Ir al contenido

Sancho Saldaña: 28

De Wikisource, la biblioteca libre.
Sancho Saldaña
de José de Espronceda
Capítulo XXVIII

Capítulo XXVIII

Ese maldito usurero
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
que por granjear dinero
pondría en venta a su hermano,
reza a San Pedro, a San Juan,
a San Cosme y San Damián
y a toda la letanía.
MANUEL BRETÓN DE LOS HERREROS


Luego que Saldaña se retiró a su habitación, donde Duarte y García le aguardaban para desarmarle, se arrojó en un sillón como un hombre fatigado y harto de cuanto ha hecho y ha visto. Quedó un rato pensativo y callado, hasta que dando un suspiro y encogiéndose de hombros llamó a Duarte y le preguntó por su favorito paje.

-Señor -repuso-, con la bulla que ha habido hoy no he tenido tiempo siquiera para pensar en mí mismo, cuanto más en el paje: muy ocupado debe estar cuando no se ha presentado por ningún lado.

-Está bien, vete, que ya estás hablando de más -replicó Saldaña-; cuando venga, que entre.

-Muy bien -repuso el viejo-: el demonio del niño, maldito él sea -prosiguió gruñendo entre dientes-, que no parece sino que... un hombre como yo...

Perdiéronse a lo lejos sus murmullos, y Saldaña quedó otra vez solo, hablando consigo mismo y comparando la situación de su alma con el semblante que había tenido que tomar aquel día para recibir al monarca. Parecíale que era cada momento más infeliz, y recordaba los días de quietud del castillo en que no había tenido que disimular sus pesares para agradar a nadie, ni sufrir tanto enfadoso ruido ni vocería; solo y desgraciado sí, pero pudiendo desahogarse a su libertad. Figurábase que no era dueño ahora de su castillo, ni podía llorar ni maldecir su suerte, sino que como un miserable bufón tenía que someterse a la voluntad de su amo, y renegaba entonces de la venida del rey y de tanta gente llegada allí sólo para enojarle y cansarle con sus insípidos cumplimientos y necias charlatanerías. Hubiera deseado haber podido arrojar de allí a todos, castigar a los habitantes de Cuéllar por la alegría que manifestaban, y quedarse solo, sin más compañía que la de su pérfido confidente, el paje, ni otra persona en su fortaleza que su desdichada cautiva.

De cuando en cuando si llegaba a sus oídos algún grito de contento, o las carcajadas de los que por los cercanos corredores atravesaban, se encendían sus ojos, doblaba el ceño, apretaba los puños, dando señales de la ira que le abrasaba. Cansado de estar sentado se paseaba, cansado de pasearse se sentaba; en fin, nunca a su entender había tenido un día de más desagrado, inquietud y desasosiego que aquel; y pensando que aún le quedaban muchos que pasar de aquel mismo modo, prorrumpía en imprecaciones contra la suerte de Zoraida, y pensando supersticiosamente en los cargos a que este hecho daría lugar contra él en el otro mundo, aunque interiormente echaba la culpa al paje y trataba de persuadirse que el pecado recaía sobre Jimeno, no podía, sin embargo, acallar los gritos de su conciencia.

-¿Y por qué -decía- he de temer yo, cuando Jimeno no teme, que es el autor de este proyecto? Yo no tengo nada que ver con lo que él haga. ¿Peco yo acaso por haberle dejado llevarlo a efecto? ¿No fue él quien lo propuso? Y por último, ¿no es ella una mujer infame y de otra religión que la mía? No, no tengo cuidado; ya sabré yo en muriéndome lo que tengo que responder, no me cogerá el diablo desprevenido.

Su corazón, empero, no quedaba tranquilo a despecho de sus argumentos.

Tales eran sus pensamientos, cuando el elegante Jimeno pidió permiso para entrar a verle, y luego que lo obtuvo empujó la puerta y entró acompañado de un hombre, cuyos ojos hundidos y relucientes, sus tácitos y atentados pasos, y el rosario que traía en su mano, daban a entender que no podía ser otro que Zacarías.

