Ir al contenido

Segundo tomo del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha: Capítulo XIV

De Wikisource, la biblioteca libre.
Segundo tomo del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
de Alonso Fernández de Avellaneda
El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
Tomo II, Parte VI
Capítulo XIV

Capítulo XIV

De la repentina pendencia que tuvo Sancho Panza con un soldado que, de vuelta de Flandes, iba destrozado a Castilla en compañía de un pobre ermitaño


No pudo Sancho alcanzar a su amo, por mucha diligencia que se dio para hacello, hasta a la salida de la ciudad, donde le halló parado frontero el Aljafería, que, de corrido de la grita de los muchachos que llevaba tras sí, no se atrevió irle aguardando. Pero hízolo en dicho puesto, seguro dellos, con la compañía de un pobre soldado y venerable ermitaño, que iban a Castilla y Dios le deparó, con quienes le halló hablando. Iban ambos a pie, y empezaron a caminar viendo lo hacía don Quijote luego que llegó Sancho; el cual se maravilló de verle platicar con mucha atención con el soldado, preguntándole de dónde venía, coligiéndolo de que oyó decir al soldado venía de servir a Su Majestad en los estados de Flandes, donde le había sucedido cierta desgracia, la cual le forzó a salir del campo sin licencia, y que en los confines de los estados y del reino de Francia le habían desvalijado ciertos fragutes y quitado los papeles y dineros que traía.

-¿Cuántos eran ellos? -dijo don Quijote.

-Cuatro -respondió él-, y con bocas de fuego.

Salió Sancho, oyendo la respuesta, diciendo:

-¡Oh hideputa, traidores! ¿Y bocas de fuego traían? Yo apostaré que eran fantasmas del otro mundo, si ya no eran ánimas de purgatorio, pues que decís que echaban fuego por las bocas.

Volvió el soldado a mirar a Sancho y, como le vio con las barbas espesas, cara de bobo y rellenado en su jumento, pensando que era algún labrador zafio de las aldeas vecinas, y no criado de don Quijote, le dijo:

-¿Quién le mete al muy villano en echar su cucharada donde no le va ni le viene? Yo le voto a tal que le dé, si meto mano, más espaldarazos que cerdas de puerco espín tiene en la barba; que no debe de saber tengo yo más villanos como él apaleados que he bebido tragos de agua desde que nací.

Sancho, que oyó lo que el soldado había dicho, dando muchos palos a su asno, arremetió para él con intento de atropellarle, diciendo:

-Vos sois el puerco espín y medio celemín, y el tragador de puercos espines y medios celemines. El soldado, que no sabía de burlas, metió mano, y, sin que el ermitaño ni don Quijote lo pudiesen estorbar, le dio media docena de espaldarazos, y, asiéndole de un pie, le echó del asno abajo; y prosiguiera en darle de coces si don Quijote no se pusiera en medio; el cual, dando con el cuento del lanzón al soldado en los pechos, le dijo:

-Teneos, mucho en hora mala para vos, y tened respecto siquiera a que estoy yo presente y que este mozo es mi criado.

El soldado, reportándose, dijo:

-Perdone vuesa merced, señor caballero, que no entendí que este labrador era cosa suya.

Ya se había Sancho levantado en esto, y, con un gentil guijarro que había cogido del suelo, comenzó a decir a grandes voces:

-Quítese, mi señor don Quijote, de delante y apártese, dejándome solo con él, que yo le haré, de la primer pedrada, que se acuerde de la grandísima puta que le parió.

El ermitaño se asió dél, y no podía detenerle, según estaba de colérico. Mas ya que reportó su furia un poco, dijo:

-¡Cuerpo de mi sayo, señor don Quijote! ¿Yo no le dejo a vuesa merced en sus aventuras, sin hacerle ningún estorbo? Pues, ¿por qué, siendo así, no me deja a mí también con las que Dios me depara? ¿Cómo quiere que aprenda yo a vencer los gigantes? Y, aunque este pícaro no lo es, bien sabe vuesa merced que en la barba del ruin se enseña el barbero.

