Segundo tomo del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha: Capítulo IV
Capítulo IV
Cómo don Quijote de la Mancha y Sancho Panza, su escudero, salieron tercera vez del Argamesilla, de noche, y de lo que en el camino desta tercera y famosa salida le sucedió
Tres horas antes que el rojo Apolo esparciese sus rayos sobre la tierra, salieron de su lugar el buen hidalgo don Quijote y Sancho Panza: el uno, sobre su caballo Rocinante, armado de todas piezas y el murrión puesto en la cabeza con gentil talante y postura; y Sancho, con su jumento enalbardado, con unas muy buenas alforjas encima y una maleta pequeña, en que llevaban la ropa blanca. Salidos del lugar, dijo don Quijote a Sancho:
-Ya ves, Sancho mío, cómo en nuestra salida todo se nos muestra favorable, pues, como ves, la luna resplandece y está clara; no hemos topado en lo que hasta aquí habemos andado cosa de que podamos tomar mal agüero, tras que nadie nos ha sentido al salir. En fin, hasta ahora todo nos viene a pedir de boca.
-Es verdad -dijo Sancho-, pero temo que, en echándonos menos en el lugar, han de salir en nuestra busca el cura y el barbero con otra gente, y, topándonos, a pesar nuestro nos han de volver a nuestras casas, agarrados por los cabezones o metidos en una jaula, como el año pasado; y si tal fuese, pardiez que sería peor la caída que la recaída.
-¡Oh barbero cobarde! -dijo don Quijote-. Juro, por el orden de caballería que recebí, que sólo por eso que has dicho, y por que entiendas que no puede caber temor alguno en mi corazón, estoy por volver al lugar y desafiar a singular batalla, no solamente al cura, sino a cuantos curas, vicarios, sacristanes, canónigos, arcedianos, deanes, chantres, racioneros y beneficiados tiene toda la Iglesia Romana, Griega y Latina; y a todos cuantos barberos, médicos, cirujanos y albéiteres militan debajo de la bandera de Esculapio, Galeno, Hipócrates y Avicena. ¿Es posible, Sancho, que en tan poca opinión estoy acerca de ti, y que nunca has echado de ver el valor de mi persona, las invencibles fuerzas de mi brazo, la inaudita ligereza de mis pies y el vigor intríseco de mi ánimo? Osaríate apostar (y esto es sin duda) que si me abriesen por medio y sacasen el corazón, que le hallarían como aquel de Alejandro Magno, de quien se dice que le tenía lleno de vello, señal evidentísima de su gran virtud y fortaleza. Por tanto, Sancho, de aquí adelante no pienses asombrarme, aunque me pongas delante más tigres que produce la Hircania y más leones que sustenta la África, más sierpes que habitan la Libia y más ejércitos que tuvo César, Anibal o Jerjes; y quedemos en esto por ahora, que la verdad de todo verás en aquellas famosas justas de Zaragoza donde ahora vamos. Allí verás, por vista de ojos, lo que te digo. Pero es menester, Sancho, para esto, en esta adarga que llevo (mejor que aquella de Fez que pedía el bravo moro granadino cuando a voces mandaba que le ensillasen el potro rucio del alcalde de los Vélez) poner alguna letra o divisa que denote la pasión que lleva en el corazón el caballero que la trae en su brazo; y así, quiero que, en el primer lugar que llegáremos, un pintor me pinte en ella dos hermosísimas doncellas que estén enamoradas de mi brío y el dios Cupido encima, que me esté asestando una flecha, la cual yo reciba en el adarga, riendo dél y teniéndolas en poco a ellas, con una letra que diga al derredor de la adarga
EL CABALLERO DESAMORADO,
poniendo encima esta curiosa, aunque ajena, de suerte que esté entre mí y entre Cupido y las damas:
SUS FLECHAS SACA CUPIDO
DE LAS VENAS DEL PIRÚ,
A LOS HOMBRES DANDO EL CU
Y A LAS DAMAS DANDO EL PIDO.
-¿Y qué habemos de her -dijo Sancho- nosotros con esa Cu? ¿Es alguna joya de las que habemos de traer de las justas?
-No -replicó don Quijote- que aquel Cu es un plumaje de dos relevadas plumas, que suelen ponerse algunos sobre la cabeza, a veces de oro, a veces de plata y a veces de la madera que hace diáfano encerado a las linternas, llegando unos con dichas plumas hasta el signo Aries, otros al de Capricornio y otros se fortifican en el castillo de San Cervantes.
