Sin rumbo: 17

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Sin rumbo de Eugenio Cambaceres


- XVII -[editar]

Hubo cena después de la función celebrando el triunfo.

En la sala de uno de los departamentos del primer piso, ocupado por la diva en el Hotel de la Paz, una mesa largamente servida había sido preparada.

La caoba de los muebles y la pana mordoré, las cortinas ajadas de un blanco sospechoso, las cenefas polvorientas, la luna turbia de los espejos, el reloj y los candelabros de zinc, los paños de crochet, la alfombra sucia y escupida, todo ese tren inconexo y charro de ajuar de hotel, hasta el papel desteñido, desprendiéndose de las paredes por las esquinas, arriba, parecían afectar un aire alegre de fiesta en la profusa iluminación de la vasta pieza.

El lugar de honor había sido reservado para Andrés.

A la izquierda de la Amorini se sentaba el empresario.

En frente, a uno y otro lado del marido, la soprano ligero y la Machi.

Venían después, pêle-mêle, Grassi, los demás artistas de la compañía y algunos italianos amigos de Solari.

El obsequio ofrecido por Andrés a la Amorini, expuesto en una de las cabeceras del salón, monopolizaba las miradas, fue, durante los primeros momentos, el tema obligado de la conversación.

Sobre un simple pie de boj, una cinta volante de violetas. En medio, las iniciales de la artista. Las letras eran de camelias blancas; los puntos, dos enormes solitarios de brillantes.

Gorrini, placentero, explicaba, insistía en alta voz sobre los detalles, elogiaba el exquisito gusto de la idea; los hombres y las mujeres contemplaban atraídos.

La Machi sobre todo, seducida, subyugada, como si la fuerza de un misterioso imán irresistiblemente determinara el movimiento de sus ojos, solo los apartaba de las piedras para fijarlos sobre Andrés.

En la expresión absorta de su rostro, algo como un mal encubierto reflejo de celos y de envidia parecía asomar.

El fuego de su mirada negra se velaba por momentos, su boca, malamente contraída en una tiesura de los labios, en vano se esforzaba por mostrarse risueña y complacida.

Y las piedras brillaban como dos pedazos del sol entrando por el agujero de una llave...

Andrés, sin detenerse en aquella muda escena, sin que se le ocurriese sospechar siquiera las impresiones que agitaban a su vis-a-vis, tranquilamente había empezado a tomar unas cucharadas de caldo.

De pronto, sintió que un pie tocaba el suyo, como solicitando su atención. La Amorini, inclinada, murmuraba disimulando sus palabras:

-Observe a la Machi, sufre, la rabia la devora.

-¿Sufre?... ¿por qué? -preguntó Andrés ingenuamente, del todo ajeno a las pequeñas miserias de aquella guerra entre mujeres.

-¿Por qué? Nada más que porque Vd. ha tenido la fineza de ser galante conmigo y ella, ¡la pobre! no ha recibido ni una flor. Porque es así no más, porque es mala y porque me odia.

-¿Sí? -repuso él maquinalmente, distraído por el expresivo avance de su vecina, mientras resuelto a no dejar pasar la ocasión que de suyo se le brindaba, adelantaba su pierna hasta rozar primero, hasta oprimir después la pierna de la prima donna, que ella no retiró.

Sin embargo, la conversación había empezado a animarse haciéndose general.

Se habló, naturalmente, de teatros y de artistas. Todos eran malos, detestables, infames, con excepción de los presentes.

Guadagno se proclamó sencillamente el primer tenor del siglo.

Solari, muy formal, aseguró que él había tenido el talento de reunir la flor y nata de los cantores.

La Scala y Colón eran hoy las dos primeras escenas líricas del orbe; Buenos Aires, el Petersburgo del arte musical.

Los elogios se prodigaban, los parabienes se cruzaban.

Se insistió acerca del éxito soberbio del estreno, bebiéndose a él muchas copas de Champagne.

La interpretación del papel de Aida fue objeto, por parte de los amigos italianos, de felicitaciones ardientes y entusiastas, que la Amorini, indolentemente apoyada al respaldar de su silla, se dignaba acoger con una benévola sonrisa de satisfacción en los labios.

