Segundo tomo del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha: Capítulo XV
Capítulo XV
En que el soldado Antonio de Bracamonte da principio a su cuento del rico desesperado
-«En el ducado de Brabante, en Flandes, en una ciudad llamada Lovaina, principal universidad de aquellas provincias, había un caballero mancebo llamado monsiur de Japelín, de edad de veinte y cinco años, buen estudiante en ambos derechos, civil y canónico, y dotado tan copiosamente de los bienes que llaman de Fortuna, que pocos había en la ciudad que se le pudiesen igualar en riqueza. Quedó el mancebo, por muerte de padre y madre, señor absoluto de toda ella, y así, con la libertad y regalo (a las que sacan a volar y precipitarse mocedades pródigas, con peligrosos pronósticos de infelices fines), comenzó a aflojar en el estudio y a andar envuelto en mil géneros de vicios con otros de su edad y partes, sin perder ocasión de convites y borracheras, que en aquella tierra se usan mucho.
»Sucedió, pues, andando en estos pasos, que un domingo de Cuaresma dirigió acaso los suyos a oír un sermón en un templo de padres de Santo Domingo, por predicarle un religioso eminente en dotrina y espíritu, donde, tocándole Dios al libre y descuidado oyente en el corazón con la fuerza y virtud de las palabras del predicador, salió de la iglesia trocado, de suerte que comenzó a tratar consigo proprio de dejar el mundo con toda su vanidad y pompa y entrarse en la insigne y grave religión de los Predicadores. Encargó en este presupuesto toda su casa y hacienda a un pariente suyo para que se la administrase algunos días, en que pensaba hacer una precisa ausencia, con cargo de que le diese fiel cuenta della cuando se la pidiese. Tras esto, se fue a Santo Domingo y, hablando con el religioso predicador, le descubrió su pecho. En resolución, como era hombre de prendas singulares y conocido por ellas de todos, fue fácil darle luego el hábito, como, en resolución, se le dio en dicho convento.
»Vivió en él con mucho gusto y muestras de ejemplar religioso por espacio de diez meses. Pero nuestro general adversario (que anda dando vueltas como león rabioso buscando a quién tragarse, como dice en no sé qué parte la Escritura), para daño de su conciencia, trajo a aquella universidad dos amigos suyos que habían estado ausentes de Lovaina algunos meses, no poco viciosos y aun sospechosos de la fe, plaga que ha cundido no poco, por nuestros pecados, en aquellos estados y en los circunvecinos suyos.
»Sabido por ellos como Japelín, su amigo, se había entrado religioso dominicano, lo sintieron en el alma, y propusieron de ir al convento y persuadirle con las mayores veras que les fuese posible dejase el camino que había comenzado a seguir y volviese a sus estudios. Efectuáronlo de suerte que lo determinaron, y la mesma tarde del concierto fueron a verle; y, obtenida licencia para ello del prior (que por allá no se observa el rigor que en nuestra España en hacer guardar el debido recogimiento a los novicios el año de su noviciado), le abrazaron con mucho amor y, después de haber hablado mil cosas diferentes y de gusto, el que debía de ser más libre comenzó a decirle las siguientes razones:
