Sancho Saldaña: 43
Capítulo XLIII
Abrirse ve bajo su misma planta
la tierra de ambos polos sacudida;
sulfúrea niebla que la vista espanta
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
y en medio de los aires se levanta
sobre un grupo de nubes sostenida,
adusta diosa cuya sombra crece
y allá en los cielos penetrar parece.
MARTÍNEZ DE LA ROSA
Dos días habían pasado ya desde la entrevista de Nuño con el Velludo, sin que en este tiempo hubiese visto Hernando de Iscar otra cara que la de su carcelero, que con extraordinarias precauciones le traía todos los días la comida, que el desesperado caballero apenas probaba, sin embargo que el cocinero del castillo solía echar en todos los manjares cantidad suficiente de ajos y especias para despertar el apetito.
Era su calabozo el cubo de una torre, sin más vistas que una reja que daba al campo, por donde le entraba la luz del día; un cántaro de agua y una cadena fija en una aldaba de la pared, y que ceñía al prisionero por medio cuerpo, aunque bastante larga para permitirle ponerse en pie y andar algunos pasos, hacían el único adorno de aquella estancia. Cerrábase con una puerta doble, tachonada de clavos, que bien así como la losa de una sepultura encajaba de modo, en el marco, que ni aun daba paso al aire, asegurada asimismo por fuera con dos enormes cerrojos, que al abrir o cerrar el calabozo hacían el único ruido que llegaba a los oídos del castellano de Iscar. Habíanse tomado cuantas providencias son imaginables para que no pudiera escapar, temerosos de su valor; y Saldaña, que miraba su prisión como el áncora de su esperanza, había impuesto pena de la vida por el menor descuido que padeciesen sus guardas.
Era animoso el de Iscar, y los trabajos que sufría no eran capaces de abatir su corazón; pero como al mismo tiempo era su genio impaciente sobremanera y en extremo altivo, su brío le hacía a cada instante exasperarse, y, perdido en sus cavilaciones, a veces parecía loco y se arrancaba mechones de pelo de coraje. Su carcelero, el buen Duarte, brusco y rudo como un puerco espín, apenas le hablaba una palabra, y el de Iscar, demasiado orgulloso para preguntar nada a un villano, no se dignaba siquiera mirarle cuando le traía su comida. No venía tampoco más que dos veces al día, y rara vez volvía a abrir el calabozo hasta el día siguiente. Pero una tarde, a deshora, sintió el de Iscar el triste estruendo de los cerrojos que descorrían, y asombrado de aquel desusado ruido a tal hora, volvió la cabeza a mirar quien era con indiferencia, y vio a Duarte que con su cara de perro de presa y las llaves en la mano entraba en el calabozo. No preguntó nada el de Iscar, y era asaz tardo el honrado escudero para hablar de pronto sin meditar primero lo que iba a decir. Y no que temiese aquello de que palabra suelta no se recoge, sino que se sucedían tan despacio las ideas en su embotado caletre, y era, además, tan falto de explicaderas, que necesitaba de algún tiempo para romper.
En fin, haciendo un esfuerzo, después de haberse mordido la yema del dedo pulgar, rascádose la frente con la mano izquierda y dado dos o tres embestidas con el cuerpo hacia adelante como si fuese a hacer algo y no se atreviese a ello, dijo:
-Pues, voto a mi padre, que aquí no debéis estar muy a gusto.
Estaba sentado en el suelo el de Iscar, tenía la cabeza inclinada sobre el pecho, y no hizo señal siquiera de haberle oído, por lo que segunda vez se halló Duarte en la misma dificultad, sin acertar por dónde empezaría lo que tenía que decirle.
-Yo, señor -dijo-, no sirvo para esto; yo he conocido mucho a vuestro padre cuando el de mi amo y él eran amigos.
Aquí se detuvo por ser período demasiado largo y no ocurrirsele el cómo podría pasar adelante; pero el de Iscar, que oyó nombrar a su padre, no pudo menos de levantar la vista y responder con su acostumbrada aspereza.
-¿Y qué hay?
Esta pregunta fue un rayo de luz para Duarte, que respondió como si lo trajese estudiado:
-Es el caso que están haciendo en la plaza del pueblo un tablado, y que tengo entendido que, a más tardar pasado mañana, os van a cortar allí la cabeza. No que a mí me importe eso, ni menos me asuste, pero, al fin y al cabo, como os he conocido cuando erais niño, lo siento.
