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Sancho Saldaña: 48

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Sancho Saldaña
de José de Espronceda
Capítulo último

Capítulo último

¡Dulce, voluptuosa remembranza!
¡Completa, satisfecha, y más hermosa
que del cielo el azul, es mi venganza!
DON LUIS USOZ Y RÍO


Brilló en fin el día tan deseado de Saldaña, tan triste para Leonor y tan aborrecido para el de Iscar. El sol, en todo su esplendor, iluminaba el terso azul de la esfera, y la apacible brisa de otoño, bañada en luz, derramaba nueva vida a los campos, y la tierra parecía estar acorde aquel día con el cielo, y al par que el horizonte amanecía sereno y sin una nube, mil señales de júbilo y regocijo, cantos de alegría, son de campanas, músicas, danzas, alegraban la ciudad de Cuéllar, su tétrico castillo y sus ateridos contornos, porque era el día feliz en que Sancho Saldaña iba a tomar a Leonor por esposa, en que la paz debía renacer en su alma, hasta entonces tan agitada de tantos remordimientos y agobiada de tantas penas, y el rey y el vasallo más infeliz debían tomar igual parte en las fiestas y en los banquetes, y engalanarse y regocijarse aquel día. Todo era júbilo, todo paz, todo felicidad, y el mundo de las ilusiones habla en fin convertido sus sueños en realidades, y la imaginación más ardiente, el alma más pura podía gozarse, satisfecha completamente en los brillantes objetos y en el contento general que respiraban el cielo y la tierra, embalsamados en los perfumes del deleite y de la alegría.

Ondeaba la bandera del señor del pueblo sobre las altas torres de la fortaleza, en cuyas almenas brillaba asimismo el pendón de Castilla rodeado de otros mil estandartes de los caballeros que acompañaban al rey, cada uno de ellos honrado por una lucida guardia de soldados escogidos y armados de punta en blanco, de cuyas corazas, heridas del sol naciente, brotaban ríos de luz que así pasmaban el ánimo como deslumbraban la vista. Oíanse acordes músicas en los salones del alcázar, en la explanada, en los patios, en todas partes, y los soldados vestidos de gala, los mozos y las jóvenes del pueblo ataviadas con sus trajes del día de fiesta, iban, venían, bailaban, cantaban y se mezclaban unos con otros en buena paz, ya olvidados de las pasadas rencillas. Todas las puertas del castillo estaban abiertas, echados los puentes levadizos y adornadas las puertas, las almenas y las ventanas con orlas de flores entretejidas con tal arte que en cada una de ellas se hallaban juntas las cifras de los nombres de los dos esposos, y era de ver coronadas las ventanas todas de hermosas damas ricamente prendidas y con sus chapadas ropas, y de cortesanos caballeros que en dulces requiebros y amorosas risas hacían alarde de sus ingenios y agradable galantería, y todo era movimiento dentro de la fortaleza, desde las cocinas hasta las torres, y desde las cuadras de los soldados hasta los magníficos salones de la grandeza.

Aquí era ver un marmitón todo tiznado de hollín que perseguía a algún muchacho a quien había hallado (¡terrible delito!), probando los guisos con el dedo o escamoteando algún par de perdices, allí tres o cuatro robustos cocineros salaban puercos y toros para el banquete que en la explanada y los patios debía servirse a todo el mundo, y que hacían relamerse los labios a más de un pobrete de los que esperaban el gaudeamus; otros repartían vino generosamente a infinidad de mosquitos sin alas que acudían al olor, como si los llamaran; algunos arrojaban dinero al montón y hombres y muchachos a la rebatiña se empujaban, se pegaban y se rompían las narices por atrapar un maravedí, con más codicia que si fueran a ganar un reino, dando ocasión de risa a los que miraban; atravesaban las salas multitud de pajes galanamente vestidos, resonaban las espuelas de los caballeros, sentíase crujir la seda al andar las damas, que atraían con su hermosura, y aun más con su refinada retrechería, las miradas de todo el mundo; reían unos, cuchicheaban aquéllos, éstos disputaban, y las voces, los cumplimientos, las burlas, las carcajadas presentaban un cuadro lleno de vida, de ruido y de movimiento.