-Benedictus in nomine Domini -dijo el hipócrita sin levantar los ojos del suelo.

No le miró siquiera Saldaña, ni hizo de él más caso que de un perro que hubiese entrado, sino que volviéndose a Jimeno y habiéndole hecho señas que se acercara, le preguntó:

-¿Has desempeñado tu encargo?

-Ved aquí, señor -repuso el paje-, un buen hombre dispuesto a hacer cuanto se le mande, con tal que se le pague bien.

Fijó en él Saldaña los ojos, y no pudo menos de sentir interiormente cierta gana de hacerle ahorcar, pareciéndole que en pocos pescuezos podría emplearse un cordel más dignamente que en el suyo; y Jimeno, que leía en el alma de su señor, no pudo menos de sonreírse. Estaba Zacarías a la izquierda del paje y enfrente del de Cuéllar, que ocupaba una silla, con las manos cruzadas, los ojos bajos y rezando sin duda, a juzgar por el movimiento continuo de sus labios, sin atender ni a uno ni a otro, y levantando los ojos únicamente cuando no le miraba ninguno.

-¿Quién eres? -le preguntó Saldaña con aspereza.

-Soy, oh benignísimo y esclarecidísimo señor, un humilde siervo de Dios, un pecador a quien no bastará llorar toda su vida para llorar como debe sus pecados. Lacrimae rerum.

-Es -le interrumpió Jimeno- el insigne Zacarías, piadoso director de las conciencias de los que tiene a sus órdenes el Velludo.

-Un miserable morador del desierto -añadió Zacarías con su voz compungida y meloso tono.

-Lo que tú tienes -dijo el de Cuéllar- es traza de ser el más consumado bribón que he visto en toda mi vida.

-Así es -añadió el paje.

-Laus tibi Domine, loado sea el Señor -replicó Zacarías-; más padeció Jesucristo por nosotros: estoy no obstante al servicio de vuestra grandeza, y bien puede creerme la vuestra excelsitud que más me inclina a servirle a su gracia la buena fama que de religioso tiene que el dinero que espero en Dios que me pagará, sin embargo, que el artesano vive de su salario.

-Ya te habrá dicho mi paje lo que quiero que hagas -respondió Saldaña-; y creo que hace ya algunos días que te entiendes con él.

-Señor, hasta ahora sólo he servido de espía con el ayuda de Dios, y por mi conducto han llegado a noticias de vuestra grandeza los movimientos de los rebeldes, y los planes que fabrican contra el ungido.

-Además -prosiguió el paje-, se ha ofrecido a asesinar al jefe de los revoltosos.

-¿A Fernando de Iscar? Por vida de mi padre, Jimeno -dijo Saldaña-, que tú no quieres sino cargar mi alma con nuevos crímenes. Al primero que siquiera le mire mal le he de arrancar yo mismo los ojos.

-Eso es lo mismo que digo yo -repuso Zacarías sin alterarse-; nada que perjudique el alma debe hacerse jamás, aunque vaya en ello la vida: Animae mea pura, etc., por no cansaros. Yo he pensado un medio de matarle sin que su sangre caiga sobre nosotros, y en cuanto a mirarle mal, yo le miraré, os juro, con la mayor dulzura en aquel momento.

-Las órdenes que me disteis... -dijo el paje.

-Las órdenes que yo te di fueron que me lo entregasen vivo, y no que ningún villano lo asesinara -contestó Saldaña encolerizado.

-Señor -repuso Jimeno-, eso quizá sea imposible.

-Pues entonces largaos de aquí tú y ese miserable gazmoño al instante -replicó Saldaña.

-No os encolericéis, eminentísimo señor -respondió Zacarías-; la cólera es uno de los siete pecados mortales, y...

-Quita allá, vive Dios, tú y tus pecados mortales -interrumpió Saldaña levantándose con la intención sin duda de darle de puntillones.

Pero Zacarías, viéndole tan irritado, se determinó a aplacarle diciendo:

-Vuestra grandeza debe saber que hasta lo imposible suele vencerse con la ayuda de Dios. Deo volente.

-Pues es preciso -replicó Saldaña, sentándose de nuevo más sosegado- que Dios quiera.

