquí -le dijo- fue para rendir a vuestra alteza homenaje, pero no para pedirle perdón, porque no soy criminal, y aunque lo fuera, ninguno de mi esclarecido linaje ha pedido nunca perdón. Cuantos reyes ha habido en España han tenido a mis ascendientes como a sus iguales en grandeza, y ninguno ha sido osado para demandar más que el feudo que ha pagado nuestro señorío. Vuestra alteza se engaña si piensa que yo he degenerado de mis abuelos; su sangre hierve en mis venas, y yo he encanecido con tanto honor como ellos. Si vuestras exigencias fuesen justas, dispuesto estaba a transigir en todo con vuestra alteza; pero desposeerme de mis haciendas, haberme hecho llamar clandestinamente bajo mil pretextos infames para, en teniéndome en vuestro poder, arrancarme lo que es mío, aparentando a la faz del mundo que yo os lo doy de mi voluntad... ¡Vive Dios que es el acto más pérfido que jamás pudo cometer un tirano!

-Don Lope -gritó el rey con no menos furia-, por Santiago que os reportéis.

-No, jamás me vuelvo atrás de lo que dije una vez -continuó el de Haro, cada vez más acalorado-; tirano sois, tirano, que no rey de vuestros pueblos, astuto y mañero como un villano cobarde, y juro a Dios...

Púsose en pie don Sancho temblando de furor y dudoso si se arrojaría a él para castigarle allí mismo; pero como rara vez le abandonaba su razón en medio del más violento arrebato, disimuló aún lo mejor que pudo, contentándose con decirle:

-¿Queréis entregarme los fuertes o pensáis resistir insolentemente las órdenes de vuestro rey?

-¿Entregarte los fuertes? ¿Yo, y sólo porque tú me lo mandas? Rey don Sancho, no repitas otra vez esa orden, porque juro al cielo que te haga entregar el alma.

-¿Tú a mí, traidor? Prendedle -gritó el rey, lanzándose de su asiento-, o me entregas las fortalezas o...

-Muere -le interrumpió el de Haro, desenvainando su espada y arrojándose a matarle antes que ninguno de los presentes tuviera tiempo para estorbárselo.

Huyó el golpe el rey, y tropezando en la falda de la túnica estuvo para venir al suelo pero en el mismo instante, asiéndose del brazo derecho del conde para sujetarle, tiró del puñal que llevaba al cinto, descargándole con él tan tremendo golpe que le rajó desde el hombro hasta el corazón. Hecho esto, gritó:

-Matadlo -Y allí acabaron con él los maceros que tenía prevenidos por lo que pudiera sobrevenir.

Había tratado en vano de defenderle el infante, cuando se vio acometido de tantos ya que todos los que allí estaban cargaron también sobre él, y después de haber herido a algunos, viéndose ya perdido, recurrió a la fuga y se acogió a la habitación de la reina. Seguíale el rey furioso, corriendo tras de él con el puñal en alto goteando sangre, diciéndole cuantos ultrajes su furia le sugería.

-¡Matadle, matadle! -gritaba don Sancho-. ¡Traidor, asesino!

Las salas, las galerías de palacio, se llenaron al punto de hombres armados. Los consejeros del rey salieron a ayudarle, unos contra el infante, otros a detenerle, y algunos a esconderse, temerosos de lo que el rey había hecho con el de Haro, que había sido su protector. Los que entraban nuevos preguntaban a los otros lo que había pasado; confundíanse éstos, atropellábanse aquéllos, gritaban todos, y ninguno se entendía. «¡Han querido matar al rey!», repetían, y muchos, que ignoraban quiénes fueran los asesinos, corrían sin saber adónde, siguiendo la multitud.

