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Segundo tomo del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha: Capítulo XVIII

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Segundo tomo del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
de Alonso Fernández de Avellaneda
El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
Tomo II, Parte VI
Capítulo XVIII

Capítulo XVIII

En que el ermitaño cuenta la baja que dieron los felices amantes en Lisboa por la poca moderación que tuvieron en su trato


»Es infalible que se llegue al cabo de a donde se saca algo, como dice el refrán, y no se eche. Dígolo, señores, porque como dieron tanta prisa las libertades de don Gregorio y sus juegos, y las galas de su doña Luisa y sus saraos, a desembolsar los dineros que habían traído de su tierra, sin que de ninguna parte ni de ningún modo les viniese ganancia, comenzaron, al cabo de los dos años dichos, a echar de ver ambos se iban empobreciendo; y hiciéronlo tan por la posta, que en breve les fue forzoso vender las colgaduras y aun muchas o todas las joyas de casa, tras lo cual vendió él tres o cuatro caballos que tenía, pero remedióse poco con su venta, porque con el dinero que sacó della, codicioso de ganar o picado de lo perdido, se fue a una casa de juego, do, tras perderle todo, vino a perder hasta un famoso ferreruelo que traía, siéndole necesario detenerse hasta la noche sin volver a su casa, porque no le viesen los que le conocían ir, como de hecho fue, en cuerpo por las calles.

»Y, llegando apesarado, corrido, pobre y sin capa a los ojos de su doña Luisa, que le aguardaba con harta necesidad, no tuvo ánimo la triste dama de reprehenderle su inconsideración, temerosa de no darle materia para que la dejase o hiciese alguna bajeza; antes, consolándole, dio orden de que vendiesen los negros, como lo hicieron. Pero acabáronse presto los dineros que sacaron dellos, parte con el gasto ordinario y parte con los excesos del juego de don Gregorio, que eran grandes (quizá por permisión divina, para reducirlos a su conocimiento mediante la necesidad), y llegaron al cabo a verse tales, que ni prenda que empeñar, ni pieza que vender tuvieron; con que el dueño de la casa, conociendo el peligro que corría la cobranza de sus alquileres, dio orden de ejecutarlos por ellos si no le daban por seguro algún abonado fiador. Fueles imposible hallarle; y así, hubo el galán de rematar con los vestidos de su doña Luisa, a la cual, viendo llorosa, desnuda, corrida y medio desesperada, dijo el pródigo mozo un día:

»-Ya veis, mi bien, lo que pasa y cuán imposible nos es vivir en esta ciudad sin notable nota della y vergüenza nuestra, por ser tan conocidos de la gente principal, de quien no tengo cara para amprarme. Muy sin consideración hemos andado en gastar tan sin tino lo que de nuestras tierras sacamos y sin mirar en lo que adelante nos podía suceder. Pero, pues para lo hecho no hay remedio, paréceme que lo que agora debemos hacer, previniendo mayores daños, es que, pues nos vemos tales, nos salgamos una noche, sin ser vistos, de Lisboa y vamos a dar cabo a la primer ciudad de Castilla, que es Badajoz, do, por no conocernos ni habernos visto con la pompa y fausto que los de Lisboa, podremos pasarlo mejor y con menos gasto. Que, pues vos tenéis tan buenas manos para cosas de labor, fácil será el ganar con ellas con que moderadamente vivamos, ya enseñando a labrar a algunas niñas y ya labrando para otros.

»Respondióle con no pocas lágrimas y sentimiento la triste dama que hiciese della cuanto fuese de su gusto, pues estaba ya dispuesta a seguirle en todo sin contradición alguna.

»Saliéronse, cual pueden pensar vuesas mercedes, de la gran Lisboa, haciendo su viaje a pie y sin más provisión ni ropa que la que llevaban a cuestas, yendo sin espada y en cuerpo don Gregorio, por la pérdida que había hecho de su capa en el juego. Pero lo que él más sintía era verse imposibilitado de poder llevar a caballo a su doña Luisa, que, por la aspereza de los caminos y delgadeza de sus pies, los llevaba abiertos y cribillados, por ir, como iba, con pobrísimo calzado, y necesitada, en fin, de pedir limosna por las puertas de las casas de los pueblos por donde pasaba, como también lo iba haciendo él, llenas sus plantas de vejigas.

