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Sancho Saldaña: 42

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Sancho Saldaña
de José de Espronceda
Capítulo XLII

Capítulo XLII

. . . . . . . Mas cesa de repente
todo rumor, y el estridor violento
le sucede de un arco sacudido,
y de flecha veloz el silbo horrendo.
ÁNGEL DE SAAVEDRA, El Moro Expósito.


La alegría de verse libre y honrado por el rey de Castilla no pudo templar, sin embargo, en el pecho del judío Abraham, el dolor de no haber podido averiguar todavía el paradero de la desgraciada Zoraida. Harto feliz con ignorar la suerte que había cabido a su hija, creíase el más desventurado de los hombres cuando, a la vuelta de los emisarios que había enviado a Valladolid, no pudo lograr noticia cierta del camino que tanto ella como Usdróbal habrían tomado. Combatíanse varios pensamientos en su interior, y hasta llegaba a veces a desconfiar de Usdróbal, puesto que semejante idea apenas lograba hallar cabida en su alma, y era desechada con enojo cada vez que su imaginación acalorada se la presentaba.

Embebecido con esto, caminaba acompañado de un numerosa escolta que, a par que mostraba honrarle, no dejaba de vigilar todos sus movimientos, como si temiese que se les escapara. A la mitad del camino se agregaron dos hombres a ellos, vestidos de ermitaños, aunque no tan cubiertos con la capucha que no se les viese bastante del rostro para conocer quiénes eran. Traía uno de ellos un rosario de cuentas muy gordas, y en llegando a la tropa dirigió su Laus Deo con tan afeminada y meliflua voz que nadie hubiera creído sino que era Zacarías el que hablaba.

-Decid, hijo mío -dijo, llegándose con mucha dulzura a uno de los soldados-, decidme, y así Dios os lo pague en el cielo, ¿qué escolta es ésta y a quién vais acompañando?

-Nuestro capitán -respondió el soldado- es el valiente Alonso de Vargas, y el que vamos acompañando dicen que es un embajador, aunque otros aseguran que es un judío.

-Sed libera nos a malo -repuso el ermitaño-. ¡Un judío! Mal haréis si no le quemáis vivo o le exigís un rescate proporcionado a las muchas riquezas que debe tener. ¡Un judío! ¡Jesús! ¡Jesús! Ora pro nobis, Turris Eburnea.

-Pues voto a Judas -replicó el soldado- que como todos pensasen como yo no habíamos de andar muchas leguas acompañándole, que no es justo que un perro como él traiga asendereados tantos hombres de bien.

-¡Cómo ha de ser, hijo mío! Dios dispondrá lo que más convenga, y puede ser que no se pase mucho tiempo sin que ese mal hombre pague sus culpas y entregue a los fieles como tú lo que con sus usuras ha granjeado malamente.

-Tengo entendido -añadió el soldado-, (y por las barbas de mi padre que no las traigo todas conmigo), que el tal embajador de Lucifer es mágico y tiene pacto con el demonio.

-Vade retro -exclamó el ermitaño, haciendo al mismo tiempo la señal de la cruz-. Diabolicus vir. ¿Y cómo camináis con tanto descuido con un hombre tan peligroso?

-Ande más y hable menos, ¡juro a Dios! -gritó en esto un cabo de la tropa que venía detrás-; y vos, señor ermitaño, idos a rezar vuestras oraciones.

-Sea lo que Dios quiera -respondió el soldado en voz baja al ermitaño, y apretó el paso en seguida.

Apresuráronlo también los dos anacoretas, observando al parecer con indiferencia el orden en que caminaba la escolta, que componían doce soldados armados de punta en blanco a caballo y un número doble de infantería con sus ballestas y partesanas. Iba el judío delante montado en una soberbia mula, y a su lado el capitán Alonso de Vargas razonando con él amigablemente, y el resto de la tropa marchaba detrás a cierta distancia, sin temor de ningún peligro, en dos filas y conversando unos con otros para entretener el camino. Cuando los dos ermitaños pasaron por donde caminaba el capitán, inclinaron la cabeza sobre el pecho en muestra de saludarle sin detenerse.

