Sin rumbo: 29

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Sin rumbo de Eugenio Cambaceres


- XXIX -[editar]

Había escampado.

Una raya de luz partía en dos el horizonte, se divisaba al oeste como un arco iris acostado.

Las nubes, después de descargar su enorme peso de agua sobre el suelo, livianas, se remontaban. Bajo el espacio ensanchado, la calma empezaba a renacer.

Los gallos, desde las casas, cantaban aleteando; se escuchaba a la distancia el balido de las majadas; desconfiados, los teros observaban, se hacían chiquitos en lo seco, mientras agarrando el campo por suyo, las manadas de yeguas, friolentas, con los pelos parados, retozaban entre el agua.

Era como una aurora de vida y de alegría.

Medio dormido aún, asomó Andrés el cuello por uno de los cristales:

-¿Qué pasa? -preguntó.

-Que nos hemos encajado, señor; pero no ha de ser nada, vamos a prender las cuartas.

Y metiéndose los dedos en la boca, el cochero, de pie sobre el pescante, dio un silbido agudo y prolongado llamando a los dos peones que arreaban la tropilla.

Andrés miró el reloj: eran las doce.

En medio día había andado apenas diez leguas y le faltaban otras diez.

Apuró de nuevo a su gente:

-¡A ver, esas cuartas si se mueven, parecen napolitanos vds.!... -gritó a los de la tropilla que en ese instante se acercaban.

Ellos, en silencio, se bajaron y cincharon preparando sus lazos.

Largo rato se perdió en sacar el coche. Uno de los caballos, redomón y pesado ya, no tiraba; lo mudaron. La otra cuarta se cortó en un cimbronazo a destiempo; fue necesario echarle un nudo, ponerla de dos.

Pronto todo en fin, el cochero desde arriba, revolcando el látigo, animó con la voz a sus dos yuntas, se oyó el chasquido de unos cuantos rebencazos, los animales hicieron pie, y el carruaje, en un crujido, como si lo arrancara el tirón un grito de dolor, empezó a moverse despacio, pesadamente salió de su honda encajadura y el lento viaje pudo continuar.

Más tarde, frente a una pulpería, Andrés quiso dar un resuello a los caballos, dijo a sus hombres que almorzaran.

Él mismo bajó, recordó que había pasado más de veinte y cuatro horas sin comer, prefiriendo ese largo ayuno y el pan y el pedazo de queso criollo que le iban a vender, a los guisos del hotel donde el día antes se había limitado a pedir una taza de café.

Largas horas se sucedieron luego, hastiosas, cansadoras, avanzando el carruaje a duras penas por una zona de tierras anegadizas, teniendo que relevar los caballos trecho a trecho, y solamente al caer la noche pudo llegar Andrés al arroyo limítrofe de su campo.

Allá, en frente, la ancha faja de monte de la estancia se proyectaba desigual y caprichosa sobre la recta matemática del suelo, alzándose abultada al seguir el arranque impetuoso de los álamos, deprimida en la espesura chata de los sauces y paraísos. Semejante en la penumbra a algún enorme cuerpo de animal echado.

Y cerca, a la izquierda, junto a las eses de plata del arroyo, el rancho de Donata coronaba una eminencia, quebraba en su blanco mojinete los últimos rayos de la luz crepuscular.

Los peones, de a caballo, tanteaban la hondura buscando un paso.

Andrés entretanto, atraída la mirada, se había apeado.

Una insólita impresión lo dominaba en presencia de aquel cuadro familiar a sus ojos sin embargo. Una emoción desconocida y extraña inmutaba su semblante.

De pie, junto al carruaje, paseaba la vista lentamente, obstinadamente, de la estancia a la población del puesto y de éste a aquella.

Al fin, inmóvil, absorto en la contemplación del rancho, palpitándole el pecho, apretada la garganta, como si un mundo de sentimientos se despertara en tumulto desde el fondo de su corazón aletargado, sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas que no podía, que no sabía llorar él, el descreído...

Y la blanca imagen de su hijo atravesó el cristal turbio de su llanto.

Pero, bruscamente, al oír a su lado la voz de uno de los peones, avergonzado dio la espalda.

Su entereza, su orgullo de hombre se resistía a que lo sorprendiera así, llorando, otro hombre:

-¿Qué quiere? -dijo.

-Vamos a tener que nadar, patrón, el arroyo no da paso.

-Nadaremos.

-Pero, la volanta, es fácil que se vuelque en la mucha juria de la correntada.

-¿Y para qué están los caballos? Bájese y présteme el suyo -exclamó Andrés vuelto ya de su emoción, recobrando un completo dominio sobre él mismo.

-Se va a mojar, señor...

-¡Y de ahí, qué hay con eso!

-Como disponga, patrón, vd. es dueño.