El ermitaño le dijo:

-Hermano, no haya más; por caridad, soltad la piedra.

Sancho respondió que no quería si primero aquel jayán no se daba por vencido. Llegó al soldado el ermitaño, diciéndole:

-Señor soldado, este labrador es medio tonto, como ha podido colegir de sus razones; no haya más, por amor de Dios.

-Digo, señor -dijo el soldado-, que yo quiero ser su amigo, por mandarlo su reverencia y este señor caballero.

Llegáronse todos a Sancho, y dijo el ermitaño:

-Ya este soldado se da por vencido, como vuesa merced quiere; sólo falta sean amigos y que le dé la mano.

-Quiero, pues, antes, y es mi voluntad -respondió Sancho-, ¡oh soberbio y descomunal gigante, o soldado, o lo que diablos fueres!, ya que te me has dado por vencido, que vayas a mi lugar y te presentes delante de mi noble mujer y fermosa señora, Mari Gutiérrez, gobernadora que ha de ser de Chipre y de todas sus alhondiguillas, a quien ya sin duda debes de conocer por su fama; y, puesto de rodillas delante della, le digas de mi parte cómo yo te vencí en batalla campal. Y si tienes por ahí a mano o en la faltriquera, alguna gruesa cadena de hierro, póntela al cuello para que parezcas a Ginesillo de Pasamonte y a los demás galeotes que envió mi señor Desamorado cuando Dios quiso fuese el de la Triste Figura, a Dulcinea del Toboso, llamada por su proprio nombre Aldonza Lorenzo, fija de Aldonza Nogales y de Lorenzo Corchuelo.

Y volvióse, dicho esto, a don Quijote, diciendo:

-¿Qué le parece, señor don Quijote, a vuesa merced. ¿Hanse de her desta manera las aventuras? ¿Parécele que les voy dando en el hito?

-Paréceme, Sancho -dijo don Quijote -, que el que se llega a los buenos ha de ser uno dellos, y quien anda entre leones a bramar se enseña.

-Eso sí -dijo Sancho-, pero no a rebuznar quien va entre asnos; que, de otra suerte, días ha que podría ser ya maese de capilla de semejantes monacillos, según ha tiempo que ando con ellos. Pero he aquí la mano con el diablo, tómela con mucha alegría y vanagloria, señor soldado, y seamos amigos usque ad mortuorum. Y en lo de la ida al Toboso a verse con mi mujer, yo le doy licencia para que lo deje por ahora.

Y abrazándole, sacó de las alforjas un pedazo de carnero fiambre de los relieves que traía en ellas, y se lo dio; y el soldado, con un zoquete de pan que tenía guardado en la faltriquera, refociló su debilitado estómago. Subió luego Sancho en su rucio, y comenzaron a caminar todos poco a poco; y don Quijote dijo a Sancho:

-Reflectión e estado haciendo, hijo Sancho, de lo que acabo de ver has hecho agora; y de ello colijo que con pocas aventuras destas te podrás graduar meritísimamente de caballero andante.

-¡Oh, cuerpo de Aristóteles! -dijo Sancho-, júrole por el orden de escudero andante que recebí el día que mantearon mis güesos a vista de todo el cielo y de la honestísima Mari Tormes, que si vuesa merced me dice cada día dos o tres docenas de liciones en ayunas, que está el ingenio más quillotrado de lo que tengo de her, que me obligase dentro de veinte años a salir tan buen caballero andante como le haya de Zocodover al Alcaná de la imperial ciudad de Toledo.

El soldado y ermitaño comenzaron a ir conociendo el humor de los compañeros con quien iban. Pero, al fin, don Quijote los convidó a cenar aquella noche y otras dos que anduvieron juntos, y poco a poco, hasta tanto que, cerca de Ateca, les dijo a boca de noche:

-Señores, yo y Sancho, mi fiel escudero, tenemos de ir forzosamente esta noche alojar en casa de un amigo clérigo. Vuesas mercedes se vengan con nosotros, que él es hombre de tan buenas entrañas y tan cumplido, que a todos nos hará merced de recebir y dar posada.