»-Maravillado estoy, monsiur de Japelín, de ver que, siendo vos tan prudente y discreto, y un caballero en quien toda esta ciudad tiene puestos los ojos, hayáis dejado vuestros estudios, contra la esperanza que todos teníamos de veros antes de muchos años catedrático de prima y celebrado por vuestra rara habilidad, no sólo en Lovaina, sino en todas las universidades de Flandes, y aun en las de todo el mundo; porque vuestro divino entendimiento y feliz memoria, claros presagios daban de que habíades de alcanzar esto y todo lo demás a que espirásedes. Y lo que aumenta el espanto es ver hayáis querido, contra el gusto de toda esta ciudad y aun contra vuestra reputación y la de vuestros deudos, tomar el hábito de religioso, como si fuérades hombre a quien faltasen bienes de fortuna o fuérades persona simple y desemparentada, y por eso obligado a tomar semejante profesión de pobreza. ¿No sabéis, señor, que la cosa más preciosa que el hombre posee es la libertad, y que vale más, como dice el poeta, que todo el oro que la Arabia cría? ¿Pues por qué la queréis perder tan fácilmente y quedar sujeto y hecho esclavo de quien, siendo menos docto y principal que vos, os mandará mañana, como dicen, a zapatazos, y por cuyas manos habrán de llegar a las vuestras hasta las cartas y papeles que, para consuelo vuestro, os escribiremos los amigos? Miradlo, señor, bien y acordaos que vuestro padre, que buen siglo haya, no podía ver pintados los religiosos. Y así, amigo del alma, os suplico, por la ley del amistad que os debo, que volváis sobre vos y desistáis desta necedad o, por mejor decir, ceguera y volváis a vuestra hacienda, que anda toda como Dios sabe por faltarle vos. Volved a vuestros estudios, pues si os pareciere, siendo vos, como sois, tan principal y rico, os podéis casar con una de las damas hermosas y de hacienda desta tierra, en el cual estado os podéis muy bien salvar alegrar a vuestros parientes, los cuales están muy tristes por lo que habéis hecho, teniéndoos ya por muerto en vida. No os quiero, señor, decir más de que metáis la mano en vuestro pecho, que sé que con esto echaréis de ver que os digo la verdad, y como amigo que desea en todo vuestro bien. Y, pues agora tenéis tiempo, que no ha más de diez meses que entrastes aquí, para enmendar el hierro empezado y dar contento a los que os amamos, dádnosle cumplido con vuestra salida, que os prometo, a fe de quien soy, que no os arrepintáis de haber tomado mi consejo, como dirá el tiempo.
»Estuvo el religioso mancebo callando a todo lo que el ministro del demonio le decía y mirando al suelo con suma turbación y melancolía; y, en fin, como era flaco y estaba poco fundado en las cosas tocantes a la perfectión y mortificación de sus apetitos, convenciéronle las razones frívolas y pestilenciales avisos que aquel falso amigo y verdadero enemigo de su bien le había dado; y así, le respondió diciendo:
»-Bien echo de ver, señor mío, que todo lo que me habéis dicho es mucha verdad, y estoy yo ya tan arrepentido de lo hecho más ha de ocho días, que, si no fuera por el qué dirán y por mi propria reputación, me hubiera ya salido deste convento. Pero, con todo eso, estoy determinado de seguir el consejo y parecer de quien tan sin pasión y con tan buenas entrañas me dice lo que me está bien. Yo, en suma, me resuelvo de pedir hoy por todo el día mis vestidos y volver a mi casa y hacienda, que ya tengo echado de ver lo que me importa; y con esto, no hay sino que os vais y me aguardéis a cenar esta noche en vuestra posada, seguros de que no faltaré a la cena. Pero tenedme secreta, os suplico, esta mi resolución.