Mezclábase a este confuso rumor, que resonaba en los salones y galerías, el alegre son de las músicas, el estruendo de las campanas, la algazara, los vivas, los bailes, el confuso alboroto de la multitud, y no menos divertía la variedad de trajes y de colores, que, como el campo cubierto de flores en la primavera, así en desacorde ondulación desvanecían a par que recreaban la vista.

Pero nada era comparable al lujo y la magnificencia con que estaba adornado el salón donde había de celebrarse la fiesta, y en donde se hallaba reunido cuanto el ingenio humano había creado hasta entonces para satisfacer el orgullo y la comodidad de los hombres. Ricas alcatifas, sillones de marfil elaborados de oro, dos espejos, uno de metal y otro de cristal de Venecia, joya entonces rarísima y de extraordinario valor; tal era la pompa que el señor de Cuéllar había desplegado en aquella estancia, y sólo algún petimetre de nuestros días hubiese motejado de mal gusto un tablado de pino como de una vara de alto que se extendía en el último término de la habitación, como unos cinco pies de largo, cubierto de una alfombra vieja, donde debían representar algunos pasos de su invención los juglares que habían venido al olor de la fiesta.

Pero como no es dado a todos los hombres tener talento, es signo de éste que aquéllos traten de humillar siempre al que es por su ingenio superior a ellos, y entonces, lo mismo que ahora, ser poeta era poco menos que estar en pecado mortal.

Defendían la entrada de esta soberbia cuadra cuatro maceros del rey, que con mucha gravedad hacían centinela, dos a la puerta y otros dos bajo un dosel que cubría dos asientos destinados, sin duda, para los reyes, y puestos junto al tablado para que gozasen de la representación, como también otros dos escaños más bajos para los novios, a quienes servía el rey de padrino y de madrina la reina. Hormigueaban a la puerta los pajes, unos asomándose a ver la estancia, otros hablando entre sí, impacientes todos por lo que el rey tardaba en venir y porque no empezaba la fiesta.

-Pues hoy Saldaña debe de estar muy contento -decía un paje barbilucio a otro compañero suyo.

-Qué sé yo qué te diga -respondió el otro-; lo que sé es que esta mañana le vi cuando amanecía, y no pienso haber visto en toda mi vida cara más triste.

-Como que en toda la noche ha dormido, según me ha dicho García, que se ha quedado con él en su cuarto -repuso otro, tomando parte en la conversación-, empeñado a cada instante en que veía una mora con un puñal... vamos... loco perdido.

-Anda -replicó el primero-, ya le curará la locura Leonor de Iscar, que voto va que, aunque está algo ajada, es más linda que ninguna de cuantas andan por aquí haciendo dengues muy peripuestas.

-Lo que yo siento es que tardan tanto en salir -repuso el segundo-, y vivo Dios que me temo que no se han de casar todavía.

-Todo puede ser -respondió una voz para ellos desconocida. Y volviéndose a ver quien era, hallaron un peregrino con su esclavina cubierta de conchas y un bordón en la mano, que entre la confusión y el bullicio había logrado introducirse hasta allí.

-¡Hola!, también estás tú por acá -dijo un paje-. ¿Y qué sabes tú de lo que estamos hablando?

-Yo, nada -respondió Usdróbal, que era sin duda el disfrazado con aquel traje-, sino que sucederá lo que Dios quiera, y por eso he dicho que todo puede ser todavía.

-Pardiez que nos has sacado de una duda con lo que has dicho, y lo que has de hacer es irte de aquí cuanto antes.

-No, no -gritaron todos, rodeándole-; lo mejor será que nos cante alguna canción y le daremos limosna.

-Dádmela -respondió el peregrino fingido, que quería gastar tiempo-, y os cantaré aunque sean dos.

-¿Estáis locos? -repuso el paje descontentadizo-. ¿Queréis que se ponga aquí a cantar este hombre y que venga el rey entretanto?

-Tiempo hay -replicó otro de los que le querían oír cantar.