»Llegaron, al cabo de algunos días, a Badajoz despeados, do, llegando, les fue forzoso irse a alojar por su gran pobreza al hospital, que era tanta, que si algunos compasivos pobres dél no les dieran de los mendrugos que por las casas habían recogido de limosna, quedaran la noche que llegaron sin cenar. Aquí fue el llorar, hecha otro hijo pródigo, de la afligida doña Luisa, y el considerar la abundancia que tenía en el monasterio de donde era priora; aquí el arrepentirse de haber salido tan inconsideradamente dél con don Gregorio, con tan grave ofensa de Dios y tan en deshonra de los linajes de entrambos; aquí, finalmente, el sollozar por la pérdida de la irrecuperable joya de la virginidad.

»Pasó la noche, en efeto, la aburrida señora lamentando con estraño sentimiento su desventura; tanto, que el afligido don Gregorio no le osaba hablar, antes, corredísimo y melancólico, se estaba escuchándola en un rincón del mismo aposento; y si algo decía, eran también endechas y pesares por los que padecía y esperaba padecer, sin esperanzas de poder volver en toda su vida a su tierra, en la cual era rico y regalado mayorazgo. Con cuya consideración y con la que tenía del sentimiento de sus padres, deudos y amigos, arrancaba de rato en rato un doloroso suspiro del centro de su afligida alma, con que enterneciera las piedras, maldiciendo su desconcierto, ciega determinación, locos amores y a los infernales gustos, y, finalmente, la primer vista de quien había sido causa total de tan fatales principios y del fin peligroso que ellos las vidas de su cuerpo y alma amenazaban.

»Pasada la noche en estas ocupaciones y sentimientos y venida la mañana, entró en el hospital un caballero mancebo, a quien tocaba reconocer aquella semana qué gente había entrado y dormido en él; que, para no dar lugar a que no se poblase de vagamundos, tenía esta cuerda providencia aquella ciudad de tener administradores que por semanas visitasen los peregrinos y se informasen de sus necesidades. Y, llegándose a doña Luisa, luego que la vio moza y hermosa, aunque mal vestida, le preguntó que de dónde era; y respondiendo ella, con muestras de vergüenza, que de Toledo, replicó él si conocía a tales y tales personas bien señaladas en dicha ciudad. Respondió la dama luego que no, porque había mucho tiempo que había salido de allá. Estando en esta plática, se les juntó don Gregorio, diciendo:

»-Esta mujer, señor mío, es natural de Valladolid y es mi esposa.

»-Pues ¿para qué -dijo el caballero- es menester mentir aquí? Muéstrenme acá la carta del casamiento, porque, si no son marido y mujer, serán muy bien castigados.

»Sacó luego su carta falsa don Gregorio y enseñósela, de la cual el caballero quedó satisfecho, y les preguntó que adónde caminaban, porque allí no podían estar más de sólo un día. Respondió don Gregorio que venían a aquella ciudad de asiento para vivir en ella.

»-¿Pues qué oficio tenéis? -replicó el administrador.

»Respondióle que no tenía oficio, pero que su mujer era labrandera, y quería allí, habiendo comodidad, enseñar a labrar a algunas niñas.

»-De suerte -dijo el caballero- que ella os ha de sustentar a vos. Harto trabajo tendréis ambos. Con todo, por amor de Dios, os llevaré hoy a mi casa y os daré en ella de comer hasta buscaros alguna comodidad con que vos y vuestra mujer, que parece honrada, podáis vivir en esta tierra.

»Mandó tras esto a un paje que los llevase a su casa. Agradeciéronselo mucho ellos; y por el camino, preguntando por las prendas de quien tanta merced les hacía, respondió el paje que era un mancebo rico y tan caritativo, que hacía los más de los días muchas limosnas; y así, que confiasen que él sin duda les buscaría adonde pudiesen vivir, y aun si fuese menester les pagaría el alquiler de la casa. Nueva fue ésta que les dio a ambos notable contento.