»Con notable alegría, abrazándole, se despidieron todos dél, por la buena nueva, y el engañado mancebo se fue derecho a la celda del prior y le dijo le mandase volver luego sus vestidos de secular, porque le importaba a su reputación volver a su casa y hacienda, tras que no podía llevar los trabajos de la orden de vestir lana, no comer carne, levantarse todas las noches a maitines y los demás que en ella se profesaban. Demás desto, le dijo, mintiendo, como había dado palabra de casamiento a una dama, y que forzosamente se la había de cumplir, casándose con ella, a que le obligaba la conciencia y las recebidas prendas de su honra. Maravillóse no poco el prior de oír lo que el novicio le decía, y, lleno de suspensión, le respondió diciendo:
»-Espántome, monsiur de Japelín, de vuestra indiscreción y que tan poco os hayan aprovechado los ejercicios espirituales en que en diez meses de religioso habéis tratado, y los buenos consejos míos que, como padre, os he siempre dado. ¿No os acordáis, hijo, haberme oído decir muchas veces que mirásedes por vos, principalmente este año de noviciado, porque el demonio os había de hacer crudelísima guerra en él, procurando con todas sus astucias y fuerzas persuadiros, como ahora lo ha hecho, a que dejéis la religión, volviendo a las ollas de Egipto, que eso es volver a la confusión del siglo, en que él sabe que con mejor facilidad os podrá engañar y hacer caer en graves pecados, a manos de los cuales perdáis no sólo la vida del cuerpo, sino lo que peor es, la del alma? Acordaos también, hijo, que me habéis oído decir como hasta hoy ninguno dejó el hábito que una vez tomó de religioso que haya tenido buen fin; que justo juicio es de Dios que, quien siendo llamado por su divina vocación a su servicio, si después le deja de su voluntad en vida, que el mismo Dios le deje a él en muerte, siendo esto lo que Él dijo a los tales por su Profeta: Vocaví, et renuistis; ego quoque in interitu vestro ridebo. Verdad es que he visto por mis ojos mil esperiencias, y plegue a Dios, como se lo ruego, no la haga su divina justicia en vuestra ingratitud y precipitada determinación, que lo temo por veros tan engañado del demonio; que las razones que vos me decís claramente descubren no ser forjadas en otra fragua sino en la infernal que él habita. Advertid que si al principio halláis la dificultad que decís en la religión, no hay que maravillarse dello, pues, como dice el Filósofo, todos los principios son dificultosos, y más los que lo son de cosas arduas. Los hijos de Israel, después de haber pasado a pie enjuto el mar Bermejo, enviaron ciertas espías a reconocer la tierra de promisión para la cual caminaban; y, volviendo ellas con un grandísimo racimo de uvas, tan grande que menos que en un palo traído en hombros de dos valerosos soldados no le podían traer, dijeron: "Amigos, esta fruta lleva la tierra que vamos a conquistar; pero sabed que los hombres que la defienden son tan grandes como unos pinos". Con que dijeron que el principio de la conquista de aquella fertilísima tierra era dificultoso, siendo sus habitadores gigantes. Desa manera, hijo mío, os ha acontecido a vos, me parece, al principio de vuestra conversión, en la cual ha permitido Dios sintáis las presentes dificultades con que pretende probar vuestra perseverancia, a fin de obligaros a que acudáis a él solo a pedirle favor para salir con vitoria, si bien veo os habéis dado por vencido de vuestros enemigos a los primeros encuentros, dejándoos atar por ellos las manos, sin haber acudido a quien las tiene liberalísimas y promptas para remediaros, de lo cual nace el venirme a pedir con tan ciega resolución vuestros vestidos. Por la pasión que Cristo padeció por vos, os ruego, amado Japelín, que hagáis una cosa por mí, y es que os reportéis por tres o cuatro días y en ellos hagáis oración a Dios; que yo, de mi parte, os prometo de hacer lo mesmo con todos los religiosos desta casa, y veréis cómo usa Su Majestad con vos de misericordia, haciéndoos salir vitorioso desta infernal tentación.
»Todas estas razones que el santo prior dijo al inquieto novicio no fueron bastantes para apartarle de su propósito; antes, al cabo dellas, le dijo:
»-No hay, padre mío, que dar ni tomar más sobre este negocio, que estoy resuelto en lo que tengo dicho y lo tengo muy bien mirado y tanteado todo.
»Él, en efeto, se salió aquella noche del convento y se fue derecho, como lo tenía concertado, a la posada de sus dos amigos, donde le esperaban a cenar. Diéronle un bravo convite y brindáronse en él con mucho contento y abundancia los unos a los otros.
