Segundo tomo del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha: Capítulo XXIII

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Segundo tomo del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha de Alonso Fernández de Avellaneda
El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
Tomo II, Parte VI
Capítulo XXIII

Capítulo XXIII

'En que Bárbara da cuenta de su vida a don Quijote y sus compañeros hasta el lugar, y de lo que les sucedió desde que entraron hasta que salieron dél


Salieron del pinar, a lo que Sancho acababa de decir las referidas simplicidades. Juntóseles don Quijote en el camino real, donde los esperaba haciendo mil discursos acerca del modo que tendría en llevar a la Corte a la que él tenía por reina Zenobia; y, luego que vio que ella llegaba al puesto en que la esperaba, la dijo con grande respeto y mesura:

-Suplico a Vuesa Majestad se sirva, poderosísima reina, de darnos cuenta, de aquí a que con la fresca lleguemos al vecino lugar, de quiénes fueron los follones que la robaron sus ricas joyas y la desnudaron de sus reales galas, dejándola atada con tanta crueldad en aquel árbol.

A lo cual respondió ella al punto.

-Vuesa merced, señor mío, ha de saber que, viviendo yo en Alcalá de Henares, en la calle que llaman de los Bodegones, con mi honrado y ordinario trato, quiso la fortuna, que siempre es contraria a los buenos, que viniese allí un mancebo de muy bonita cara y harto discreto, el cual entró dos o tres veces a comer en mi casa. Como le vi al principio tan cortés, prudente y bien hablado, aficionémele, que no debiera, de tal suerte, que no podía de noche ni de día sosegar sin verle, hablarle y tenerle a mi lado. Dábale de comer y cenar todos los días como a un príncipe, comprábale medias, zapatos, cuellos y aun los libros que me pedía, mirándome en él cual en un espejo. En fin, él estuvo en mí casa con esta vida más de un año y medio, sin gastar blanca suya y muchas mías. En este tiempo, sucedió que, estando una noche conmigo en la cama, me dijo como estaba determinado de ir a Zaragoza, adonde tenía parientes muy ricos; y que me prometía, si quería ir con él, que, en llegando allá, se casaría conmigo, por lo mucho que me amaba; y yo, que soy una bestia, creyendo sus engañosas palabras y falsas promesas, le dije que era contentísima de seguirle. Y luego comencé a vender mis alhajas, que eran dos camas de buena ropa, dos pares de vestidos míos, una grande arca de cosas de lienzo y, finalmente, todo lo demás que en mi casa tenía; de lo cual hice más de ochenta ducados, todo en reales de a ocho. Con ellos y notable gusto, nos salimos juntos una tarde de Alcalá; y, llegados al segundo día a la entrada del bosque de quien ahora acabamos de salir, me dijo nos entrásemos a sestear en él, que se quería holgar conmigo. ¡Así mala holgura le dé Dios en el alma y en el cuerpo! Pero no le quiero maldecir, porque quizá algún día nos toparemos y me pedirá perdón de lo hecho, y, como le quiero tanto, fácilmente le perdonaré. Seguíle, creyendo en sus razones, que no debiera; y en viéndome sola y en lugar tal y tan secreto, metió mano a una daga, diciéndome que si no sacaba allí todo el dinero que traía conmigo, que él me sacaría el alma del cuerpo con aquel puñal. Yo, que vi una furia tan repentina en la prenda que más quería en el mundo, no supe qué le responder, sino llorando, suplicarle que no hiciese tal alevosía; pero comenzóme a apretar tanto, sin hacer caso de mis justas razones y llorosas palabras, que, viendo tardaba en darle los ochenta ducados más de lo que su codicia permitía, empezó a decirme a voces, colérico: «Acabe de darme presto el dinero la muy puta, vieja, bruja, hechicera».

Sancho, que estaba escuchando con mucha atención a Bárbara, cuando le oyó referir tantos y tan honrados epítetos, le dijo:

-Y dígame, señora reina, ¿era acaso verdadero todo este calendario que le dijo el estudiante? Porque de sus hechos colijo que era tan hombre de bien, que por todo el mundo no diría una cosa por otra, sino la verdad pura.

-¡Cómo verdad! -replicó ella-. A lo menos, en lo que dijo de bruja, mintió como bellaco; que si una vez me pusieron a la puerta mayor de la iglesia de San Juste en una escalera, fue por testimonio que unas vecinas mías, envidiosas, por no más que sospechas, me levantaron. ¡Así levantadas tengan las alas del corazón, pues por ello me hicieron echar en la trena, donde gasté lo que Dios sabe! Pero vaya en hora buena, con su pan se lo coman; que a fe que me vengué, a lo menos de la una dellas, muy a mi salvo, pues a un perro que ella tenía en casa y con quien se entretenía, le di zarazas en venganza del dicho agravio.