El intenso sacudimiento nervioso de una noche de debut, el natural sentimiento de orgullo por el triunfo alcanzado, acaso la presencia de un hombre como Andrés, despertando todos sus secretos instintos de mujer en esos momentos de dulce y profunda lasitud que siguen al lleno de las grandes aspiraciones, daban a su semblante, a su actitud, a los movimientos blandos de su cuerpo, a sus posturas pegajosas de gata morronga, un exquisito sabor sensual.

Su boca entreabierta, mostrando el esmalte blanco y húmedo de los dientes, era una irresistible tentación de besos, sus ojos cansados, ojerosos, un manantial de lujuria.

Algo como el acre y capitoso perfume de las flores manoseadas se desprendía de toda su persona.

Pero Andrés, para quien las palabras de la prima donna habían sido una especie de alerta, halagado en su amor propio, a la vez que estimulado por la belleza tosca y vulgar de la contralto, directamente había empezado a responder a las marcadas insinuaciones de que se veía objeto, diciéndose que no era en suma de despreciar aquel macizo pedazo de carne.

Sin amor, sin querer, sin poder tenerlo, apenas movido por un débil interés carnal, esa y la otra y todas eran lo mismo.

Buscaba solo en el favor de las mujeres, de cualquiera mujer, una mera distracción, una tregua, siquiera fuese pasajera, al negro cortejo de sus ideas, al tormento de su obsesión moral.

Avezado, por lo demás, hecho a ese género de empresas, iniciado en todos los secretos resortes del amor ligero, llevaba a tambor batiente su campaña.

Mientras, dueño del campo por un lado, enredaba entre las suyas las piernas de la soprano, arrojaba a la contralto el dardo agudo de sus miradas, derramaba sobre ella como un fluido misterioso, el irresistible hechizo de sus ojos, cuya elocuencia muda encerraba un mundo de promesas.

Pero, de pronto, desprendiéndose de Andrés en un movimiento brusco:

-D'uno spergiuro non ti macchiar, prode t'amai; non t'amerei spergiuro! -lanzó la primera de aquellas dos mujeres modulando rabiosamente la frase del maestro, haciendo vibrar en su voz todo el profundo acento de despecho de que en ese instante se sentía dominada:

-Brava, brava! -exclamaron los otros en coro, extraños a la causa de aquella insólita explosión, y creyendo en una reminiscencia de artista orgullosa de su triunfo-, magníficamente, prosiga Vd. señora Amorini.

-¡Cómo es eso de prosiga Vd.! -intervino Solari con viveza, haciendo pesar sus derechos de empresario-, niente affatto! mañana hay función.

-Ya que el señor Solari se opone a que yo cante, toque Vd. señorita Machi, Vd. que es una completa profesora en todo -dijo entonces la prima donna apoyando con marcada intención sobre la última palabra.

Luego, mientras los invitados dejaban sus asientos y, en grupos, rodeaban el piano, donde la contralto correctamente había empezado a preludiar, estrechando a Andrés bajo el arco de una ventana:

-No quiero -dijo la Amorini con voz precipitada y seca-, que vuelva Vd. a mirar a la Machi como lo acaba de estar haciendo.

-¡Yo, señora!

-¡Oh! es inútil que finja. Los he estado observando y he visto todo.

-Y bien, suponiendo que así sea -repuso Andrés sin rodeos, decidido a tomar la plaza por asalto, a sacar partido del estado de nerviosa exaltación en que se hallaba la artista-, si accedo a lo que me pide, ¿qué me va a dar Vd. en cambio?

-Todo, con tal de que no vuelva a hacer el amor a esa mujer.

-¿De veras, todo?

-Todo -repitió ella con firmeza

-Espéreme sola mañana aquí.

-¿Y mi marido?

-Despídalo con un pretexto cualquiera.

-¡Sola, aquí, en un hotel!... Nos pueden sorprender, es imposible.

-Salga, en tal caso.

-¿Adónde?

-Mire, tenga confianza en mí. Mañana, a la hora que Vd. me indique, un carruaje la va a aguardar allí, a la vuelta, frente a la pared del convento -dijo Andrés designando la calle de Reconquista.

-Mañana no; mañana canto.

-Pasado mañana, entonces, a las tres.

-Pasado mañana, sea -exclamó ella como resolviéndose de pronto, después de un momento de vacilación y de duda.

-Pero, ¿me promete, no es verdad, me jura ser mío, exclusivamente mío? -insistió apretándole la mano con pasión.

-Se lo juro.