-Sí, sí -respondió Usdróbal-, yo cantaré mientras viene el rey.

Y habiendo tosido para limpiarse la garganta, escupió a un lado, y ya iba a entonar la voz cuando se oyó abrir una puerta, y el grito de ¡El rey, el rey! corrió de boca en boca al momento. Este aviso hizo olvidarse a los pajes del peregrino, a quien dejaron solo, acudiendo a formarse, en dos filas dejando un claro en medio para la corte, mientras Usdróbal se escondió y agazapó como pudo para no llamar la atención.

Abrían primeramente la marcha hasta veinticuatro maceros con sus mazas al hombro; vestidos ricamente de gala, seguían después los monteros de Espinosa, y detrás de ellos venían el rey y la reina, trayendo cada uno a su lado a sus dos ahijados, Saldaña y Leonor, que, aunque lujosamente adornados, más parecía que caminaban al suplicio que no al altar de himeneo. Notábase en los semblantes de los augustos padrinos tanta alegría y afabilidad, que seguramente formaban un contraste particular con los de los novios. Cualquiera habría, creído que aquel día el rostro de Saldaña se hubiera, en fin, despejado de la negra nube que le había hecho sombra hasta entonces, y, sin embargo, veíase pintado en él el terror, y sus ojos, que apenas se atrevía a fijarlos en su futura esposa, giraban acá y allá, como receloso de alguna traición o cual si buscara alguno entre los que allí estaban a quien temiera encontrar, no obstante que le buscaba.

Leonor, por su parte, triste, los ojos bajos, pálida, indiferente a todo, parecía una víctima engalanada para el sacrificio, y con inciertos pasos y negligente abandono obedecía a un vago sentimiento de instinto, siguiendo los pasos de su madrina, que en vano con la mayor dulzura a veces en voz baja hablaba. Su alma había llegado a quedar insensible a fuerza de padecer, y sólo algunas lágrimas que se esforzaba a contener, pero que observaron muchos de los que estaban presentes, manifestaban que aún conservaba en ella cierto sentimiento tan poderoso que se las hacía derramar. También Usdróbal había echado de ver que lloraba, y tuvo que apartar de ella la vista para no perder el sentido.

Detrás de ellos, en fin, seguía una numerosa comitiva de damas de la reina y de caballeros, y cuando entraron todos en el salón ocuparon cada cual su asiento según su categoría, y a una señal del rey se abrió una puertecilla secreta que caía al tablado, y cuatro hombres, vestido uno de médico, otro de alfaquí o sacerdote moro, y los otros dos uno también de árabe y otro de caballero cristiano, aparecieron en el escenario. En gran risa prorrumpió dando palmadas todo el concurso al verlos, puesto que los dos moros se habían adornado tan ridículamente, y salieron haciendo tales gestos que no hubo alma cristiana que no se regocijase de verlos.

-Mirad, Saldaña -dijo el rey a su ahijado-, y dejad, por Santiago, vuestro mal humor.

-Sí, ya miro -replicó el de Cuéllar-, y me alegro que sea la fiesta del gusto de vuestra alteza.

La reina dijo también algo a Leonor, que le respondió maquinalmente.

Entre tanto los cuatro juglares recitaron una especie de loa en versos alejandrinos, muy larga y bastante mal hilada, en alabanza del rey y la reina: y de los dos esposos, sin olvidar tampoco al ilustrado público, del que más de la mitad se había dormido y la otra mitad o hablaban unos con otros o bostezaban. No obstante, la loa pareció bien a todo el mundo, y todos aplaudieron unánimes, persuadidos de que era lo mejor que habían dejado de oír en su vida. Sonó en seguida algunas fanfarrias la música, que despertaron a los más tenaces, y los cuatro histriones empezaron después a representar, no una tragedia grecofrancesa clásica a lo Racine, no alguna hermosa creación romántica a lo Shakespeare o a lo Calderón, no siquiera una farsa, un sainete, un entremés, sino un tejido de disparates e insultos que unos a otros se dirigían en versos compuestos allí de repente que hacían morir de risa a los espectadores, para quienes no había cosa mejor en el mundo.

