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Santos Vega (Poema)

De Wikisource, la biblioteca libre.
El Tesoro de la Juventud (1911)
El libro de la Poesía, Tomo 2
Santos Vega
de Rafael Obligado

Nota: se ha conservado la ortografía original.


La leyenda de Santos Vega, personificación del gaucho de la pampa argentina, elevada por la imaginación popular a la categoría de un mito nacional, de un mito simbólico del destino de la raza, aparece maravillosamente cantada en las siguientes décimas, tan brillantes como ricas de armonía. Este bello poema, en que, sobre un fondo del más puro realismo, se destaca la genial figura del «payador» inflamando a los bravios habitantes de la llanura en el amor a la gloria e independencia de la patria y sucumbiendo más tarde al pie de un ombú, en una justa de canto de guitarra, compitiendo con el diablo, es obra de Rafael Obligado, uno de los poetas más cultos que han escrito en la lengua de Cervantes. Obligado nació en Buenos Aires, en 1851, y es el poeta argentino nacional por excelencia.

SANTOS VEGA

EL ALMA DEL PAYADOR

C

UANDO la tarde se inclina

Sollozando, al occidente.
Corre una sombra doliente
Sobre la pampa argentina.
Y cuando el sol ilumina
Con luz brillante y serena
Del ancho campo la escena.
La melancólica sombra
Huye besando su alfombra
Con el afán de la pena.

Cuentan los criollos del suelo
ue, en tibia noche de luna,
En solitaria laguna
Para la sombra su vuelo;
Que allí se ensancha, y un velo
Va sobre el agua formando,
Mientras se goza escuchando
Por singular beneficio,
El incesante bullicio
Que hacen las olas rodando.

Dicen que, en noche nublada,
Si su guitarra algún mozo
En el crucero del pozo
Deja de intento colgada,
Llega la sombra callada
Y, al envolverla en su manto.
Suena el preludio de un canto
Entre las cuerdas dormidas,
Cuerdas que vibran heridas
Como por gotas de llanto.

Cuentan que, en noche de aquellas
En que la Pampa se abisma
En la extensión de sí misma
Sin su corona de estrellas,
Sobre las lomas más bellas.
Donde hay más trébol risueño.
Luce una antorcha sin dueño
Entre una niebla indecisa,
Para que temple la brisa
Las blandas alas del sueño.

Mas, si trocado el desmayo
En tempestad de su seno.
Estalla el cóncavo trueno,
Que es la palabra del rayo,
Hiere el ombú del soslayo
Rojiza sierpe de llamas.
Que calcinando sus ramas.
Serpea, corre y asciende,
Y en la alta copa desprende
Brillante lluvia de escamas

Cuando, en las siestas de estío.
Las brillazones remedan
Vastos oleajes que ruedan
Sobre fantástico río;
Mudo, abismado y sombrío.
Baja un jinete la falda
Tinta de bella esmeralda,
Llega a las márgenes solas...
¡Y hunde su potro en las olas.
Con la guitarra a la espalda!

Si entonces cruza a lo lejos.
Galopando sobre el llano
Solitario, algún paisano,
Viendo al otro en los reflejos
De aquel abismo de espejos,
Siente indecibles quebrantos,
Y, alzando, en vez de sus cantos.
Una oración de ternura,
Al persignarse murmura:
« ¡El alma del viejo Santos!

Yo, que en la tierra he nacido
Donde ese genio ha cantado,
Y el pampero he respirado
Que el payador ha nutrido.
Beso este suelo querido
Que a mis caricias se entrega.
Mientras de orgullo me anega
La convicción de que es mía
¡La patria de Echeverría,
La tierra de Santos Vega!

EL HIMNO DEL PAYADOR

En pos del alba azulada,
Ya por los campos rutila
Del sol la grande, tranquila
Y victoriosa mirada.
Sobre la curva lomada
Que asalta el cardo bravio,
Y allá en el bajo sombrío
Donde el arroyo serpea.
De cada hierba gotea
La viva luz del rocío.