Como iban los dos tan flacos de bolsa, acetaron fácilmente el envite; y así, se fueron juntos para el lugar, y don Quijote preguntó, antes de llegar a él, al ermitaño cómo se llamaba; el cual le respondió que su nombre era fray Esteban, y que era natural de la ciudad de Cuenca, y por habérsele ofrecido cierto negocio, había ido forzosamente a Roma, pero que ya se volvía a su tierra, donde sería bien recebido, y podría ser ofrecerse ocasión en que le pagase en ella la merced que le hacía en este camino. El soldado le dijo luego, preguntando también de su nombre, que se llamaba Antonio de Bracamonte, natural de la ciudad de Ávila y de gente ilustre della. Tras lo cual, llegaron juntos al lugar y fuéronse derechamente en casa de mosén Valentín; y llegando a su puerta, se apeó Sancho de su asno y, entrando en el zaguán, comenzó a dar voces, diciendo:

-¡Ah, señor mosén como se llama! Aquí están sus antiguos huéspedes, que vuelven a herle toda merced y honra, como se lo rogó hiciesen cuando íbamos a las justas reales de Zaragoza.

Salió la ama a las voces con un candil en la mano; y, como conoció a Sancho, entró corriendo a su amo, diciéndole:

-Salga, señor; que aquí está nuestro amigo Sancho Panza.

Salió el clérigo con una vela en la mano; y, como vio a don Quijote y a Sancho, que ya estaban apeados, diola a la ama y fuese para don Quijote y, abrazándole, le dijo:

-Bien sea venido el espejo de la caballería andantesca con el bueno y fiel escudero suyo Sancho Panza.

Don Quijote le abrazó también diciendo:

-A mí me pareció, señor licenciado, que fuera cometer un grave delito si, pasando por este lugar, no viniera a posar y recebir merced en su casa con estos reverendo y señor soldado, que conmigo vienen haciéndome bonísima compañía.

A lo cual respondió mosén Valentín, diciendo:

-Aunque yo no conozca a estos señores sino para servirles, basta venir con vuesa merced para que les haga el servicio que pudiere.

Y, volviéndose a Sancho, le dijo:

-Pues, Sancho, ¿cómo va?

-Bien a su servicio -respondió Sancho- Pero la mula castaña de su merced ¿está buena? Que me dijeron personas de mucho crédito en Zaragoza que había estado malísima de ciática y pasacólica, de una gran cólera que había tomado con el macho del médico, y que a causa deso no podía atravesar bocado de pan.

Mosén Valentín se reyó mucho y le respondió:

-Ya le pasó esa indisposición y enojo, y está ahora bonísima y a vuestro servicio, besándoos las manos por el cuidado.

Y, tras esto, dijo a los huéspedes:

-Entren todos vuesas mercedes en mi aposento, y aderezarse ha, mientras reposan en él, de cenar. Entraron todos, y el buen mosén Valentín hizo aderezar una muy buena cena, regalando a don Quijote y a los huéspedes con mucho amor y voluntad. Servía Sancho a la mesa, sin desembarazar jamás el pajar, porque siempre traía la boca llena. Al cual dijo mosén Valentín:

-¿Qué es de aquella joya, hermano Sancho, que me prometistes traer de las justas de Zaragoza? ¿Así cumplen su palabra los hombres de bien?

-Sólo prometo a vuesa merced -dijo Sancho- que si hubiéramos muerto aquel gigantazo del rey de Chipre, Bramidán, que yo se la hubiera traído tal y tan buena como la hayan tenido gigantes en este mundo; pero yo creo que antes de muchos días llegaremos a Chipre, que ya no puede estar muy lejos, y, en matándole, déjeme a mí el cargo.

-¿Qué gigante es ése -preguntó mosén Valentín-, o qué Chipre? ¿Es por desgracia como la aventura del morisco melonero que los días pasados llamábades Bellido de Olfos?