-¿A dónde bueno, devotos padres? -preguntó el capitán.

Zacarías hizo una seña a su compañero que respondiera.

-A la ermita de Nuestra Señora de los Afligidos -repuso su compañero.

-¿Y cómo tan solos? ¿No tenéis miedo de ladrones?

-En todo este camino, señor -replicó el anacoreta, no se halla uno, y, además, nosotros no llevamos nada que nos roben y no podemos tentar su codicia.

-Pues decían que el Velludo -respondió el capitán- vagaba por estas cercanías.

-Nada de eso; las últimas noticias son que ha tenido, que retirarse a Vizcaya. Loado sea Dios, que ha libertado esta tierra del terrible azote que la afligía.

Más hubiera querido saber el capitán acerca de lo que se decía del Velludo, pero los supuestos anacoretas saludaron de nuevo y apretaron el paso de modo que a poco tiempo en las revueltas del camino ya se habían perdido de vista.

-No sé por qué -dijo el judío al capitán, luego que hubieron desaparecido- me da el corazón que esos dos ermitaños no son sino dos pícaros redomados. y mucho que temo que no sean espías del Velludo.

-¡Qué! -exclamó el capitán con indiferencia-. El miedo os hace ver lo que no hay. ¿Qué habían aquí de venir a espiar ni qué adelantarían con eso? Tranquilizaos, que por vida de mi padre que daría los años que me quedan de vida por habérmelas con ese capitán de bandidos, y veríamos de qué le servían conmigo las tretas villanas de que se vale para escaparse.

-No habléis muy alto -repuso el judío-, que quiera Dios que no os oiga.

-No me irritéis, ¡vive Dios! -replicó Alonso de Vargas-, que estoy por ir solo a buscarle ahora mismo.

-Allá veremos -replicó Abraham.

Callaron con esto, y anduvieron aún una media hora da que sucediese cosa que digna5 de julio de 2002 de contar fuese. En esto el camino en que entraron empezó a estrechar rodeado de dos colinas muy pedregosas, y se levantaban de trecho en trecho tan elevados peñascos, que bien podría tras ellos ocultarse una docena de hombres. Los últimos rayos del sol herían tibiamente las cumbres de las montañas, y apenas a cierta distancia se veían reflejar confusamente los espesos árboles de un bosque que como el término de aquella angostura se presentaba. De repente una flecha silba a los oídos del capitán, y otras dos más se clavan en su armadura. Alzar Vargas la vista, enderezarse en la silla y empuñar su lanza fue obra de un solo punto; pero ya, habían caído muertos tres soldados y tenía algunos caballos heridos.

-Ánimo, muchachos -gritó con voz de trueno; y ya me disponía a dar las órdenes convenientes cuando un sinnúmero de flechas quedaron hincadas en su cuerpo, dos de las cuales, calando hasta el corazón, le hicieron abrir los brazos y caer de la silla dando un bramido.

En este momento las dos lomas aparecieron cubiertas de gente que, desprendiéndose como un ejército de hambrientos buitres sobre las amedrentadas palomas, acabaron lo que ya había empezado el terror, pues sin dejarles volver de su sorpresa cayeron sobre ellos con tanto ímpetu que los pusieron en fuga, no creyendo menos sino que el cielo en su ira llovía sobre ellos hombres armados.

