Segundo tomo del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha: Capítulo VIII

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Segundo tomo del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha de Alonso Fernández de Avellaneda
El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
Tomo II, Parte V
Capítulo VIII

Capítulo VIII

De cómo el buen hidalgo don Quijote llegó a la ciudad de Zaragoza, y de la estraña aventura que a la entrada della les sucedió con un hombre que llevaban azotando


Tan buena maña se dieron a caminar el buen don Quijote y Sancho, que a otro día, a las once, se hallaron una milla de Zaragoza. Toparon por el camino mucha gente, de pie y de a caballo, la cual venía de las justas que en ella se habían hecho; que, como don Quijote se detuvo en Ateca ocho días curándose de sus palos, se hicieron sin que él las honrase con su presencia, como deseaba; de lo cual informado en el camino de los pasajeros, estaba como desesperado. Y así, iba maldiciendo su fortuna por ello y echaba la culpa al sabio encantador, su contrario, diciendo que él había hecho por donde las justas se hubiesen hecho con tanta presteza para quitarle la honra y gloria que en ellas era forzoso ganar, dando la vitoria, a él debida, a quien él maliciosamente favorecía.

Con esto, iba tan mohíno y melancólico, que a nadie quería hablar por el camino, hasta tanto que llegó cerca de la Aljafería, adonde, como se le llegasen por verle de cerca algunas personas, con deseo de saber quién era y a qué fin entraba armado de todas piezas en la ciudad, les dijo en voz alta:

-Decidme, caballeros, ¿cuántos días ha que se acabaron las justas que en esta ciudad se han hecho, en las cuales no he merecido poderme hallar? Cosa de que estoy tan desesperado cuanto descubre mi rostro; pero la causa ha sido el estar yo ocupado en cierta aventura y encuentro que con el furioso Roldán he tenido. ¡Nunca yo con él topara! Pero no seré yo Bernardo del Carpio si, ya que no tuve ventura de hallarme en ellas, no hiciere un público desafío a todos los caballeros que en esta ciudad se hallaren enamorados, de suerte que venga por él a cobrar la honra que no he podido ganar por no haberme hallado en tan célebres fiestas; y será mañana el día dél. Y desdichado aquel que yo encontrare con mi lanza o arrebataren los filos de mi espada, que en él, por ellos, pienso quebrar la cólera y enojo con que a esta ciudad vengo. Y si hay aquí alguno de vosotros, o están algunos en este vuestro fuerte castillo que sean enamorados, yo los desafío y reto luego a la hora por cobardes y fementidos, y se lo haré confesar a voces en este llano. Y salga el justicia que dicen hay en esta ciudad con todos los jurados y caballeros della, que todos son follones y para poco, pues un solo caballero los reta, y no salen como buenos caballeros a hacer batalla conmigo solo. Y, porque sé que son tales que no tendrán atrevimiento de aguardarme en el campo, me entro luego en la ciudad, donde fijaré mis carteles por todas sus plazas y cantones, pues de miedo de mi persona y de envidia de que no llevase el premio y honras de las justas, las han hecho con tanta brevedad. ¡Salid, salid, malendrines zaragozanos, que yo vos faré confesar vuestra sandez y descortesía!

Decía esto volviendo y revolviendo acá y acullá su caballo, de suerte que todos los que le estaban mirando, siendo más de cincuenta los que se habían juntado a hacello, estaban maravillados y no sabían a qué atribuirlo. Unos decían:

-¡Voto a tal, que este hombre se ha vuelto loco y que es lunático!

Otros:

-No, sino que es algún grandísimo bellaco, y a fe que si le coge la justicia, que se le ha de acordar para todos los días de su vida.

