Segundo tomo del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha: Capítulo III
Capítulo III
De cómo el cura y don Quijote se despidieron de aquellos caballeros, y de lo que a él le sucedió con Sancho Panza después de ellos idos
Una hora antes que amaneciese, llegaron a la puerta de don Quijote el cura y los alcaldes a llamar, que venían a despertar al señor don Álvaro, a cuyas voces, don Quijote llamó a Sancho Panza para que les fuese a abrir, el cual despertó con harto dolor de su corazón. Entrados que fueron al aposento de don Álvaro, el cura se asentó junto a su cama y le comenzó a preguntar cómo le había ido con su huésped. A lo cual respondió contándole brevemente lo que con él y con Sancho Panza le había pasado aquella noche; y dijo que, si no fuera el plazo de las justas tan corto, se quedara allí cuatro o seis días a gustar de la buena conversación de su huésped; pero propuso de estarse allí más de espacio a la vuelta.
El cura le contó todo lo que don Quijote era y lo que con él le había acontecido el año pasado, de lo cual quedó muy maravillado; y, mudando plática, fingieron hablaban de otro, porque vieron entrar a don Quijote, con cuyos buenos días y apacible visión se levantó don Álvaro y mandó aprestar los caballos y demás recado para irse. Entretanto, los alcaldes y el cura volvieron a dar de almorzar a sus huéspedes, quedando concertados que todos volverían a casa de don Quijote para partirse desde allí juntos.
Idos ellos y vestido don Álvaro, dijo aparte a don Quijote:
-Señor mío, vuesa merced me la ha de hacer de que unas armas grabadas de Milán, que traigo aquí en un baúl grande, se me guarden con cuidado en su casa hasta la vuelta; que me parece que en Zaragoza no serán menester, pues no faltarán en ella amigos que me provean de otras que sean menos sutiles, pues éstas lo son tanto, que sólo pueden servir para la vista, y es notable el embarazo que me causa el llevarlas.
Hízolas sacar luego allí todas en diciendo esto, y eran peto, espaldar, gola, brazaletes, escarcelas y morrión. Y don Quijote, cuando las vio, se le alegró la pajarilla infinitamente y propuso luego en su entendimiento lo que había de hacer dellas; y así, le dijo:
-Por cierto, mi señor don Álvaro, que esto es lo menos en que yo pienso servir a vuesa merced, pues espero en Dios vendrá tiempo en que vuesa merced se holgará más de verme a su lado que no en el Argamesilla.
Y prosiguió preguntándole, mientras se volvían a poner en el baúl las armas, qué divisa pensaba sacar en las justas, qué libreas, qué letras o qué motes. A todo lo cual, por complacerle, le respondió don Álvaro, no entendiendo que le pasaba por la imaginación el ir a Zaragoza ni hacer lo que hizo, que adelante se dirá.
En esto, entró Sancho muy colorado, sudándole la cara y diciendo:
-Bien puede, mi señor don Tarfe, sentarse a la mesa, que ya está el almuerzo a punto.
A lo cual respondió don Álvaro:
-¿Tenéis buen apetito de almorzar, Sancho amigo?
-Ese -dijo él-, señor mío, gloria tibi, Domine, nunca me falta, y es de manera que (en salud sea mentado y vaya el diablo para ruin) no me acuerdo en todos los días de mi vida haberme levantado harto de la mesa, si no fue ahora un año, que, siendo mi tío Diego Alonso mayordomo del Rosario, me hizo a mí repartidor del pan y queso de la caridad que da la confadría, y entonces allí hube de aflojar dos agujeros el cinto.
-Dios os conserve -dijo don Álvaro- esa disposición, que sólo della y de vuestra buena condición os tengo envidia.
Almorzó don Álvaro y luego llegaron los tres caballeros con su gente y con el cura, porque ya amanecía; y, viéndolos don Álvaro, se puso al momento las espuelas y subió a caballo, tras lo cual sacó don Quijote del establo a Rocinante ensillado y enfrenado para acompañarles, y dijo, teniéndole por el freno, a don Álvaro:
-Ve aquí vuesa merced, señor don Álvaro, uno de los mejores caballos que a duras penas se podrían hallar en todo el mundo: no hay Bucéfalo, Alfana, Seyano, Babieca ni Pegaso que se le iguale.