Nosotros procuraremos dar una idea de esta función, puesto que nunca puede ser exacta por faltarle la parte mímica, que era lo que con más expresión y gracia desempeñaban. Reducíase el poema a suponer que el médico y el alfaquí disputaban sobre religión y se injuriaban de palabra y de obra, hasta que, llegando el otro moro, los trataba de separar en nombre del Zancarrón, a lo que el alfaquí se detuvo, pero el médico seguía, más furioso, y los insultos cruzaban de una parte a otra como flechas envenenadas. Llegaba entonces el caballero cristiano, y diciendo y haciendo tiraba de la espada y arremetía a todos juntos; en esto, sonaba una trompeta, salían más moros, y el caballero los ponía en fuga con su valor sobrenatural, teniendo el público el placer de quedar sorprendido al saber que aquel caballero era Santiago en persona, que venía a ofrecer su espada y a hacerse armar caballero por el rey don Sancho el Bravo y la reina su esposa, que le había de calzar las espuelas, gracia que esperaba alcanzar en tan fausto día, concluyendo su relación con pedir perdón no a Dios, sino al público, de las faltas que pudiera haber cometido. El saludo de los cristianos a los moros era el siguiente:

Hola, adiós, Alcuzcuz; el cielo quiera
abreviar de tus días la carrera.

Con no menos cortesanía y buen deseo contestaba el moro, puesto que, como eran cristianos los cómicos y los espectadores, los pobres muslimas siempre solían llevar la peor parte.

Tal era el acertado plan de este drama, que si carecía de ingenio, rebosaba al menos de majadería, y no pertenecía de ningún modo al género soporífero, como la loa y algunas obras clásicas de nuestros días, sino al disparatado risible en que campea la locura. Y ya estaban terminando la representación cuando un grito histérico resonó al otro extremo de la sala, detrás de los espectadores, que hizo estremecerse a muchos y volver a todos la cara hacia el sitio de donde había salido. Pero no vieron a nadie y todo quedó en silencio al momento, y sólo oyeron la voz de Saldaña, que se había puesto en pie, desencajado el semblante, y que dijo:

-¡Ella es, ella es, que viene a anunciarme mi muerte?

Suspendióse la representación, pusiéronse en movimiento, y hasta el mismo rey pareció algo turbado con aquel alarido fúnebre que como por encanto de algún ser sobrenatural parecía, que habitaba invisible en aquella estancia. Leonor, aterrada, se abrazó estrechamente a la reina que, con no menos sobresalto, temblaba de pies a cabeza: sin saber a quién atribuir aquel grito que había helado hasta el tuétano de sus huesos, y todos agoraron mal de la boda que bajo auspicios tan tristes iba ya a celebrarse. Hasta los más despreocupados no supieron a qué atribuir aquel alarido, semejante al que podría lanzar un hombre en el tormento, que todos habían oído, pero que nadie podía imaginar siquiera la boca de donde había salido.

No tardó el rey, sin embargo, en recobrar su serenidad, y dando por supuesto que aquel grito procedía de alguno que se hallaba en el próximo corredor, dio orden a los maceros para que despejasen la gente que se había agolpado, y mandó que prosiguiese la fiesta.

-Serenaos -dijo a Saldaña en voz baja-, y mostrad el ánimo que a un caballero conviene; sobre todo no estéis así, y hablad algo a Leonor, que parece que sois de piedra.

-¿Y qué he de decirle yo, que he hecho su infelicidad?

-Amigo mío -repuso el rey-, eso hubiera sido bueno considerarlo antes. Ahora ya es tarde, y es preciso hacer de tripas corazón. Señora -prosiguió, dirigiéndose a Leonor-, esforzaos y no tengáis miedo, que entre amigos estáis que os defenderán si fuese preciso.

Leonor en aquel momento pensaba en la maldición de su hermano, y, envilecida a su parecer, no hacía sino rogar a su padre que desde la mansión celestial mirase su flaqueza con ojos de misericordia.