El rostro de Hernando resplandeció con el gozo de la desesperación al oír la noticia que le daba su carcelero. Púsose en pie, levantó al cielo los ojos y dijo:
-¡Yo os doy gracias, Dios mío! Padre mío, voy a abrazaros digno de vos, sin haber manchado en nada la gloria de mis antepasados.
Y volviéndose a Duarte prosiguió:
-Ve y di a tu amo que lo que siento es que no me haga dar muerte ahora mismo.
-Vive Dios que me alegro -repuso Duarte- que no os siente mal la noticia, porque, en fin, así se va un hombre más contento, y...
Aquí le faltaron ya palabras al escudero, que aquel día había hablado, puede asegurarse, casi tanto como en toda su vida, excepto cuando vivía Jimeno, a quien estaba maldiciendo continuamente por el poco respeto que el pícaro paje le manifestaba.
Iba ya a retirarse cuando el señor de Iscar, templada sin duda su altivez con la idea de la muerte próxima o enternecido su corazón con algún recuerdo de lo que dejaba en el mundo, volvió a mirarle y le dijo:
-¿Sabes tú de mi hermana? ¿Está aquí?
-Aquí está. ¿Qué hay con eso?
Un pensamiento cruel despedazó en este momento el corazón de Hernando y una lágrima de furor y de pena a un mismo tiempo se desprendió por su mejilla, al par que el temblor convulsivo de sus miembros probó la agitación de su alma. Figuróse si estaría ya deshonrada, y tal vez en aquel momento en brazos de su enemigo, acariciándole y olvidada de su hermano, cuyo honor, que debía reflejar en ella, iba a cubrirse de nubes para siempre por culpa de una mujer. El temor de deshonrarla delante de aquel villano si no era cierto lo que imaginaba y el más terrible de saber de fijo lo que quisiera eternamente ignorar combatía con el deseo más vivo de saber de ella. Por último, determinado a todo, se atrevió a preguntarle:
-¿Saldaña la trata bien?
-¡Toma! -respondió Duarte-. La mima como a una reina.
-Y ella supongo -continuó el prisionero con amargura- admitirá sin repugnancia sus atenciones.
-Hay de todo -repuso el escudero con sequedad-, aunque dicen que se está tratando la boda.
-Mientes -le dijo el de Iscar con impetuosidad; pero acercándose a él cuanto le permitía su cadena, procuró contenerse y prosiguió-: Dime la verdad, explícate claramente, y yo te prometo... no sé qué -exclamó con impaciencia, acordándose de que nada poseía ya en el mundo y que estaba condenado a muerte-. Este relicario de oro -prosiguió, echando mano al que traía en el pecho- vale cien alfonsís y mi padre lo llevó encima mientras vivió.
-A mí no me seduce nadie -gritó Duarte con un gruñido-. ¡Vive Dios! Bueno es que anduvo el maldito paje, que está en los infiernos, tras de ganarme, y no lo pudo conseguir nunca.
-¡Por Santiago! ¡Villano! -exclamó el caballero, crujiéndole todos los huesos de su cuerpo de cólera y haciendo un esfuerzo para romper la cadena-, que me has de decir cuanto sepas o...
-No, no hay cuidado -repuso Duarte con estúpida calma-. La cadena no se rompe así como se quiera, y os vais a hacer mal si tiráis de ese modo.
-Maldito seas tú y tu amo, y ojalá que se cumpla mi maldición -gritó Hernando, con el rostro amoratado y arrojando espuma por la boca, de ira-, y maldita sea mi hermana, y caiga sobre ella, además, la maldición de mi padre si mi sangre se mezcla alguna vez con la del infame Saldaña.
Imposible fuera pintar la rabia que se apoderó del desdichado caballero, que no dudó ya un punto que su hermana había en fin cedido a las instancias de su robador; baste decir que se arrojó contra el suelo dando bramidos espantosos y golpeándose la cabeza con los eslabones de la cadena con tanta furia que el viejo Duarte, a despecho de su estúpida insensibilidad, se sintió conmovido, y aun le hubiera rogado que no se maltratase de aquella manera si el pobre hombre hubiese hallado palabras con que pedírselo. Calmado ya el primer ímpetu de su cólera, clavó el prisionero los ojos en el techo de su calabozo y dijo con desmayada voz:
-Vos me oís, padre mío; maldición sobre la hija de vuestro cariño, que ha desobedecido vuestros mandatos. Vos la hicisteis noble al engendrarla, y ella se ha prostituido a vuestro enemigo; vos la educasteis en la virtud y ello ha preferido el vicio y ha deshonrado nuestra familia llenándome a mí de infamia. No es ya mi hermana, no es ya vuestra hija. ¡Maldición, execración eterna sobre esa mujer! Oye -continuó, fijando sus ojos en Duarte-, dile a tu amo que el único favor que le pido es que se harte de ella pronto y la odie, la mitad siquiera de lo que le aborrezco yo a él. ¡Hermana mía! ¡Hermana mía, tú eras la perla de nuestro linaje, el ídolo de tu hermano, y tú le has deshonrado por último!