-Pardiez -dijo Sancho-, que, ya que yo me hubiese de poner esas plumas, me las había de poner de oro o de plata.
-No te convienen a ti -dijo don Quijote- esos dijes, que tienes la mujer buena cristiana y fea.
-No importa eso -dijo Sancho-; que de noche todos los gatos son pardos y, a falta de colcha, no es mala manta.
-Dejemos eso -replicó don Quijote-, porque delante de nosotros tenemos ya uno de los mejores castillos que a duras penas se podrán hallar en todos los países altos y bajos y estados de Milán y Lombardía.
Esto dijo por una venta que un cuarto de legua lejos se divisaba. Respondió Sancho:
-En buena fe que me huelgo, porque aquello que vuesa merced llama castillo es una venta, para la cual, pues ya el sol se va poniendo, será bueno que enderecemos el camino para pasar en ella la noche muy a nuestro placer; que mañana prosiguiremos nuestro viaje.
Porfiaba don Quijote en que era castillo, y Sancho en que era venta. Acertaron en esto a pasar dos caminantes a pie, los cuales, maravillados de ver la figura de don Quijote, armado de todas piezas y con morrión, haciendo el calor que hacía, que no era poco, se detuvieron mirándole; a los cuales se llegó don Quijote diciendo:
-Valerosos caballeros, a quien algún soberbio jayán, contra todo orden de caballería, haciendo batalla con vosotros, ha quitado los caballos y alguna fermosa doncella que en vuestra compañía traíades, hija de algún príncipe o señor destos reinos, la cual había de ser casada con un hijo de un conde, que, aunque mozo, es valeroso caballero por su persona, fablad y decidme punto por punto vuestra cuita; que aquí está en vuestra presencia el Caballero Desamorado, si nunca le oístes nombrar (que sí habréis, pues tan conocido es por sus fazañas), el cual os juro por las ingratitudes de la infanta Dulcinea del Toboso, causa total de mi desamor, de vos facer tan bien vengados y tan a vuestro sabor, que digáis que en buen día la fortuna os ha ofrecido en este camino quien vos desfaga el tuerto que se os ha fecho.
Los dos caminantes no supieron qué les responder, sino, mirándose el uno al otro, le dijeron:
-Señor caballero, nosotros con ningún soberbio jayán hemos peleado, ni tenemos caballos ni doncellas que se nos hayan quitado; pero si su merced habla de una batalla que habemos tenido allí debajo de aquellos árboles con cierto número de gente que nos daba harto fastidio en el cuello del jubón y pliegues de los calzones, ya hemos habido cumplida vitoria de semejante gente; y si no es que alguno se nos haya escapado por entre los bosques de los remiendos, todos los más han sido muertos por el conde de Uñate.
Antes que respondiese don Quijote, salió Sancho diciendo:
-Dígannos, señores caminantes: aquella casa que allí se ve, ¿es venta o castillo?
Replicó don Quijote:
-Majadero insensato, ¿no ves desde aquí los altos chapiteles, la famosa puente levadiza y los dos muy fieros grifos que defienden su entrada a aquellos que, contra la voluntad del castellano, pretenden entrar dentro?
Los caminantes dijeron:
-Si vuesa merced es servido, señor caballero armado, aquélla es la venta que llaman del Ahorcado desde que junto a ella ahorcaron, ahora un año, al ventero, porque mató a un huésped y le robó lo que tenía.
-Ahora, pues, andad en hora mala -dijo don Quijote-; que ello será lo que yo digo, a pesar de todo el mundo.
Los caminantes se fueron muy maravillados de la locura del caballero; y don Quijote, ya que llegaban a tiro de arcabuz de la venta, dijo a Sancho:
-Conviene mucho, Sancho, para que en todo cumplamos con el orden de caballería y vamos por el camino que la verdadera milicia enseña, que tú vayas delante y te llegues a aquel castillo como si fueses verdadera espía, y adviertas en él con mucho cuidado la anchura, altura y profundidad del foso, la disposición de las puertas y puentes levadizas, los torreones, prataformas, estradas encubiertas, diques, contradiques, trincheas, rastrillos, garitas, plazas y cuerpos de guardia que hay en el artillería que tienen los de dentro; qué bastimentos y para cuántos años; qué municiones; si tienen agua en las cisternas; y, finalmente, cuántos y qué tales son los que tan gran fortaleza defienden.
