Sangre torera: 1

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Antoñuelo se sentó en una de las sillas que solían dejar en el patio las vecinas, y retrepándose contra el muro, con el cigarro en la boca y en las manos una de las revistas de toros a la sazón más en boga, dejó vagar su mirada distraída por el patio que el sol, a modo de maravilloso artífice, recamaba de oro y de resplandores.

Antonio podía contar veinte años, y era alto, descarnado, de cuello largo y musculoso, de brazos y piernas de armónica proporción y de acharranado rostro moreno que avaloraban sus grandes ojos oscuros y su boca, si grande, de blanca dentadura y labios purpúreos, y las negrísimas, hirsutas y brillantes guedejas que se le encaracolaban sobre las sienes.

En el momento en que le sacamos a escena, Antonio, luciendo un pantalón de lienzo de achulado corte, ceñidor color de grana que hacía más intenso el blancor de la pechera adornada con amplio tableado, reducido pañuelo de seda azul a guisa de corbata, y sobre la sien flamante gorrilla, dejaba vagar -repetimos- su mirada distraída por el patio, sin enterarse sin duda de lo intensamente que fulgían los geranios y las margaritas en los maltrechos arriates; de lo espléndidamente que decoraban los muros, renegridos, las trepadoras con sus a modo de faldellines, salpicados de azules campanillas; del artístico golpe de vista que presentaban Rosario la Jaquetona, poniendo de relieve sus arrogancias estéticas, golpeando con el cubo, para poder llenarlo, en las aguas dormidas del pozo de brocal de piedra carcomida, y el gato, que se desperezaba al sol con felinas elegancias, y el gallo, que prisionero entre carrizos, lucía los más bellos tornasoles en la bien alisada pluma.

El día reía y reía el patio a su conjuro; una mujer cantaba una copla gitana; llegaban hasta él los rumores de la calle, el gritar de los chaveítas encuerinos; el pregonar cadencioso de los vendedores ambulantes; las notas acordadas de algún organillo callejero, amparo de la pereza famélica,

Antonio pensaba en que muy en breve había de jugarse la carta definitiva; en que el domingo inmediato, si tenía de cara a la Santa Virgen, ya podía reírse a todo trapo de la oscuridad y de la miseria en que hasta entonces había vivido, y al pensar esto, todo su pasado resbalaba dulce y rápidamente por su imaginación.

Antonio recordó sus años infantiles, aquellos que pasara en mitad del arroyo, churretoso y encuerino; sus travesuras, su profesión, su encuentro con Maricucha, aquella chavalilla espigada, como un junco, y como el junco ondulante y suave. Maricucha había sido la hembra de sus pensamientos desde aquellos días en que, oficiando de hormiga, procuraba llevar a su hormiguero el producto de sus correrías por calles y plazas, dedicado a la busca y captura de las puntas de cigarros. Maricucha en aquellos años primeros fue su compañera de juegos y travesuras; todos los días, a las primeras luces, lanzábase nuestro mozo a la calle con su lata debajo del brazo, enseñando las carnes por entre los jirones del calzón y por los de la destrozada chamarreta, caminando alegremente hacia el puente de la Aurora, donde, a la sombra en estío, y en invierno soleándose sobre el muro, descalza y apenas vestida, pero limpia y peinada, y a veces con un matujo en el negrísimo cabello, aguardábale Maricucha, que contaría dos o tres años menos que él y que era de tez suave y aterciopelada, de grandes ojos dulces y risueños, de cabellera espléndida, de labios carmesíes y de facciones de lineal maravilloso.

La amistad de ambos rapaces nació un día en que Toñuelo, viendo que el Granzones golpeaba a Maricucha por arrancarle un cigarro casi entero que aquélla habíase anticipado a recoger, sintió que algo inusitado se le incorporaba dentro de] pecho, y sin medir el tremendo desarrollo muscular del enemigo, cerró con tal denuedo contra el colega, que, intimidado éste por tan inesperada acometida, tomó heroicamente las de Villadiego, y momentos después, no sabiendo Maricucha cómo galardonar la galantería del encuerino, desfacedor de sus agravios, ofrecíale, con los ojos aún llenos de lágrimas, y con la sonrisa en la boca, el cigarro causa del poco varonil atentado del Granzones.