Mientras él andaba haciendo dar saltos a Rocinante, que quisiera más medio celemín de cebada, dijo Sancho a todos los que estaban hablando de su amo:

-Señores, no tienen qué decir de mi señor, porque es uno de los mejores caballeros que se halle en todo mi lugar, y le he visto con estos ojos hacer tantas guerreaciones en la Mancha y Sierra Morena, que, sí las hubiese de contar, sería menester la pluma del gigante Golías. Ello es verdad que no todas veces nos salían las aventuras como nosotros quisiéramos, porque cuatro o cinco veces nos santiguaron las costillas con unas rajas. Mas con su pan se lo coman; que a fe que tiene jurado mi señor que, en topándolos otra vez, como los cojamos solos y dormidos, atados de pies y manos, que los hemos de quitar los pellejos y hacer dellos una adarga muy linda para mi amo.

Comenzaron todos con esto a reír, y uno dellos le preguntó que de adónde era, a lo cual respondió Sancho:

-Yo, señores, hablando con debido acatamiento de las barbas honradas, soy natural de mi lugar, que, con perdón, se llama la Argamesilla de la Mancha.

-Por Dios -dijo otro-, que entendía que vuestro lugar se llamaba otra cosa, según hablastes de cortésmente al nombralle. Pero ¿qué lugar es la Argamesilla, que yo nunca le he oído decir?

-¡Oh cuerpo de quien me comadreó al nacer! -dijo Sancho-. Un lugar es harto mejor que esta Zaragoza. Ello es verdad que no tiene tantas torres como ésta, que no hay en mi lugar más de una sola; ni tiene esta tapia grande de tierra que la cerca al derredor; pero tiene las casas, ya que no son muchas, con lindísimos corrales, que caben en cada uno dos mil cabezas de ganado. Tenemos un lindísimo herrero que aguza las rejas que es para dar mil gracias a Dios. Ahora, cuando salimos dél, trataban los alcaldes de enviarlo al Toboso, que no lo hay. En mi lugar tenemos también una iglesia que, aunque es chica, tiene muy lindo altar mayor y otro de Nuestra Señora del Rosario, con una Madre de Dios que tiene dos varas en alto, con un gran rosario alrededor, con los Padres Nuestros de oro, tan gordos como este puño. Ello es verdad que no tenemos reloj; pero a fe que ha jurado el cura que el primer año santo que venga, tenemos de her unos riquísimos órganos.

Con esto el buen Sancho quería irse a donde estaba su amo cercado de otra tanta gente; mas, asiéndole uno del brazo, le dijo:

-Amigo, decidnos cómo se llama aquel caballero, para que sepamos su nombre.

-Señores, para decilles la verdad -dijo Sancho-, él se llama don Quijote de la Mancha, y agora un año se llamaba el de la Triste Figura, cuando hizo penitencia en la Sierra Morena, como ya deben de saber por acá, y ahora se llama el Caballero Desamorado. Yo me llamo Sancho Panza, su fiel escudero, hombre de bien, según dicen los de mi pueblo, y mi mujer se llama Mari Gutiérrez, tan buena y honrada que puede, con su persona, dar satisfación a toda una comunidad.

Con esto, bajó del asno, dejando riendo a todos los que presentes estaban, y caminó para donde estaba su amo cercado de más de cien personas, y los demás dellos caballeros que habían salido a tomar el fresco, y, como habían visto tanta gente junta en corrillo y un hombre armado en medio, llegaron con los caballos a ver lo que era; a los cuales como viese don Quijote, les comenzó a decir, puesto el cuento de la lanza en tierra:

