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Sin rumbo: 28

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- XXVIII -

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Era grande su hijo, grande y poderoso.

Había vencido, había llegado, oprimía con orgullosa planta las alturas, las masas subyugadas lo endiosaban, tenía en su mano el cetro de los genios.

Y él, Andrés, su padre, lo contemplaba...

Pero incoherente luego, informe, como se borran las imágenes en un teatro de sombras chinescas, la luminosa visión se disipaba envuelta en las caprichosas redes de la fantasía, y de la vaga y opaca nebulosa provocada por el sueño en el cerebro de Andrés, repentinamente un monstruo se desprendía.

Un monstruo horrible, un enano deforme, de piernas flacas y arqueadas, de cabeza desmedida, de frente idiota.

Los músculos tirantes, inyectadas las venas del pescuezo, como a extremo de reventar bajo la piel amoratada y fofa, en el enorme esfuerzo, un sonido inarticulado atinaba solo a salir de su garganta, estridente, agrio, semejante al grito avieso de la lechuza.

Había una plaza... mucha gente.

El monstruo echaba a correr, se convertía en un chancho, retozaba, se perdía en el tumulto, entre las piernas de los hombres, bajo las polleras de las mujeres, y hombres y mujeres derribados por él, caían unos sobre otros, en montón.

Luego, más allá, en un claro, aparecía de nuevo, saltaba, era un escuerzo ahora, se hinchaba, se agrandaba; los otros se echaban sobre él, se empeñaban en aplastarlo a tacazos.

Pero Andrés desesperado lo defendía, a empujones, a golpes ensanchaba el claro, contenía a la muchedumbre, se arrojaba jadeante encima de él, le hacía un escudo con su cuerpo, y como amparan las comadrejas acosadas a sus crías se lo echaba al seno y disparaba.

Una algazara salvaje lo perseguía entonces. Gritos, alaridos, carcajadas:

-¡Su hijo, su hijo, es su hijo!

Él humillado, confundido, rojo de rubor y de vergüenza, pero lleno el corazón de amor, de un amor desnatural, insensato, de un sentimiento inhumano, imposible, absurdo, loco, afanosamente se alejaba con su preciosa y repugnante carga, seguía huyendo con el escuerzo en el seno.

La impresión de aquella piel pustulosa y fría de reptil en contacto con su piel, todo entero lo erizaba, la rechifla sangrienta, el grito atroz:

-¡Su hijo, su hijo, es su hijo! -como el cintarazo de una verga zurriaba en sus oídos.

Vacilaba, tropezaba, sin saber cómo se enredaba y caía debatiéndose en el suelo presa de una angustia horrible...

Y la grita mientras tanto se acercaba, atronadora, infernal, semejante al rugido de una ráfaga de borrasca.

Su angustia redoblaba, se arrastraba oprimido sin poderse levantar, le faltaba aire, se ahogaba, se moría.

Prodigiosamente, sin embargo, sus piernas adquirían la elasticidad y la fuerza de un resorte de acero. Volaba entonces; y zanjas, pueblos, campos, paredes, ríos, todo pasaba revuelto, turbio, confundido en una velocidad vertiginosa de bala, todo quedaba allá, lejos, a trasmano, un gran silencio se hacía, una quietud, una inconciencia poco a poco lo invadía, dulce, lenta, progresiva, como la extinción del brillo de una braza bajo la ceniza que gradualmente la cubre.

Y todo, todo era mentira. Ni él tenía hijo, ni había existido tal monstruo; el enano, el chancho, el escuerzo, eran quimeras, vanos delirios de su mente en una hora de pesadilla.

Y soñando al fin que había sido un sueño aquello, acababa por soñar que se encontraba en viaje, que se iba a Europa, que estaba a bordo, tranquilamente acostado en su camarote del vapor.

De pronto, en un balance, creyó que el buque se tumbaba. Sobresaltado, se sentó y abrió los ojos...

El carruaje acababa de ladearse, sumido hasta la maza en una encajadura vieja de carreta.