Sancho Saldaña: 27
Capítulo XXVII
Deslumbrantes armas,
petos argentinos,
caballos, pendones
moviendo contino
destellaban juntos
entre el polverío
tornasoles tales
que el verlo era hechizo.
¿Y a dó tan bizarros
irán los caudillos,
y para el combate
tan apercibidos?
JOSÉ GARCÍA DE VILLALTA
Rayaba apenas el sol en el oriente, dos días después de la muerte del señor de Haro, cuando por las extensas llanuras que desde el castillo de Cuéllar se descubren camino de Valladolid, divisaron los vigías de la fortaleza a lo lejos una inmensa polvareda, como podría levantar la marcha de algún numeroso ejército. Veíanse, además, de cuando en cuando, arrojando un mar de luz en los aires, resplandecer acaso confusamente las armaduras, y los erguidos y blancos penachos de los caballeros ondear graciosamente a merced del viento como un bosque de palmas. Oíanse ya más cerca con belicoso y alborotado estrépito el relincho de los caballos, el ruido de los tambores, el crujido de las armas y el mezclado son de los lelilíes, clarines y otros instrumentos de guerra, con tan marcial y confundido estruendo que arrebataba los ánimos, asordaba los campos, retemblaba la tierra y pasmaba el verlo.
Correspondía a este aparato guerrero con no menos pompa y estrépito la guarnición del castillo, que puesta parte de ella sobre las murallas, y parte en la llanura fuera de la fortaleza, ya asestaban aquellos sus arcos desde las almenas con ademán guerrero como si esperasen sus enemigos, ya éstos maniobraban en sus gallardos bridones con ligeros escarceos, caminando al encuentro de los que se acercaban, ya permanecían como estatuas de hierro en sus pesados caballos; otro bando de ellos aguardaba a pie firme caladas las viseras, la lanza en la cuja y la espada desnuda colgada de la cadenilla que la aseguraba a la mano derecha, prontos a enristrar lanza al momento.
Sonaban las músicas de uno y otro ejército algunas tocatas guerreras, las campanas de la ciudad echadas a vuelo en señal de fiesta con atronador estruendo aumentaban la confusión, los truenos del castillo retumbaban a la redonda, y los gritos, los vivas, la alegría de la multitud, las ventanas coronadas de hermosas damas, las plazas inundadas de gente hacían aquel espectáculo tan vario y divertido como imponente y terrible. Admiraba ver juntos todos los preparativos de una fiesta en que brillaba en los rostros el regocijo, al mismo tiempo que todos los aparatos de guerra y los semblantes marcialmente severos de los soldados.
Y pocos consideraban en aquel instante viendo aquella multitud de banderas, aquellas armaduras tan relucientes, aquellos tan briosos caballos, y aquel tan numeroso escuadrón de hombres tan llenos de vida, de galas y de bizarría, que no pasaría mucho tiempo sin que esparciesen por todas partes el terror, el desorden y la muerte; que sus armaduras caerían desbaratadas en piezas al golpe de los ensangrentados aceros, y que ellos y sus caballos servirían de banquete a los hambrientos perros y a carnívoras aves, yertos ya y sin ánima sus robustos cuerpos. Entonces todo era fiesta, todo era júbilo, y si pensaban en el día de la batalla, era pensando en vencer, y alentados con mil esperanzas y mil ilusiones de gloria.
Fuéronse, pues, acercando en buen orden, y cuando ya las tropas ligeras de Saldaña se hallaban cerca de las que venían, pararon aquéllas, y un guerrero, cuyo melancólico rostro formaba un singular contraste con su lujosa armadura y buen aderezo, de majestuoso continente y gigantesca estatura, a galope en un alazán de fuego, se adelantó de sus tropas y salió a recibir a Sancho el Bravo, que, armado todo menos el casco, venía, rodeado de sus principales caballeros, montado en un tordo árabe, cuya soberbia lozanía sujetaba con indecible agilidad y destreza.