-Valerosos príncipes y caballeros griegos, cuyo nombre y cuya fama del uno hasta el otro polo, del Ártico al Antártico, del Oriente al Poniente, del Setentrión al Mediodía, del blanco alemán hasta el adusto escita, está esparcida, floreciendo en vuestro grande imperio de Grecia, no solamente aquel grande emperador Trebacio y don Belianís de Grecia, pero los dos valerosos y nunca vencidos hermanos, el Caballero del Febo y Rosicler, ya veis el porfiado cerco que sobre esta ciudad famosa de Troya por tantos años habemos tenido, y que en cuantas escaramuzas habemos trabado con estos troyanos y Héctor, mi contrario (a quien, siendo yo, como soy, Aquiles, vuestro capitán general, nunca he podido coger solo para pelear con él cuerpo a cuerpo y hacerle dar, a pesar de toda su fuerte ciudad, a Elena, con la cual se nos han alzado por fuerza)... Conviene, pues, ¡oh, valerosos héroes!, que toméis agora mi consejo (si es que deseáis salgamos con cumplida vitoria destos troyanos, acabándolos todos a fuego y a sangre, sin que dellos se escape sino el piadoso Eneas, que, por disposición de los cielos, sacando del incendio a su padre Anquises en los hombros, ha de ir con cierta gente y naves a Cartago, y de allí a Italia, a poblar aquella fértil provincia con toda aquella noble gente que llevará en su compañía), el cual es que hagamos un paladión o un caballo grande de bronce y que metamos en él todos los hombres armados que pudiéremos, y le dejemos en este campo con sólo Sinón, a quien los más conocéis, atado de pies y manos, y que nosotros finjamos retirarnos del cerco, para que ellos, saliendo de la ciudad, informados de Sinón y engañados por él con sus fingidas lágrimas, a persuasión suya, metan dentro della nuestro gran caballo, a fin de sacrificarle a sus dioses, que lo harán sin duda, rompiendo para su entrada un lienzo de la muralla; y después que todos se sosieguen, seguros saldrán a la medianoche de su preñado vientre los caballeros armados que estarán en él, y pegarán fuego a su salvo a toda la ciudad, acudiendo después nosotros de improviso, como acudiremos, a aumentar su fiero incendio, levantando los gritos al cielo al compás de las llamas, que se cebarían en torres, chapiteles, almenas y balcones, diciendo: «¡Fuego suena, fuego suena! ¡Que se nos alza Troya con Elena!».

Y con esto dio de espuelas a Rocinante, dejándolos a todos maravillados de su estraña locura. Sancho también comenzó a arrear su asno y fuese tras su amo, el cual, en entrando por la puerta del Portillo, comenzó a detener su rocín e ir la calle adelante muy poco a poco, mirando las calles y ventanas con mucha pausa. Iba Sancho detrás dél con el asno del cabestro, aguardando ver en qué mesón paraba su amo, porque Rocinante, a cada tablilla de mesón que veía, se paraba y no quería pasar; pero don Quijote lo espoleaba hasta que, a pesar suyo, le hacía ir adelante, lo cual sentía Sancho a par de muerte, porque rabiaba de cansacio y hambre.

Sucedió, pues, que yendo don Quijote la calle adelante, dando harto que decir a toda la gente que le veía ir de aquella manera, traía la justicia por ella a un hombre caballero en un asno, desnudo de la cintura arriba, con una soga al cuello, dándole docientos azotes por ladrón, al cual acompañaban tres o cuatro alguaciles y escribanos, con más de docientos muchachos detrás. Visto este espectáculo por nuestro caballero, deteniendo a Rocinante y puesto en mitad de la calle, con gentil continente, la lanza baja, comenzó a decir en alta voz desta manera:

-¡Oh, vosotros, infames y atrevidos caballeros, indignos deste nombre! Dejad luego al punto libre, sano y salvo a este caballero que injustamente, con traición, habéis prendido, usando, como villanos, inauditos estratagemas y enredos para cogerle descuidado. Porque él estaba durmiendo cerca de una clara fuente, a la sombra de unos frondosos alisos, por el dolor que le debía de causar el ausencia o el rigor de su dama, y vosotros, follones y malendrines, le quitastes sin hacer rumor su caballo, espada y lanza y las demás armas, y le habéis desnudado sus preciosas vestiduras, llevándole atado de pies y manos a vuestro fuerte castillo, para metelle con los demás caballeros y princesas que allí, sin razón, tenéis en vuestras tan obscuras cuanto húmedas mazmorras. Por tanto, dadle luego aquí sus armas y suba en su poderoso caballo, que él es tal por su persona, que en breve espacio dará cuenta de vuestra vil canalla gigantea. ¡Soltadle, soltadle presto, bellacos, o veníos todos juntos, como es vuestra costumbre, para mí solo, que yo os daré a entender a vosotros y a quien con él os envía, que todos sois infames y vil canalla!

