Sancho Saldaña: 47

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Sancho Saldaña de José de Espronceda
Capítulo XLVII

Capítulo XLVII

Venganza pido, y por venganza anhelo,
si de vos por ventura alguno tiembla
que en semejante infamia sumergida
su hija, su hermana, o su consorte sea;
el que en sí oyere del honor el grito
como en mi pecho destrozado truena,
ese me siga a castigar mi injuria,
y así la suya con valor prevenga.
QUINTANA, Pelayo


Dos días después de estos sucesos descansaban una mañana al amanecer tres hombres sentados en las riberas del río Adaja, hacia la parte de Olmedo, arropados dos de ellos en sus anchas capas, mientras el otro en cuerpo gentil parecía desafiar el aire frío y penetrante que rizaba las aguas del río. Estaba uno de ellos, que asimismo tenía trazas de ser el más principal, triste y pensativo en extremo, dormía el segundo embozado profundamente, y el tercero, que era sin duda el Velludo, se entretenía en acomodar el hierro de una flecha en un grueso bastón, cuya punta afilaba con su cuchillo. Más de una hora hacía que estaban así ocupados sin hablar palabra, cuando el Velludo, envainando el cuchillo y poniéndoselo en el cinto se levantó, y después de haber mirado a una y otra parte, como si esperase a alguno, se dirigió al primer embozado y dijo:

-En verdad, señor don Hernando, que Usdróbal tarda mucho en volver, y me temo que le hayan echado el guante, y por la Virgen de Covadonga que lo sentiría.

-En efecto -respondió el de Iscar, que él era el que parecía tan imaginativo.

-Y que no siempre -añadió el Velludo- tiene un hombre la suerte que vos, que habéis escapado en un tris.

-Por Santiago -replicó el caballero-, que no sé si deba o no agradecéroslo.

-La muerte, señor caballero, es como cualquier otra cosa; pero si está de Dios que uno no ha de morir, no hay más remedio que conformarse. Pero me tiene inquieto ese demonio de chico, no sea que haya cometido alguna imprudencia.

-¿Estáis seguro de su eficacia? -preguntó el de Iscar.

-Creo que baste deciros que más que a otro ninguno le debéis a él estar ahora disfrutando del vientecillo que sopla.

-Yo no dudo de su lealtad -respondió Hernando.

-Pues en cuanto a lo demás, yo os lo fío.

Era el de Iscar demasiado valiente para que sospechase bajamente de nadie, y mucho más de hombres que sin esperanza de ningún premio habían arriesgado su vida por salvarle la suya; pero su natural impaciencia y el ansia que le fatigaba de saber noticias de su hermana, a quien había dejado en situación tan embarazosa, le hacía tachar de negligente al que le servía con más celo.

-¡Qué feliz es este hombre! -dijo mirando a Nuño, que roncaba como un bendito-. ¡Qué bien duerme!

-Como que hace dos noches -replicó el Velludo- que apenas hemos cerrado los ojos.

-Y yo -repuso el de Iscar- creo que no he de dormir ya más en mi vida que no parece sino que he hecho voto de no tener nunca sueño.

-Sin embargo -respondió el Velludo-, ¡vive Dios! que no creo que lo hayáis hecho de no comer, y así no será malo que nos lleguemos a mi cuartel general, donde me da el corazón que nos han de tener ya dispuesto un cabrito y algunas botas de vino. Ánimo, señor caballero, que los duelos con pan son menos; y despertemos a este buen hombre, que lleva trazas, a lo que veo, de no dar cuenta de su persona hasta el día del juicio si no le llamamos nosotros antes.

-Así es -respondió el caballero; y empujándole con el pie en las espaldas le llamó por su nombre dos veces, y a la segunda se enderezó Nuño, refregándose los ojos y bostezando, con muestras de estar muy falto de sueño.

-Apostaría -dijo abriendo al mismo tiempo más de un palmo de boca- a que no me habéis apenas nombrado cuando yo ya estaba despierto. Era la tema de vuestro padre, que decía que no había un sueño más ligero que el mío. Me acuerdo que en el año 1243...

-Levantaos, Nuño, levantaos, y dejaos ahora de cuentos viejos, cuando tenemos tanto que hablar de lo que nos sucede.

-Ya sé yo -repuso Nuño- que no gustáis vos de que yo me alabe; pero aquí está mi amigo el Velludo, que puede decir si miento.

-No hay duda, buen Nuño -repuso el Velludo- tenéis el sueño de un pájaro; vamos.

Y habiéndose puesto en pie el veterano, se encaminaron los tres hacia la parte del pinar más espesa, dando mil vueltas y tropezando a cada instante con las centinelas que tenía el Velludo apostadas, hasta que llegaron a un sitio donde estaba reunida parte de su tropa y ardía en medio un montón de leña donde se asaban carneros enteros; estaban ocupados unos en hacer el rancho y otros en calentarse alrededor de la hoguera.