-Por cierto -dijo don Álvaro, mirándole y sonriéndose-, que ello puede ser como vuesa merced dice, pero no lo muestra en el talle, porque es demasiado de alto y sobrado de largo, fuera de estar muy delgado. Pero debe ser la causa del estar tan flaco el ser de su naturaleza algo astrólogo o filósofo, o la larga esperiencia que tendrá de las cosas del mundo; que no deben haber pasado pocas por él, según los muchos años que descubre tener encubiertos bajo a silla; pero, como quiera que sea, él es digno de alabanza por lo que muestra ser discreto y pacífico.
En esto, salieron todos a caballo, y el cura y don Quijote les acompañaron casi un cuarto de legua del lugar. Iba el cura tratando con don Álvaro de las cosas de don Quijote, el cual se maravillaba en estremo de su estraña locura.
Despidiéronse, forzados de los ruegos de los caballeros, y, vueltos al Argamesilla, el cura se fue a su casa; y, llegando a la suya don Quijote, lo primero que hizo en apeándose fue enviar luego a llamar con su ama a Sancho Panza, con orden de que le dijese trajese consigo, cuando viniese, aquello que le había dicho le traería, que era Florisbián de Candaria, libro no menos necio que impertinente. Vino luego volando Sancho, y, cerrando el aposento por adentro y quedando en él solos él y don Quijote, sacó el libro debajo de las haldas del sayo y diósele, el cual le tomó en las manos con mucha alegría, diciendo:
-Ves aquí, Sancho, uno de los mejores y más verdaderos libros del mundo, donde hay caballeros de tan grande fama y valor, que ¡mal año para el Cid o Bernardo del Carpio que les lleguen al zapato!
Al punto, le puso sobre un escritorio y volvió de nuevo a repetir a Sancho muy por estenso todo lo que la noche pasada le había dicho y no había podido entender por estar tan dormido, concluyendo la plática con decir quería partir para Zaragoza a las justas, y que pensaba olvidar a la ingrata infanta Dulcinea del Toboso y buscar otra dama que mejor correspondiese a sus servicios; y que de allí pensaba después ir a la corte del rey de España para darse a conocer por sus fazañas.
-Y trabaré amistad -añadía el buen don Quijote- con los grandes, duques, marqueses y condes que al servicio de su real persona asisten, do veré si alguna de aquellas fermosas damas que están con la reina, enamorada de mi tallazo, en competencia de otras, muestra algunas señales de verdadero amor, ya con aparencias exteriores de la persona y vestido, ya con papeles o recados enviados al cuarto que, sin duda, el rey me dará en su real palacio, para que desta manera, siendo envidiado de muchos caballeros de los del tusón, procuren todos por varios caminos descomponerme con el rey; a los cuales, en sabiéndolo, desafío y reto, matando la mayor parte dellos; con que, vista mi gran valentía por el rey nuestro señor, es fuerza que Su Majestad Católica me alabe por uno de los mejores caballeros de Europa.
Todo esto decía él con tanto brío, levantando las cejas, con voz sonora y puesta la mano sobre la guarnición de la espada, que no se había aún quitado desde que había salido a acompañar a don Álvaro, que parecía que ya pasaba por él todo lo que iba diciendo.
-Quiero, pues, Sancho mío -proseguía luego-, que veas ahora unas armas que el sabio Alquife, mi grande amigo, esta noche me ha traído, estando yo trazando la dicha ida de Zaragoza, porque quiere que con ellas entre en las aplazadas justas y lleve el mejor precio que dieren los jueces, con inaudita fama y gloria de mi nombre y de los andantes caballeros antepasados, a quien imito y aun excedo.
Y, abriendo una arca grande, adonde las había metido, las sacó. Cuando Sancho vio las armas nuevas y tan buenas, llenas de trofeos y grabaduras milanesas, acicaladas y limpias, pensó sin duda que eran de plata, y dijo, pasmado:
-Por vida del fundador de la torre de Babilonia que si ellas fueran mías, que las había de hacer todas de reales de a ocho, destos que corren ahora, más redondos que hostias, porque solamente la plata, fuera de las imágines que tienen, vale, al menorete, a quererlas echar en la calle, más de noventa mil millones. ¡Oh, hideputa, traidoras, y cómo relucen!
