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Sin rumbo: 37

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- XXXVII -

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Un calor sofocante había reinado todo el día.

Al ocultarse el sol y mientras soltaban del tendal las últimas ovejas esquiladas, se vio parecer allá, en el horizonte, una mole enorme de sombras.

Parecía venir rodando por el campo, imponente, fantástica, monstruosa.

Súbitos resplandores la atravesaban, como llamaradas entre la espesa humareda de alguna inmensa quemazón.

Cambiaba de color. Era oscura primero, casi negra; luego azul, luego gris, de un gris sucio y terroso al acercarse.

De pronto, silbó el viento, los árboles crujieron, se sacudieron, una nube de hojas voló entre una nube de polvo; gruesas gotas salpicaron el suelo, sonaron como tiros en el techo de hierro del galpón, acribillado un momento después por la descarga incesante y furiosa de la lluvia.

Poniéndose los ponchos, tapándose con mantas, con jergas, con cueros de carnero, los peones, interesados y mensuales, a un grito de Andrés corrieron al palenque y subieron a caballo.

Él mismo montó dando el ejemplo y salió a escape, hecho ahora a esa vida, a esas fatigas, habituado a no excusar el contingente de su persona, a ser el primero siempre en los trabajos, ávido de lucro, dominado por la idea del oro, por una ciega ambición de acumular, de aumentar indefinidamente su caudal.

Corrió a los puestos, a las haciendas, abandonadas durante la esquila al cuidado de mujeres y muchachos, expuestas a que el azote del viento las dispersara, a que el frío matara las ovejas despojadas de su manto protector.

Empleó la tarde entera en dirigir a los peones, acudiendo él personalmente de un lado a otro, juntando puntas de animales extraviados, arreando las majadas, haciéndolas rodear entre las pajas y dándoles así un abrigo para el caso de que el viento se llamara al Sud y la tormenta se trocara en temporal.

Por fin, después de haber impartido las órdenes que su experiencia y su práctica le sugerían, de noche ya, con el caballo rendido y fatigado él mismo, llegó de vuelta a la estancia.