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Sin rumbo: 18

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- XVIII -

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En la calle de Caseros, frente al zanjeado de una quinta, había un casucho de tejas medio en ruina.

Sobre la madera apolillada de sus ventanas toscas y chicas, se distinguían aún los restos solapados de la pintura colorada del tiempo de Rosas.

Sin salida a la calle, un portón contiguo daba acceso al terreno cercado todo de pared y comunicando con el cual tenía la casa una puerta sola.

Por ella, se entraba a una de las dos únicas habitaciones del frente, cuyo interior hacía contraste con el aspecto miserable que de afuera el edificio presentaba.

Era una sala cuadrada grande, de un lujo fantástico, opulento, un lujo a la vez de mundano refinado y de artista caprichoso.

El pie se hundía en una espesa alfombra de Esmirna.

Alrededor, contra las paredes, cubiertas de arriba abajo por viejas tapicerías de seda de la China, varios divanes se veían de un antiguo tejido turco.

Hacía el medio de la pieza, en mármol de Carrara, un grupo de Júpiter y Leda de tamaño natural.

Acá y allá, sobre pies de ónix, otros mármoles, reproducciones de bronces obscenos de Pompeya, almohadones orientales arrojados al azar, sin orden por el suelo, mientras en una alcoba contigua, bajo los pesados pliegues de un cortinado de lampás vieil or, la cama se perdía, una cama colchada de raso negro, ancha, baja, blanda.

Al lado, el cuarto de baño al que una puerta secreta practicada junto a la alcoba conducía, era tapizado de negro todo, como para que resaltara más la blancura de la piel.

Sobre uno de los frentes, un gran tocador de ébano mostraba mil pequeños objetos de toilette: tijeras, pinzas, peines, frascos, filas de cepillos de marfil.

Allí recibiría Andrés a sus amigas; allí esperó a la Amorini.

Al subsiguiente día de la cena y poco después de la hora fijada, el portón, abierto de par en par, se cerraba sobre un carruaje de alquiler que acababa de entrar.

Andrés, entonces, saliendo de la casa, corrió a abrir la portezuela.

Pero como la prima donna, que en él llegaba, recelosa ante el aspecto poco hospitalario de aquel sitio, mirando con desconfianza titubeara:

-Venga..., no tema... -exclamó Andrés alargándole la mano para ayudarla a bajar.

Tuvo, al poner el pie en el umbral, un gesto de sorpresa:

-¿Por qué tan lindo aquí y tan feo afuera?

-Porque es inútil que afuera sepa lo que hay adentro.

-¿Vd. vive aquí?

-A ratos -dijo Andrés y se sonrió.

Algunos instantes trascurrieron en la inspección minuciosa del recinto; en el cuarto de toilette, en el examen curioso de las telas, de los bronces, de los mármoles, de las riquezas acumuladas por Andrés.

Por fin, después de haber entornado los postigos al pasar cerca de la ventana, delicadamente tomó aquel de la cintura a la Amorini y la sentó en un diván.

Le desató la cinta de la gorra, el tapado, empezó a sacarle los guantes.

Entonces, con aire pesaroso, en un aparente tono de tristeza, como si arrepentida de lo que había hecho, un remordimiento la asaltara:

-¿Qué va a pensar Vd. de mí -empezó ella desviándole la mano con dulzura-, qué va a creer? Va a figurarse sin duda que yo soy como las otras, como una de tantas mujeres de teatro...

Un beso audaz, traidor, uno de esos besos que se entran hasta lo hondo, sacuden y desarman a las mujeres, cortó de pronto la palabra en los labios de la artista.

Estremecida, deliciosamente entrecerró los ojos.

Andrés continuó besándola. Le besaba la cara, las orejas, la nuca, le chupaba los labios con pasión, mientras poco a poco, sobrexcitándose él también, en el apuro de sus dedos torpes de hombre, groseramente le desprendía el vestido, hacía saltar los broches rotos del corsé.

Ella, caída de espaldas, encogida, murmuraba frases sueltas:

-No..., déjeme... mi marido... me hace daño... ¡no quiero!...

Débilmente entretanto se defendía, con la voluntad secreta de ceder, oponía apenas una sombra de resistencia.

Medio desnuda ya, Andrés la abrazó del talle y la alzó.

Sin violencia la prima donna se dejó arrastrar hasta la alcoba. Los dos rodaron sobre la cama.

Él seguía despojándola del estorbo de sus ropas. Ella ahora le ayudaba. Enardecida, inflamada, febriciente, arrojaba lejos al suelo la bata, la pollera, el corsé, se bajaba las enaguas.

Era un fuego.

Arqueada, tirante en la cama, encendido el rostro, los ojos enredados, afanoso y corto el resuello, abandonaba a las caricias locas de su amante, su boca entreabierta y seca, la comba erizada de su pecho, su cuerpo todo entero.

-Más... -murmuraba agitada, palpitante, como palpitan las hojas sacudidas por el viento-, más... -repetía con voz trémula y ahogada-, te amo, te adoro... más... -ávida, sedienta, insaciable aun en los espasmos supremos del amor.