»El caballero les buscó, en saliendo del hospital, una razonable posada en que vivían unas costureras, y les hizo dar alquiladas una buena cama y algunas alhajas de casa, saliendo él a pagar el alquiler de todo cuanto los huéspedes, pare quien había de servir, no le pagasen. Hecha esta diligencia, se fue a mediodía a su posada, en la cual les hizo dar bien de comer; y, en comiendo, les llevó él proprio a la que les había buscado, donde le besaron las manos por ello y por un real de a ocho que les dio de limosna, con que pasaron aquella noche razonablemente.

»A la mañana, comenzó doña Luisa a preguntar a aquellas vecinas que quién le daría que labrar, porque ella no conocía a nadie en aquella ciudad; las cuales la respondieron:

»-Nosotras, con ser naturales de aquí y hacer, como dicen, pajaritos de nuestras manos, morimos de hambre. ¡Mirad qué haréis, señora, vos, venida de ayer acá! A la fe, hermana mía, que habéis llegado a muy ruin puesto para ganar de comer, como os enseñará la experiencia. Con todo eso, para dos o tres días -dijo la una-, yo os daré con que ganéis siquiera para pan.

»Agradecióselo ella, y comenzó a labrar en cierta obra que le puso en las manos, quedándose don Gregorio en la cama, pensando pasar mejor la hambre en ella que paseando. Esa mesma mañana se llegó el caballero, después de haber visitado el hospital, a saber de los dos forasteros; y, hallando acostado a don Gregorio, le dijo:

»-¿Qués, gentilhombre? ¿Cómo va? ¿Adónde está vuestra mujer?

»-Bien hasta agora me va -respondió él-, y ahí con la vecina está mi mujer, por quien pregunta vuesa merced; a quien suplico no se espante de no hallarme levantado; que el no tener andrajo de zapatos me obliga a ello.

»-No será tanto ésa la causa -dijo el a ministrador- cuanto poltronería.

»Y, volviendo las espaldas, se salió a ver a doña Luisa; y, sentándose en un taburete junto a ella, se la puso a mirar de propósito a las manos y rostro; y reparando en sus faciones y en la modestia con que estaba, le pareció la más hermosa mujer y más digna de ser amada que en su vida hubiese visto. Aficionósele luego, que es imposible deje la voluntad de amar a aquello que se le representa vestido de bondad, hermosura o gusto; y, rendido ya a sus partes, le preguntó con muestras de afición, por su nombre y la causa por que había dejado su patria. Respondió ella, sin levantar el rostro, con alguna turbación, que se llamaba doña Luisa, y que, por haber sucedido cierta desgracia a su marido en Valladolid, habían salido ambos huyendo a uña de caballo (cosa que le pesaba confesar, y que, por no hacerlo, había dicho al principio que eran de Toledo), y, habiendo dado cabo en Lisboa, habían vivido allí dos años, en el cual tiempo habían gastado no poca suma de dinero que consigo habían traído.

»-Por cierto, señora doña Luisa, que siento en el alma -dijo el caballero- veros empleada en quien tan poco os merece, como este picaronazo de vuestro marido, pues por una parte os veo hermosa y discreta, y considero por otra que él os ha de consumir y gastar lo poco que aquí ganáredes. Con todo, si queréis hacer por mí lo que os suplicare, os juro a fe de caballero de remediaros y favorecemos a ambos en cuanto pudiere, pues no puedo negar sino que os he mirado con buenos ojos, y de suerte están los míos enamorados de los vuestros, que ya vivo con deseo intenso de serviros y agradaros en cuanto pudiere. Y así, desde luego, os suplico me mandéis todo lo que fuere de vuestro gusto; que a todo acudirá el mío, sin querer mis fieles deseos más premio que verse admitidos de vuestra memoria, pues con sólo esa gloria juzgaré verme en la mayor que puedo desear. No perdáis, bellísima forastera, la ocasión que a vuesas desdichas ofrece en mis dichosos cuidados la fortuna, y advertid no es cosa que os pueda estar mal el hacerme mercé.