Los que llevaban el azotado, que semejantes razones oyeron decir a un hombre armado con espada y lanza, no supieron qué le responder. Pero un escribano de los que iban a caballo, viendo que estaban detenidos en medio de la calle, y que aquel hombre no dejaba pasar adelante la ejecución de la justicia, dando de espuelas al rocín en que iba, se llegó a don Quijote y, asiéndole de la rienda a Rocinante, le dijo:

-¿Qué diablos decís, hombre de Satanás? ¡Tiraos afuera! ¿Estáis loco?

¡Oh santo Dios, y quien pudiera pintar la encendida cólera que del corazón de nuestro caballero se apoderó en este punto! El cual, haciéndose un poco atrás, arremetió con su lanzón para el pobre del escribano, de suerte que, si no se dejara caer por las ancas del rocín, sin duda le escondiera don Quijote en el estómago el hierro mohoso del lanzón; mas esto fue causa de que nuestro caballero errase el golpe. Los alguaciles y demás ministros de justicia que allí venían, viendo un caso tan no pensado, sospechando que aquel hombre era pariente del que iban azotando, y que se le quería quitar por fuerza, comenzaron a gritar:

-¡Favor a la justicia! ¡Favor a la justicia!

La gente que allí se halló, que no era poca, y algunos de a caballo que al rumor llegaron, procuraban con toda instancia de ayudar a la justicia y prender a don Quijote, el cual, viendo toda aquella gente sobre sí, con las espadas desnudas, comenzó a decir a grandes voces:

-¡Guerra, guerra; a ellos; Sanctiago, San Dionís, cierra, cierra; mueran!

Y arrojó tras las voces la lanza a un alguacil, con tal fuerza, que si no le acertara a pasar por debajo del brazo izquierdo, lo pasara harto mal. Soltó luego la adarga en tierra, y, metiendo mano a la espada, de tal manera la revolvía entre todos, con tanta braveza y cólera, que si el caballo le ayudara, que a duras penas se quería mover, según estaba cansado y muerto de hambre, pudiera ser no pasarlo tan mal como lo pasó. Pero, como la gente era mucha y la grita que todos daban siempre de «¡favor a la justicia!» allegase siempre más, las espadas que sobre don Quijote caían eran infinitas. Con lo cual y con la pereza de Rocinante, junto con el cansacio con que nuestro caballero andaba, pudieron todos en breve rato ganarle la espada; y, quitándosela de la mano, le abajaron de Rocinante y, a pesar suyo, se las ataron ambas atrás; y, agarrándole cinco o seis corchetes, le llevaron a empellones a la cárcel. El cual, viéndose llevar de aquella manera, daba voces diciendo:

-¡Oh, sabio Alquife; oh, mi Urganda astuta; ahora es tiempo que mostréis contra este falso hechicero si sois verdaderos amigos!

Y con esto hacía toda la resistencia que podía para soltarse, pero era en vano. El azotado prosiguió adelante su procesión, y a nuestro caballero, por las mismas calles que él la había empezado, le llevaron a la cárcel y le metieron los pies en un cepo, con unas esposas en las manos, habiéndole primero quitado todas sus armas.

En esto, llegando un hijo del carcelero cerca dél, para decir a un corchete que le echase una cadena al cuerpo, oyéndolo, alzó en alto las manos con las esposas y le dio con ellas al pobre mozo tan terrible golpe sobre la cabeza, que, no valiéndole el sombrero, que era nuevo, le hizo una muy buena herida; y segundara con otra si el padre del mozo, que estaba presente, no levantara el puño y le diera media docena de mojicones en la cara, haciéndole saltar la sangre por las narices y boca, dejando con esto al pobre caballero, que aun no se podía limpiar, hecho un retablo de duelos. Las cosas que decía y hacía en el cepo no habrá historiador, por diligente que sea, que baste a contarlas.