Defendiéronse, sin embargo, algunos que prefirieron la honra a la vida; pero, además de que fueron pocos, fue tanto el desorden y tan impensada la acometida, que no tardó mucho el Velludo en quedarse absoluto dueño del campo. Había conservado el judío su serenidad en medio de aquel trastorno, y apeándose de la mula estaba aún registrando las heridas del capitán por ver si podría socorrerle cuando, decidida ya la victoria, se halló prisionero entre los de su partido. El primero que se acercó a él fue el devoto ermitaño, que desde el día en que trató de quemarle no había dejado de soñar en los muchos cequíes que había estado a pique de agarrar si no hubiera llegado el Velludo tan a tiempo, y que desde entonces le había seguido como su sombra por si podía hallar otra ocasión de cobrarlos. El había sido el que, viendo cuán mal le salían sus trazas, avisó al Velludo de la proporción que tenía de batir la escolta que le acompañaba, persuadido de que cayendo el judío en poder de los bandidos, no le sería difícil atraer a su partido a algunos de ellos, y a despecho del capitán, si fuese preciso, forzarle a entregar tales cantidades que pudiesen satisfacer su codicia y la de sus camaradas. Había concertado para esto su plan con algunos compañeros que habían jurado obedecerle a todo trance, aun contra la voluntad del Velludo, y durante la acción no había hecho más que observar a Abraham por si se escapaba, por lo que fue el primero que le echó mano cuando estaba registrando, como hemos dicho, las heridas del desgraciado Alonso de Vargas.

Cuando el judío reconoció al que le tenía prisionero, no pudo menos de temblar recordando la cruel tragedia en que por causa de aquel mal hombre estuvo a pique de representar el papel de protagonista, y mucho más cuando le oyó decir:

-Dios no quiere sin duda que se pierda tu alma y te ha traído segunda vez al camino de tu salvación. Deja a ese infeliz, que está dando ya cuenta a Dios; vente conmigo.

-No me moveré de aquí -repuso Abraham- si primero no me lo manda el Velludo, cuyas órdenes estoy dispuesto a obedecer al momento. Vosotros en mí debéis mirar un aliado, y no tengo nada que temer de vuestro capitán.

-¿Quién lo duda? -replicó Zacarías-. Síguenos, pues, ya que el Señor te ha libertado de tus enemigos, y dale gracias por haber venido a parte donde, como tú dices, has hallado tus aliados.

En esto llegó el Velludo preguntando por el judío, quien al momento que le hubo visto le conoció, y en llamándole, todos los demás se apartaron para hacerle lado, si no Zacarías, que así se separaba de él como un perro del hueso que tiene entre los dientes.

-Señor Zacarías, señor Zacarías -dijo el Velludo con sorna, dándole una palmada en el hombro-, por esta vez quedó también el cordero libre de los dientes del lobo. No se hizo la miel para la boca del asno, y así no seréis vos quien la coma. Idos, pues, de aquí, antes que os haga yo andar más que de prisa de un puntapié.

-Vuestro siervo...

Iba a contestar Zacarías, pero el temor que le inspiraba el Velludo le hizo retirarse sin proferir más palabra.

-Veníos conmigo -prosiguió el bandolero dirigiéndose al judío-. Abraham, sois libre, y nadie os tocará el pelo de la ropa viviendo yo; vamos.

Y tomando del ronzal la mula, echó a andar a su lado, antecogiendo su gente, que, rica con los despojos que acababa de ganar, le seguían en buen orden, encaminándose todos hacia el bosque, que, por ser ya oscurecido, se divisaba apenas como una sombra en el horizonte. Luego que llegaron se enmarañaron en su espesura, y habiendo colocado las centinelas, el Velludo se retiró con el judío y un caballero armado, que luego pareció ser Nuño, y que hablaba con el primero.

-No tengáis duda, que mucha experiencia tengo y he visto muy malas caras en mi vida, pero la de este que va aquí de ermitaño no se me despintará nunca, aunque viva más que Matusalén. Él fue el guía que me entregó a mí y a mi amo la noche antes de la batalla, y por cierto que ha de conservar la marca de un latigazo que le tiré a la cabeza con esta misma espada que llevo al cinto.

-Sosegaos, amigo Nuño -replicó el Velludo-, y yo os juro que las va a pagar todas juntas.