Y, tomando la mano don Quijote para responderle, contó punto por punto todo lo que en Zaragoza les había sucedido con el gigante en casa de don Carlos, juez de la sortija, en que él ganó en pública plaza unas agujetas del cuero de la ave fénix; y lo que después, a la madrugada, le había sucedido con el mismo gigante Bramidán en la posada de su amigo don Álvaro Tarfe, la cual había escalado por encantamiento para matarlos a todos dentro della a traición y escusar así el haber de salir al desafío que con él tenía aplazado para la tarde del mismo día en la plaza del Pilar, de donde temía había de salir vencido.

-Pero saliólo, si no de la plaza dicha, a lo menos de la posada de don Álvaro, en la cual le di mil lanzadas y palos.

-¡A mis costillas las dio, cuerpo non de mis zaragüelles -dijo Sancho-; y muy buenos!

-Ése fue, Sancho, el gigante -replicó don Quijote-, que, no pudiéndose volver al asno, se volvió a la albarda.

-Es verdad que al asno no pudo llegar, porque estaba en la caballeriza -añadió Sancho-, pero pluguiera a Dios hubiera yo tenido encima la albarda cuando me dio los palos el gigante, vuesa merced o la puta que los parió a ambos, como la tuve cuando venimos desde el melonar, bien aporreados, hasta esta misma casa santa y sacerdotal, huérfanos, yo de mi rucio y vuesa merced de Rocinante.

Celebraron todos las verdaderas simplicidades de Sancho, y mosén Valentín, como ya conocía el humor de don Quijote, cayó en cuanto podía ser, y dijo al ermitaño y soldado:

-Que me maten si algunos caballeros de buen gusto no han hecho alguna invención de gigante para reír con don Quijote.

Oyólo Sancho, que estaba tras su silla, y dijo:

-No, señor, no crea tal, que yo mesmo le vi, por estos ojos que saqué del vientre de mi madre, entrar por la sala de don Carlos. Y más, que le traen las armas cinco o seis docenas de bueyes en carros y la adarga es una grandísima rueda de molino, según él mismo dijo. Y es imposible mienta un tan gran personaje, de quien se lee en las mapamundis se come cada día seis o siete hanegas de cebada.

Acabaron de conocer en esto el soldado y ermitaño que don Quijote era falto de juicio y Sancho simple de su naturaleza; y, viéndolos mosén Valentín mirar con mucha atención a don Quijote, dijo al soldado le hiciese merced de decirle su patria y nombre, todo a fin de divertir las locuras y quimeras que tenía don Quijote si continuaban en darte pie. El soldado, que tenía tanto de discreto y noble cuanto de plática militar, conoció luego el blanco a que tiraba con la pregunta su cortés huésped y así dijo:

-Yo soy, señor mío, de la ciudad de Ávila, conocida y famosa en España por los graves sujetos con que la ha honrado y honra en letras, virtud, nobleza y armas, pues en todo ha tenido ilustres hijos. Vengo ahora de Flandes, adonde me llevaron los honrados deseos que de mis padres heredé, con fin de no degenerar dellos, sino aumentar por mí lo que de valor y inclinación a la guerra me comunicaron con la primera leche. Y, aunque vuesa merced me ve desta manera roto, soy de los Bracamontes, linaje tan conocido en Ávila, que no hay alguno en ella que ignore haber emparentado con los mejores que la ilustran.

-¿Hallóse -dijo mosén Valentín- vuesa merced acaso en Flandes cuando el sitio de Ostende? -Desde el día en que se comenzó -dijo el soldado- hasta el en que se entregó el fuerte, me hallé, señor, allí; y aún tengo más de dos balazos, que podría mostrar, en los muslos y este hombro medio tostado de una bomba de fuego que arrojó el enemigo sobre cuatro o seis animosos soldados españoles que intentábamos dar el primer asalto al muro, y no fue poca ventura no acabarnos.