Y, tomando el morrión en las manos, dijo:
-Pues el sombrero de plata, ¡es bobo! ¡Por las barbas de Pilatos, que si tuviera cuatro dedos más de falda, se le podría poner el mesmo rey; y aun juro que el día de la procesión del Rosario se le habemos de poner en la cabeza al señor cura, pues saldrá con él y con la capa de brocado por esas calles hecho un reloj. Mas dígame, señor: estas armas, ¿quién las hizo? ¿Hízolas ese sabio Esquife o naciéronse así del vientre de su madre?
-¡Oh gran necio! -dijo don Quijote-. Éstas se hicieron y forjaron junto al río Leteo, media legua de la barca de Acaronte, por las manos de Vulcano, herrero del infierno.
-¡Oh pestilencia en el herrero! -dijo Sancho-. ¡El diablo podía ir a su fragua a sacar la punta de la reja del arado! Yo apostaré que, como no me conoce, me echase una grande escudilla de aquella pez y trementina que tiene ardiendo sobre estas virginales barbas, tal que fuera harto peor de quitar y aun de sanar que la basura que me echó en ellas Aldonza Lorenzo los otros días.
Tomó en esto las armas don Quijote, diciendo:
-Quiero, amigo Sancho, que veas cómo me están; ayúdamelas a poner.
Y, diciendo y haciendo, se puso la gola, peto y espaldar; y dijo Sancho:
-Pardiez, que aquestas planchas parecen un capote, y si no fueran tan pesadas, eran lindísimas para segar, y más con estos guantes.
Lo cual dijo tomando las manoplas en la mano. Armóse don Quijote de todas piezas, y luego habló con voz entonada a Sancho desta manera:
-¿Qué te parece, Sancho? ¿Estánme bien? ¿No te admiras de mi gallardía y brava postura?
Esto decía paseándose por el aposento, haciendo piernas y continentes, pisando de carcaño y levantando más la voz y haciéndola más gruesa, grave y reposada; tras lo cual le vino luego, súbitamente, un accidente tal en la fantasía, que, metiendo con mucha presteza mano a la espada, se fue acercando con notable cólera a Sancho, diciendo:
-¡Espera, dragón maldito, sierpe de Libia, basilisco infernal! ¡Verás, por esperiencia, el valor de don Quijote, segundo san Jorge en fortaleza! ¡Verás, digo, si de un golpe solo puedo partir, no solamente a ti, sino a los diez más fieros gigantes que la nación gigantea jamás produjo!
Sancho, que le vio venir para sí tan desaforado, comenzó a correr por el aposento, y, metiéndose detrás de la cama, andaba al derredor della, huyendo de la furia de su amo, el cual decía, dando muchas cuchilladas a tuertas y derechas por el aposento, cortando muchas veces las cortinas, mantas y almohadas de la cama:
-¡Espera, jayán soberbio, que ya ha llegado la hora en que quiere la Majestad divina que pagues las malas obras que has hecho en el mundo!
Andaba, en esto, tras el pobre de Sancho al derredor de la cama, diciéndole mil palabras injuriosas y, juntamente con cada una, arrojándole una estocada o cuchillada larga, que si la cama no fuera tan ancha como era, lo pasara el pobre de Sancho harto mal; el cual le dijo:
-Señor don Quijote, por todas cuantas llagas tuvieron Job, el señor san Lázaro, el señor san Francisco y, lo que más es, Nuestro Señor Jesucristo, y por aquellas benditas saetas que sus padres tiraron al señor san Sebastián, que tenga compasión, piedad, lástima y misericordia de mi ánima pecadora.
Embravecíase más con esto don Quijote, diciendo:
-¡Oh soberbio! ¿Agora piensas con tus blandas palabras y ruegos aplacar la justa ira que contigo tengo? ¡Vuelve, vuelve las princesas y caballeros que, contra ley y razón, en este tu castillo tienes! ¡Vuelve los grandes tesoros que tienes usurpados, las doncellas que tienes encantadas y la maga encantadora, causadora de todos estos males!
-Señor, ¡pecador de mí! -decía Sancho Panza-, que yo no soy princesa ni caballero, ni esa señora maga que dice, sino el negro de Sancho Panza, su vecino y antiguo escudero, marido de la buena Mari Gutiérrez, que ya vuesa merced tiene media viuda. ¡Desventurada de la madre que me parió y de quien me metió aquí!