»Volvió tras esto Japelín a tomar posesión de su hacienda, y comenzó a seguir de nuevo el humor de sus compañeros, andando de día y de noche con ellos, sin hacerse convite o fiesta en toda la ciudad donde los tres disolutos mancebos no se hallasen. Sucedió, pues, que un día se fue a hablar muy de pensado con un caballero algo pariente suyo, el cual tenía una sobrina en estremo hermosa, discreta y rica, y pidiósela por mujer, atento que ya antes que entrase a ser religioso le había hecho muchos días del galán, con demostraciones de afición, en un monasterio de religiosas, donde había estado encomendada. Viendo el caballero cuán bien le venía el casamiento a su sobrina, por ser Japelín en todo su igual, se la prometió con gusto suyo y della, a la cual su mismo tío aún no había un mes entero que también la había sacado del convento de religiosas en que, como queda dicho, había estado encomendada a una prima suya perlada, sin haberle consentido que fuese monja en él, como sus padres habían deseado y procurado en vida, fin para el cual, desde niña, la habían hecho criar bajo de su clausura.
»Casáronse, en efeto, los dos recién salidos de sendos conventos con grandes fiestas y universales regocijos, y estuvieron casados tres años, al cabo de los cuales concibió la dama. Y, viéndola su marido preñada, perdía el juicio de contento, sin haber regalo en el mundo que no fuese para su mujer, acariciándola y poniéndola sobre su cabeza con increíble desvelo y mil amorosas ternuras. Pero sucedió que, a los seis meses de su preñez, un tío deste caballero, que era gobernador de un lugar en los confines de Flandes que se llama Cambray, murió, y sabido por el sobrino, partió para Brucellas, donde está la Corte, y negoció sin mucha dificultad (representadas sus prendas y los buenos servicios de su tío) le diesen aquel gobierno, del cual fue luego a tomar posesión, con intento de volver después por toda su casa y hacienda. Antes de la partida, se despidió de su mujer con harto sentimiento de entrambas partes, diciendo:
»-Señora mía, yo voy a dar asiento a las cosas de mi difunto tío, el gobernador, y a poner en cobro la hacienda que por su muerte heredo, cosa que, como sabéis, no la puedo escusar. De allí pienso llegarme a Brucellas a pretender sucederle en el cargo y a que me hagan sus altezas merced dél por los buenos servicios de mi tío, cosa que creo me será fácil de alcanzar. Lo que os suplico es miréis por vos en esta ausencia y que, al punto que pariéredes, me aviséis para que me halle en el bautismo, que lo haré sin falta; y creo será de igual regocijo para mí vuestra vista que la del hijo o hija que pariéredes.
»Prometióselo ella, de quien, despidiéndose con mil abrazos y amorosas lágrimas, se partió para Cambray, donde y en Brucellas negoció muy a su gusto lo que pretendía, como queda dicho, tardando en los negocios y en volver a su casa casi tres meses. Antes que lo hiciese, le dieron a la señora los dolores del parto, la cual, luego que se le sintió, despachó un correo a su marido rogándole partiese vista la presente, pues ya lo estaba el día de su parto. No tardó Japelín a ponerse a caballo y dar la vuelta para su casa más de lo que tardó en leer la deseada carta.
»A la que llegaba cerca de la ciudad de Lovaina, encontró por el camino un soldado español, a quien preguntó, en emparejando con él, adónde caminaba; y, respondiéndole el soldado que iba a Amberes a holgarse con ciertos amigos que le habían enviado a llamar y que estaba de guarnición en el castillo de Cambray, le fue preguntando por el camino muchas cosas acerca de cómo lo pasaban los soldados en el castillo; a todo lo cual respondía el español con mucha discreción, porque era no poco prático, aunque mozo. Ya que llegaban a las puertas de la ciudad, le dijo Japelín:
»-Señor soldado, si vuesa merced esta noche no ha de pasar adelante, podrá, si gustare, venirse conmigo a mi casa, adonde se le dará alojamiento; y, aunque no será conforme su valor merece, recibirá a lo menos el buen deseo deste su servidor, dueño de una razonable casa y del caudal que para sustentarla con el aderezo y fausto que vuesa merced verá en ella, es necesario. Porque sepa soy muy aficionado a la nación española, y el ser della vuesa merced y sus prendas me obligan a usar desta llaneza. Reposará y, por la mañana, podrá emprender la jornada con más comodidad, habiendo precedido el descanso de una acomodada noche.