-¡Cuerpo de quien me parió! -dijo Sancho-. Esto es lo que me agota la paciencia en estas aventuras o desventuras que andamos buscando por nuestros pecados. Tenemos la venta aquí al ojo, donde podemos entrar sin embarazo ninguno y cenar con nuestros dineros muy a nuestro placer, sin tener batalla ni pendencia con nadie, y quiere vuesa merced que yo vaya a reconocer puentes y fosos y estrañas cubiertas, o como diablos llama esa letanía que ha nombrado, a donde salga el ventero, viéndome andar alrededor de la casa midiendo las paredes, con algún garrote y me muela las costillas, pensando que le voy a hurtar por los trascorrales las gallinas o otra cosa. Vamos, por vida suya, que yo salgo por fiador a todo aquello que nos puede suceder, si no es que nosotros mismos nos tomemos las pendencias con las manos.
-Bien parece, Sancho -dijo don Quijote-, que no sabes lo que a la buena espía toca de hacer. Pues, porque lo sepas, entiende que lo primero ha de ser fiel; que si es espía doble, dando aviso a una parte y a otra de lo que pasa, es muy perjudicial al ejército y digno de cualquier castigo. Lo segundo, ha de ser diligente, avisando con presteza de todo lo que ha oído y visto en los contrarios, pues por venir tarde el aviso, se suele a veces perder todo un campo. Lo tercero, ha de ser secreta, de tal manera que a persona nacida, aunque sea grande amigo o camarada, no ha de decir el secreto que trae en su pecho, si no es al proprio general en persona. Por tanto, Sancho, ve al momento y haz lo que te digo sin réplica alguna; que bien sabes y has leído que una de las cosas por donde los españoles son la nación más temida y estimada en el mundo, fuera de su valor y fortaleza, es por la prompta obediencia que tienen a sus superiores en la milicia: ésta los hace victoriosos casi en todas as ocasiones; ésta desmaya al enemigo; ésta da ánimo a los cobardes y temerosos; y, finalmente, por ésta los reyes de España han alcanzado el venir a ser señores de todo el orbe; porque, siendo obedientes los inferiores a los superiores, con buen orden y concierto, se hacen firmes y estables y dificultosamente son rompidos y desbaratados, como vemos lo son con facilidad muchas naciones por faltarles esta obediencia, que es la llave de todo suceso próspero en la guerra y en la paz.
-Ahora bien -dijo Sancho-, no quiero más replicar, pues nunca acabaríamos. Vuesa merced se venga tras mí poco a poco, que yo voy con mi jumento a her lo que me manda; y si no hay nada de lo que vuesa merced me dice, podremos quedar allí, porque a fe que me zorrían ya las tripas de pura hambre.
-Dios te dé ventura en lides -dijo don Quijote-, para que, en esta empresa que ahora vas, salgas con mucha honra y alcances por los maeses de campo o generales de algún ejército alguna ventaja honrosa para todos los días de tu vida, y mi bendición y la de Dios te alcance; y mira que no te olvides de lo que te he dicho debe hacer la buena espía.
Comenzó Sancho a arrear su asno de tal manera, que llegó brevemente a la venta; y, como vio que no había fosos, puentes ni chapiteles, como su amo decía, rióse mucho entre sí, diciendo:
-Sin duda que todos los torreones y fosos que mi amo decía que había en esta venta los debe él tener metidos en la cabeza, porque yo no veo aquí sino sólo una casa con un corralazo, y es sin duda venta, como yo dije.
