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Sin rumbo: 33

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Segunda parte

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- XXXIII -

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Dos años después próximamente, en uno de esos días blancos de primavera, cuando la luz del sol se derrama como un inmenso riego y la savia fermenta en las fibras de las plantas, y en ese otro parto, al fin de esa otra gestación, revientan las yemas de los brotes, Andrés, recostado en el jardín de su estancia, junto a la entrada de la casa, acababa de cerrar el libro cuyas hojas recorría.

Sus grandes ojos azules no mostraban ya el resplandor triste y sombrío que, cual un reflejo fiel del estado de su alma, los cruzara en otro tiempo alterando la ingénita expresión de su mirada y, como al través de un agua muerta se ve el fondo, en la serena trasparencia de aquellos ojos habría podido penetrarse el misterio encerrado en aquella alma.

Su hija se había acercado, agitada, ella, nerviosa, conmovida, ofreciendo en su actitud un singular contraste con la inalterada calma de su padre.

En su carita trigueña de higo de tuna, perfecta como un perfil de Meissonnier, sus ojos brillaban encendidos por la cólera, unos ojos grandes y azules también, de un azul de zafiro en la engarzadura negra de las pestañas:

-¡Papá, papá mío!

-Mi hija querida, ¿qué le pasa, qué dice vd.?

Era una triste y lamentable historia:

Mariquita -su juguete predilecto, su muñeca- tenía frío; ella la había acostado en la cama; estaba haciendo «nono» y no estaba sucia, era mentira, estaba limpia; pero Tiyita decía que estaba sucia, y era «mu» mala Tiyita, y la quería lavar con jabón a la pobre Mariquita, y ella no quería y Tiyita sí quería, ¡y ella se había enojado y le había dicho a Tiyita que no y no y no!... y venía a contarle a Papá para que también Papá se enojara y le hiciera «nana» a Tiyita con el látigo del caballo de Papá...

Todo un cuadro, una escena, una parodia de humanas tribulaciones, una trágica explosión de precoz maternidad, un proceso intentado contra la tía Pepa por sevicias y malos tratamientos a la menor de cautchuc.

Andrés entretanto, embelesado, no se cansaba de contemplar a la niñita.

Su hija, su Andrea en quien todo lo cifraba, su hija, cuya sola aparición, cuyo solo nacimiento había bastado a revelarle, a él viejo y descreído, a él cansado de vivir, el secreto de otra vida, de otra existencia desconocida y nueva: esa en la que también se sufre porque el destino es sufrir, pero se hace y se deja sufriendo y se goza dejando.

Ella, la dulce criatura que le había enseñado a amar y a perdonar, a no ver sino lo bueno en los demás, a buscar solo lo honrado y lo puro de los otros, como buscan los pulmones el oxígeno del aire.

¡Ella, en fin, su genio bienhechor, la hechicera cuyo mágico poder de encantamiento había tenido el prodigioso don de trasformarlo, de convertir sus odios en un amor infinito, amor a los hombres, a los animales, a las cosas, a él, al mundo, a todo!

-Venga mi ricura -exclamó por fin levantándose al ver que Andrea, llenos los ojos de lágrimas y la boca de pucheros, esperaba acongojada y ansiosa el fallo reparador de la justicia.

Y alzándola en sus brazos y cubriéndola de besos:

-Tiene muchísima razón vd.; es una pícara su tía, venga ¡vamos a ponernos furiosos con ella!

En vano alegaba la tía Pepa el deplorable y lastimoso estado en que yacía Mariquita, overa de hollín por habérsele ocurrido a su dueña meterla en el caño de la chimenea, al jugar con ella a las escondidas; en vano exhortaba al padre a no ceder, redoblaba sus esfuerzos en encarecer las negras consecuencias de un acto de criminal debilidad; en vano, convertido a la razón por la sana dialéctica de la tía, intentó Andrés revestirse de energía y amonestar a la niñita.

Fue necesario, al fin, que humillara la cerviz ante el poder soberano, que afectara reñir a la culpable, que fingiese castigar la, que solemnemente jurara esta no atentar en lo futuro contra la persona sagrada de la muñeca, protestando renunciar a su proyecto, el más bárbaro suplicio en el sentir de Andrea, el refinamiento más perverso de crueldad que pudiera concebir la mente humana. ¡Si lo sabría ella, infeliz!... ¡todas las mañanas la lavaban!

-Mal hecho, Andrés, muy mal hecho -insistía la tía Pepa, con esa rara sensatez de las mujeres para las cosas pequeñas de la vida-, ¡ya te pesará después, cuando sea grande!

Acuérdate de lo que te digo: esta criatura va a ser víctima de su carácter, desgraciada por su genio, y tú y nadie más que tú será el culpable...

-Pero, ¡si es tan buena mi pobre hija!

-No sostengo yo lo contrario, es cierto, tiene un corazón de ángel la pobrecita, lo que no impide que estés haciendo de ella una muchachita insoportable de mal criada.

-¿Qué, quiere que la rete, que la maltrate, que sea un tirano con ella?

-¡Dios me libre, angelito! no digo eso, sino que por el bien mismo de tu hijita, haces mal en prestarte ciegamente a todos sus caprichos y en consentirla así.

-¡Mire qué noticia, como si no lo supiera uno!... ¡Sabe que es magnífica vd. tía! Asegúremela contra incendios, garántame que no se me va a morir y ya verá como la enderezo yo, como hasta capaz soy de bajarle los calzones y de pegarle una soba en el culito... Pero mientras eso no suceda y mi hija sea mortal y me vea expuesto yo a perderla, se lo he dicho muchas veces y se lo repito ahora: pedirme que use de rigor con ella es pedirme algo imposible. ¡Déjela que haga y deshaga, mi tía vieja, no sea mala! -decía mimosamente Andrés, buscando atraerse a la tía Pepa-, que tire y rompa, y tizne a la muñeca y a vd. y a mí también, si se le antoja, que todo eso poco importa. ¡Déjela que haga su gusto en vida mientras pueda, déjela gozar que para sufrir le sobra tiempo!... -acababa por exclamar con una expresión de dolorosa y honda melancolía en el semblante.