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Sin rumbo: 34

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- XXXIV -

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Y era eso, en medio de la felicidad de que gozaba, una alarma, una sorda aprensión, un miedo extraño, un vago y confuso terror al afrontar con la mente el porvenir, las mil vicisitudes del destino.

Pensaba en la triste condición de la mujer, marcada al nacer por el dedo de la fatalidad, débil de espíritu y de cuerpo, inferior al hombre en la escala de los seres, dominada por él, relegada por la esencia misma de su naturaleza al segundo plan de la existencia.

Y los viejos oráculos de Andrés, sus grandes maestros, Voltaire, Rousseau, Buchner, Schopenhauer, llegaban de nuevo a posesionarse de su espíritu, a reaccionar en él bajo la influencia de su antiguo escepticismo, del que no le había sido dado emanciparse por completo, del que algo había quedado en el fondo de su ser, como algo, algún vestigio queda siempre de todas las dolencias que labran profundamente el organismo.

¿Qué suerte correría su pobre Andrea, pagaría su deuda sufriendo ella también?

Su pureza, su gracia, su hermosura, todos esos pasajeros bienes de la edad florida, con que la naturaleza parece complacerse en enriquecer a la mujer a expensas de todo el resto de su vida, ¿de qué le servirían?

¿Algún ser digno, acreedor a poseerlos, algún hombre leal, honrado, bueno, iría a cruzarse por acaso en mitad de su camino?

La larga y pesada cadena de padecimientos que constituyen la herencia de las madres, los dolores salvajes del parto, los azarosos cuidados de la infancia, ¿tendrían un premio por ventura, una justa y merecida recompensa en la consideración y el afecto del marido, en el cariño y el respeto de los hijos?

Y sí, movida por el genio egoísta y avaro de la especie, dispuesto siempre a posponer el bien del individuo al logro de sus fines, ciega y fatalmente se dejara arrebatar por la pasión, llegara a darse toda entera sin condiciones ni reservas, ¿qué sería de ella después, qué quedaría de su grande, de su noble y sublime sacrificio, tarde o temprano desamparada y sola, condenada a apurar la hiel de los desengaños, abandonada por esa fuerza inexorable y cruel?

Nada; ni aun la satisfacción de un apetito carnal torpe y grosero.

Pero, ¿dependía de él que así no fuera, estaba en su mano el evitarlo, la educación, el ejemplo algo importaban, el tierno y solicito interés, la prédica amorosa y constante de los padres, tenían virtud bastante a contrariar la influencia misteriosa de leyes eternas y fatales?

No. Antes que los intereses aislados y transitorios de sus miembros, estaba el interés absoluto de la especie, su derecho primordial a conservarse, su voluntad inquebrantable de existir, netamente acusada en el móvil inconsciente y secreto de las pasiones humanas, en el ascendiente irresistible de la juventud y la belleza, armas supremas, de defensa en la sempiterna lucha de la naturaleza por la vida.

¿De dónde, pues, esas teorías estúpidas y monstruosas, esa titulada moral del libre arbitrio, esa pretendida traición de la mujer a una fe que no había debido, que no había podido jurar, cómo, con qué sombra o apariencia de razón declararla responsable de culpas que no eran tales y que, aun cuando lo fuesen, no eran suyas, por qué hacerla igual al hombre, por qué atribuirle derechos que no era apta a ejercitar, por qué imponerle obligaciones cuya carga la agobiaban?

La limitación estrecha de sus facultades, los escasos alcances de su inteligencia incapaz de penetrar en el dominio profundo de la ciencia, rebelde a las concepciones sublimes de las artes, la pobreza de su ser moral, refractario a todas las altas nociones de justicia y de deber, el aspecto mismo de su cuerpo, su falta de nervio y de vigor, la molicie de sus formas, la delicadeza de sus líneas, la suavidad de su piel, la morbidez de su carne, ¿no revelaban claramente su destino, la misión que la naturaleza le había dado, no estaban diciendo a gritos que era un ser consagrado al amor esencialmente, casi un simple instrumento de placer, creado en vista de la propagación sucesiva y creciente de especie? ¡Ah! ¡cuánto más sensatos y más sabios eran los pueblos del Oriente, cuánto mejor, más llevadera la suerte de la mujer bajo esas leyes, traducción fiel de las leyes naturales!