De los opuestos confines
De la Pampa, uno tras otro.
Sobre el indómito potro
Que vuelca y bate las crines.
Abandonando fortines,
Estancias, rancho, mujer,
Vienen mil gauchos a ver
Si en otro pago distante
Hay quien se ponga delante
Cuando se grita: ¡a vencer!

Sobre el inmenso escenario
Vanse formando en dos alas.
Y el sol reluce en las galas
De cada bando contrario;
Puéblase el aire del vario
Rumor que en torno desata
La brillante cabalgata
Que hace sonar, de luz llenas,
Las espuelas nazarenas
Y las virolas de plata.

De entre ellos el más anciano
Divide el campo después.
Señalando de través,
Larga huella por el llano;
Y alzando luego en su mano
Una pelota de cuero
Con dos manijas, certero
La arroja al aire, gritando:
— « ¡Vuela el pato! ... ¡Va buscando
Un valiente verdadero! »

Y cada bando a correr
Suelta el potro vigoroso,
Y aquél sale victorioso.
Que logra asirlo al caer.
Puesto el que supo vencer
En medio, la turba calla,
Y a ambos lados de la valla
De nuevo parten el llano.
Esperando del anciano
La alta señal de batalla.

Dala al fin. Hondo clamor
Ronco truena en el circuito,
Y el caballo salta al grito
De su impávido señor;
Y vencido y vencedor
Del noble triunfo sedientos,
Se atropellan turbulentos
En largas filas cerradas,
Cual dos olas encrespadas
Que azotan contrarios vientos.

Alza en alto la presea
Su feliz conquistador,
Y su bando en derredor
Le defiende y clamorea.
Uno y otro aguijonea
El ágil bruto, y chocando
Entre sí, corren dejando
Por los inciertos caminos.
Polvorosos remolinos
Sobre las pampas rodando.

Vuela el símbolo del juego
Por el campo arrebatado.
De los unos conquistado
De los otros presa luego;
Vense, entre hálitos de fuego.
Varios jinetes rodar,
Otros súbito avanzar
Pisoteando los caídos;
Y en el aire sacudidos,
Rojos ponchos ondear.

Huyen en tanto, azoradas.
De las lagunas vecinas,
Como vivientes neblinas,
Estrepitosas bandadas;
Las grandes plumas cansadas
Tiende el chajá corpulento;
Y con veloz movimiento
Y con silbido de balas,
Bate el carancho las alas
Hiriendo a hachazos el viento.

Con fuerte brazo les quita
Robusto joven la prenda,
Y tendido, a toda rienda:
— « ¡Yo solo me basto! » grita.
En pos de él se precipita,
Y tierra y cielos asorda,
Lanzada a escape la horda
Tras el audaz desafío,
Con la pujanza de un río
Que anchuroso se desborda.

Y allá van todos unidos,
Y él los azuza y provoca,
Golpeándose la boca,
Con salvajes alaridos,
Danle caza, y confundidos.
Todos el cuerpo inclinado
Sobre el arzón del recado,
Temen que el triunfo les roben,
Cuando, volviéndose, el joven
Echa al tropel su tostado...

El sol ya la hermosa frente
Abatía, y silencioso,
Su abanico luminoso
Desplegaba en occidente,
Cuando un grito, de repente,
Llenó el campo y, al clamor.
Cesó la lucha, en honor
De un solo nombre bendito,
Que aquel grito era este grito:
« ¡Santos Vega, el payador! »

Mudos ante él se volvieron,
Y, ya la rienda sujeta,
En derredor del poeta
Un vasto círculo hicieron.
Todos el alma pusieron
En los atentos oídos,
Porque los labios queridos
De Santos Vega cantaban
Y en su guitarra zumbaban
Estos vibrantes sonidos:

« Los que tengan corazón,
Los que el alma libre tengan.
Los valientes, ésos vengan
A escuchar esta canción:
Nuestro dueño es la nación
Que en el mar vence la ola,
Que en los montes reina sola,
Que en los campos nos domina,
Y que en la tierra argentina
Clavó la enseña española.