»-Agradezco cuanto puedo, señor -respondió ella-, la que ese valor me ofrece, sin haberla yo servido ni merecido; pero, siendo mujer casada y estando mi marido presente, en gravísimo yerro y peligro caería si le ofendiese. Y así por esto y, lo más principal, por lo que debo a Dios y a mí misma, suplico a vuesa merced desista de tal pretensión; y, en cuanto no tocare a ella, mándeme, que en todo verá mi debido agradecimiento.

»-Miraldo, señora, bien -dijo el mancebo-; que yo me encargo en dar orden cómo vuestro marido no lo sepa ni entienda. Y veis aquí por agora ese doblón para que cenéis esta noche; que dobles os los daré las que vinieren, como gustéis emplearlas en darme gusto, y no le terné hasta que mañana me deis la respuesta que deseo; y me le puede sólo causar el ser ella cual mi fe merece y esa beldad asegura.

»Constreñida doña Luisa de la necesidad, que es poderoso tiro para derribar las flacas almenas de la mujeril vergüenza, tomó el doblón, dándole por él no pocas gracias ni pocas esperanzas con recebirle, pues siempre quien lo hace se obliga a mucho.

Levantóse tras esto el administrador, y llamó aparte a la vecina más vieja de la casa y le dijo:

»-Si acabáis con doña Luisa que corresponda a mis ruegos y acete mis ofertas, os prometo, a ley de quien soy, de datos una saya de famoso paño, sin otras cosas de consideración. Pero eso rogádselo y persuadídselo con las mayores veras que pudiéredes; y si salís con la empresa, venid volando con la nueva a mi casa, que della llevaréis al punto las ofrecidas albricias.

»Aseguróle la astuta tercera serlo con las veras que dirían las obras; y, llegándose el caballero, oída esta respuesta, a la descuidada dama, le asió la mano y se la besó, sin que lo pudiese ella impedir, partiéndose luego. Comenzó, tras su ida, la solícita vieja a persuadir eficazmente a la perpleja señora, por saber ella más destos ensalmos que de los salmos de David. Y fue de suerte la batería que le dio, que, convencida della doña Luisa, le vino a responder que, como el negocio fuese secreto, procuraría servir cuanto pudiese a aquel caballero, con tal que él hiciese también por ella lo que le había ofrecido. Encargóse la vieja, agradecida a la respuesta, de tratar el negocio con igualdad y satisfación de ambas partes como el efeto mostraría.

»Entróse doña Luisa en su cuarto, por ser hora de comer, do contó punto por punto a don Gregorio cuanto con el caballero le había pasado; el cual le respondió que, atento que padecían estrema necesidad y que era imposible remediarla por otro camino, que condecendiese con su gusto; que para todo daba su consentimiento y daría el lugar necesario, con tal que le sacase cuanto pudiese, así en dineros como en joyas, fingiendo siempre temor y recelo y encargándole el secreto.

»Ya en esto había ido corriendo la vieja a ganar las albricias del enamorado caballero; y teniéndolas, y concertado con ella tratase con doña Luisa se viesen la siguiente noche, donde y como ella mandase, se efectuó todo así. Porque, fingiendo don Gregorio salirse de ciudad, dio ella entrada en su propria casa al caballero, el cual durmió con ella aquella y otras noches, dándole dineros y todo lo necesario para su sustento y reparo, con que pudieron ambos vestirse razonablemente.

»Publicóse el negocio, con escándalo del pueblo; que de ver el toldo de la dama, la bizarría de don Gregorio y la familiaridad con que trataba con el caballero, frecuentando las entradas de casa el uno del otro (que a todo lo allanó el gusto del natural y necesidad del forastero), nació el echar de ver todos tenía tienda la forastera de entretenimientos, la cual aumentó la ocasión de la murmuración con el engalanarse, ponerse a la ventana y gustar de ser vista y visitada, todo con consentimiento de don Gregorio, que ya no se le daba nada del medrar a costa de la votada honestidad, pero profanada escandalosamente, de la ciega religiosa. De quien de nuevo comenzaron a picarse otros tres mancebos ricos de la ciudad, admitiendo sus presentes, billetes y recados la dama, sin reparar en comprarlos a costa de su honra.