Algunos se aprovechaban de esta confusión para vengarse de sus enemigos; acometíanse unos a otros, trababan pendencias, andaba todo el palacio revuelto, no había sino ruido de armas, voces, cuchilladas, maldiciones, injurias, lamentos; y en medio de este arrebato general, de esta alarma, estrépito y baraúnda, don Sancho, sin atender a otra cosa que a su venganza, borracho de cólera, golpeaba furiosamente la puerta del cuarto de su esposa, donde se había amparado el infante, con cuanta fuerza podía a patadas y a puñetazos. Habíala cerrado el infante tras sí al entrar, y echándose a los pies de la reina, que en aquel punto, toda aturdida con tantos gritos, salía a saber la causa de aquello:

-Señora -le dijo-, favorecedme, libradme de su furor; mi hermano me ha traído aquí para asesinarme.

-El rey no hará tal -respondió doña María- a no haberle vos insultado como a caballero. Pero él llega.

-Favor, señora, que va a echar la puerta abajo.

-Yo le excusaré ese trabajo -replicó la reina-, voy a abrirle.

-¿Qué intentáis? -repuso el infante, tratando de detenerla.

-Tranquilizaos, don Juan, y no tengáis miedo -dijo la reina.

Adelantóse doña María con serenidad, y habiendo descorrido el cerrojo, abrió de pronto la puerta.

El primer impulso del rey fue de arrojarse en la habitación; pero en el mismo instante, reparando en su mujer que le cerraba el paso, quedó estático delante de ella. La cólera dio lugar al respeto que sus virtudes y el cariño con que le amaba merecían, y la vergüenza de haber querido atropellar la habitación de la reina coloró sus mejillas, que habían palidecido la ira.

-Deteneos, don Sancho -gritó la reina-. El infante está bajo mi protección; reparad al menos que es vuestro hermano.

-Sí, está salvo -repuso el rey-; traidor, da las gracias a la que querías destronar; está salvo.

Y al mismo tiempo, sin atender más a su esposa, dio a correr por las galerías como un frenético, sin que el de Lara, que había logrado acallar un poco el tumulto del palacio, y que llegaba en aquel momento, tuviese lugar para detenerle.

Huía Diego de Campos, favorito del orgulloso don Lope, por uno de los corredores, aturdido, sin hallar dónde refugiarse de Salcedo, que le perseguía. En medio de su carrera encontráronse el rey y el desdichado de Campos, que se quedó parado a su vista, helado de temor, y sin acertar a huir.

Don Sancho clavó en él los ojos ensangrentados de furia, y en habiéndole conocido:

-¡Todavía estás aquí! -dijo, y le envainó el puñal en el pecho.

El desgraciado caballero cayó en tierra anegado en su sangre a los pies del rey.

Esta última puñalada, dada con toda la voluntad de matar que puede inspirar la venganza, tranquilizó por fin a don Sancho, que, metiendo su puñal en el cinto, tomó el brazo del de Lara con tanto sosiego como si no hubiera sucedido nada.

La calma del rey calmó igualmente a los cortesanos, cuyas facciones, como todo el mundo sabe, toman la fisonomía que conviene, y quienes siempre han sido máquinas de los príncipes.

El tumulto fue poco a poco aplacándose, y los hombres de armas se retiraron después de haber puesto en orden a palos, según costumbre, al leal pueblo de Valladolid, que había corrido en grupos a las puertas de palacio, lo que les importaba, solícito y cuidadoso, como siempre sucede, del que le gobierna; y de allí a media hora todo estaba en tanta paz y buena armonía como antes de embrollarse aquel laberinto. Sólo los partidarios y parientes de los muertos se habían retirado jurando vengarse; pero como estaban caídos, sus murmullos no eran entendidos de nadie, y la voz del partido vencedor, que resonaba en tono más alto, parecía la expresión pública y general de todas las voluntades.

No se trataba ya sino del próximo viaje a Cuéllar, y muy pocos se acordaban de don Lope de Haro ni de nada de lo acontecido, poco después del suceso; y si algunos conservaban algún recuerdo, se servían de él más para insultar su memoria que para lamentarla; contándose quizá en este número los que más habían adulado a aquel prócer cuando vivía, y que ahora, ultrajándole después de muerto, querían ponerse a bien con el vencedor. Tal es la miserable condición humana, y particularmente la del que vive del favor y beneplácito de los príncipes.