-Juraría que siento pasos -dijo Duarte, acercándose a la puerta-. Alguien viene. Quedad con Dios, que no quiero que me vean hablando con vos ahora.
Y ya iba a cerrar la puerta cuando una mujer, hermosa como el sueño de la inocencia, aunque abatida sobremanera y preñados los ojos de lágrimas, le hizo seña con la mano que dejase abierto, y sin sentar apenas el pie en el suelo, veloz como el pensamiento, se precipitó en la prisión.
-¡Afuera! -gritó Duarte con su rusticidad favorita; pero antes que pusiese en ejecución sus palabras, como tenía medio cuerpo fuera del calabozo, sintió que le asían fuertemente de un brazo, volviéndose con impaciencia a saber quién era, halló un hombre embozado en una ancha capa de pies a cabeza, que, acercándosele cuanto pudo, le dijo en secreto algunas palabras y se alejó en seguida.
Empezaba ya a anochecer, y la poca luz que penetraba en el calabozo servía sólo para dejar ver las tinieblas; Duarte, obediente sin duda a las palabras del incógnito, se había retirado fuera del calabozo, dejando la puerta abierta; Hernando, tendido en el suelo, reclinaba su frente sobre su mano derecha, la cabeza vuelta hacia la pared y la desesperación en su rostro; y Leonor, que era ella la que acababa de entrar, parada en medio del calabozo, las manos cruzadas sobre el pecho y puestos los ojos en su hermano, mirándole con muestras de compasión y ternura.
-Hernando, hermano mío -se atrevió, por último, a pronunciar en voz baja y mirando a un lado y a otro, como si temiese que la escucharan, bajándose al mismo tiempo para abrazarle.
-¡Qué oigo! -exclamó Hernando sorprendido y volviéndose de repente a mirarla-. ¡Es la voz de Leonor! ¡Dios mío, haced que sea falso lo que me imaginaba!
-Hernando -exclamó Leonor, sorprendida de la frialdad de su hermano, que no había hecho sino mirarla-, ¿te has olvidado ya de mí? ¿No me amas ya como antes?
-¡Pluguiese a Dios -respondió Hernando- que te aborreciera! ¡Mujer! ¡Mujer! Tú me has perdido y te has llenado de infamia a ti misma.
-¿Yo te he perdido? ¿Yo me he cubierto de infamia? -exclamó Leonor, sorprendida-. ¿Qué quieres decir, Hernando? ¿Quisieras tú aborrecer a tu hermana?
-O que nunca hubieras nacido -continuó el caballero con muestras de pesadumbre-. Leonor, yo te adoraba; yo había jurado no dar mi mano a ninguna mujer para entregarme únicamente a ti, satisfecho con el amor puro de hermanos que se abrigaba dulcemente en mi alma; tú eres la joya de más valor que al morir me había dejado mi padre, la mejor riqueza de cuantas yo poseía; tu honor era para mí mil veces más querido que el mío; me deleitaba en tu virtud, y cuando te veía hermosa, dulce y pura como un ángel de luz, todos mis pesares se disipaban, el ceño de mi rostro se desvanecía y un sentimiento inexplicable de ternura se derramaba como un bálsamo de delicia en mi corazón. ¡Ojalá que entonces te hubiese yo visto expirar en mis brazos o que el día que entraste en este castillo se hubiese desplomado sobre ti, sepultándote bajo sus ruinas! Yo te hubiera llorado, pero no te habría maldecido.
Al decir esto apoyó su frente en la mano izquierda, inclinó la cabeza, y su respiración anhelosa daba a conocer el tormento que le abrumaba.
Púsose Leonor junto a él de rodillas, arrasados los ojos de lágrimas, y echándole ambos brazos al cuello.