-Tiempo es ya -añadió el judío- de purgar la tierra de ese malvado.

Otras varias razones pasaron entre ellos, y la conversación llevaba trazas de no acabar tan pronto, cuando el grito de ¡Al arma, al arma! resonó a la redonda por todo el bosque. Alzó la vista el Velludo y vio que ardía una gran parte de él cuyas llamas iluminaban los contornos con tanta luz como si fuese de día. Los gritos se aumentaban, oíase ruido de armas, el incendio volaba y crecía el desorden.

-Mi capitán -dijo uno de los bandidos, todo desfigurado y falto de aliento-. Zacarías ha sublevado una parte de vuestra tropa, y dicen que ha de ser él quien los mande o que les habéis de entregar este hombre -y señaló al judío.

-¡Sangre y demonios! -exclamó el Velludo-. Pronto, ¡a ellos!, y no hay que dar cuartel a ninguno.

-Lo mejor que podéis hacer -dijo Nuño- es echaros fuera del bosque, que en el llano difícil será que os ataquen; me acuerdo yo que en el año 1255, día de San José, por la tarde...

Iba a proseguir refiriendo lo que había sucedido el día de San José por la tarde cuando notó que ya el Velludo había desaparecido y que había quedado solo con el judío, que en tanto riesgo no sabía qué partido tomar.

-Parece ser que es a vos a quien buscan -prosiguió Nuño, volviéndose al judío-. Lo mismo me sucedió a mí la noche del día de San José, como iba contando; pero aquélla era situación algo más apurada que la vuestra, y Dios sabe cómo me vi para salir de ella.

-Por Dios -interrumpió Abraham-, dejaos ahora de eso y veamos qué hemos de hacer, pues, según veo, el fuego llegará aquí muy presto y no nos queda más remedio que huir.

-Lo mejor que podéis hacer -dijo Nuño- es largaros y esconderos de unos y otros, pues yo que vos no me fiaría mucho de ninguno de ellos. Venid conmigo y no tengáis miedo, que basta que hayáis sido el médico de mi pobre amo para que yo os proteja y defienda contra todo el mundo.

Diciendo así tomaron la vuelta del camino, y habiendo trepado por entre unos peñascos, eligieron el sitio que les pareció más seguro, donde quedaron ocultos hasta el día siguiente.

Toda la noche duró el fuego y la batalla, y tal era el encarnizamiento con que pelearon unos con otros, que hubo muy pocos de una y otra parte que no saliesen heridos. Los caseríos vecinos, los pueblos a más de dos leguas de distancia, brillaban con un color rojizo en la oscuridad de la noche al resplandor del incendio; volaban hechos pavesa los árboles, y en medio de aquel espantoso estrago oíanse los alaridos de los moribundos, las voces de los combatientes, y no parecía sino que los hombres que peleaban eran demonios que entre las llamas retozaban contentos de ver la destrucción del mundo.

Sostuvo el Velludo aquella noche la fama de valiente que tan merecida tenía, no cuidándose del peligro, arrojándose a todas partes y combatiendo como buen soldado. Eran los suyos el mayor número, y aunque Zacarías animaba también a sus partidarios con el ejemplo, cada golpe del hacha del Velludo parecía decidir la victoria. Seguía a éste su fiel perro, que, no menos intrépido que su amo, acometía a sus enemigos con increíble inteligencia y ferocidad, y más de uno de los bandidos rebeldes fue víctima de los dientes del impetuoso Sagaz.

En resolución, al amanecer se levantó un viento fresco en dirección al sitio donde empezó el fuego, que, impeliendo las llamas a campo raso, lo apagó en pocas horas, falto ya de árboles en que cebarse.