Libres de la carga de su propia libertad, sometidas al hombre ciegamente, dedicadas solo a la crianza de sus hijos, a las tareas familiares del hogar, su intervención en las cosas del mundo no llegaba más allá, su vida entera se concretaba al espacio encerrado entre los muros impenetrables del harem, y por eso precisamente eran menos desgraciadas, hallaban como cumplir su destino único en la tierra, tenían un dueño, un amo, un señor encargado de velar por ellas, dispuesto siempre a protegerlas.

Y, sinceramente, llegaba Andrés hasta hacer con Schopenhauer una calorosa apología, una defensa ardiente de la poligamia como institución humana, a encarecer su bondad, a suprimir con su auxilio una inmensa parte de los males inveterados en el organismo de las naciones cristianas.

La prostitución, esa asquerosa llaga del cuerpo social; la ilegitimidad de los hijos, esa irritante injusticia; el celibato de la mujer, esa absurda esterilización de fuerzas en las clases superiores, esa inhumana condena al más bárbaro de los presidios en las clases proletarias: cientos de miles de infelices desheredadas de la suerte, obligadas a arrastrar, para ellas y sus bastardos, una vida miserable de privaciones y trabajos.

Insensiblemente se dejaba luego llevar en el vuelo de sus ideas, se trasportaba con el pensamiento al sagrario de los hogares musulmanes, invocaba el testimonio unánime de las mujeres europeas que habían sido admitidas a penetrar en esas moradas encantadas del amor sensual, cuya descripción hacía soñar con el paraíso de Mahoma.

Él mismo recordaba haberse sentido extrañamente impresionado al contemplar una noche a una de las mujeres del Khedive.

Era en el teatro del Cairo; ocupaba un asiento de orquesta, sobre el proscenio.

De pronto, oyó un rumor sordo y confuso, un prolongado frou frou de vestidos de mujer. Dio vuelta y, entre las sombras de una pila de palos enrejados, creyó ver como grupos de espectros blancos que se agitaban.

La curiosidad lo llevó naturalmente a dirigir el anteojo hacia ese lado, alcanzando distinguir entonces en el primer avant-scêne de la derecha, cerca de él, las formas de una espléndida mujer.

Era joven, alta, blanca, de ojos negros, grandes; en el pelo, en el cuello, en las orejas, llevaba gruesas piedras de brillantes, y de la majestad serena y suave de su rostro parecía irradiar como una luz de luna...

¡Quién sabe si la dicha, si es que dicha había en vivir, no estaba allí!

¡Quién sabe si no habría valido más para su Andrea ver la luz en ese suelo, bajo la influencia de esas costumbres, al amparo de esas leyes!...

¡Quién sabe!...

El vano empeño del hombre por descifrar la incógnita de su existencia, ese escollo inconmovible y mudo ante el cual está escrito que ha de estrellarse la inteligencia humana; su estéril, su eterna lucha contra lo imposible, se renovaba entonces en Andrés, y, en el inmenso y prolongado esfuerzo, enardecido, afanoso por saber, desesperado de ignorar, su cabeza se perturbaba, sus ideas, como las ideas de un loco, se agitaban sin orden ni hilación, se entrecruzaban dolorosas como chuzas que le clavaran en la sien.

Maldecía en esas horas de ofuscación y de extravío, renegaba de su suerte que lo había hecho padre.

Por él, obligado ahora a vivir en obsequio de su hija, reatado a la existencia por ese nuevo vínculo de hierro, sin ni siquiera ser dueño de su bulto, libre de acabar por agujerearse el cráneo...

¡Por ella, la infeliz! condenada a recorrer la vía crucis de su sexo.

Y un sentimiento desnatural y salvaje lo invadía, emanado de la intensidad misma de su afecto, y llegando a imaginarse convencido de que mil veces preferible a todo es el reposo absoluto de la tumba, en bien de la niñita, él, su padre, iba por momentos hasta anhelar su fin...

¡Extraña, curiosa aberración! y temblaba, sin embargo, en presencia del más remoto asomo de peligro para la vida de su hija, y se estremecía por ella, horrorizado a la idea sola de la muerte, ese enemigo implacable y traidor que no se ve, emboscado entre las sombras del futuro, pero cuya presencia se siente y se adivina, como se siente el abismo al atravesar el mar, como se adivina el precipicio al cruzar de noche el camino de la montaña.