Acercóse a la puerta della y preguntó al ventero si había posada. Díjole que sí; con que bajó luego de su asno y dio al ventero la maleta para que le diese cuenta della cuando se la pidiese, tras lo cual le preguntó si había qué cenar. Y, respondiéndole el ventero que había una muy buena olla de vaca, carnero y tocino, con muy lindas berzas y un conejo asado, dio dos saltos de contento en oír nombrar aquella devota olla el buen Sancho. Pidió al punto cebada y paja para su jumento, y llevóle con esta provisión a la caballeriza; y, mientras estaba ocupado en ella en dársela, llegó don Quijote cerca de la venta sobre su rocín, con la figura ya dicha. El ventero y otros cuatro o cinco que estaban con él a la puerta se maravillaron infinito de ver semejante estantigua y esperaron a ver lo que haría o diría. Llegó él, sin hablar palabra, a dos picas de la puerta, y mirando de medio lado y con grave continente a la gente que en ella estaba, pasó sin hablar palabra y dio una vuelta alrededor de toda la venta, mirándola por arriba y por abajo, y a veces midiendo con el lanzón la tierra desde la pared por defuera; y, habiendo dado la vuelta, se puso otra vez delante la puerta y, con una voz arrogante, puesto de pies sobre los estribos, comenzó a decir:
-Castellano desta fortaleza, y vosotros, caballeros que, para defenderla con todos los soldados que dentro están, atalayáis, puestos en perpetua centinela días y noches, invierno y verano, con intolerables fríos y fastidiosos calores, los enemigos que os vienen a dar asaltos y hacer salir en campaña a probar ventura, dadme luego aquí, sin réplica alguna, un escudero mío que, como falsos y alevosos, contra todo orden de caballería habéis prendido, sin hacer batalla primero con él; que yo sé por esperiencia que él es tal por su persona, que, a hacerlo, no tenía para empezar en diez de vosotros. Y, pues estoy certificado de que le prendistes como alevosos con la fuerza del encantamiento de la vieja maga que dentro tenéis o por traición, demasiado de comedimiento os hago en pedíroslo con el término que os le pido. Volvédmele, digo otra vez, al punto, sí queréis quedar con las vidas y escusar de que no os pase a todos con los filos de mi espada y deshaga este castillo sin dejar en él piedra sobre piedra. ¡Ea!, entregádmelo luego -decía, levantando la voz con más cólera- aquí sano, salvo y sin lesión alguna, juntamente con todos los caballeros, doncellas y escuderos que en vuestras escuras mazmorras con crueldad inhumana tenéis presos. Y si no, salid todos juntos, no desarmados, como ahora os veo, sino con vuestros preciados caballos, puestas vuestras corazas fuertes y vuestras blandeadoras lanzas de recio fresno, que a todos os espero aquí.
Y, con esto, tiraba a cada paso a Rocinante de las riendas hacia atrás, porque se fatigaba mucho por entrar en la venta, que también tenía picado el molino, como Sancho Panza. El ventero y los demás, maravillados de las razones de don Quijote, y viendo que, la lanza baja, les desafiaba a batalla, llamándoles gallinas y cobardes, haciendo piernas en su caballo, llegáronse a él y díjole el ventero:
-Señor caballero, aquí no hay castillo ni fortaleza, y si alguna hay, es la del vino, que es tan bravo y fuerte, que basta no solamente para derribar, sino para hacer decir mucho más de lo que vuesa merced nos ha dicho; y así, decimos y respondemos todos en mí y yo por todos, que aquí no ha venido escudero alguno de vuesa merced. Si quiere posada, entre, que le daremos buena cena y mejor cama, y aun, si fuere menester, no faltará una moza gallega que le quite los zapatos; que, aunque tiene las tetas grandes, es ya cerrada de años; y, como vuesa merced no cierre la bolsa, no haya miedo que ella cierre los brazos ni deje de recebirle en ellos.
-Por el orden de caballería que profeso -replicó don Quijote-, que si, como digo, no me dais el escudero y aquesa princesa gallega que decís, que habéis de morir la más abatida muerte que venteros andantes hayan muerto en el mundo.
Al ruido salió Sancho, diciendo:
-Señor don Quijote, bien puede entrar, que al punto que yo llegué se dieron todos por vencidos. Baje, baje, que todos son amigos y habemos echado pelillos a la mar, y nos están aguardando con una muy gentil olla de vaca, tocino, carnero, nabos y berzas, que está diciendo: «¡Cómeme, cómeme!».
Como don Quijote vio a Sancho tan alegre, le dijo:
-Dime, por Dios, Sancho amigo, si esta gente te ha hecho algún tuerto o desaguisado, que aquí estoy, como ves, a punto de pelear.
-Señor -dijo Sancho-, ninguno desta casa me ha hecho tuerto, que, como vuesa merced ve, los dos ojos me tengo sanos y buenos que saqué del vientre de mi madre; ni tampoco me han hecho desaguisado, antes tienen guisada una olla y un conejo tal, que el mismo Juan de Espera en Dios la puede comer.