Desde aquel día apenas si pasaron uno distante el uno del otro, hasta aquel en que la madre de Maricucha, que había mejorado de fortuna, gracias al decimoquinto de sus enlaces matrimoniales, al ver el desarrollo progresivo y tentador de las pantorrillas de su unigénita, y fijándose en las miradas codiciosas que empezaban a poner en ellas los de más encanecidos cabellos de los ternes del distrito, juzgó conveniente poner a salvo de espejuelos a aquella alondra descendiente de una de las más famosas de las dinastías gitanas.

Esta decisión no fue anunciada a Maricucha; ésta se lo juró cien y cien veces a Antonio al contarle lo ocurrido. Ella, al disponerse, en la mañana de un día de su santo, en que cumplía los trece años, a salir, como de costumbre, a hacer la diaria colecta, se encontró con que su madre, al verla saltar del lecho, cogiola por un brazo, y sin decir oste ni moste, y después de dejarla tal y como la pusiera en el mundo, la colocó sobre un barreño lleno de agua cristalina, empuñó casi toda una barra de jabón, y minutos después salía otra de entre sus manos y de entre las jabonosas espumas del barreño, aquella Venus de tez tostada en cuyas formas empezaba a poner la pubertad sus hechizos más tentadores.

Ya rechinante de limpia, la vistió, encima de una camisa flamante y acartonada, una falda de color de rosa de amplios volantes ribeteados de felpilla negra, que apenas si dejaba ver el pie pulidamente calzado, corpiño azul y amplio pañuelo de crespón amarillo que dejaba ver el collar de abalorios; cordobesas arracadas que casi rindieron con su peso sus orejas, casi invisibles; peinó primorosamente su gran cabello a estilo gitano, puso entre sus relucientes ondas una reducida peineta y dos claveles, y, después de contemplarla, haciéndola girar una y otra vez delante de ella, exclamó en un arranque de maternal orgullo:

-¡Eres la calé más siete veces bonita y más siete veces graciosa que parió madre en la tierra del salero!

Maricucha estaba como atontada. Cuando su madre la puso delante un trozo de espejo, le costó trabajo reconocerse; no se cansaba de mirarse reflejada en el cristal. «¿Qué dirá Toño cuando me vea?», pensó. Y un estremecimiento de alegría recorrió su cuerpecillo ondulante como el de un antílope.

La señora Rosario la hizo desfilar por delante de todos los vecinos del corralón, primero; después, por delante de todos los de la calle; por todos los del barrio, por último. Y una hora más tarde, ya terminado el desfile, decíale con acento zalamero:

-Dende mañana a pelear por la vía, que sa menester que cuando venga por mí la que nunca marra, sepas tú buscarte los picaros garbanzos. Y además, que a mí ya se me van abitocando los regatones, y pa tirar de mi cuerpo necesito yo ya cuasi dos locomotoras.

Maricucha, en medio de aquella alegría que súbitamente habíala invadido, sentía profundo desconsuelo; ya no podría estar a todas horas con Toño; se acabaron para siempre sus juegos, sus alegrías, sus paseos por la Farola, por el camino de la Caleta, por el de Churriana, por el Arroyo de los Ángeles; sus expediciones a las huertas próximas a ayudarles a recolectar sus frutos contra su voluntad a los pobres hortelanos. Todo su ayer acudió aquella noche a su imaginación, y en vano procuraba conciliar el sueño; inmóvil para que no la sintiera rebullir el matrimonio que dormía, evocaba todos los detalles de su vivir con su camarada. ¡Qué cara puso éste cuando, al llegar en busca de ella extrañado por su ausencia, se la encontró tan emperejilada! Sus ojos la contemplaron como espantados; después se miró él sus calzones sucios y rotos, su chamarreta gemela de los calzones, y su rostro se contrajo, y hundiendo rabiosamente ambos puños en los bolsillos, y dejándose por olvido sin duda la lata con toda lo recogido en el día, se alejó sin hacer caso de Maricucha, que le gritaba llena de angustia al verle alejarse tan sombrío y silencioso:

-¡Pero ven acá, tonto perdío, ven acá, por los ojos de tu cara!

Toñuelo no volvió, pero a la mañana siguiente, al lanzarse Maricucha a la calle en compañía de su madre, pensando en Antonio, éste, escondido tras una esquina, atisbaba la casa, y al ver salir y alejarse a la hembra adorada, colocó un brazo contra la pared, la cara contra el brazo, y algunas lágrimas ardientes humedecieron silenciosas la desgarrada manga de la no muy limpia chamarreta.