-Sácame aquí luego -añadía con más cólera don Quijote-, sana y salva y sin lisión ni detrimento alguno, la emperatriz que digo; que después quedará tu vil y superba persona a mi merced, dándoteme primero por vencido.
-Sí haré con todos los diablos -dijo Sancho-; ábrame la puerta y meta la espada en la vaina primero, que yo le traeré luego no solamente todas las princesas que hay en el mundo, sino al mesmo Anás y Caifás, cada y cuando su merced los quiera.
Envainó don Quijote con mucha pausa y gravedad, quedando molido y sudado de dar cuchilladas en la pobre cama, cuyas mantas y almohadas dejó hechas una criba; y lo mesmo hiciera del pobre Sancho si pudiera alcanzarle. El cual salió de detrás de la cama descolorido, ronco y lleno de lágrimas de miedo, y, hincándose de rodillas delante de don Quijote, le dijo:
-Yo me doy por vencido, señor caballero andante; su merced mande perdonarme, que yo seré bueno todo lo restante de mi vida.
Don Quijote le respondió con un verso latino que él sabía y repetía muchas veces, diciendo:
-Parcere postratis docuit nobis ira leonis.
Y tras él, le dijo:
-Soberbio jayán, aunque tu arrogancia no merecía clemencia alguna, a imitación de aquellos caballeros y príncipes antiguos, a quien imito y pienso imitar, te perdono, con presupuesto que del todo dejes las malas obras pasadas y seas de aquí adelante amparo de pobres y menesterosos, deshaciendo los tuertos y agravios que en el mundo con tanta sinrazón se hacen.
-Yo lo juro y prometo -dijo Sancho- de her todo eso que me dice, pero, digáme, en lo de deshacer esos tuertos, ¿ha de entrar también el licenciado Pedro García, beneficiado del Toboso, que es tuerto de un ojo? Porque no me quisiera meter en cosas de Nuestra Santa Madre la Iglesia.
Levantó entonces don Quijote a Sancho, diciendo:
-¿Qué te parece, amigo Sancho? Quien hace esto en un aposento, cerrado con un hombre solo como tú, mejor lo hiciera en una campaña con un ejército de hombres, por bravos que fuesen.
-Lo que me parece -dijo Sancho-, que si estas esperiencias quiere her muchas veces conmigo, que me echaré con la carga.
Don Quijote le respondió:
-¿No ves, Sancho, que todo era fingido, no más de por darte a entender mi grande esfuerzo en el combatir, destreza en el derribar y maña en el acometer?
-¡Mal haya el puto de mi linaje! -replicó Sancho-. Pues ¿por qué me arrojaba aquellas descomunales cuchilladas? Que, si no fuera porque cuando tiró una me encomendé al glorioso san Antón, me llevara medias narices, pues el aire de la espada me pasó zorriando por las orejas. Esos ensayamientos quisiera yo que vuesa merced hubiera hecho cuando aquellos pastores de marras, de aquellos dos ejércitos de ovejas, le tiraron con las hondas aquellas lágrimas de Moisén con que le derribaron la mitad de las muelas, y no conmigo. Pero, por ser la primera vez, pase, y mire lo que hace de aquí adelante, y perdone, que me voy a comer.
-Eso no, Sancho -dijo don Quijote-. Desármame y quédate a comer conmigo, para que después de comer tratemos de nuestra partida.
Aceptó fácilmente el convite Sancho, y después de comer le mandó que de casa de un zapatero le trujese dos o tres badanas grandes para hacer una fina adarga; la cual él hizo con ciertos papelones y engrudo, tan grande como una rueda de hilar cáñamo. Vendió también dos tierras y una harto buena viña, y lo hizo todo dineros para la jornada que pensaba hacer. Hizo también un buen lanzón con un hierro ancho como la mano, y compró un jumento a Sancho Panza, en el cual llevaba una maleta pequeña con algunas camisas suyas y de Sancho, y el dinero, que sería más de trecientos ducados; de suerte que Sancho con su jumento y don Quijote con Rocinante, según dice la nueva y fiel historia, hicieron su tercera y más famosa salida del Argamesilla por el fin de agosto del año que Dios sabe, sin que el cura ni el barbero ni otra persona alguna los echase en menos hasta el día siguiente de su salida.