-¡Hernando! -exclamó-. ¡Ojalá, como tú dices, que hubiese sido el último de mi vida el día que pisé este castillo por mi desgracia! Pero, ¡ah!, ¿qué te he hecho yo para que me maldigas? ¿En qué te he ofendido, ¡infeliz de mí!, yo, que tantas penas he sufrido sola, débil, mujer en fin, sin ánimo, como tú, para vengarme de mi perseguidor, y forzada a oponer únicamente una resistencia pasiva a sus ruegos y a sus amenazas? ¿Qué más podías exigir de mí? Yo he sabido que estabas también prisionero de tu enemigo; mil veces ese hombre cruel, digno de odio y de lástima al mismo tiempo, me ha amenazado con darte muerte si no cedía a sus deseos. Mil veces se ha detenido en pintarme el momento de tu muerte con los colores más negros que pueden imaginarse, subiendo al patíbulo como traidor, envilecido tu nombre, borrados nuestros blasones por el verdugo y arrasado el castillo de nuestros padres. Y yo podía darte la honra y la vida si le entregaba mi mano, y sólo en una palabra mía consistía salvarte de muerte tan espantosa. Tres días me dio para decidirme. Pasaron éstos, y yo no había hecho más que llorar día y noche, sin determinarme a nada, y si tal vez pensaba en sacrificarme por ti, ponía a Dios por testigo de mi inocencia, y rogaba a mi padre que mirase con piedad la debilidad de su hija. Pero aun tuve fuerza para resistir y para rogar a nuestro tirano que me concediese algunos días más y dilatase tu última hora, esperanzada no sé en qué, y todavía sin saber a qué resolverme.
-A verme morir -respondió con firmeza el caballero-. A verme morir con el valor propio de la hija de cien héroes, y a morir tú misma primero que llamar tu esposo al verdugo de tu familia.
-¡Ah, sí, morir! Ese es mi único deseo -respondió Leonor-, pero la muerte no oye la voz del infeliz que la llama, y antes he de ver rodar tu cabeza y teñida el hacha del verdugo en tu sangre, y he de oír deshonrado tu nombre, y aun quizá viviré largos años, y una voz secreta repetirá a cada instante en mi corazón: Tu hermano murió en un patíbulo por tu culpa; en ti pudo más tu orgullo que el amor que le debías, y que te mandaba sacrificarte por él.
-¡Quita allá, mujer! -gritó Hernando, apartándola de su lado con aspereza-. Huye de aquí y deja que olvide que he tenido una hermana que prefiere mi deshonra a mi muerte; huye de aquí y déjame morir en paz.
-¡Ah! -suspiró la infeliz Leonor, poniéndose en pie, sorprendida de aquel tratamiento tan áspero-. Yo he suplicado a Saldaña que me permitiese venir a verte pensando servirte de consuelo, y he venido sólo a aumentar tu martirio. ¡Dios mío! ¡Qué maldición ha caído sobre mí para merecer el odio de mi mismo hermano! ¡Quién hay más desdichada que yo! ¿Qué quieres que haga por ti?
-Dejarme morir, y si de veras me amas, clavar un puñal en el pecho de mi asesino y vengarme.
-Hernando, tú no sabes lo que me pides -respondió Leonor, aterrada-; yo sólo quisiera salvarte.
-Si tal hicieras, mujer, yo te juro que sería inútil tu sacrificio -repuso Hernando-, porque antes de verte esposa de ese traidor, yo mismo, yo, me atravesaría con mil puñaladas el corazón, y a falta de cuchillo, con mis propias manos me despedazara. Oye, la noticia del próximo fin que me aguarda, y que he recibido hoy, había regocijado mi pecho, y hasta de esta última alegría me has privado con tu ruin proceder; vete, vete de aquí, primero que me hagas cometer un crimen, ahogándote para evitarte que cometas tú una vileza, y sabe que te he maldecido, que en ti no veo ya sino una prostituta que va a entregarse a un malvado, que antepone la vida a la honra y que ha venido en fin, a amargar mi última hora con su presencia. Sí, yo te maldigo, y hasta que muera te maldeciré.
-No, no, hermano mío -exclamó Leonor, arrojándose a sus pies y abrazándole las rodillas, toda desolada y llorando-. Yo no merezco tu maldición; tú eres injusto conmigo, y, en fin, yo soy inocente y nada le he prometido. No me maldigas; ten compasión de mí y mátame si quieres, pero no me aflijas con tus insultos.
Miróla Hernando, y sintió al oír su voz dolorida, y al verla a sus pies tan acongojada, que su furor se había calmado de repente, y hasta se arrepintió de lo que había dicho. Porque en medio de su frenesí había dejado escapar palabras harto injuriosas contra su hermana; era, en fin, generoso y la amaba demasiado para que no le pesase su arrebato y tratase de enmendarlo y pedirle perdón de sus injusticias.
-Levántate, Leonor -repuso con voz más dulce-; yo te perdono; sin duda no eres culpable, pero tú no sabes adónde llega el dolor que despedaza mi alma. El peso de mis cadenas, la estrechez y el silencio lúgubre de este calabozo, los días que en él he estado esperando hora tras hora la muerte, todo ha sido un cielo si lo comparo con el infierno que abrasa ahora mi corazón. No has prometido nada me dices. ¿Y cómo has podido siquiera dudar un instante del partido que debías abrazar? ¿Cómo has podido creer que yo te agradeciera nunca una vida comprada con tu deshonra, ni cómo puedes tú ser jamás la esposa del hombre que te ultrajó y te ha ofendido, y exige tu mano por fuerza, del hombre, en fin, a quien detesto con todos mis sentidos y toda mi alma?
-¿Y crees tú -respondió Leonor- que le aborrezco yo menos? ¿No concibes el sacrificio que estaba dispuesta a hacer por salvarte? Dios sabe si mis intenciones son puras. Pero tú eres el último de mi linaje, y en ti, si mueres, se extinguirá para siempre. Yo no soy más que una mujer, y aunque viva, aunque te sacrifique a mi orgullo y a mi inclinación, no puedo por mí sola sostener el esplendor de mis ascendientes. Y viviendo tú renovarás nuestros antiguos timbres con tu valor y podrás cumplir tu venganza. Olvidarás que soy tu hermana, y mirándome como la esposa de Sancho Saldaña, yo misma presentaré a tu puñal mi pecho, dichosa si con mi muerte he salvado tu honra, después de haber salvado tu vida con mi vergüenza.
-Calla, calla, Leonor, y júrame, si me amas, odiar como yo a mi enemigo y no ser nunca su esposa.
-¿Y te he de dejar morir?
-Sí, Leonor -replicó su hermano-, y mi última hora será la más feliz de mi vida si me aseguras de mantenerte en tan noble determinación. ¿Me lo juras?
-¡Hernando!
-No hay remedio si no quieres que te aborrezca -replicó el de Iscar-; mi muerte será un bien, será una felicidad, y yo al expirar te bendeciré.
-Separémonos como hermanos, Hernando, y no me hagas jurar lo que quizá no tenga fuerza para cumplir.
-Júralo u olvídame para siempre, y mi desprecio y mi maldición será el premio de tu sacrificio. Pero si, al contrario, juras dejarme morir y odiar eternamente a Saldaña, yo te amaré con todo mi corazón, te amaré como a mi hermana querida, y moriré contento.
-¡Hernando! ¡Hernando mío! -exclamó Leonor, derramando un torrente de lágrimas.
-Estás resuelta, ¿no es verdad? Ven y déjame que te estreche por última vez a mi corazón: encuentre yo en ti todavía la hermana de mi cariño. Acuérdate que el verdugo de tu hermano ha sido Sancho Saldaña, que sus manos se han teñido en tu sangre...
-Sí, Hernando mío -replicó Leonor, arrojándose en sus brazos-, yo te lo juro.
-¡Padre mío! -exclamó Hernando, con su mano izquierda abrazando a Leonor, y alzando los ojos y la derecha al cielo-, tú has oído su juramento. Caiga tu maldición sobre el perjurio, y vela tú desde el cielo sobre esta infeliz huérfana que va a quedar a tantos peligros abandonada si cumple lealmente lo que ha jurado. Dios mío, ten lástima de su orfandad.
-¡Hernando! ¡Hernando! ¡Nunca más te he de volver a ver! -exclamó Leonor abrazándole toda trémula e interrumpida su voz con sus gemidos.
-En el cielo, Leonor -repuso su hermano con tono solemne.
La puerta del calabozo se abrió de par en par en este momento, y el embozado que había hecho retirar a Duarte se precipitó furiosamente en la estancia, y arrancando a Leonor de su hermano con increíble fuerza, tomóla en brazos, y a pesar de los gritos y de las amenazas de Hernando, cerró la puerta de golpe, corrió con gran estrépito los cerrojos, y con su preciosa carga en los brazos atravesó a pasos precipitados los corredores, subió y bajó sin detenerse las escaleras, y Leonor, aterrada y sorprendida, no creyó menos sino que volaba en los aires arrebatada de un huracán.
Era Saldaña, que había estado oyendo la conversación de los dos hermanos; Saldaña, que había sufrido en media hora todos los martirios del infierno en la eternidad, despedazando su corazón la rabia, y roído de envidia, juzgando muy más feliz a su enemigo el de Iscar, preso y sentenciado a muerte, que a él mismo en medio de los honores y las riquezas y dueño de su libertad. Porque él cifraba su dicha en el amor de Leonor, y la había oído decir que le aborrecía, y aunque ya hacía tiempo que lo imaginaba, nunca se lo había oído a ella misma. Había visto, además, la alegría de Hernando que, resuelto a morir, miraba la muerte como el camino del cielo, tranquila su conciencia y sosegado su espíritu, y sin temor del juicio de Dios, confiado en su inagotable misericordia, mientras él, supersticioso, pecador endurecido y lleno al mismo tiempo de remordimientos, no gozaba un instante de paz, pensando en los eternos castigos que le aguardaban. Despechado, por último, frenético, celoso del amor de los dos hermanos, no pudo contenerse más tiempo, y en uno de aquellos frenesíes que solían apoderarse de él, penetró, como hemos dicho, en el calabozo y la arrebató de los brazos de Hernando.
Atravesaba el corredor a donde daba la puerta de la habitación que en otro tiempo había ocupado la desventurada Zoraida, cuando creyó que oía pasos de alguno que se acercaba. Pero no eran los pasos que oía como los de un ser mortal, y había algo en el lento, melancólico y pausado ruido que hacían, que parecía cosa del otro mundo. La imaginación acalorada de Saldaña le hizo acordarse entonces de aquella infeliz que había asesinado él mismo, heló un sudor frío sus huesos, erizáronsele los cabellos y sintió que le faltaban las fuerzas. Los pasos que había oído parecían acercarse, sintió además un rumor semejante al que forma una ropa talar, que arrastra, al movimiento del que la lleva; cerró los ojos, apoyó la espalda contra la pared, estrechó a la desmayada Leonor contra su amedrentado pecho, y no acertó a seguir adelante ni a retirarse.
La noche había cerrado ya enteramente y la oscuridad más profunda reinaba en aquellas temerosas galerías. Los pasos resonaron más cerca, y Saldaña apenas osaba moverse, cuando abrió los ojos de pronto y vio, o imaginó, que veía, una luz pálida y moribunda a corta distancia, semejante a los fuegos fatuos que suelen encenderse en los cementerios. Figurósele que temblaba asimismo el suelo bajo sus pies, como si se abrieran las losas del pavimento, y que una figura cadavérica, una mujer, en su imaginación colosal, la imagen, en fin, de Zoraida, sólo que desfigurada ya con la muerte y de extraordinaria estatura, con el mismo puñal en la mano con que le amenazaba el día que la asesinó, se alzaba fantásticamente a su vista, y se encaminaba hacia él. Sintió Saldaña, al verla, oprimirse su corazón, crisparse sus nervios, y a no tener apoyada la espalda contra la pared hubiera dado consigo y con Leonor en tierra. Pero el mismo terror que aquella aparición sobrenatural le infundía le prestó fuerzas otra vez en el mismo instante, y sin separarse del muro, puestos los ojos inmóviles en ella, a cada paso que la fantasma adelantaba retrocedía él otro, andando de lado, trémulo y falto de aliento.
Cuando llegó al ángulo del corredor, ya la visión había desaparecido, y en su lugar vio al viejo Duarte, que con una linterna en la mano venía hacia él desde el otro extremo. No pudo entonces menos de dudar si habría sido un delirio suyo la vista de aquella fantasma, y si habría tomado a Duarte por ella en su desvarío. Sin embargo, Duarte acababa entonces de llegar al corredor, y la figura de Zoraida había aparecido enfrente de él, y casi en el mismo sitio donde se había presentado la había visto desvanecerse. No dudó ya un punto de la verdad de aquella visión, pero habiendo recobrado en parte su espíritu, aunque todavía temeroso de volverla a ver, corrió con ímpetu a la habitación de Leonor, y en dejándola al cuidado de sus doncellas, se dirigió a su estancia y se arrojó en su silla, donde quedó pensativo por largo rato.