»El soldado le respondió que le agradecía la merced que le ofrecía no poco y que, por ella y la voluntad con que iba envuelta, le besaba las manos mil veces, y que le parecería pasar los límites de la cortesía que su nación profesaba el dejar de aceptar el ofrecimiento; con que se resolvió quedar esa noche en Lovaina, aunque por ello perdiera la comodidad de su jornada.
»Llegaron ambos, yendo en estas pláticas, a la deseada puerta de la casa de Japelín, de la cual salía acaso una criada que, viéndole, volvió corriendo, sin hablarle palabra, la escalera arriba dando una mano con otra, con muestras de regocijo, y diciendo turbada:
»-¡Monsiur de Japelín, monsiur de Japelín!
»Y tras esto, volvió a bajar a su amo con as mismas muestras de contento, diciéndole:
»-¡Albricias, señor, albricias; que mi señora ha parido esta noche un niño como mil flores!
»Apeóse del caballo con la nueva, él como un viento, y subió en dos saltos la escalera, sin que el gozo le diese lugar de hacer comedimientos con el soldado; y, puesto en la sala, vio a su mujer que estaba en la cama y, saludándola y abrazándola, llegado a ella, muchas veces, le dijo:
»-Dad, mi bien, un millón de gracias al cielo por la merced que nos ha hecho agora en darnos hijo que, siendo heredero de nuestra hacienda, pueda ser báculo de nuestra senectud, consuelo de nuestros trabajos y alegría de todas nuestras aflicciones.
»Sentóse en esto en una silla que estaba en la cabecera de la cama, teniéndola siempre asida de la mano, platicando los dos, ya del camino y buen suceso de sus negocios, ya del venturoso parto y cosas de su casa.
»A la que se hizo de noche, mandó que le pusiesen allí, junto a la cama, la mesa, porque gustaba de cenar con su mujer. Hizo llamar al soldado luego para que se asentase a cenar también con ambos, lo cual él hizo con mucha cortesía y no con el recato que debiera tener en los ojos en orden a mirar a la dama, porque le pareció, desde el punto que la vio, la más bella criatura que hubiese visto en todo Flandes. Y éralo, sin duda, según me refirieron los que me dieron noticia del cuento, que eran personas que la conocieron. Trajeron abundantísimamente de cenar, pero el español que había hecho pasto de sus ojos a la hermosura de la partera, y la gracia con que estaba asentada sobre la cama, algo descubiertos los pechos (que usan más llaneza las flamencas en este particular que nuestras españolas), comió poquísimo, y eso con notable suspensión.
»Acabada la cena y quitados los manteles, mandó Japelín a un paje que le trajese un clavicordio, que él tocaba por estremo (que en aquellos países se usa entre caballeros y damas el tocar este instrumento, como en España la arpa o vihuela). Traído y templado, comenzó a tañer y a cantar en él con estremada melodía las siguientes letras, de las cuales él mismo era autor, porque, como queda dicho, tenía gallardo ingenio y era universal en todo género de sciencias:
»-Celebrad, instrumento,
el ver que no podrá el tiempo variable
alterar mi contento
ni hacerme con sus fuerzas miserable,
pues hoy con regocijo
me ha dado un ángel bello, un bello hijo.
Alzóme la Fortuna
sobre lo más costante de su rueda;
y, aunque ella es como luna,
le manda mi ventura que esté queda
y que la tenga firme,
y su poder en mi favor confirme.
Y así, señora mía,
no temáis que ella nuestro bien altere
jamás, porque este día
el mismo Cielo nuestro aumento quiere;
que eso dice el juntarnos
en uno a ambos para más amarnos.