Llevaba el rey en la cabeza un bonete de terciopelo, color carmesí, de donde le volaban infinitas plumas de varios y bien casados colores; vestía una aljuba sobre la coraza, bordada toda de oro, y a su lado detrás de él llevaba un escudero su lanza, su escudo y el yelmo, que, rodeado de puntas de hierro y sólo adornado de algunas plumas blancas, mostraba que no lo traía para un torneo, sino para usarlo en la guerra. Descollaba a su lado por su aventajada estatura y grave porte el muy noble señor don Juan Núñez de Lara, primer ricohombre del reino, asimismo armado y a caballo, y cubierto el caparazón de su palafrén de una piel de tigre real, de que a su padre don Juan había hecho don el famoso Vargas Machuca, después que despojó de ella al intrépido Ben-Omar-Ben-Hacen, sobrino del rey de Marruecos, a quien combatió y venció en singular batalla cuando el sitio de Sevilla, delante del rey don Fernando.
El orgullo y las altas pretensiones de esta familia habían hecho célebre su nombre en todas las revoluciones anteriores a nuestra época, no pudiendo los reyes menos de ceder en algo a caballeros tan puntillosos de su derecho, y que por el menor motivo se querellaban con ellos. Pero nunca como ahora después de la muerte del de Haro se habían presentado en el apogeo de su poder, por lo que a pesar de la premura del tiempo, y no haber podido enviar a reclutar gente en sus señoríos, había traído don Juan al rey en aquella ocasión más de cuatrocientas lanzas, la mayor parte veteranos de nombradía, que eran los primeros que rompían la marcha, enarbolando en alto el glorioso pendón de su casa. Ocupaba la izquierda del rey, el valeroso López Salcedo, capitán de lanceros, y uno de los guerreros de más fama en aquellos tiempos, que sujetó después y puso en orden a los vizcaínos que había sublevado contra don Sancho el hijo del malaventurado don Lope. Marchaba todo cubierto de hierro, sin lujo, y aunque pequeño de cuerpo, parecía sostener el peso de sus armas sin trabajo ni fatiga alguna, antes bien, la enorme maza de hierro que colgaba del arzón de su silla, probaba bien a las claras la fortaleza de su musculatura.
Quisiéramos referir todos los nombres, todas las cifras y las armas de los demás ilustres caballeros que allí venían; pero la crónica de que copiamos no hace justamente mención particular de ellos, y por no faltar a la verdad histórica, nos vemos obligados a pasar en claro todo el ejército, sin poder dar cuenta de las banderas, motes y nombres de tantos célebres capitanes. Pero felizmente la misma crónica, aunque concisa y mezquina sobre ciertos puntos, después de enojar al lector, algunas veces por su demasiada estrechez y brevedad ruin, suele también divertirle agradablemente otras, y aun desarrugar su ceño entreteniéndole con descripciones sobremanera sabrosas y de buen leer.
Así que, en esta ocasión, puesto que calla los nombres de los valientes, lo que tal vez hizo el autor que vivió en aquellos tiempos por envidia o superchería, ensalza y alaba con entusiasmo la hermosura, a fuer de buen caballero, de algunas damas que en su litera venían detrás del ejército, cuyos rostros, trajes y condiciones describe con admirable minuciosidad, encomiando la nobleza de sus apellidos, la sobrehumana belleza en que excedían, dice el autor, a cuanto él había visto hasta entonces, y la riqueza de sus preseas y alhajas, cada una de las cuales era fama que bien valía una cibdad. Sentimos, empero, no ser enteramente de la opinión del cronista; pero faltaríamos a la verdad si, como él, exagerásemos la hermosura de aquellas damas, con mengua y agravio de las que son adorno y gala de nuestras fiestas, y mucho más si pusiésemos a tan alto precio las joyas que las engalanaban, dando envidia a nuestras más ricas fembras, y susto y temblor a sus maridos. Baste decir, que en la litera venían la reina y otras dos damas suyas; que doña María, esposa de Sancho el Bravo, tenía más de talento que de belleza, y que el lujo y la pedrería que llevaba han hecho creer que dio causa al prudente refrán tan sabido de antes que te cases, mira lo que haces.