Los dos novios eran sin duda los más tristes y los más desdichados de cuantos habían concurrido a la fiesta y que, tal vez, envidiaban su suerte en aquel instante. ¡Con qué placer la hubieran ellos trocado por la del mendigo más despreciable!

Entre tanto el bullicio en los patios de la fortaleza y en la espaciosa explanada crecía a cada instante con la llegada de nuevos huéspedes, que de los pueblos de las cercanías desembocaban en aquel mar de hartura y de borrachera. Peregrinos, soldados, labriegos, mendigos, en fin, cuantos vagabundos ha criado la divina providencia, cuantos hombres y mujeres de buena y de mala vida habitaban aquellos contornos, otros tantos eran los que acudían, habiendo llegado a entrar tantos en el castillo, que por buena providencia hubo de no permitirse la entrada a nadie cuando ya era imposible que cupiesen más, y se sacaron toneles de vino y comida en abundancia a las calles de la ciudad y al campo, donde ya podía contarse que cada hombre cabía a borracho por barba sin errar la cuenta en un ápice.

Notábase, empero, entre tantos alegres alguno u otro pensativo y meditabundo, puesto que distraído observaba las cuadras de los soldados, reparaba en la fuerza de gente que estaba sobre las armas, y se introducía en todas partes sin volver nunca atrás sino cuando algún centinela le impedía pasar adelante. Llevaba uno de ellos, pues eran tres los que se observaba que andaban juntos, un traje de peregrino y un sombrero tan ancho de alas que le cubrían todo el rostro, mientras, envueltos los otros dos en sus anchas capas, a la antigua usanza castellana (7), le seguían uno detrás de otro, y al andar hubiérase dicho que llevaban armas, a juzgar por cierto ruido, casi imperceptible en medio de aquel estrépito, pero que poniendo cuidado solía sentirse de cuando en cuando. Hablábanse al oído a veces, mirando antes si alguno los observaba, separábanse, perdíanse en la confusión, hablaban con algunos de los que andaban por allí en secreto, juntábanse al cabo de un rato y volvían a hablarse con mucho misterio, y recatándose de todo el mundo.

-No es tan fiero el león como lo pintan -decía el que iba vestido de peregrino-; dígolo porque hasta ahora nuestra empresa no me parece descabellada.

-En el año 1200... -repuso uno de los de las capas.

-Dejadnos ahora de fechas -interrumpió el otro-. ¿Usdróbal, sabéis dónde está?

-No tengáis cuidado -respondió el de la esclavina-, que ya sabe lo que se hace, y nos avisará cuando sea tiempo. Separémonos, separémonos, que allí está Martín Gutiérrez, y no hace sino mirarme.

Separáronse en efecto, porque, como decía, no quitaba ojo de él hacía rato el jefe de los aventureros, empeñado en encontrar cierta semejanza entre el Velludo y aquel peregrino, en lo que no andaba quizá muy equivocado, como ya habrá adivinado el lector, que no necesitará tampoco que le digamos que los otros embozados eran Nuño y su amo el señor de Iscar. Confundióse, pues, el Velludo entre la muchedumbre, donde la mayor parte eran de su gente, que, esparcidos entre las turbas de vagabundos, llevaban ocultas sus armas bajo sus ropas y prontos a reunirse en ciertos puntos, ya marcados, a una señal de su capitán. Habían acompañado varios de ellos a Usdróbal, que, como ya hemos visto, conocía bastante bien algunos secretos de la fortaleza, siendo la intención del Velludo tener repartida su gente de tal manera que fuesen sorprendidas las guardias y tomadas todas las avenidas en el momento mismo que aquél diera la señal de alarma. El amor había hecho a Usdróbal desobedecer en parte la orden que le habían dado, no habiéndose dirigido inmediatamente a donde debía, por ver pasar a Leonor; pero cuando volvió de su turbación no tardó en colocar su gente en los sitios más convenientes, disponiéndose al mismo tiempo a subir a la torre principal y desarmar a los que guardaban el pendón de Castilla y la bandera del señor de Cuéllar. Acometerlos y levantar en lugar suyo la enseña de los rebeldes todo había de ser en un punto, siendo éste el momento en que el de Iscar, Nuño y el Velludo había de apoderarse, cada uno al frente de su pelotón, de las armas de sus enemigos, de las salidas del castillo y de los puentes levadizos, mientras otros promoverían el desorden por todas partes y darían muerte a cuantos se resistieran.