Sin duda fui dichoso
cuando me aconsejaron dos amigos
no fuese religioso,
pues los gustos que gozo son testigos
de que su triste suerte
en vida les iguala con la muerte.
Razón es, pues soy rico,
que viva alegre, coma y me regale,
y que el avaro inicuo
me tema siempre, y nunca ése me iguale,
pues puedo en paz y en guerra
honrar a los más nobles desta tierra.
Que viva sin zozobras
también mil años, libre de cuidados,
es justo, pues mis sobras
invidian muchos de los más honrados,
viendo como de renta
más de diez mil el año, a buena cuenta.
Y sobre todo aquesto,
mi brazo, mi fortuna y buena estrella
echaron hoy su resto
en darme un hijo de una diosa bella,
por quien es, noble y mozo,
mil parabienes y contentos gozo.
»Acabóse la música con la letra y comenzó la suspensión del español a subir de punto por haber oído los suavísimos de garganta del rico flamenco, dichoso dueño del serafín por quien ya se abrasaba. Llegó un paje por mandado de su amo, en dando fin al canto, a quitarle de delante el clavicordio, que ya era tarde y tiempo de dar lugar al soldado a que descansase. Y, para que lo hiciese, mandó luego tras esto a otro criado tomase uno de los candeleros de la mesa y le fuese alumbrando con él al aposento primero del cuarto en que solía dormir su paje de cámara, que era vecino de la cuadra en que la dama estaba acostada, con orden de que le diese al mayordomo o dispensero para que tuviesen, en amaneciendo, aderezado un buen almuerzo para aquel señor soldado, con deseo de que pudiese salir de madrugada de Lovaina y hacer de un tirón la jornada, llevando hecha la alforja y saliendo desayunado.
»Despidióse, agradecidísimo deste cuidado y de la merced y regalo recibido del caballero y de su esposa, el soldado, con mil corteses ofrecimientos; y, puesto en su aposento y acostado en él, fue tal la batería que le dieron las memorias del bello ángel que adoraba, que totalmente estaba fuera de sí. Reprehendía su temeridad, representándosele la imposibilidad del negocio a que aspiraba, y procuraba desechar de su ánimo una imaginación tal cual lo que daba garrote a su sosiego.
»El caballero, al cabo de breve rato que se hubo ido a reposar el soldado, hizo lo proprio, despidiéndose de su esposa con las muestras de amor que del suyo, tras tan larga ausencia, se puede creer, guardando el debido decoro al parto recién sucedido, que, para no ponerse en ocasión de lo contrario, se entró en otro aposento más adentro del en que la partera estaba. Tuvo el paje que llevó a acostar al soldado consideración a que venía cansado y, por no haberse de obligar a darle mala noche, le dijo se iría a dormir en otro aposento con otros criados; y así, que sin cuidado de su vuelta reposase, pues lo haría mejor estando solo, que para el mismo efecto su señor también había apartado cama y se había acostado en una que había en otra pieza más adentro.
»Fuese con esto, dejando sus últimas razones con más confusión al amartelado español, porque del entender dormía la dama sola y tan vecina dél y del verse, contra el orden de Japelín, sin compañía en el aposento, nació la resolución diabólica que tomó en ofensa de Dios, infidelidad de su nación y en agravio del honrado hospedaje que le había hecho su noble huésped, que a todo le precipitó el vehemente fuego y rabiosa concupiscencia en que se abrasaba. Resolvióse, pues, en levantarse de su cama, de ir a la de la dama sin ser sentido, persuadido de que ella, por su honra y por no dar pesadumbre a su marido ni alborotar la casa, callaría, y aun podría ser que se le aficionase de manera que, yéndose su marido, le diese libre entrada y le regalase. Y si bien consideraba el peligro de la vida que corría si acaso ella (como era justo) daba voces, pues a ellas era fuerza saliese el marido y se matasen el uno al otro, de lo cual sucederían notables escándalos y graves inconvenientes, todavía su gran ceguera rompió con todas estas dificultades.