Era la reina de mediana estatura y bastante airosa, de tez morena, pero sumamente agraciada, de animada fisonomía y de ademán señoril, realzando sobre todo la expresión de su rostro, sus hermosos ojos árabes, cuyas negras pestañas al caer podría haberlas comparado cualquier poeta clásico a dos nubes cubriendo un sol en cada uno de ellos, puesto que esto de nubes no hermosea mucho los ojos. Las otras damas no eran tampoco mal parecidas, sin embargo que una de ellas, y permítasenos esta descortesía, rayaba ya en los cuarenta, edad en la que si una mujer no es vieja, empieza por lo menos a envejecer.
Rodeaban esta litera algunos caballeros muy principales, aunque el rey y otros que las habían acompañado hasta entonces, se habían adelantado y puesto al frente de las tropas, para recibir el homenaje que debía hacerles, a la cabeza de las suyas, nuestro héroe el castellano de Cuéllar. Llegó éste al rey con aquella indiferencia y tristeza propia de él, y ya iba a echar pie a tierra cuando el rey, alargándole la mano se lo estorbó, apretándole la suya amistosamente.
Hicieron alto en este momento ambos ejércitos, y las músicas de uno y otro corrieron a cubrir el camino que había desde allí al castillo, tocando varias alegres sonatas, en medio de los vivas de la multitud. Tomó Sancho Saldaña el lugar de preferencia junto al rey, que le cedió Salcedo, puesto que el de Lara no hubiera hecho tal cumplimiento a nadie. Y en llegando al castillo pararon, y las tropas desfilaron en buen orden delante de ellos, entrando en el pueblo, que estaba a la izquierda por aquel lado, las tropas del rey delante, y las de Saldaña a retaguardia.
En esto, y en medio de los dos ejércitos, llegó la litera en que las damas venían, y habiendo echado todos pies a tierra, a ejemplo del rey, se adelantaron a recibirlas.
-¿Qué os distrae, buen Saldaña, que no venís a ayudar a esas damas a que salgan de la litera, o acaso tenéis en vuestro castillo quien os pide celosa cuenta de vuestras acciones? -preguntó el rey a nuestro héroe viendo que no se movía más que si fuera de piedra.
-Perdone vuestra alteza -replicó Saldaña-, si mi cabeza no está para cumplimientos. No obstante, sentiría perder la honra que vuestra alteza me ofrece.
Y diciendo así se encaminó hacia la litera, que ya había hecho alto, y después de abierta la portezuela hincó rodilla en tierra como los demás caballeros, y besó respetuosamente la mano de doña María, que se apeó en brazos de su esposo, mientras las otras dos damas que la acompañaban aceptaron las finezas de los cumplidos caballeros, que se apresuraron a servirlas, aunque es fama que a la más madura en años movió a obsequiarla, más que el deseo, la cortesía de los que se acercaron.
-Permitidme, señor, que os guíe -dijo Saldaña-, ya que vuestra alteza se ha dignado venir a verme a mi castillo.
-Id delante, buen caballero -repuso el rey-, que quien siempre fue delante en la batalla, justo es que vaya delante siempre.
Hízole Saldaña una ligera inclinación de cabeza, pero su carácter oscuro no le dejó agradecer con palabras la cortesanía del rey, de lo que murmuraron no poco muchos de los palaciegos, y entre ellos el deán de Sevilla, que ya conoce el lector.