Cuando llegó el Velludo se apartaron todos para hacerle lugar, y asimismo a los que le acompañaban, pero el capitán, en quien el frío y el calor no hacían mella, curtido como tenía ya el pellejo, les dijo que no se moviesen, que no quería acercarse a la lumbre, y Hernando, demasiado embebecido en sus penas para pensar en el frío, se recostó contra un tronco sin desembozarse. Sólo Nuño se acercó a la hoguera restregándose las manos y dijo:

-Vive Dios que no hay cosa como un calentón en estas mañanas frías, y que vale más que un pedazo de pan. ¡Ea!, amigos, hacedme lado, que yo ya soy viejo, y creo que se me ha helado la sangre.

Pero no tardó mucho en llamarle el Velludo, como también a su amo, convidándoles a almorzar, para lo que no se hicieron de rogar mucho, especialmente el honrado veterano, a quien el aromático vaho del cabrito asado había dado ya en las narices.

Sentáronse, pues, a la redonda, servidos por uno de los bandidos que tenía el encargo de no dejar nunca el zaque vacío; y puesto que no podía menos de repugnar a la vanidad del caballero la compañía en que se hallaba como de igual a igual, y le abrumaran sus pesadumbres del corazón, tomó también su puesto, y empezó a comer con bastante buena gana, aunque distraído y volviendo a cada instante la cara hacia el camino que Usdróbal debía traer. El primero que rompió el silencio fue Nuño, que puesto que como vasallo respetuoso hubiera él querido que su señor empezase, la gana de hablar pudo en él tanto que no acertó a callar por más tiempo.

-Pardiez que siento -dijo en voz baja al Velludo- que nos viéramos la otra noche en la dura necesidad de matar al pobre Duarte. Era un buen hombre, y desde el año de 1238 que nos conocíamos no habíamos tenido nunca un quítame allá esas pajas.

-Él se tuvo la culpa -repuso el Velludo en el mismo tono-. Se empeñó en que no había de dejarnos entrar a sacar a vuestro amo, y no hubo más remedio que dejarle muerto en el sitio. Pero lo que me admira, y el diablo me lleve si lo comprendo, es cómo Usdróbal nos introdujo hasta allí sin que nadie nos viese.

-Fue una emboscada muy bien dispuesta -respondió Nuño-; ya se ve; Duarte, como que no aguardaba el ataque, abrió el calabozo y nos colamos nosotros dentro. Me acuerdo que en Sevilla hicimos lo mismo un día al abrirse las puertas, pero...

-Buen chasco se habrá llevado Saldaña -interrumpió el Velludo- cuando encontrase en lugar de su enemigo tendido en tierra al pobre escudero como un cuero de vino horadado. Por la Virgen de Covadonga que me alegro más de que se la hayamos jugado así que si hubiese ganado una batalla.

Apenas acababa de decir esto cuando oyeron que el señor de Iscar exclamó, levantándose al mismo tiempo:

-Gracias a Dios; allí viene.

Volvieron la vista a ver quién era, y vieron a Usdróbal que se acercaba.

Pero la lentitud con que caminaba y cierta expresión de tristeza en su rostro, ajena por lo regular de la fisonomía de aquel joven, daban bien claramente a entender que las nuevas que traía debían ser poco satisfactorias. Hernando, impaciente, se interpuso en su camino de un salto.

-¿Qué traes -le dijo-, bueno o malo?

-Malo -repuso Usdróbal, sin levantar los ojos del suelo-; lo peor que podíais esperar.

-Hablad pronto -respondió el caballero todo azorado-; decid.

-¿Ha asesinado quizá Saldaña a doña Leonor? -preguntó Nuño, a quien no se le pegaba la camisa al cuerpo, temeroso de la seguridad de su ama.

-Es peor -replicó Usdróbal con despecho-; dejadme, os lo contaré. Saldaña supo vuestra fuga, señor don Hernando, y no teniendo medio de rendir la constancia de vuestra hermana, determinó que sacasen al patíbulo en vuestro lugar a Duarte, a quien había hallado muerto.

-Basta -gritó el de Iscar con voz de trueno-. Mi hermana ha faltado a su juramento.

-Leonor... Leonor -dijo Usdróbal, interrumpiéndole-, ha prometido su mano a ese asesino y pasado mañana ha de celebrarse la boda.

-¡Maldición! -exclamó el de Iscar rechinando los dientes-. Tú lo oyes, padre mío; tu hija ha renegado de ti y ha deshonrado tu nombre. Pero yo renegaría de mi religión, dejaría de llamarme como me llamo si no impidiese esta boda, si no arrancase con esta daga el corazón de la infame que para tu baldón engendraste. Amigos míos, ayudadme a lavar mi afrenta, ayudadme a lavar con la sangre de esa perjura el borrón que ha echado sobre su hermano. Maldita, maldita sea, y ojalá que el día de su boda sea el último de su vida.