»Llegó el negocio a término que una noche, encontrándose todos en su calle, trabaron celosos una tan cruel pendencia, que della salió muerto un hijo de vecino principal. Prendió luego la justicia por indicio a todos los de la riña, depositando a doña Luisa en casa de un letrado. Y, al cabo de un mes que corrió la causa, no pudiéndose averiguar quién fuese el homicida, los sacaron a todos en fiado, dándoles la ciudad por cárcel. Don Gregorio fue quien peor libró, pues salió el postrero della, con sentencia de destierro perpetuo de Badajoz y su tierra; y hubiera de salir a la vergüenza por las calles, si la buena diligencia del administrador, su amigo, no lo remediara con dinero. Diole, en viéndole libre, todo lo que fue necesario para salirse de la ciudad y irse a la de Mérida, do le aconsejó se entretuviese regalando un par de meses, mientras él en ellos negociaba se le alzase el destierro, ofreciéndole se encargaba de mirar en ellos por doña Luisa como si fuera su propria hermana.

»Acetó de muy buena gana don Gregorio el partido, porque vio en él la puerta abierta para hacer lo que pretendía, que era dejar a doña Luisa, de quien ya estaba cansado, y arrepentido de la locura que había hecho de encargarse de tan impertinente carga; temiendo, si perseveraba en tal vida, no lo viniese a ser él de algún burro por las calles públicas de algún pueblo, o de alguna horca si se descubría su delito. Con todo, disimuló con ella, de quien se despidió encargándole el recato y honestidad y la diligencia en procurar se le alzase el destierro, o se fuese tras él a Mérida, do la esperaría, si no se podía negociar.

»Toda esta plática pasó delante del administrador, que gustaba ya de verle ausente, no menos que la dama, que deseaba lo mismo por tener más libertad para sus disoluciones. Todos, en efeto, deseaban una misma cosa, aunque por diferentes fines. Tomó don Gregorio de mano de su amigo más de quinientos reales, y con ellos y muy bien vestido se salió de Badajoz a pie para Mérida, ciudad que dista poco ella.»

-Par Dios -dijo Sancho- que eso de badajos y esotro que por su mal olor no lo oso nombrar declaran bien cuán gran puerco y badajo era ese don Gregorio, que dejó la monja entre tantos cuervos o demonios. El tuerto de esa pobre señora, mi señor don Quijote, será bien deshacer, pues ganaríamos en ello las catorce obras de misericordia. Y más le digo, que, si quiere ir luego allá, le acompañaré de muy buena gana, aunque sepa perder o dilatar la posesión del gobierno de la gran ínsula y reino de Chipre, que me toca por línea recta en virtud de la palabra de vuesa merced y de la muerte que ha de dar al soberbio Tajayunque, su rey, cuyo guante traigo bien guardado en esa maleta.

No se le encajaba mal a don Quijote el consejo de Sancho, y ya con él se le comenzaba a levantar la mollera, de suerte que si los circunstantes, que gustaban infinito de saber el fin del cuento, no le apaciguaran con buenas razones, echara el bodegón por la ventana y se fuera luego de allí, dejándoles en porreta. Pero, diciéndole el soldado Bracamonte que, en acabando de oír dónde y cómo quedaba aquella señora, le daba palabra de irle a acompañar en tan santa empresa (pues, no teniendo noticia más clara de sus cosas y sucesos, no le parecía acertado hacer la jornada, porque podría ser que cuando ellos llegasen a Badajoz, ya ella estuviese en otra parte), se sosegó don Quijote y ofreció grata atención a todo, obligándose a hacer la tuviese también su escudero.

Con esto, y con agradecérselo todos, y rogar tras ello al discreto ermitaño prosiguiese tan suspensa historia, seguro de que, aunque larga, no les cansaba, la prosiguió diciendo: