Sin rumbo: 16

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- XVI -[editar]

Dos días después tuvo lugar el debut.

El teatro lleno, bañado por la luz cruda del gas, sobre un empedrado de cabezas levantaba su triple fila de palcos, como fajas de guirnaldas superpuestas, donde el rosado mate de la carne se fundía desvanecido entre las tintas claras de los vestidos de baile.

Encima, la cazuela, inquieta, movediza, bullanguera, sugiriendo la idea de una gran jaula de urracas. Más arriba, la raya sucia del paraíso.

Tras el telón, en la escena, los egipcios y los negros de Amonasro, confundidos, hablaban, se paseaban.

De pronto, sin reparo, eran llevados por delante; dos maquinistas cruzaban al trote con un trasto a cuestas, deshacían los grupos a empujones.

Al golpe de un martillazo se agregaba una blasfemia, el crujir de la madera alternaba con las risotadas y los gritos.

El director de escena trataba en vano de imponer silencio. El escenógrafo, parado bajo el arco de boca, observaba el efecto de un lienzo nuevo, combinaba la luz con el gasista.

Los amigos de la Empresa, entrometidos, estorbaban, se mezclaban al tumulto, de paso se les iba la mano con alguna bailarina, mientras en el confuso tropel de los últimos momentos, el toque de la campana, anunciando la hora, ahogaba el eco de la voz de los artistas que desde sus camarines se ensayaban:

-Vea, mire como tiemblo -dijo la Amorini a Andrés, sola con éste en su salita; y le alargó la mano, una mano cargada de sortijas, afilada, carnosa, blanda, suave.

Era cierto, le temblaba, estaba fría.

Él, sin contestar, se la apretó con dulzura:

-¡Que vergüenza, tener miedo, vd.! -exclamó afectando burlarse de ella.

-Qué quiere... ¡amor propio de artista! Cuando se ha conquistado un nombre, se teme comprometerlo. Hoy, un debut me cuesta más que al principio de mi carera.

Y, retirando con suavidad la mano que Andrés, lejos de soltar, mantenía oprimida entre las suyas, fue y se sentó en frente, a pocos pasos.

Los ojos de aquel se detuvieron entonces en el pie de la primadonna, cuyos dedos se dibujaban calzados por los dedos de seda de la media, en la inflexión elegante de su pierna, a la vez esbelta y gruesa, que el recogido de su pollera de Aida descubría hasta más arriba de la rodilla.

Andrés la analizaba con el golpe de vista seguro y rápido de los maestros, curiosa y encendida la mirada, y el pie, y los dedos del pie sobre todo, así ceñidos, a pesar suyo lo atraían, secretamente provocaban su lascivia en un refinamiento de extravío sensual.

Pero ella:

-¿Qué mira? -dijo encogiéndose de pronto y llevándose el vestido hacia adelante.

-Lo que el público entero va a mirar... ¿Por qué me quiere privar a mí de lo que concede a todos?

-¡Oh! el público... el público no me importa... el público no es nadie por lo mismo que son todos. Sola aquí con vd., es otra cosa... no puedo... me da vergüenza... hizo la artista mimosamente, con una graciosa mueca de infantil coquetería.

La puerta acababa de abrirse empujada con violencia:

-Marietta, Marietta mía -entró diciendo muy afligido Gorrini-, van a alzar el telón, ¿estás ya pronta?

-Sí, estoy pronta ya, di que pueden empezar, voy al instante -repuso aquella despidiendo con un gesto al «primodonno».

Luego, mientras delante del espejo, emocionada y nerviosa, daba el último toque a los detalles de su toilette:

-¿Va a su palco?

-¡Cómo no!

-Sí, sí, vaya, lo miraré, su presencia me dará valor... Aunque, no -cambió después bruscamente-, quédese, voy a cantar muy mal, lo siento, no vaya le suplico, si me silban no quiero que esté vd.

Y dando un afanoso y hondo suspiro y apretándose el corazón como para que no se le saltara del pecho, salió envuelta en un amplio chal que la sirviente al pasar le había echado sobre los hombros.

-¡Loca linda!... -pensó Andrés viéndola alejarse-. Bueno... que más... le haremos el gusto!... Me iré a conversar con Solari.

En la seguridad de encontrar a éste, se dirigió a la sala de la empresa.

Era una pieza a la que el pasadizo de salida daba acceso y que había sido amueblada con trastos viejos del teatro.

Allí se refugiaba el empresario en las situaciones difíciles y allí estaba.

Sentado en un sillón monumental de yeso blanco con filetes amarillos, el tradicional sillón de los Alfonsos y de los Silva de antaño, encendía un cigarrillo negro, lo fumaba, lo mascaba, se le apagaba, lo volvía a encender, lo tiraba y sobre ese, empezaba otros.

Profundamente preocupado, ansioso, febriciente, esperaba el momento supremo de la prueba, el fallo inapelable del soberano.

La primadonna, entre tanto, acababa de entrar en escena.

Los aplausos de unos pocos saludándola, habían sido sofocados por un «¡pst!...» imponente, universal que sonó en el ámbito de la sala como si abriéndose las puertas, la hubiese cruzado de pronto una gran ráfaga de viento.

Tentado de mortificar al empresario, de divertirse un momento a costa de éste meciéndolo:

-«¡Hum! -empezó Andrés con un gesto de mal augurio-, parece que el aumento de precios va haciendo su efecto...

-¿Quieren que me arruine, entonces, que yo no viva? ¡Quieren que les dé la crema de los artistas y no los quieren pagar!...

-También tiene razón vd. en lo que dice... Pero vaya a hacerle entender razones al público... No le entran ni a garrote; lo sangran y se enoja.

-Que me subvencionen... ¡esta es la cosa!...

-Claro.

-Natural...

-Ahí van a concluir... -siguió Andrés, llamando la atención del empresario y aplicando el oído a los ecos perdidos de la escena-, aguarde... a ver si aplauden.

Nada. Hubo un silencio helado, sepulcral.

-Francamente, ¡yo soy furioso! -exclamó Solari clavando los ojos en el techo y tirando con rabia el pucho de su negro.

-Deje de estarse afligiendo antes de tiempo, hombre... mire que es maula vd... Ahora viene la romanza, espérese, puede que estalle la bomba.

En efecto, al terminar Aida su frase: «numi pietá del mio martir!» el teatro entero, como sacudido por la descarga de una pila, rompió en aplausos estruendosos, prolongados, repetidos.

Varias veces la primadonna fue aclamada:

-¡No le dije! si el público suele ser como mancarrón bichoco; lo que necesita es que se le calienten las macetas.

-Vamos a ver nosotros también; ¡ché, yo me entusiasmo! -y loco de alegría, relampagueándole los ojos, el empresario, corrió a su palco.

Durante los pasajes de efecto, se mostraba muy ufano. Mientras se cantó el tercer acto, fue y ocupó la silla del medio.

Abierta y plácida la expresión de su semblante, cruzaba los brazos sobre el antepecho, inclinaba el cuerpo hacia adelante, enviaba a los artistas la caricia de sus miradas simpáticas y sonrientes, y volviendo la cara hacia la sala, orgulloso, como diciendo al público: «¡Qué tal!» él era el primero en batir palmas.