-Pues toma, Sancho -dijo don Quijote-, esta adarga, y tenme del estribo mientras me apeo; que me parece ésta gente de buena condición, aunque pagana.
-¡Y cómo si es pagana! -respondió Sancho-, pues en pagando tres reales medio, seremos señores disolutos de aquella grasísima olla.
Bajó en esto del caballo, y Sancho le llevó a la caballeriza con su jumento. El ventero dijo a don Quijote que se desarmase, que en parte segura estaba, donde, pagando la cena y cama, no habría pendencia alguna; pero él no lo quiso hacer, diciendo que entre gente pagana no era menester fiarse de todos. Llegó en esto Sancho, y pudo acabar con él, a puros ruegos, se quitase el morrión; tras lo cual le puso delante una mesa pequeña con sus manteles, y dijo al ventero que trujese luego la olla y el conejo asado, lo cual fue traído en un punto; de todo lo cual cenó harto poco don Quijote, pues lo más de la cena se le fue en hacer discursos y visajes. Pero Sancho sacó de vergüenza a su amo a dos carrillos se comió todo lo que quedaba de la olla y conejo, con la ayuda de un gentil azumbre de lo de Yepes, de suerte que se puso hecho una trompa.
Alzada la mesa, llevó el ventero a don Quijote y a Sancho a un razonable aposento para acostarse; y después que Sancho le hubo desarmado, se fue a echar el segundo pienso a Rocinante y a su jumento y a llevarles a la agua. Mientras, pues, que Sancho andaba en estos bestiales ejercicios, llegó una moza gallega, que por ser muy cortés era fácil en el prometer y mucho más en el cumplir, y dijo a don Quijote:
-Buenas noches tenga vuesa merced, señor caballero, ¿manda algo en su servicio?, que, aunque negras, no tiznamos. ¿Gusta vuesa merced le quite las botas, o le limpie los zapatos, o que me quede aquí esta noche, por si algo se le ofreciere? Que, por el siglo de mi madre, que me parece haberle visto aquí otra vez, y, aunque en su cara y figura me parece a otro que yo quise harto...; pero agua pasada no muele molino. Dejóme, y dejéle, libre como el cuchillo; no soy yo mujer de todos, como otras disolutas. Doncella, pero recogida; mujer de bien y criada de un ventero honrado; y engañóme un traidor de un capitán, que me sacó de mi casa dándome palabra de casamiento; fuese a Italia y dejóme perdida, como vuesa merced vee; llevóme todas mis ropas y joyas que de casa de mi padre había sacado.
Comenzó la moza a llorar tras esto y decir:
-¡Ay de mí, ay de mí, huérfana y sola y sin remedio alguno sino del cielo! ¡Ay de mí, y si Dios deparase quien a aquel bellaco diese de puñaladas, vengándome de tantos agravios como me ha hecho!
Don Quijote, que oyó llorar aquella moza, como era compasivo de suyo, le dijo:
-Cierto, fermosa doncella, que vuestras dolorosas cuitas de tal manera han ferido mi corazón que, con ser para las lides de acero, vos me le habedes tornado de cera; y así, por el orden de caballería, os juro y prometo como verdadero caballero andante, cuyo oficio es desfacer semejantes tuertos, de no comer pan en manteles, nin con la reina folgare, nin peinarme barba o cabello, nin cortarme las uñas de los pies ni de las manos, y aun de non entrar en poblado, pasadas las justas donde agora voy a Zaragoza, fasta faceros bien vengada de aquese desleal caballero o capitán tan a vuestro sabor, que digáis que Dios vos ha topado con un verdadero desfacedor de agravios. Dadme, doncella mía, esa mano, que yo vos la doy de caballero de cumplir cuanto digo. Y mañana en ese día subid sobre vuestro preciado palafrén, puesto vuestro velo delante de vuestros ojos, sola o con vuestro enano, que yo vos seguiré; y aun podría ser, en las justas reales donde agora voy a defender con los filos de mi espada contra todo el mundo vuestra fermosura, y después faceros reina de algún estraño reino o isla, adonde seáis casada con algún príncipe poderoso. Por tanto, idos agora a acostar, y reposad en vuestro blando lecho, y fiad de mi palabra, que no puede faltar.