» Hoy mi guitarra en los llanos.
Cuerda por cuerda, así vibre:
¡Hasta el chimango es más libre
En nuestra tierra, paisanos!
Mujeres, niños y ancianos,
El rancho aquel que primero
Llenó con sólo un ¡te quiero!
La dulce prenda querida,
¡Todo!... ¡el amor y la vida,
Es de un monarca extranjero!

» Ya Buenos Aires, que encierra
Como las nubes el rayo,
El Veinticinco de Mayo
Clamó de súbito: ¡guerra!
¡Hijos del llano y la sierra,
Pueblo argentino! ¿qué haremos?
¿Menos valientes seremos
Que los que libres se aclaman?
¡De Buenos Aires nos llaman,
A Buenos Aires volemos!

» ¡Ah! ¡Si es mi voz impotente
Para arrojar con vosotros,
Nuestra lanza y nuestros potros
Por el vasto continente;
Si jamás independiente
Veo el suelo en que he cantado,
No me entierren en sagrado
Donde una cruz me recuerde,
Entiérrenme en campo verde
Donde me pise el ganado! »

Cuando cesó esta armonía,
Que los conmueve y asombra,
Era ya Vega una sombra
Que allá en la noche se hundía...
¡Patria! a sus almas decía,
El cielo de astros cubierto,
¡Patria! el sonoro concierto
De las lagunas de plata,
¡Patria! la trémula mata
Del panoja! del desierto.

Y a Buenos Aires volaron,
Y el himno audaz repitieron,
Cuando a Belgrano siguieron,
Cuando con Güemes lucharon,
Cuando por fin se lanzaron
Tras el Andes colosal,
Hasta aquel día inmortal
En que un grande americano
Batió al sol ecuatoriano
Nuestra enseña nacional.

LA MUERTE DEL PAYADOR
Bajo el ombú corpulento,
De las tórtolas amado,
Porque su nido han labrado
Allí al amparo del viento;
En el amplísimo asiento
Que la raíz desparrama,
Donde en las siestas la llama
De nuestro sol no se allega.
Dormido está Santos Vega,
Aquel de la larga fama.

En los ramajes vecinos
Ha colgado, silenciosa,
La guitarra melodiosa
De los cantos argentinos.
Al pasar los campesinos
Ante Vega se detienen;
En silencio se convienen
A guardarle allí dormido;
Y hacen señas no hagan ruido
Los que están a los que vienen,

El más viejo se adelanta
Del grupo inmóvil, y llega
A palpar a Santos Vega,
Moviendo apenas la planta.
Lina morocha que encanta
Por su aire suelto y travieso,
Causa eléctrico embeleso
Porque, gentil y bizarra,
Se aproxima a la guitarra
Y en las cuerdas pone un beso.

Turba entonces el sagrado
Silencio que a yega cerca.
Un jinete que se acerca
A la carrera lanzado;
Retumba el desierto hollado
Por el casco volador;
Y aunque el grupo en su estupor,
Contenerlo pretendía.
Llega, salta, lo desvía,
Y sacude al payador.

No bien el rostro sombrío
De aquel hombre mudos vieron.
Horrorizados sintieron
Temblar las carnes de frío.
Miró en tomo con bravio
Y desenvuelto ademán,
Y dijo: — « Entre los que están
No tengo ningún amigo,
Pero, al fin, para testigo
Lo mismo es Pedro que Juan

Alzó Vega la alta frente,
Y le contempló un instante,
Enseñando en el semblante
Cierto hastío indiferente.
— « Por fin, dijo fríamente
El recién llegado, estamos
Juntos los dos, y encontramos
La ocasión, que éstos provocan.
De saber cómo se chocan
Las canciones que cantamos ».