-Podéis contar conmigo -dijo Usdróbal con poco menos calor que el puntilloso Hernando-. Sí, yo juro que no seré el último en clavar mi puñal en el corazón de Saldaña. Partamos si queréis ahora mismo; yo solo penetraré en la estancia de ese malvado, y allí, allí, delante de la que va a ser su esposa, le coseré a puñaladas. ¡Infiel! ¡Infiel!

No menos irritaba el amor a Usdróbal que al caballero la honra, y no parecía sino que un mismo sentimiento los animaba. Había reventado en el corazón del primero el volcán de los celos, hasta entonces sofocado por el respeto que su mismo amor y la noble condición de Leonor le inspiraban, y aunque había dado siempre por mentidas ilusiones sus esperanzas, y nada le había ella prometido en su vida, tachábala de ingrata y maldecía su inconstancia, no pensando sino en que iba a poseerla otro hombre, mientras él, por premio de su cariño, no había merecido siquiera una mirada de compasión.

Había quedado Nuño atónito de lo que oía, y por sus enjutas mejillas, surcadas ya por la edad, corrían algunas lágrimas que le hacía derramar el borrón que a su entender ya había caído sobre la noble familia de Iscar por culpa de su señora. El Velludo era el único que había conservado su acostumbrada presencia de espíritu.

-¿Y cómo no has podido -dijo a Usdróbal- avisarla de que no era don Hernando el que iban a ajusticiar?

-¿Creéis -repuso el celoso mancebo- que si hubiera podido hablarle no lo hubiese yo hecho? De día y de noche hace ya mucho tiempo que vive rodeada de guardias y mujeres que observan continuamente sus pasos. Poco me hubiera dado morir, pero... ¡ah!, ¡ojalá!, ¡ojalá que hubiese yo muerto por ella y que ella me hubiese visto morir!

-Pero vos, señor caballero -repuso el Velludo, dirigiéndose al de Iscar-, debéis perdonarla; al cabo lo ha hecho únicamente por libertaros la vida.

-¡La vida! -exclamó Hernando-; y para salvarme la vida me ha asesinado la honra.

-Pero, en fin -continuó el Velludo-, ¿qué se pierde ahí más que una mujer?

-Una mujer, sí, una mujer que era mi hermana, que era mi propia sangre, que era la mitad de mi vida. ¿Y quién sois vosotros, ¡vive Dios!, para comprender siquiera lo que yo siento? ¿Quién sois vosotros para hablarme a mí de mi hermana? Si queréis ayudarme para que mi venganza sea tan pública como mi afrenta, seguidme; si no, yo solo basto, yo moriré o triunfaré y quedaré de las dos maneras vengado.

-No hay duda -respondió Usdróbal-, el agravio exige venganza; yo os acompañaré... ahora mismo... ¿Por qué detenernos?

-¿Y es pasado mañana el día de la boda? -preguntó el Velludo, que había quedado pensativo mientras ellos hablaban.

-Sí, pasado mañana -repuso Usdróbal.

-La fiesta será brillante; las puertas del castillo estarán abiertas; los soldados de la guarnición sin armas y emborrachándose muy descuidados -continuó el Velludo, como si estuviera hablando entre sí-; pasado mañana se puede dar un buen golpe; el rey y Sancho Saldaña... si los cogiese yo en mi poder...

-¿Qué pensáis, capitán? -interrumpió Usdróbal.

-Una friolera, nada más que volver la tortilla, y, por último, lo peor será volvernos como hemos ido.

-Pasado mañana -dijo el de Iscar-, Nuño, tú y yo iremos disfrazados al castillo de Cuéllar. Sí, padre mío -exclamó, levantando los ojos al cielo-; pasado mañana tu maldición se cumplirá en tu hija; no, no la verás esposa de Sancho Saldaña, o iré yo a juntarme contigo en el otro mundo para maldecirla y gozarme en su degradación.

-Y yo también os acompañaré -prosiguió el Velludo-; pasado mañana habrá sin duda un soberbio banquete, a donde acudirán cuantos quieran. No faltarán tampoco estos pobres muchachos -continuó, señalando a su gente, y por la Virgen de Covadonga que, aunque el caso sea peliagudo, tal vez pasado mañana a la noche nos sirva el castillo de Cuéllar de alojamiento, y de prisión a los que ahora lo habitan.

-¿Qué decís? -exclamó Hernando, sorprendido del atrevido plan que acababa de bosquejar el Velludo-. Marchemos cuanto antes. ¡Oh, hermana mía, yo te doy gracias, sí, mil y mil gracias, si tu infame comportamiento nos proporciona completo triunfo!