Tal era el volcán sobre el que paseaban sin temor el rey y sus cortesanos, confundido entonces el ronco hervidero de sus entrañas entre el rumor de la multitud festiva; tales los planes que la ambición y la venganza maquinaban. Y el sol, en todo su esplendor, derramaba sus rayos desde el cenit alegrando como antes la tierra, que pronto iba a inundarse en torrentes de sangre y a cubrirse de luto y desolación.

La fiesta seguía, la multitud no cesaba y el regocijo era general. Arriba mismo, en los salones, se habían olvidado ya del tremendo grito, y fueron tales los chistes y tan ridículos los mohínes de los juglares, que hasta Saldaña se sonrió. Leonor misma parecía ya más resignada a su suerte, y oía con gusto los consejos que le daba la reina con la mayor dulzura, dirigidos todos a confortarla y darle ánimo para sufrir su destino con paciencia y resistir con valor a la adversidad.

Acabaron de bailar los histriones, y después de haberse retirado colmados de aplausos y de regalos de la grandeza, pasó el rey su comitiva a otra sala, no menos ricamente adornada, donde un espléndido banquete les aguardaba. Había allí varias mesas, además, para los caballeros que, aunque no eran de la comitiva del rey, estaban convidados por el señor del castillo o se habían ellos convidado a sí mismos. Y las mesas, servidas con profusión, como podían dar cabida a mucha más gente, no se resentían de esta carga de pajaritos que quizá habrían hecho temblar el convite más opíparo de nuestros días, ni se trajo ni se aumentó nada más, puesto que nadie, como ahora se estila, anduvo con melindres con la comida. En esto estaban, y ya el Velludo, impaciente, no hacía sino mirar a la torre de donde debía Usdróbal dar la señal. Hernando tenía ya apercibida su gente para embestir, y Nuño no acertaba cuál podía ser la razón por qué Usdróbal no cumplió la orden, cuando uno de los pajes se acercó al rey, y habiendo hincado la rodilla en tierra, con gran sorpresa de todo el mundo le pidió un instante de audiencia, porque en lo que tenía que decirle le iba a él la vida y a cuantos allí estaban. Pasmáronse todos, sobresaltóse Saldaña, y el rey se levantó de su asiento, y habiendo salido con el de Cuéllar a otra estancia:

-Pardiez -dijo al paje-. ¿Qué tienes que decirme? Y mira bien que no mientas, porque juro a Dios que te hago ahorcar si por divertirte has puesto en tanto susto mi corte.

-Podéis hacer de mí lo que mejor os parezca -repuso el paje con serenidad-. Mi deseo es salvar a vuestra alteza y a todos sus servidores de un peligro que una casualidad acaba de descubrir. En la explanada, ahora poco, armaron dos hombres una pendencia, echaron mano a las dagas y, a pesar del gentío que trató de impedir la quimera, se acometieron. Rajó el uno al otro el pecho del primer golpe, acudieron todos a socorrerle, y Gutiérrez, el jefe de los aventureros, llevó a los dos presos. En este momento el herido empezó a pedir confesión y a decir que quería revelar un secreto del cual dependía la vida de vuestra alteza. Llegó allí un fraile, y cuando el herido iba a hablar, un hombre arrojado, vestido de peregrino, rompió de un salto por medio de los soldados, llegó a las angarillas donde le conducían y le clavó tales dos puñaladas que le dejó muerto en el acto. Hizo todo esto en un abrir y cerrar de ojos, de suerte que no lo habían visto hecho cuando ya el agresor había desaparecido entre la multitud. No obstante, Martín Gutiérrez dice que apostaría a que es el Velludo, y por sí o por no ha hecho a sus aventureros tomar las armas.

-¡Por el Velludo! -dijo el rey con desprecio-. ¡Y había de tener un caballero miedo de un miserable bandido!