Mandó, acabada la cena, mosén Valentín alzar la mesa; y, tras esto, él y don Quijote, que comenzó a gustar de la miel de la batalla y asalto, cosas todas muy conformes a su humor, rogaron al soldado les contase algo de aquel tan porfiado sitio; el cual lo hizo así con mucha gracia, porque la tenía en el hablar, así latín como romance. Mandó antes de empezar tender sobre la mesa un ferreruelo negro y que le trajesen un pedacito de yeso; y traído, les dibujó con él sobre la capa el sitio del fuerte de Ostende, distinguiendo con harta propriedad los puestos de sus torreones, plataformas, estradas encubiertas, diques y todo lo demás que le fortificaba, de suerte que fue el verlo de mucho gusto para mosén Valentín, que era curioso. Díjoles tras esto de memoria los nombres de los generales, maestros de campo y capitanes que sobre el sitio se hallaron, y el número y calidad de las personas que, así de parte del enemigo como de la nuestra, allí murieron, que, por no hacer a nuestro propósito, no se dicen aquí. Sólo referiremos lo que de Sancho Panza cuenta la historia en esta parte, y es que, como hubiese escuchado con mucha atención lo que el soldado decía de Ostende, y como era tan fuerte, y que nos había muerto tantos maestres de campo y un número infinito de soldados, y que costó el ganarle tanto derramamiento de sangre, salió tan a despropósito como solía, diciendo:

-¡Cuerpo de quien me hizo! ¿Y es imposible que no hubiese en todo Flandes algún caballero andante que a ese bellaconazo de Ostende le diera una lanzada por los ijares y le pasara de parte a parte, para que otra vez no se atreviera a hacer tan grande carnicería de los nuestros? Dieron todos una gran risada, y don Quijote le dijo:

-Pues no ves, animalazo, que Ostende es una gran ciudad de Flandes puesta a la marina?

-Hablara yo para mañana -dijo Sancho-. Pardiez que pensé que era otro gigantazo como el rey de Chipre que vamos a buscar a la Corte, donde le toparemos, si ya no es que de miedo nos huya por arte de encantamiento; que ya todas nuestras cosas ha días que van tan encantadas, que temo que no se nos encante alguna vez el pan en las manos, la bebida en los labios y todas las bascosidades cada una en el baúl en que la depositó Naturaleza.

Mosén Valentín, interrumpiendo la plática, se levantó de la mesa por parecerle se hacía tarde, y que si se daba lugar a las preguntas y respuestas de amo y escudero, habría para mil noches, y así les dijo:

-Señores, vuesas mercedes vienen cansados, y paréceme será hora de reposar. El señor don Quijote ya de la otra vez sabe el aposento en que lo ha de hacer. Este señor y el reverendo, pues son compañeros de camino, no se les hará de mal serlo esta noche de cama, pues la falta dellas me obliga a suplicárselo. Sancho, con esta candela, vaya y desarme a su amo y después súbase a su camaranchón; y, finalmente, vámonos todos a dormir.

Fuese Sancho alumbrando a su amo, y el soldado y ermitaño siguieron a mosén Valentín, que, asiéndoles por la mano, les paseó un breve rato por la sala, contándoles todo lo que la otra vez le había pasado con don Quijote, de que quedaron maravillados; pero no tanto cuanto lo quedaran a no haberle visto hacer de Zaragoza hasta allí, por los caminos y en todas las posadas, cosas que un insensato no las hiciera, poniéndoles con ellas y con sus desaforadas palabras en mil contingencias a cada paso. Con todo, quedaron de común acuerdo de procurar probar con todas sus fuerzas, por la mañana, si le podrían reducir a que dejase aquella vanidad y locura en que andaba, persuadiéndole con razones eficaces y cristianas lo que le convenía y dejarse de caminos y aventuras y volverse a su tierra y casa, sin querer morir como bestia en algún barranco, valle o campo, descalabrado o aporreado.

Reposaron la noche con harta comodidad todos; y, venida la mañana, apretaron el negocio de la reducción de don Quijote. Pero todo fue trabajar en vano; antes le dieron motivo sus amonestaciones a que se levantase más temprano (que en la cama le cogieron para con más quietud poderle hablar) y mandase, como mandó con mucho ahínco a Sancho, ensillase a Rocinante, queriéndose partir sin desayunarse. Y, viendo mosén Valentín que era perder tiempo el darle consejo, hubo de callar; y, dándoles de almorzar a todos, dio a don Quijote ocasión de hacer lo que deseaba, que era salir de su casa, como lo hizo, con los demás.