Riéronse todos del dicho de Bárbara, y Sancho la replicó, diciendo:

-Pues ¡cuerpo de Poncio Pilatos, señora reina!, ¿que culpa tiene el pobre perro? ¿Fuese él acaso a quejar de vuesa merced a la justicia o levantóla el falso testimonio que dice? Que el perro sería muy bueno y no haría mal a nadie, y por lo menos sabría cazar alguna olla, por podrida que fuese. ¡Triste perro! Si no me quiebra el corazón de dolor su homicidio...

Don Quijote le dijo:

-Óyete, pécora, ¿por ventura conociste ni viste aquel perro? ¿Qué se te da a ti dél?

-¿Pues no quiere que se me dé -replicó Sancho-, si no sé si el honrado y mal logrado y yo éramos primos hermanos? Que el diablo es sutil, y donde no se piensa se caza la liebre; y como dicen, doquiera que vayas, de los tuyos hayas.

Y de aquí comenzó a ensartar refranes, de suerte que no le podían acallar; mas don Quijote suplicó a la reina Zenobia pasase adelante y no hiciese caso de Sancho, que era un animal.

-Pues como digo -prosiguió ella-, mi bueno de Martín (que así se llamaba la lumbre de mis ojos, nombre para mí bien aciago, pues tanta parte tiene Martín de martes) comenzó a darme prisa por el dinero, acompañando cada palabra injuriosa que me decía con un piquete en estas pecadoras nalgas, tal, que me hacían poner el grito en el cielo. Y así, viéndome tan apretada y considerando que si no hacía lo que me pedía, podría ser darme algún golpe peor que el que otro tal cual él me había dado en la cara por menos que eso, saqué todo mi dinero y díselo. Mas, no contento con él, me quitó una saya y corpiño y un faldellín harto bueno que traía vestido, y, atándome a un pino, me dejó de la manera que vuesas mercedes me han hallado, a quien pague Dios la merced que me han hecho.

-Pues en buena fe -dijo Sancho-, que si la desnudara un dedo más adentro, que la dejara hecha un Adán y Eva. ¡Oh hideputa, socarrón, bellaco! ¿No será bueno, señor don Quijote, que yo vaya por esos mundos en mi rucio buscando a ese descomunal estudiante, y que le desafíe a batalla campal; y, en cortándole la cabeza, la traiga espetada en el hierro de algún lanzón, y con ella entre en las justas y torneos con aplauso de cuantos me vieren? Pues es cierto que, admirados, han de decir: «¿Quién es este caballero andante?». Y con argullo creo les sabré responder: «Yo soy Sancho Panza, escudero andante del invicto don Quijote de la Mancha, flor, nata y espuma de la andantesca escudería». Pero no quiero meterme con estudiantes. ¡Délos a Bercebú! Que el otro día, cuando fuimos a las justas de Zaragoza, yo y el cocinero cojo llegamos a hablar a uno dellos al colegio, y me dio un demonio de otro un tan infernal pescozón en esto del gaznate, que casi me hizo dar de ojos. Y, como me abajé por la caperuza, acudió otro a las asentaderas con una coz tal, que toda la ventosidad que había de salir por allí, me la hizo salir por arriba, envuelta en un regüeldo: según dijo él mismo, olía a rábano serenado. Y no hube bien levantado la cabeza, cuando comenzó a llover sobre mí tanta multitud de gargajos, que si no fuera por que sé de nadar como Leandro y Nero... Pero un cararrelamido, que parece que aun ahora me le veo delante, me arrojó tan diestramente un moco verde, que le debía tener represado de tres días, según estaba de cuajado, que me tapó de suerte este ojo derecho, que me hube de salir corriendo y gritando: «¡Ah de la justicia!, que han muerto el escudero del mejor caballero andante que han conocido cuantos visten cueras de ante».