Amaneció nublado, y el humo cubría de tal modo la atmósfera, que apenas podía decirse que era de día. Entre tanto cesó la batalla y quedó el campo en silencio, lo que redobló la inquietud del judío y causó pena al buen Nuño, dudosos ambos por quién habría quedado el combate. Pero esta duda no duró mucho tiempo, y bien pronto, habiendo Nuño salido a registrar el campo, vio subir la colina al Velludo, negro de humo, medio chamuscadas las barbas y el saco de cuero quemado, cubierta de sangre el hacha que traía en la mano y con los ojos que relampagueaban de ira. Seguíale su gente conduciendo algunos presos, y en llegando a la altura donde estaba el judío hicieron alto, se repartieron algunos víveres y se pusieron en buena paz a almorzar, tan alegres y satisfechos como si nada hubiera sucedido de extraño.

El judío se acercó al capitán y le saludó diciéndole sentía mucho haber sido él causa inocente de aquel trastorno, a lo que respondió el Velludo que él se alegraba sobremanera de aquello, porque así se había conocido ya quiénes eran los buenos y los malos de su partida.

Dicho esto callaron todos, y él dio orden para que les quitaran la vida a los que traían prisioneros, lo que se ejecutó al momento, atándolos dos con dos por los brazos a los dos frentes de cada árbol que por allí había y disparándoles tantas flechas, que su muerte fue obra de un solo punto.

-Veamos -dijo, hecho esto, el Velludo con mucha calma desde la peña en que estaba sentado-, veamos ahora ese hipócrita de Lucifer que trataba de quitarme el mando. Por la Virgen de Covadonga que voy a hacer con él ahora un ejemplar castigo como no se ha visto en el mundo.

Diciendo así dio un silbido, y habiendo vuelto Nuño y el judío los ojos hacia la parte adonde llamaba, vieron venir al mastín trayendo medio a rastra el cuerpo de Zacarías, que en vano intentaba desasirse de él, y que cada vez que sentía en su carne los dientes del animal lanzaba un quejido tan lastimoso como risible para aquellos bandidos, que a carcajada tendida celebraban con sumo aplauso la gracia. Señalábanle todos riendo, y hasta el buen Nuño, aunque nos cueste trabajo decirlo, pagó su tributo a la ferocidad de aquel siglo con una carcajada brutal. Sólo el judío ni se reía ni se conmovía, indiferente al parecer, y admirando entre sí los castigos que tarde o temprano reserva al delicuente la providencia.

-Vamos, aquí -dijo el Velludo-, señor devoto, que os voy a enviar al cielo más pronto que la vista, aunque antes no será malo que nos divirtamos un rato a tu costa, según tu loable costumbre con los que caían en tus manos. Suéltale, Sagaz.

Con lo que habiéndole el perro dejado libre, Zacarías se hincó de rodillas y empezó amargamente a llorar, suplicándole que le perdonase la vida.

-Siquiera -decía- por el tiempo que os he servido.

Yo os prometo retirarme a buen vivir y rogar a Dios por vos; lo digo ahora de veras. Yo os prometo que no quiero más que salvar mi alma. Yo os besaré los pies, yo...

-A ver, un latinajo, maestro Zacarías -gritó, mofándose uno de los bandidos.

El Velludo le miraba con desprecio, y más de una vez tuvo el hacha en alto para descargársela encima, a tiempo que el infeliz se arrastraba en el suelo delante de él, le besaba en efecto los pies y pedía la vida con clamores capaces de enternecer una piedra.

-Vergüenza me da, ¡vive Dios! -dijo el Velludo soltando el hacha-, de pensar que has sido tú el que ha tratado de quitarme el mando. Ven acá, alma de cántaro, corazón de gallina, ¿qué demonios tiene la muerte que tanto te asusta? Por la Virgen de Covadonga, si no tiene más remedio que morir, muere como hombre y no hagas ver que eres un mandria.

-¡Por Dios! ¡Por Dios! ¡Compasión! ¡Misericordia de mí! -gritaba Zacarías-. Dios os lo premiará en la otra vida.

-Calla, cobarde, que no es cosa para tanto, ni vale tu vida el tiempo que hemos de tardar en quitártela. ¡Ea!, muchachos, ahí os lo entrego para que os divirtáis un rato con él -gritó el Velludo a su gente con su acostumbrada frescura.