La disoluta mozuela, que se vio despedir de aquella manera, contra la esperanza que ella tenía de dormir con don Quijote, y que le daría tres o cuatro reales, se puso muy triste con tan resoluta respuesta tras tan prolija arenga, y así le dijo:
-Yo, por agora, señor, no puedo salir de mi casa por cierto inconveniente. Lo que a vuesa merced suplico, si alguna me piensa hacer, es se sirva de prestarme hasta mañana dos reales, que los he mucho menester, porque fregando ayer quebré dos platos de Talavera, y, si no los pago, me dará mi amo dos docenas de palos muy bien dados.
-Quien a vos os tocare -dijo don Quijote-, me tocará a mí en las niñas de los ojos, y yo solo seré bastante para desafiar a singular batalla, no solamente a ese vuestro amo que decís, sino a cuantos amos hoy gobiernan castillos y fortalezas. Andad y acostadvos sin temor, que aquí está mi brazo, que faltarvos non puede.
-Así lo tengo yo creído -dijo la moza-, y mire si me hace merced desos dos reales agora, que aquí estoy para lo que vuesa merced mandare.
Don Quijote no entendía la música de la gallega, y así le dijo:
-Señora infanta, no digo yo los dos reales que me pedís, sino docientos ducados os quiero dar luego a la hora.
La moza, que sabía que quien mucho abraza poco aprieta, y que más vale pájaro en mano que buitre volando, se llegó a él para abrazarle, por ver si por allí le podía sacar los dos reales que le había pedido; pero don Quijote se levantó, diciendo:
-Muy pocos caballeros andantes he visto ni leído que, puestos en semejantes trances cual este en que yo me veo, hayan caído en deshonestidad alguna; y así, ni yo tampoco, imitándoles a éstos, pienso caer en ella.
Comenzó tras esto a llamar a Sancho, diciendo:
-Sancho, Sancho, sube y tráeme esa maleta.
Subió Sancho (que había estado hasta entonces ocupado en una grande plática con el ventero y los huéspedes, alabándole la singular fortaleza de su señor, echando de la gloriosa, como estaba tan relleno con la olla podrida que había cenado), subiendo juntamente la maleta, y díjole don Quijote:
-Sancho, abre esa maleta y dale a esta señora infanta a buena cuenta docientos ducados desos que ahí traemos; que, en haciéndola vengada de cierto agravio que contra su voluntad le han fecho, ella te dará no solamente eso, pero muchas y muy ricas joyas que un descortés caballero, a pesar suyo, la ha robado.
Sancho, que oyó el mandato, le respondió colérico:
-¿Cómo docientos ducados? Por los huesos de mis padres, y aun de mis agüelos, los puedo yo dar como dar agora una testarada en el cielo. ¡Mírese la muy zurrada hija de otra! ¿No es ella la que denantes me dijo en la caballeriza que si quería dormir con ella, que, como le diese ocho cuartos, estaba allí para herme toda merced? Pues a fe que si la agarro por los cabellos, que ha de saltar de un brinco las escaleras.
Como la pobre gallega vio tan enojado a Sancho, le dijo:
-Hermano, vuestro señor ha mandado que me deis dos reales; que ni pido ni quiero los docientos ducados, que bien veo que este señor lo dice por hacer burla de mí.
Estaba en esto don Quijote maravillado de ver lo que Sancho decía, y así le dijo:
-Haz, Sancho, luego lo que te digo. Dale luego los docientos ducados, y si más te pidiere, dale más, que mañana iremos con ella hasta su tierra, donde seremos cumplidamente pagados.
-Ahora sus -dijo Sancho-, baje acá abajo, señora. ¡Así señora seáis de mala perra que os parió!
Y, agarrando de la maleta, bajó la moza delante dél, y diole cuatro cuartos, diciendo:
-Por las armas del gigante Golías, que si decís a mi amo que no os he dado los docientos ducados, que os tengo de hacer más tajadas que hay puntos en la albarda de mi asno.
-Señor -dijo la gallega-, deme esos cuatro cuartos, que con ellos quedo contentísima.
Sancho se los dio, diciendo:
-Y aun pagada queda la muy zurrada de lo que no ha trabajado.
Y el ventero, en esto, llamó a Sancho para que se acostase en una cama que de dos jalmas le había hecho, y Sancho lo hizo echando su maleta por cabecera, con que durmió aquella noche muy de repapo.