Llegaron en esto al lugarcillo, lo cual atajó las razones de Sancho; y, llegados a su mesón, se apearon en él todos por mandado de don Quijote, el cual se quedó en la puerta hablando con la gente que se había juntado a ver su figura. Entre los que allí a esto habían acudido, no habían sido de los postreros los dos alcaldes del lugar; el uno de los cuales, que parecía más despierto, con la autoridad que la vara y el concepto que él de sí tenía le daban, le preguntó, mirándole:

-Díganos vuesa merced, señor armado, para dónde es su camino y cómo va por éste con ese sayo de hierro y adarga tan grande; que le juro en mi conciencia que ha años que no he visto a otro hombre con tal librea cual la que vuesa merced trae. Sólo en el retablo del Rosario hay un tablón de la Resurreción, donde hay unos judiazos despavoridos y enjaezados al talle de vuesa merced; si bien no están pintados con esas ruedas de cuero que vuesa merced trae, ni con tan largas lanzas.

Don Quijote, volviendo las riendas a Rocinante hacía la gente que le tenía cercado en corrillo, dijo a todos con voz reposada y grave, sin reparar en lo que el alcalde le había dicho:

-Valerosos leoneses, reliquias de aquella ilustre sangre de los godos, que, por entrar Muza por España, perdida por la alevosía del conde Julián, en venganza de Rodrigo y de su incontinencia y en desagravio de su hija Florinda, llamada la Cava, os fue forzoso haberos de retirar a la inculta Vizcaya, Asturias y Galicia, para que se conservase en las inaccesibles quiebras de sus montes y bosques la nobilísima y generosa sangre que había de ser, como ha sido, azote de los moros africanos, pues alentados del invencible y gloriosísimo Pelayo y del esclarecido Sandoval, su suegro, amparo y fidelísima defensa, a cuyo celo debe España la sucesión de los católicos reyes de que goza, pues dél nació el valor con que los filos de vuestras cortadoras espadas tornaron cumplidamente a recobrar todo lo perdido y a conquistar nuevos reinos y mundos, con envidia del mismo sol, que sólo hasta que vosotros les asaltastes sabía dellos y los conocía, ya veis, ínclitos Guzmanes, Quiñones, Lorenzanas y los demás que me oís, cómo mi tío el rey don Alonso el Casto, siendo yo hijo de su hermana y tan nombrado cuanto temido por Bernardo, me tiene a mi padre, el de Saldaña, preso, sin querérmele dar; demás de lo cual, tiene prometido al emperador Carlomagno darle los reinos de Castilla y León después de sus días, agravio por el cual no tengo de pasar de ninguna manera; pues, no teniendo él otro heredero sino a mí, a quien toca por ley y derecho, como a sobrino suyo legítimo y más propincuo a la casa real, no tengo de permitir que estranjeros entren en posesión de cosa tan mía. Por tanto, señores, partamos luego para Roncesvalles y llevaremos en nuestra compañía al rey Marsilio de Aragón, con Bravonel de Zaragoza; que, ayudándonos Galalón con sus astucias y con el favor que nos promete, fácilmente mataremos a Roldán y a todos los Doce Pares; y, quedando en aquellos valles malferido Durandarte, se saldrá de la batalla; y por el rastro de la sangre que dejará, irá caminando Montesinos por una áspera montaña, aconteciéndole mil varios sucesos, hasta que, topando con él, le saque por sus manos, a instancia suya, el corazón, y se le lleve a Belerma, la cual en vida fue gavilán de sus cuidados. Advertid, pues, famosos leoneses y asturianos, que para el acierto de la guerra os prevengo en que no tengáis disensiones sobre el partir de las tierras y señalar de mojones.

Y, volviendo en esto las riendas a Rocinante, y apretándole las espuelas, se entró furioso en el mesón, gritando:

-¡Al arma, al arma; que con los mejores de Asturias sale de León Bernardo, todo a punto de guerra, a impedir a Francia el paso.

Toda la gente se quedó pasmada de oír lo que el armado había dicho, y no sabían a qué se lo atribuir: unos decían que era loco, y otros no, sino algún caballero principal, que su traje eso mostraba; tras lo cual, querían todos entrarse dentro a tratar con él; pero el ermitaño se puso a la puerta en resistencia, diciéndoles:

-Váyanse, señores, con Dios, que este hidalgo está loco, y le llevamos a curar a la casa de los orates de Toledo. No nos le alteren más de lo que él se está.