-Considerad, señor -repuso el paje, que el señor de Iscar está siempre rodeado de caballeros y que él lo es muy valiente para que se deje prender de un villano.

-El Espíritu Santo -exclamó Zacarías- acaba de iluminarme ahora mismo. ¡Oh! ¡Santo de los Santos!, ¡oh, esplendor divino! Bien podéis decir que Dios os favorece cuando me ha inspirado tan luminosa idea en vuestra ayuda.

-Habla y déjate de exclamaciones -respondió Saldaña.

-El Señor pondrá susto en su alma y... excelsa turris... Hoy se me ha olvidado casi todo el latín que sabía: vos veréis; pero la empresa merece vuestra atención, y vuestra grandeza debe saber que tanto vales cuanto tienes; y que así como antes trataba yo de emplear algunas monedas en beneficio del alma de ese caballero, dándole ya por difunto, ahora pienso será bueno rezar a las ánimas benditas, a San Cosme, a San Damián, a las once mil Vírgenes y a los innumerables Mártires de Zaragoza para que salgamos bien con nuestra intención.

El acarnerado rostro de Zacarías tomó una expresión particularmente devota en este punto, cruzó las manos sobre el pecho, y perdidos los ojos en el techo no dejaba por eso de lanzar de reojo algunas miradas hacia Saldaña, para ver si se daba por entendido, o era preciso usar de más claridad. El paje, con ademán socarrón, le miraba y sonreía.

-Tú puedes rezar -respondió el de Cuéllar- a cuantos santos y mártires te parezca, pero ahora lo que has de hacer es explicarme tu plan.

-No hay duda -replicó Zacarías-; vuestra grandeza sabe lo que ha de hacer este humildísimo siervo, vil lombriz del fango, pulvis, etc. Pero suponiendo por un momento que vuestra excelsitud se encargase de rezar tanto Paternoster y tanta Avemaría, amén de una estación por cada espina de la corona de Cristo nuestro bien, lo cual no sería extraño en un tan religioso varón como vuestra grandeza...

-Quita allá, mal ladrón: ¿cómo había yo de encargarme de rezar tanto? Falta, además que yo pudiese rezar... -replicó Saldaña-: déjate de hipocresías conmigo, no sea que usarlas te cueste caro: habla, o vete.

-Pero, señor, poderosísimo señor -respondió Zacarías con la mayor humildad-, vuestra grandeza sabe muy bien que cada uno tiene sus explicaderas. Dios pone valor en el corazón del guerrero y ciencia en la lengua del sabio. Yo rezaría todo eso, porque esas son mis oraciones diarias; pero hombres santos hay cuyas súplicas valen más que las mías para con Dios. Pero ellos están harto ocupados en el culto divino, y es menester pagarles su trabajo; ya sabéis que tantas oraciones dan ocupación para algunos días, y yo me encargaría de llevarles el dinero y de entregárselo, por lo que no sería malo que vuestra grandeza añada algo más a lo que tiene intención de pagarme. Yo me contentaría con un cornado por cada estación.

-Maldito demonio -replicó Saldaña irritado-, si hay que rezar a cada uno de los innumerables mártires, ¿dónde piensas que hay dinero para pagarte? Huye de mi presencia, y cuenta que voy a dar orden para que te disparen tantas flechas como Avemarías me has pedido.

-No se enoje vuestra excelsitud -replicó Zacarías-: aquí mi amigo Jimeno tasará mi trabajo.

-¡Amigo!, ¡puf! -interrumpió el paje mirándole con desdén.

-Pues, señor, yo -continuó el hipócrita-, si no ofrezco algo a las ánimas benditas soy hombre al agua y no sirvo para nada, ni a nada me atrevo absolutamente, porque antes es en mí la devoción que otra cosa cualquiera.

Volvióse el de Cuéllar sobre su sillón harto enojado con la falsedad y avaricia del buen Zacarías, y apoyando la cabeza sobre la mano derecha, afirmando el codo en el cincelado respaldo, quedó un rato pensativo, dudando si le mandaría ahorcar y haría ese favor más a la humanidad, o si seguiría valiéndose de él, vista la mucha necesidad que de sus servicios tenía, y consentiría en cuanto le pidiese.