El bueno de Sancho, que se había hallado presente a todo lo pasado con su asno del cabestro, como vio llevar a su amo de aquella manera, comenzó a llorar amargamente, prosiguiendo el camino por donde le llevaban, sin decir que era su criado; maldecía su fortuna y la hora en que a don Quijote había conocido, diciendo:

-¡Oh, reniego de quien mal me quiere y de quien no se duele de mí en tan triste trance! ¿Quién demonios me mandó a mí volver con este hombre, habiendo pasado la otra vez tantos desafortunios, siendo ya apaleado, ya amanteado, y puesto otras veces a peligro de que, si me cogiera la Santa Hermandad, me pusiera en cuatro caminos para que después no pudiera ser rey ni roque? ¿Qué haré? ¡Pobre de mí!, que estoy por irme desesperado por esos mundos y por esas Indias y meterme por esos mares, entre montes y valles, comiendo aves del cielo y alimañas de la tierra, haciendo grandísima penitencia y tornándome otro fray Juan Guarismas, andando a gachas como un oso selvático, hasta tanto que un niño de setenta años me diga: «Levántate, Sancho, que ya don Quijote está fuera de la cárcel».

Con estas endechas y mesándose las espesas barbas, llegó a la puerta de la cárcel en que vio meter a su amo, y él se quedó arrimado a una pared con su asno del cabestro, hasta ver en qué paraba el negocio. Lloraba de rato en rato, particularmente cuando oía decían los que bajaban de la cárcel, a cuantos pasaban por delante della, cómo ya querían sacar a azotar al hombre armado; de quien unos decían que merecía la horca por su atrevimiento; otros le condenaban sólo, movidos de más piedad, a docientos y galeras, por el breve rato que con su buena plática detuvo la ejecución de la justicia; otros decían: «No quisiera yo estar en su pellejo, aunque ponga por escusa de su insolencia que estaba borracho o loco». Todo esto sentía Sancho a par de muerte, pero callaba como un santo.

Sucedió, pues, que los dos alguaciles, el carcelero y su hijo se fueron juntos a la justicia, ante quien acriminaron de suerte el caso, que el justicia mandó que luego, en fragante, sin más información, le sacasen a la vergüenza por las calles y le volviesen después otra vez a la cárcel, hasta saber jurídicamente la verdad del delicto. Cuando los alguaciles venían de vuelta a ejecutar la dicha repentina sentencia, acababa de volver el azotado en su asno a la puerta de la cárcel, con el acompañamiento de muchachos que los tales suelen; y, al punto que le vio, uno de los alguaciles dijo, a vista de Sancho, al verdugo:

-¡Ea!, bajad ese hombre, y no volváis el asno, porque en él habéis de subir luego a pasear por las mismas calles aquel medio loco que ha pretendido estorbar la justicia; que esto manda la mayor de la ciudad se le dé luego, como por principio de las galeras y azotes que se le esperan. Infinita fue la tristeza que en el corazón del pobre Sancho entró cuando oyó semejantes palabras al alguacil, y más cuando vio que todo se aparejaba para sacar a la vergüenza a su amo, y que toda aquella gente estaba a la puerta de la cárcel diciendo:

-Bien se merece el pobre caballero armado los azotes que le esperan, pues fue tan necio que metió mano, sin para qué, contra la justicia; y sin eso, en la misma cárcel ha descalabrado al hijo del carcelero.

Éstas y otras semejantes razones tenían a Sancho hecho loco, sin saber qué hacer ni decir; y así, no hacía otra cosa sino escuchar aquí y preguntar allí. Pero en todas partes oía malas nuevas de las cosas de su amo, al cual comenzaban ya de hecho a desherrar del cepo para sacarle a la vergüenza.