-Vuestra alteza se engaña mucho si desprecia a ese hombre, puesto que a él solo y como bandido también le tengo yo en poco -replicó el de Cuéllar-, pero...

-¿Y no hay más que eso? -interrumpió el rey, dirigiéndose al paje.

-Sí, señor; más hay -replicó-, porque aunque el Velludo mató a uno para que callara, el tormento ha hecho hablar al otro, y ya se sabe que están aquí dispuestos a dar un golpe Hernando de Iscar, el Velludo y otro, que, según se suena, se hubo de desertar de los aventureros hace ya mucho tiempo.

-¡Hernando de Iscar! -exclamó Saldaña.

-Sí, un caballero que está en una gavilla de ladrones -replicó el rey-, sin crédito ni opinión, y despreciado hasta de su misma hermana. ¿Y no los han puesto presos?

-Señor -repuso el paje-, se sabe que están, pero no quienes son.

-Está bien, retírate. ¡Ja! ¡Ja! Una cáfila de villanos -dijo el rey cuando el paje volvió la espalda, riéndose a carcajadas mientras oyó sus pasos que se alejaban. Pero luego que conoció que nadie podía escucharle, acercándose a Saldaña, continuó:

-El plan es diabólico, pero es menester que nadie conozca nuestro temor, porque se acabaría la fiesta al momento. Id, dad la orden a los capitanes de más confianza para que al lado de cada hombre que se presuma siquiera que lleva armas coloque dos de los nuestros que no le pierdan nunca de vista, y que le prendan si pueden sin alborotar; que nuestros arqueros con el arco tendido escuchen ocultos desde las torres y las ventanas; que los puentes levadizos queden en falso y que toda la tropa esté sobre aviso en sus cuadras. Cuidado, Saldaña, que es preciso disimular, y sobre todo con Leonor. ¿Me entendéis?

-Yo haré un esfuerzo, y callaré por lo menos -contestó Saldaña.

Y saliendo de allí en seguida, no tardó en arreglar la gente como capitán veterano y tomar, además de las del rey, las disposiciones que le parecieron más convenientes.

El rey volvió al festín burlándose del miedo del paje, que tanto había sobresaltado a todos, lo que sirvió de pasatiempo a los cortesanos, que hicieron con este motivo su chiste, y aunque a Saldaña no se le vio venir tan alegre, nadie hizo alto no obstante, acostumbrados a verle siempre de mala cara.

La desdichada Leonor apenas había hablado tres palabras durante todo aquel día, y no osaba siquiera preguntar por su hermano, a quien ella creía todavía en el castillo en rehenes hasta que se celebrase su casamiento. Pero en donde todo había ya cambiado de aspecto era en los patios. El Velludo había mudado de traje, Usdróbal no había podido dar el golpe por falta de gente, Hernando veía que sus planes iban a malograrse, y no tardaron los tres mucho tiempo en conocer que los vigilaban y que, prevenida como ya estaba la guarnición del castillo, era imposible llevar adelante la empresa.

-Debemos -dijo Hernando- desistir de lo que ya fuera una temeridad, y vos, Velludo, debéis retiraros con vuestra gente.

-¿Y vos? -preguntó el Velludo.

-Yo me quedo a completar mi venganza y a morir.

-Y yo con él -repuso Usdróbal, y Nuño afirmó lo mismo, aunque movido de muy diversas causas que aquél.

Dudó el Velludo un momento, sin decidirse a nada; pero habiendo pensado cuán imprudente sería quedarse él allí únicamente a morir, determinó retirarse, aunque muy a su despecho y enojado de haber errado aquel golpe que debía haberle colmado de gloria.

-¿Es posible penetrar en donde está ahora Leonor? -preguntó su hermano, luego que el Velludo se retiró.

-Ahora -respondió Usdróbal- no dejan entrar a nadie en la fortaleza.

-¿Y entonces, ¡vive Dios!, qué hacemos?

-Al anochecer, en la capilla -repuso Usdróbal-, yo os llevaré, y nos mezclaremos con los de la comitiva del rey. Es el momento de la venganza.

-Está bien -replicó el caballero, y se separaron.

