Sin rumbo: 05

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Sin rumbo de Eugenio Cambaceres


- V -[editar]

Entregado Andrés a su negro pesimismo, minada el alma por la zapa de los grandes demoledores modernos, abismado el espíritu en el glacial y terrible «nada» de las doctrinas nuevas, prestigiadas a sus ojos por el triste caudal de su experiencia, penosamente arrastraba su vida en la soledad y el aislamiento.

Insensible y como muerto, encerrado dentro de las paredes mudas de su casa, días enteros se pasaba sin querer hablar ni ver a nadie, arrebatado en la corriente destructora de su siglo, pensando en él, en los otros, en la miseria de vivir, en el amor -un torpe llamado de los sentidos-, la amistad -una ruin explotación-, el patriotismo -un oficio o un rezago de barbarie-, la generosidad, la abnegación, el sacrificio -una quimera o un desamor monstruoso de sí mismo-, en el cálculo de la honradez, en la falta de ocasión de la virtud; y nada ni nadie hallaba gracia ante el fuero inexorable de su amargo escepticismo. Ni aun el afecto de la madre, hijo tan solo del propio sufrimiento al ver sufrir a los hijos; ni aun Dios, un absurdo espantapájaros inventado por la collonería de los hombres.

Y era un desequilibrio profundo en su organismo, desigualdades de carácter, cambios bruscos, infundados, irritaciones sin causa ni razón, las mil pequeñas contrariedades de la existencia exasperándolo hasta el paroxismo de la ira, determinando en él una extraña perturbación de facultades, como un estado mental cercano de la locura.

Durante las lentas y abrumadoras horas de la siesta, en la escasa media luz de sus postigos entornados, repentinamente solía tirarse de la cama y abrir su balcón de par en par.

A la vista de la tierra reseca y partida en grietas por el sol, de los pastos abatidos y marchitos, en presencia del viento exhalando el monótono gemido de su voz al desgarrarse en su choque contra las copas de los árboles, o levantando a lo lejos la espiral de negros remolinos como humaredas del campo en combustión, un fastidio inaguantable, un odio, una saciedad de aquel cuadro mil veces contemplado lo invadía.

Daba un golpe rabioso a la ventana, echaba aldaba a los postigos y en las densas tinieblas de su casa convertida en un sepulcro, se arrojaba de espaldas a la cama y fumaba, fumaba incesantemente, unos tras otros paquetes enteros de cigarrillos turcos, su tabaco favorito, o en un rincón, sentado, los codos sobre las rodillas, la cabeza entre las manos, permanecía ensimismado e inmóvil largo tiempo.

De pronto, un deseo violento de salir, de andar, una fiebre, un furor de movimiento lo asaltaba.

Ensillaba él mismo su caballo y, contra el viento, el sombrero en la nuca, lagrimeándole los ojos, silbándole los oídos, galopaba, corría, devoraba locamente las distancias.

O la pasión de la caza llegaba a absorberlo por completo y se levantaba entonces al alba y en su afán de matar y de hacer daño, ganaba el campo.

Los altos de aves, de patos, de batitúes, de perdices, eran arrojados después a los perros y a los cerdos. Su paladar no podía soportar esas comidas.

Otras veces, en sus horas de calma y de quietud, como si su mal compadecido, de tarde en tarde, hubiese querido hacerle la limosna de una tregua, tendido sobre su hamaca a la sombra de los paraísos de la quinta, una pequeñez, una nada lo atraía; cualquier ínfimo detalle de la vida animal en sus manifestaciones infinitas.

Eran, ya las largas filas de hormigas yendo y viniendo por la cinta gris de sus caminos, deteniéndose, cruzando las patas, como dándose la mano al encontrarse y prosiguiendo luego, atareadas, unas con carga, otras de vacío su trabajo paciente y previsor.

Ya el hábil manejo, la cábula astuta de los sapos, en su guerra sin cuartel contra las moscas, tirándoles a traición, en un descuido, la certera estocada a fondo de sus lengüetazos.

Ya, algún hornero arruinado por la maldad de los hombres o la inclemencia del tiempo, caída y rota su casa, obligado a levantarla de nuevo, trabajando acá y allá, contra el pozo, en el borde de los charcos y, una vez hecha la mezcla, preparado el material, volando a emplearlo en el edificio admirable de su nido con la ayuda de su pico, como un albañil con la de su cuchara.

Una tarde, después de comer, había salido Andrés, fumaba frente a su casa.

De pronto, sintió un tumulto, dio vuelta y vio a Bernardo, su gato, su bestia preferida, el único ser entre los seres que lo rodeaban, para el cual, por una aberración acaso lógica del estado mórbido de su alma, tenía siempre un mimo, una caricia, perseguido de cerca por el perro del capataz.

Como una pelota de goma, el animal acosado, loco, saltó, se subió a la copa de un árbol, junto a un nido de benteveos.

La hembra, entonces, alarmada, creyendo en una agresión, encrespó furiosa las plumas; gritaba, se agitaba, golpeaba desesperadamente el pico contra un gajo.

El gato, por su parte, haciendo caso omiso de aquella vana hojarasca y todo estremecido por la inminencia del peligro, clavaba las uñas en el árbol y los ojos en el suelo donde, lamiéndose el hocico y sacudiendo la cola con un movimiento nervioso de culebra, su terrible adversario lo acechaba.

Un momento se detuvo Andrés a contemplar la escena.

Era eso el orden, la decantada armonía del universo; ¡era Dios aquello, revelándose en sus obras!...

Pero, bruscamente, tomando parte él también en la querella, entró a la casa, sacó su revólver y dejó tendido al perro de un balazo.

Luego, trepado al árbol con el auxilio de una escalera de podar que había allí cerca:

-¡Pobrecito Bernardo, casi me lo han muerto! -dijo alargando a éste la mano suavemente.

A su contacto, el gato, ofuscado, dio vuelta y le metió las uñas.

-¡Canalla! -exclamó Andrés-, esas son las gracias que me das, es así como me pagas... ¡Pareces hombre tú!