Adelantáronse todos al pobre hipócrita, que más hubiera querido verse entregado a las fieras, y sin hacer caso de sus súplicas ni de los alaridos que daba, empezaron a jugar a la pelota con él como con un pelele en carnestolendas, echándoselo unos a otros, hasta que cansados de su diversión idearon otra de no menos ingenioso entretenimiento, y fue que cogiéndole entre dos o tres le ataron las manos a la espalda, y en seguida por medio del cuerpo a un árbol, ligándolo fuertemente asimismo por los pies, lo que con grandes carcajadas y chistes fue aplaudido por todos. Hecho esto llamaron al perro, y poniéndolo enfrente de él a cierta distancia y sujetándolo uno de ellos con ambas manos, hicieron por dos o tres veces ademán de dejarlo ir contra él, riéndose a cada contorsión que hacía el infeliz, temeroso de la embestida. Por último, al cabo de haberle remedado algunos y díchole otros cuantos donaires se les ocurrieron, achucharon al animal, y al grito de «¡A él, a él!», lo dejaron suelto.

Arrojóse el perro con tanta furia como suelen embestir al toro los alanos que a tales peleas están enseñados, y en llegando cerca del árbol dio un salto y agarró a Zacarías del pescuezo, que, olvidado de que tenía las manos atadas, hacía increíbles esfuerzos por llevarlas delante para apartarle con ellas. Apenas hubo hecho presa cuando dos ladrones acudieron a quitárselo, lo que con no poco trabajo lograron, y habiéndose vuelto a colocar en el mismo sitio que antes, le soltaron segunda vez. Varias veces repitieron la misma faena, y a la verdad que era horrible ver aquel hombre moribundo esperando de este modo una muerte, lentamente penosa, y clamando ya con espantosos gritos que le mataran por Dios cuanto antes.

En resolución, fueron tales los alaridos que dio, que el judío y Nuño se taparon los oídos por no oírlo, y el Velludo, levantándose de la piedra donde había permanecido mirando, puso fin a la bárbara diversión diciendo, a tiempo que se encaminaba hacia él:

-Yo te haré callar, Lucifer, que ya me duele la cabeza de oírte.

Y llegándose a él le dividió el cráneo en dos partes del primer hachazo, llamó al perro y se volvió a donde estaban el judío y Nuño, con quienes se puso a hablar muy tranquilo. Y fue lo particular que en su última hora de lo que menos se acordó Zacarías fue de encomendarse a Dios ni de rezar; tan turbado estaba que hasta se olvidó de la ocupación de toda su vida.

-No hay que temer, amigo Nuño -decía el Velludo-; yo os ofrezco que antes de tres días me tendréis a vuestra disposición con mi tropa en los pinares de Iscar y que se hará cuanto se pueda por vuestro amo. En cuanto a vos -prosiguió, hablando con el judío-, sois libre y podéis iros donde mejor os convenga.

Diciendo así, y habiendo reunido su partida, se despidió de ellos y se alejó de allí precipitadamente a una expedición, si no de mucha honra, al menos de bastante provecho.

-Si no fuera que es un ladrón -dijo Nuño, luego que el Velludo se retiró-, juro a Dios que sería un hombre con quien yo pasaría con gusto toda mi vida. Es intrépido como él solo y se parece como un huevo a otro a un amigo que yo tuve, que murió el año de 1255, el día de San José en la batalla que os empecé a contar. ¡Fue mucha batalla aquélla!

-El Velludo -respondió el judío- es como todos los hombres: un conjunto de cosas buenas y malas.

Y montando en su mula y Nuño en su caballo tomaron, el primero, el camino de Valladolid por si lograba saber el paradero de su hija, y el segundo, el de Iscar, determinado a todo con tal de salvar a su señor de la prisión donde maldecía su destino.