Entre tanto el atildado deán de Valladolid, vestida la estola sobre sus clericales ropas, aguardaba la hora en la sacristía, y ya estaba toda la iglesia iluminada soberbiamente con infinidad de hachas de cera, cuyo esplendor formaba cierto contraste con su arquitectura gótica, sombría y temerosa, y el color oscuro que los años habían prestado a sus muros. Veíanse a un lado y otro varios sepulcros de los antiguos dueños de aquel castillo, y sobre ellos algunas estatuas de piedra toscamente trabajadas, unas de rodillas sobre la losa y otras de pie en actitudes guerreras. Presentaba aquel sagrado recinto una mezcla de majestad y tristeza, una confusión de luz y de sombra, más fácil de imaginar que de describir.

Sonó en fin la hora, y las espuelas de los caballeros y el rumor de los pasos que sonaban sordamente el eco, anunció la llegada del rey con su comitiva. Ocuparon los que componían ésta, divididos en dos hileras, los dos frentes de la capilla con el mayor silencio, y colocados algunos entre columnas o arrimados a los sepulcros, hubiérase creído que eran sus habitadores que dejaban las tumbas para asistir a las bodas de su nieto con la desventurada de Iscar. Ocupó el deán con sus dos acólitos la parte de la baranda de hierro que caía al altar, y los novios, teniendo cada uno su padrino y su madrina a su lado, se arrodillaron, sobre dos cojines árabes, de la otra parte. Todo estaba en silencio, y ni una tos ni un murmullo interrumpía la majestad de la ceremonia.

Una voz resonó como un trueno en aquel instante: ¡Muera!, y tres hombres con sus espadas desnudas se arrojaron del fondo de la capilla hacia el altar. Pero más de veinte se lanzaron al mismo tiempo delante de ellos y los detuvieron peleando, mientras otros gritaban: ¡Profanación! ¡Anatema!

Los tres hombres se resistían, y aun adelantaban terreno; la desesperación parecía que les prestaba fuerzas, y a cada golpe caía en tierra uno de sus enemigos. En vano era el número, en vano el arrojo de sus contrarios, en vano estaban ya cubiertos de heridas, que ya se abrían paso entre la multitud, y dos de ellos, dos sobre todo, hubiérase dicho que eran inmortales y que su espada era la del ángel del exterminio. Ya habían logrado llegar hasta la mitad de la capilla; su camino era un reguero de sangre; sus espadas, al reflejo de las luces, parecían de fuego; sus ojos, ascuas al través de las barras de la visera, y ya empezaban todos a creer que eran demonios que venían por Saldaña, como presa que les estaba destinada hacía ya mucho tiempo.

No fue él tampoco el último que lo pensó; pero como era hombre de valor púsose en pie, y ya iba a echar mano a su espada cuando una sombra, un espectro que se levantó de una tumba y se deslizó junto a la baranda en dirección a él, se puso entre él y Leonor, dejándole helado y sin movimiento.

Un grito de horror retumbó entonces sobre el estrépito de las armas y las voces de los combatientes; retiráronse amedrentados los dos padrinos, y el genio del mal (que tal parecía aquella fantasma), soltó una carcajada infernal, a tiempo que Leonor cayó en tierra anegada en su propia sangre. Este terrible suceso suspendió el combate y dejó a todos petrificados.

El espectro cogió de una mano a Saldaña.

-Mírala -le dijo-, mírala... muerta. ¡Tiemblas! ¿Me conoces?

-¡Cielos! ¡Zoraida! -gritó Saldaña, y cayó sin sentido.

-Sí, yo soy el demonio que te persigue. Yo soy Zoraida; ya me he vengado de ti.

Y diciendo así tomó el camino que había traído y volvió a hundirse en la tumba. Acudieron todos entonces, unos a socorrer a Saldaña, que respiraba apenas, y otros a Leonor, entre los cuales no fueron Usdróbal y Hernando los últimos, anteponiendo el amor que le tenían a su deseo de venganza. Pero ya era en balde quererla socorrer; la infeliz tenía un puñal clavado hasta el puño en el corazón.