Oídas estas razones al venerable ermitaño, se fueron al punto cuantos allí estaban; y, llevando Sancho a Rocinante a la caballeriza, se entraron don Quijote y los demás de su compañía en un aposento, donde le ayudaron a desarmar Bracamonte y el ermitaño, con cuyo manto buriel estaba cubierta la buena Bárbara, sentada en su presencia en el suelo, a la cual viendo don Quijote dijo:

-Soberana señora, tened un poco de paciencia, que muy en breve seréis llevada a vuestro famoso imperio de las Amazonas, siendo primero coronada por reina del vicioso reino de Chipre, en cuya pacífica posesión os porné en matando su tirano dueño, el valiente Bramidán de Tajayunque, en la Corte española. Que para eso con toda diligencia entraremos mañana en la fuerte y bien murada ciudad de Sigüenza, en la cual os compraré unos ricos vestidos, en cambio de los que aquel alevoso príncipe don Martín os quitó contra toda ley de razón y cortesía.

-Señor caballero -respondió ella-, beso a vuesa merced las manos por la buena obra que sin haberle servido me hace; yo quisiera ser de quince años y más hermosa que Lucrecia para servir con todos mis bienes habidos y por haber a vuesa merced; pero puede creer que, si llegamos a Alcalá, le tengo de servir allí, como lo verá por la obra, con un par de truchas que no pasen de los catorce, lindas a mil maravillas y no de mucha costa.

Don Quijote, que no entendía la música de Bárbara, le respondió:

-Señora mía, no soy hombre que se me dé demasiado por el comer y beber; con eso a mi escudero Sancho Panza. Con todo, si esas truchas fueran empanadas, las pagaré y las llevaremos en las alforjas para el camino; aunque es verdad que mi escudero Sancho, en picándosele el molino, no dejará trucha a vida.

La buena señora, como vio que don Quijote no le había entendido, se volvió al soldado, que se estaba riendo, y le dijo:

-¡Ay, amarga de mí, y qué moscatel es este caballero! Mucho quizá ha comido; menester habrá, si va a Alcalá, acepillar un poco el entendimiento, que le tiene muy gordo.

-¿Qué dice Vuesa Alteza de gordo? -dijo don Quijote.

-Que no lo está vuesa merced mucho -respondió ella- decía, señor; cosa que me maravillo de quien tiene tan buena condición.

-Señora -replicó don Quijote-, de tres géneros de gente murmuraba mucho un filósofo moderno que yo conocí: del médico sarnoso, del letrado engañado y del que emprende largos caminos y pleitos siendo gordo. Y, pues yo emprendo, por mi profesión de caballero andante, las dos últimas cosas dichas, no será bien que esté gordo; porque el estarlo es de hombres ociosos y que viven sin cuidados; y así, no es posible engordar más de lo que lo estoy, teniendo tantos como tengo.

Tratando desto, entró Sancho corriendo, dando una mano con otra y diciendo:

-¡Albricias, señor don Quijote, albricias! ¡Buena nueva, buena nueva!

-Yo te las prometo -dijo don Quijote-, hijo Sancho, y más si son las nuevas de que ha parecido aquel estudiante que robó a la gran reina Zenobia.

-Mejor -respondió Sancho- es la nueva.

-¿Es, por ventura -añadió don Quijote-, que el gigante Bramidán de Tajayunque está en el lugar y me busca para acabar la batalla que entre los dos tenemos aplazada?

-Mejor sin comparaciones -replicó Sancho.

-Dínosla, pues, presto -dijo don Quijote-; que si es de tanta importancia como dices, no te faltarán buenas albricias.

-Han de saber vuesas mercedes -respondió Sancho- que dice el mesonero (y no burla, porque yo lo he visto por mis ojos) que tiene para que cenemos una riquísima olla con cuatro manecillas de vaca y una libra de tocino, con bofes y livianos de carnero y con sus nabos; y es tal, en fin, que, en dándole cinco reales de contado y a letra vista, se verná ella misma a cenar por sus pies con nosotros.

Don Quijote le dio una coz, diciendo:

-¡Miren el tonto goloso, las nuevas de importancia que nos traía! Las albricias dellas le diera yo de muy buena gana con un garrote, si por aquí le hubiera a mano.

Entró, cuando esto decía don Quijote con cólera, muy sin ella el mesonero, diciendo:

-¿Qué es lo que vuesas mercedes quieren cenar, señores? Que se les dará luego al punto.

Don Quijote le dijo que para él le trajese dos pares de huevos asados, blandos, y para aquellos señores lo que a ellos les pareciese; pero que aderezase algún faisán, si le tenía a mano para la reina Zenobia, porque era persona delicada y regalada, y le haría daño otra cosa. Miró el mesonero a la que don Quijote llamaba reina, y dijo:

-¿No es vuesa merced la que cenó anoche con un estudiante y nos dijo que iba a casarse con él a Zaragoza? Pues ¿cómo ayer, como este caballero dice, no era Zenobia (aunque sí novia del tan falto de barbas cuanto de vergüenza) y agora lo es? A fe que anoche no cenó de faisán, sino de un plato de mondongo que consigo trajo de Sigüenza, envuelto en una servilleta no muy limpia, ni tampoco se nos hizo reina.