El hecho era que sus esperanzas no podían absolutamente cumplirse si no lograba tomar prisionero al de Iscar, hazaña casi imposible de verificarse a no valerse de la astucia de alguno de su partido que lo entregara. Esta reflexión, que para él tenía más fuerza que cualquier otra, le determinó a todo y a dar cuanto Zacarías exigiese, aunque tuviese que empeñar sus tierras y sus castillos para satisfacer su codicia. Repugnábale, no obstante, tener que ponerse a merced de un villano que, según las ideas de aquel siglo, debía tener a mucha honra servir a un caballero tan principal como él, y cuya vida debía estar a su placer, pronto a sacrificársela. Pero como no había más remedio, era preciso pasar por todo; y volviéndose hacia el piadoso varón, que con aire meditabundo parecía que estaba contando los innumerables cornados que le pedía:

-Malsín -le dijo-, admirable es la paciencia con que he visto tu descaro sin haberte ya hecho empalar. Con todo, quiero hoy hacer prueba de mi bondad para ver tu insolencia hasta dónde llega. Tasa tú mismo lo que vale tu traición, y veremos.

-Señor -respondió Zacarías-, vuestra bondad y mansedumbre os colocarán algún día en el paraíso, como tan santo varón merece. Pero yo puedo juraros y os juro -añadió, poniendo los índices de ambas manos uno sobre otro en forma de cruz, acercándolos a sus labios- por esta señal de la cruz, que el dinero que os pido es para un buen fin, y que si se tratara de mí me contentaría con el que quisiereis darme. Veo, sin embargo, vuestra generosidad y magnificencia, y voy a tasar poco más o menos lo que creo que valdrá tanto rezo. En primer lugar, por cada estación pondré un cornado, moneda ínfima, como vos sabéis; ahora bien, en cuanto a las ánimas benditas, debe haber infinitas en el purgatorio, y se puede regular unos ochocientos millones de almas, echando corto. Las once mil Vírgenes es poca cosa. Pasemos ahora a los innumerables mártires, Martirologium, cte., que no viene a cuento. Los innumerables en este caso deben tener número, y para no ser prolijo pondré el doble de las ánimas benditas, aunque tal vez diréis que ando escaso, pero como quedan las espinas de la corona de...

-Voto a tal, vive Dios, infame, atrevido, insolente, mal villano, ladrón, ruin -exclamó Saldaña, poniéndose en pie y volcanizado de ira-, que he de hacer un escarmiento en ti, que ha de poner espanto en todos los de tu miserable ralea. ¿Y dónde has aprendido a echar cuentas, canalla? ¿Y cómo tienes osadía para demandar dinero a un caballero como yo soy, y que puede disponer hasta de tu vida? Jimeno, echa de aquí a ese follón deslenguado y arrójale de cabeza a un pozo ahora mismo, que por mi vida que no ha de vivir dos horas más en el mundo.

Quedóse Zacarías inmóvil, sin dar señales de susto ni cambiar su aspecto devoto, notándose convulsivo en los labios, como si rezara muy a prisa y se pusiera a bien con Dios. El paje se acercó a Saldaña y le habló al oído.

-Señor -le dijo-, lo que a vos importa es coger prisionero al señor de Iscar. Perdonad a este hombre su atrevimiento, y cuando vuelva por la paga, ¿tenéis más que hacerle ahorcar de una almena?

-Dices bien -respondió Saldaña, y encarándose con Zacarías prosiguió-: Infame, hipócrita, saco de embustes y villanías, las palabras que has usado merecían que yo te hubiese hecho arrojar de cabeza desde la torre más alta al foso, como he tenido intención. No obstante, te perdono, y estoy pronto a darte cuanto me pidas luego que hayas cumplido tu promesa, entregándome prisionero al señor de Iscar.

-Bien parece, señor mío -replicó el astuto gazmoño-, la generosidad en los poderosos, Regum que Deum que; sin embargo como las oraciones que os pido son para antes y no para después, creo tendréis a bien entregarme siquiera la mitad de su valor, a fin de que yo lo lleve al monasterio más próximo y principien las plegarias desde esta tarde.

-Dice bien -repuso el paje, adelantándose a hablar, viendo que otra vez Saldaña se encolerizaba-; sólo que lo mejor es que haga venir aquí los frailes, o quien quiera que sea quien haya de recibir esa cantidad, para que el señor de Cuéllar quede satisfecho de que ha sido bien empleada.

Esta salida del paje cortó el revesino, como se suele decir, al consumado tuno, que no acertaba apenas qué responder, y sosegó el ánimo de Saldaña, que no pudo menos de sonreírse y mirar al paje, que, fijos los ojos en Zacarías, tomó el ademán burlón tan natural en su maliciosa fisonomía.

El devoto bandolero no dejó por eso de responder.

-¿Y por qué -dijo- distraer de sus santas ocupaciones a los elegidos del Señor? Con que yo fuera a llevárselo, bastaba, cuanto más que ya veo que mi piedad me ha descarriado un poco, y...

-Has pedido lo que el mundo todo no bastaría a pagar -interrumpió el paje, terminando la arenga de Zacarías.

-Mi devoción, mi exagerado celo por el culto, eclesiae suae santae...

-Basta -replicó Saldaña-, voy a darte diez alfonsís de oro (4), y después ajustaremos cuentas.

-Siquiera, por las lágrimas de la Magdalena -exclamó Zacarías-, generosísimo señor, que sean veinte.

-Diez he dicho -repuso el de Cuéllar con sequedad.

-Diecinueve, por las siete espadas que atravesaron el corazón de la Virgen, pia mater.

-Ni un cornado más.

-Dieciocho, señor, diecisiete, dieciséis, quince, por la lanzada de Longinos, por las llagas de nuestro Redentor...

Reíase el paje, aunque con disimulo por no enojar a Saldaña, viendo a Zacarías seguir a su señor, que salía ya de la habitación, acosándole, cansándole, pidiéndole y rogándole por cuanto puede rogar y suplicar un cristiano, diez, seis, una moneda más, un cornado siquiera más que lo que Saldaña le prometía, y persiguiéndole hasta el punto de hacerle volver hacia él la punta del pie y arrojarle al suelo de un puntillón que le hizo venir rodando hasta los pies de Jimeno.

-Sea por Dios -dijo, poniéndose en pie-; más padeció Jesucristo por nosotros.

-Al fin has logrado lo que pedías, puesto que te han dado un puntillón además de los diez del pico -dijo el paje, burlándose.

-Yo le hubiera perdonado tanta generosidad -respondió Zacarías-, que pienso que me ha derrengado, y hay larguezas que no se agradecen.

-Con todo -repuso Jimeno-, has caído con mucha gracia, y por eso te perdono el pisotón que me diste.

-¿Te pisé? ¡Oh! Se ha cumplido en mí la profecía: super aspidem et basiliscum ambulavis.

Volvió en esto el señor de Cuéllar, y habiéndole endonado un bolsón con las diez medallas, que Zacarías recogió con ansia, miró con condicia y se guardó en un vuelo, dijo:

-Ahora bien, ¿cuál es tu plan?

-Yo traeré al señor de Iscar a alguna emboscada vuestra -respondió Zacarías- valiéndome de algún lícito y piadoso engaño, y con la ayuda de Dios os le entregaré prisionero.

-Está bien, y cuidado con que no faltes a tu promesa. Te doy de término cinco días; si en este tiempo no me sirves bien entregándomelo lealmente, le aviso al Velludo de tu traición para que te haga ahorcar al momento. ¿Entiendes?

-De aquí a cinco días, mediante Dios, estará el señor de Iscar en vuestro poder.

-Vete.

-Pero si vuestra generosidad y buen corazón inclinasen a vuestra excelsitud a darme algo más.

-¿No te vas? -replicó Saldaña-, o quieres que...

-No, señor, nada de eso, poderosísimo y eminentísimo señor, ya me voy, Padre nuestro, etc... -y volvió la espalda rezando.