Despedidos todos primero con mucho comedimiento del honrado clérigo y de su ama, pusiéronse camino de Madrid; pero, apenas hubieron andado tres leguas, cuando comenzó a herir el sol, que entonces estaba en toda su fuerza, de manera que les dijo el ermitaño, como más cansado y más anciano:

-Señores, pues el calor, como vuesas mercedes ven, es excesivo y no nos faltan para hacer la concertada jornada más de dos pequeñas leguas, paréceme que lo que podríamos, y aun debríamos hacer, es irnos a sestear hasta las tres o cuatro de la tarde allí donde se ven apartados del camino aquellos frescos sauces, que hay una hermosa fuente al pie dellos, si bien me acuerdo; que después, caído el sol, proseguiremos nuestro camino.

A todos agradó el consejo, y así, guiaron hacia allá los pasos, y, cuando llegaron cerca de dichos árboles, vieron sentados a su sombra dos canónigos del Sepulcro de Calatayud y un jurado de la misma ciudad, los cuales, por esperar como ellos a que pasase el calor del sol, se acababan de asentar allí. Llegaron todos, y el ermitaño, saludándoles muy cortésmente, les dijo:

-Con licencia de vuesas mercedes, mis señores, yo y estos caballeros nos asentaremos en esta frescura a pasar en ella un rato la siesta, mientras la inclemencia del calor se modera.

A lo cual respondieron ellos, con muestras de gusto, que le tendrían grandísimo en gozar de tan buena compañía las cuatro o cinco horas que allí pensaban estar. Y uno dellos, maravillado de ver aquel hombre armado de todas piezas, preguntó al ermitaño al oído qué cosa fuese, a lo cual respondió que no sabía otra cosa mas que, cerca de Zaragoza, había topado con él y aquel labrador, su criado, hombre simplicísimo, y que, a lo que imaginaba, se había vuelto loco leyendo libros de caballerías; y con aquella locura, según estaba informado, había un año que andaba de aquella suerte por el mundo, teniéndose por uno de los caballeros andantes antiguos que en tales libros se leen; y que si quería gustar un poco dél, que le diese materia en asentándose allí y oiría maravillas.

En esto, llegaron a ellos don Quijote y Sancho, que habían estado quitando el freno a Rocinante y la albarda al rucio; y, después de haberse saludado todos, le dijo uno de aquellos canónigos que se quitase las armas, porque venía muy caluroso y allí estaba en parte segura, donde todos eran amigos. A lo cual respondió don Quijote le perdonase, que no se las podía quitar jamás si no era para acostarse, que a eso le obligaban las leyes de su profesión. En esto, se asentó con gravedad, y ellos, que vieron su resolución, no quisieron porfiarle más; y así, después de haber tratado de lo que más le agradaba un rato, dijo don Quijote:

-Paréceme, señores, ya que habemos de estar aquí cuatro o seis horas, que pasemos el tiempo de la siesta con el entretenimiento de algún buen cuento sobre la materia que mejor les pareciere a vuesas mercedes.

Sentóse en esto Sancho, diciendo:

-Si no es más desto, yo les contaré riquísimos cuentos, que a fe que los sé lindos a pedir de boca. Escuchen, pues, que ya comienzo: «Érase que sera, en hora buena sea, el mal que se vaya, el bien que se venga, a pesar de Menga. Érase un hongo y una honga que iban a buscar mar abajo reyes...»

-Quítate allá, bestia -dijo don Quijote-; que aquí el señor Bracamonte nos hará merced de dar principio a los cuentos con alguno digno de su ingenio, de Flandes o de la parte que mejor le pareciere.

El soldado respondió que no quería replicar ni escusarse, porque deseaba servirles y dar juntamente materia para que alguno de aquellos señores contase algo curioso, supliendo la falta que de serlo ternía el siguiente trágico suceso.