-Hermano -respondió ella-, yo no os pido nada. Traed de cenar, que lo que todos estos señores cenaren, cenaré yo también, pues este caballero nos hace a todos merced.

Fue el mesonero y púsoles la mesa, y cenaron todos, con mucho contento de Sancho, que servía, yéndosele los ojos y el alma tras cada bocado de sus amos. Levantados los manteles, mientras él se fue a cenar, quedando todos sobre mesa, dijo el ermitaño a don Quijote:

-Vuesa merced, señor, nos la ha hecho grandísima a mí y al señor Bracamonte en este camino, y por ella quedamos ambos obligadísimos; pero, porque ya nos es forzoso irnos por otra parte, él de aquí a Ávila, de donde es natural, y yo a Cuenca, habrá vuesa merced de servirse de darnos licencia y mandarnos en dichas ciudades en cuanto se le ofreciere y viere le podemos servir, pues lo haremos como lo debemos y con las veras posibles; y lo mismo ofrecemos a su diligente escudero Sancho.

Don Quijote le respondió que le pesaba mucho perder tan buena compañía; pero que si no se podía hacer otra cosa, que fuesen sus mercedes con la bendición de Dios, mandando a Sancho que les diese un ducado a cada uno para el camino, el cual ellos recibieron con mucho agradecimiento. Y don Quijote les dijo:

-Por cierto, señores, que entiendo verdaderamente que a duras penas se podrán hallar tres sujetos tales como los tres que habemos caminado desde Zaragoza hasta aquí, pues cada uno de nosotros merece por sí grande honra y fama; porque, como sabemos, por una de tres cosas se alcanzan en el mundo las dos dichas: o por la sangre, o por las armas, o por las letras, incluyendo en sí cada una dellas la virtud, para que sea perfecto cumplimiento. Por la sangre, el señor Bracamonte es famoso, pues la suya es tan conocida en toda Castilla; por las armas, yo, pues por ellas he adquirido tanto valor en el mundo, que ya mi nombre es conocido en toda su redondez; y por las letras, el padre, de quien he colegido que es tan grande teólogo, que entiendo sabrá dar cuenta de sí en cualesquier universidades, aunque sean las salmantina, parisiense y alcaladina.

Sancho, que en acabando de cenar se había puesto en pie detrás de don Quijote a escuchar la conversación, salió diciendo:

-Y yo, ¿de qué tengo fama? ¿No soy también persona como los demás?

-Tú -respondió don Quijote- tienes fama del mayor tragón goloso que se haya visto.

-Pues sepan -replicó Sancho-, burlas aparte, que no solamente me toca a mí uno de los nombres que cada uno de vuesas mercedes tiene y con que se hacen famosos, sino que lo soy por todos tres juntos, por sangre, por armas y por letras.

Rióse don Quijote, diciendo:

-¡Oh simple! ¿Y cómo o cuándo mereciste tú tener alguno de los renombres que nosotros, por excelencia, tenemos, para que vuele tu fama como la nuestra por el orbe?

-Yo se lo diré a vuesas mercedes -dijo Sancho-, y no se me rían, ¡cuerpo de mi sayo! Lo primero, yo soy famoso por sangre, porque, como sabe mi señor don Quijote, mi padre fue carnicero en mi lugar, y cual tal, siempre andaba lleno de la sangre de las vacas, terneras, corderos, ovejas, cabritos y carneros que mataba, y siempre traía llenos della los brazos, manos y delantal. Por las armas también soy famoso, porque un tío mío, hermano de mi padre, es en mi tierra espadero, y agora está en Valencia, o donde él se sabe, y siempre él anda limpiando espadas, montantes, dagas, puñales, estoques, cuchillos, cuchillas, lanzas, alabardas, chuzos, partesanas, petos y morriones y todo género armorum. Por las letras también, un cuñado mío es encuadernador de libros en Toledo, y siempre anda con pergaminos escritos y envuelto entre librazos tan grandes como la albarda de mi rucio, llenos de letras góticas.

Levantáronse todos riendo de las necedades de Sancho y fuéronse a acostar cada uno donde el huésped los llevó.