Así diciendo, enseñó
Una guitarra en sus manos,
Y en los raigones cercanos
Preludiando se sentó.
Vega entonces sonrió,
Y al volverse al instrumento,
La morocha hasta su asiento
Ya su guitarra traía,
Con un gesto que decía:
« La he besado hace un momento »

Juan Sin Ropa (se llamaba
Juan Sin Ropa el forastero)
Comenzó por un ligero
Dulce acorde que encantaba.
Y con voz que modulaba
Blandamente los sonidos,
Cantó tristes nunca oídos,
Cantó cielos no escuchados,
Que llevaban, derramados
La embriaguez a los sentidos.

Santos Vega oyó suspenso
Al cantor; y toda inquieta.
Sintió su alma de poeta
Como un aleteo inmenso.
Luego, en un preludio intenso,
Hirió las cuerdas sonoras,
Y cantó de las auroras
Y las tardes pampeanas.
Endechas americanas
Más dulces que aquellas horas.

Al dar Vega fin al canto.
Ya una triste noche oscura
Desplegaba en la llanura
Las tinieblas de su manto.
Juan Sin Ropa se alzó en tanto.
Bajo el árbol se empinó.
Un verde gajo tocó
Y tembló la muchedumbre,
Porque echando roja lumbre.
Aquel gajo se inflamó.

Chispearon sus miradas,
Y torciendo el tallo esbelto,
Fué a sentarse, medio envuelto
Por las rojas llamaradas.
¡Oh, qué voces levantadas
Las que entonces se escucharon!
¡Cuántos ecos despertaron
En la pampa misteriosa,
A esa música grandiosa
Que los vientos se llevaron!

Era aquélla esa canción
Que en el alma sólo vibra.
Modulada en cada fibra
Secreta del corazón;
El orgullo, la ambición,
Los más íntimos anhelos,
Los desmayos y los vuelos
Del espíritu genial,
Que va en pos del ideal,
Como el cóndor a los cielos.

Era el grito poderoso
Del progreso dado al viento;
El solemne llamamiento
Al combate más glorioso.
Era, en medio del reposo
De la Pampa ayer dormida,
La visión ennoblecida
Del trabajo, antes no honrado;
La promesa del arado
Que abre cauces a la vida.

Como en mágico espejismo,
Al compás de ese concierto,
Mil ciudades el desierto
Levantaba de sí mismo.
Y a la par que en el abismo
Una edad se desmorona,
Al conjuro, en la ancha zona
Derramábase la Europa,
Que sin duda Juan sin Ropa
Era la ciencia en persona.

Oyó Vega embebecido
Aquel himno prodigioso,
E, inclinando el rostro hermoso,
Dijo: — « Sé que me has vencido ».
El semblante humedecido
Por nobles gotas de llanto,
Volvió a la joven, su encanto,
Y en los ojos de su amada
Clavó una larga mirada,
Y entonó su postrer canto:

— « Adiós, luz del alma mía.
Adiós, flor de mis llanuras,
Manantial de las dulzuras.
Que mi espíritu bebía;
Adiós, mi única alegría,
Dulce afán de mi existir;
Santos Vega se va a hundir
En lo inmenso de esos llanos...
¡Lo han vencido! ¡Llegó, hermanos,
El momento de morir! »

Aun sus lágrimas cayeron
En la guitarra, copiosas,
Y las cuerdas temblorosas
A cada gota gimieron;
Pero súbito cundieron
Del gajo ardiente las llamas,
Y trocado entre las ramas
En serpiente, Juan Sin Ropa
Arrojó de la alta copa
Brillante lluvia de escamas.

Ni aun cenizas en el suelo
De Santos Vega quedaron,
Y los años dispersaron
Los testigos de aquel duelo;
Pero un viejo y noble abuelo,
Así el cuento terminó:
— « Y si cantando murió
Aquél que vivió cantando,
Fué, decía suspirando,
Porque el diablo lo venció ».