-¡Cómo ha cambiado este hombre! -dijo a López Salcedo-: ¡ha perdido hasta el modo de hablar! ¿No veis con qué agasajo le trata su alteza, y qué áspera y bruscamente responde cuando le da la gana de responder? ¿A qué atribuís eso, señor Salcedo?
-A su carácter un tanto orgulloso, o quizá a sus distracciones continuas.
-¡Distracciones! Si hablara con un villano, sería natural distraerse; ¡pero con un rey! Os protesto, amigo mío, que yo no puedo atribuirlo sino a que estos señores que no frecuentan la corte se hacen tan sombríos y rudos como los castillos que habitan.
-Todo puede ser -repuso López Salcedo.
Entre tanto acabaron de desfilar las tropas en medio de los gritos y algazara del pueblo que se confundía con la estrepitosa fanfarria de las músicas. Los principales caballeros entraron en el fuerte detrás del rey, razonando unos con otros, ya del despego del señor de Cuéllar, que apenas había cumplido con el ceremonial de recibimiento, ya de las buenas obras del castillo y preparativos militares que en él había, cada uno según su inclinación cortesana o afición a las cosas de la guerra.
Camparon las tropas, parte en las alturas que rodean al pueblo, y las que cupieron se alojaron en el castillo. Era de ver todos aquellos cerros cubiertos de tiendas, en que tremolaban mil diferentes banderas de los nobles que allí venían, brillando al sol, que adelantaba su curso, tornasoladas de mil colores, llenas las colinas de armados guerreros, sonando con militar estruendo los ecos, y todo vida y movimiento donde pocas horas antes sólo alteraba el silencio la gallarda moza que con su cántaro en la cabeza pasaba cantando a tomar agua de la cercana fuente, el balido de las ovejas o el ladrido del perro que las guardaba.
El pueblo, mitad de él hundido en las faldas de los oteros por un lado, y empinado hacia el otro extremo donde levanta sus almenas la fortaleza en forma de magnífico anfiteatro, los caseríos que acá y allá en los llanos y las alturas se descubrían, las torres del castillo coronadas de arinada gente que al sol resplandecían como si fueran de plata, los alminares y veletas de las iglesias iluminadas de luz, los extendidos campos cubiertos de segadas espigas hacinadas ya para las eras, los pinares que a lo lejos por un lado y otro rodean aquella vasta campiña, el cielo claro, el sol en todo su brillo, el horizonte por término a la vista, los soldados que arreglaban sus tiendas, las gentes que iban y venían al campamento, el ruido de los instrumentos marciales, el bullicio de la multitud, los cantos de los soldados, todo presentaba el más vistoso cuadro y formaba la más discordante armonía que puede crear la imaginación.
Entre tanto Sancho Saldaña del mejor modo que pudo cumplimentó a sus reales huéspedes, supliendo a su cortesanía el buen trato, las opíparas mesas que hizo servir no sólo a los reyes, sino a cuantos venían en la comitiva, y los magníficos aposentos en que alojó a los más principales, todo lo cual hizo que el deán no le encontrase tan cambiado ni grosero como en un principio le pareció.
Creían muchos que Saldaña haría desocupar el cuarto que habitaba Leonor en obsequio de la reina, siendo la mejor y más elegante habitación del castillo, pero se engañaron en su creencia, porque el ceñudo castellano condujo a su alteza al segundo piso, a la habitación de la mora, puesto que tuvo la atención de decirle que desearía un palacio entero que ofrecerle, no siendo todo su castillo digno de contener en su seno tanta grandeza.
Bajó en seguida con Sancho el Bravo a la estancia que debía ocupar, y cuya descripción hemos ya dado en el tomo segundo de esta, no sé si se llame cuento o historia. Hablaron allí, estando presente el de Lara, acerca de los asuntos políticos de la época, y Saldaña manifestó la situación de toda aquella provincia, presentó un estado de las fuerzas de los conjurados, y después de varios debates tomaron algunas determinaciones, cuyos efectos verá bien pronto el lector.