»Levantóse, pues, a medianoche, en camisa, y entró en la sala de la dama, y, llegándose a ella sin zapatos, por no ser sentido, estuvo un rato en pie, sin acabarse de resolver; pero hízolo de volver a su aposento y de tomar la espada que tenía en él, y, sacándola desenvainada, volvió muy pasito a la cama de la flamenca; y, poniendo la espada en tierra, alargó la mano, y metiéndola debajo de las sábanas muy quedito, la puso sobre los pechos de la señora, que despertó al punto alborotada, y asiéndosela, pensando que fuese su marido (que no imaginaba ella que otro que él en el mundo pudiese atreverse a tal), le dijo:
»-¿Es posible, señor mío, que un hombre tan prudente como vos haya salido a estas horas de su aposento y cama para venirse a la mía, sabiendo estoy parida de ayer noche y por ello imposibilitada de poder, por ahora, acudir a lo que podéis pretender? Tened, por mi vida, señor, un poco de sufrimiento, y, pues soy tan vuestra, y vos mi marido y señor, lugar habrá, en estando como es razón, para acudir a todo aquello que fuere de vuestro gusto, como lo debo por las leyes de esposa.
»No había acabado ella de decir estas honestas razones, cuando el soldado la besó en el rostro sin hablar palabra, y, pensando ella siempre fuese su marido, le replicó:
»-Bien sé, señor, que de lo que intentáis hacer tenéis harta vergüenza, pues por tenerla no me osáis responder palabra; y echo de ver también que el intentar tal proceda del grandísimo amor que me tenéis y de la represa de tan larga ausencia, pues, a no ser eso, no saliérades de vuestra cama para venir a la mía, sabiendo me habíais de hallar en ella de la suerte que me halláis.
»Oyendo el soldado estas razones y coligiendo dellas el engaño en que la dama estaba, alzó la ropa callando y metióse en la cama, do puso en ejecución su desordenado apetito; porque, viendo ella su resolución, no quiso contradecirle por no enojarle, como le tenía por su marido, si bien quedó maravillada no poco de ver que no le hubiese hablado palabra. Porque, sin decirle cosa, se levantó, hecha su obra, y, tomando con todo el silencio que pudo su desnuda espada, se volvió a su aposento y cama, harto apesarado de lo que había hecho, que, en fin, como se consigue a la culpa el arrepentimiento y al pecado la vergüenza y pesar, túvole tan grande luego de su maldad, que maldecía por ello su poco discurso y sufrimiento y su maldita determinación, imaginando el delito que había cometido y el peligro en que estaba si acaso el ofendido marido se levantase antes que él.
»También a la dama asaltaron sus pensamientos, poniéndola en cuidado el no haberle hablado palabra quien con ella había estado, si sería su marido o no. Pero resolvióse en que sería él y que la vergüenza de haber hecho cosa tan indecente en tiempo que no estaba ella para semejantes burlas, le habría cerrado la boca. Con todo, propuso (que no debiera) en su corazón darle por lo hecho, a la mañana, una reprehensión amorosa, afeándole su poca continencia.
»Llegada la madrugada y apenas vistas sus primeras luces, se levantó el soldado, que no había podido pegar las de sus ojos con la rabia que tenía de lo hecho. Y, estando aún la dama durmiendo, pidió a los primeros criados que topó le abriesen la puerta y le escusasen con su señor de no aceptar el preparado almuerzo y provisión, pues la prisa de la jornada no le daba lugar para detenerse, ni sus obligaciones permitían aumentase las muchas con que quedaba a toda aquella casa. Y, aunque los criados porfiaron con él, queriendo ponerle en la alforja lo que para almorzar le tenían aparejado, no hubo remedio consintiese lo hiciesen, diciendo no era de su humor el ir cargado, y que, así, le tuviesen por escusado, a más de que una legua de allí, en el camino, había una famosa hostería y en ella pensaba detenerse a almorzar, con lo cual se despidió dellos y salió del lugar.»