Sin rumbo: 40

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- XL -[editar]

Fueron mortales para Andrés las horas que trascurrieron.

Pasado el primer momento de nerviosa excitación, provocado en él por la inminencia misma del peligro, su valor, su firmeza de hombre, poco a poco lo abandonaron, se sentía desfallecer en una zozobra invencible, y amilanado y cobarde en presencia de aquel cuerpo de criatura enferma, un desaliento profundo lo invadió.

No, no había remedio, toda esperanza era vana, el crup no perdonaba, nadie escapaba de sus garras...

Recordaba ejemplos de familias conocidas, personas de su relación, amigos suyos cuyos hijos habían muerto de esa horrible enfermedad, éste, aquél, diez, cien, uno entre otros, amante, idólatra de los suyos... y había enterrado a dos de sus criaturas ése, el mismo día.

¡Ah! si era cierto que había un Dios y si así castigaba Dios a los buenos, ¡qué derecho tenía él, Andrés, para atreverse a esperar la protección del cielo!

Su hijita se le iba a morir, debía morirse, era fatal, lo sentía, lo sabía...

A la luz vacilante del velador, en aquella pieza que horas antes encerraba para Andrés toda la dicha de la vida, como una sombra delante de la cama de la niñita iba y venía.

Febriciente, en la impaciencia de la espera consultaba el reloj a cada paso.

Villalba debía haber pasado ya el arroyo, seguido la huella, dejado a tras mano la pulpería... ¡Como no fuese a errar el rumbo con aquella noche infame!...

La violencia del dolor lo embargaba por momentos, se llevaba las manos al cuello como queriendo arrancarse la opresión que anudaba su garganta, los ojos se le llenaban de lágrimas, tenía que hacer esfuerzos sobrehumanos para contenerse, para reprimir un deseo loco de estallar, de ponerse a llorar a gritos, como una mujer, como una criatura.

El medicamento, sin embargo, parecía haber provocado una reacción favorable; la respiración era menos afanosa, la tos había cesado, en una calma relativa pudo la niñita adormecerse.

Pero un cambio repentino no tardó en sobrevenir; un recrudecimiento del mal se declaró al amanecer, después de algunas horas de reposo, cuando alucinado el padre por esa aparente mejoría, recobraba la esperanza, se decía que eran infundados, insensatos sus temores, que en un exceso de amoroso celo, había visto alzarse el fantasma helado de la muerte allí donde existía solo un riesgo remoto y pasajero, una indisposición sin importancia, acaso un simple enfriamiento debido a la perturbación atmosférica de la víspera.

Lentas, interminables, las horas sin embargo se sucedían; daban las nueve en el reloj del comedor y el médico no llegaba.

Vanamente, desde una de las ventanas altas, clavaba Andrés los ojos en el camino, esperaba alcanzar a distinguir el carruaje a la distancia.

El carruaje... el médico... ¡tal vez era eso la salvación para su Andrea!...

Pero nada... nadie... siempre nadie en el horizonte incierto, y nebuloso, velado por la caída incesante de la lluvia.

La chiquita, entretanto, sensiblemente se agravaba.

Su embarazo al respirar se traducía ahora en un trabajo violento, empeñoso, al que parecían concurrir todos los músculos del cuello.

No obstante la energía desplegada, el aire penetraba de una manera pesada, lenta. Se producía a su paso un silbido prolongado y ronco, lastimoso de oír, algo como un extremo llamado a la vida que se escapaba, mientras en las convulsiones de la tos, de una tos catarral, sin timbre, sofocante, la criatura desesperadamente se agitaba.

En esa muda actitud que acaban por provocar los grandes males cuando se está en la impotencia de remediarlos, contemplaba Andrés a su hijita.

Una sorda irritación lo sublevaba, sentía despertarse en él un furor reconcentrado y ciego.

Habría querido que eso que le mataba a su Andrea, la enfermedad cobarde, y traidora revistiese una forma humana, material, fuese un hombre, una fiera, alguien, en fin, contra quien le quedara por lo menos el derecho, el recurso supremo de la defensa, a quien poder herir, matar, él a su vez.

Pero nada le era dado hacer... nada... se encontraba desarmado, vencido de antemano en aquella lucha terrible y desigual... Solo un milagro, solo Dios podía salvarla.

Dios... pero, ¡dónde estaba ese Dios, el Dios de misericordia y de bondad, el Dios omnipotente que miraba impasible tamañas iniquidades!

Él... ¡oh! ¡él había sido un bellaco, un miserable, que purgara sus culpas, que el cielo lo castigara, era justicia!

Pero ella la pobrecita, qué había hecho... ella la inocente, ¡que ni tiempo de vivir había tenido!

Verla sufrir, verla morir, y resignarse... ¡era espantoso!

No... imposible... algo debía haber... algo... algún remedio se conocía que curara, que calmara por lo menos; ¡la ciencia en suma no era una palabra hueca, una ironía!...

Corrió a su cuarto, abrió la biblioteca, sacó un libro de medicina: Bouchut, maladies des enfants, recorrió el índice, buscó el artículo: Crup, y ávidamente empezó a leer.

Leía una, dos, tres veces el mismo párrafo, sin saber, sin entender lo que leía, sin que una sola idea se fijara en su cabeza.

Las letras, las palabras, los renglones, pasaban en confusa procesión por delante de sus ojos, sin dejar rastro en él, como pasa la luz por los ojos de los ciegos.

En una enorme tensión intelectual trataba de aplicar sus facultades, concentraba sus esfuerzos de atención, se empeñaba en penetrar el sentido de términos nuevos para él, voces técnicas que hallaba a cada paso y que eran como manchas de tinta que le hubiesen derramado sobre el papel.

Ofuscado, loco, iba a tirar el libro lejos de sí, cuando, bruscamente, la palabra trementina allí escrita, despertó en él una reminiscencia.

Sí, estaba seguro, recordaba perfectamente, era una receta contra el crup, había guardado el recorte del diario, debía tenerlo.

Registró, revolvió largo rato los cajones del escritorio; en uno de ellos halló por fin lo que buscaba.

Era, en efecto, una prescripción dirigida a combatir los estragos de la enfermedad.

Se aconsejaba quemar una mezcla de alquitrán y trementina en la habitación del enfermo; se aseguraba que el efecto era instantáneo, la curación segura y radical.

Cortos momentos después, el líquido ardía en un brasero junto a la cama de Andrea.

Sordamente, al través de la espesa y fétida humareda que despedía, el ruido de la respiración de la niñita, el silbido característico del mal se dejaba percibir lamentable, estertoroso.

Habríase dicho que algún horrible y misterioso atentado se consumaba dentro de las paredes de aquel cuarto.

Pero Andrés y la tía Pepa que, sobrecogidos y mudos de dolor, esperaban tras de la puerta entornada, oyeron de pronto como si en las ansias mortales de la asfixia, el pecho de la desgraciada criatura estallara hecho pedazos.

Después, un silencio... un silencio profundo... ¡nada!

-Mi hija... mi hijita... ¡muerta, ha muerto! -gritó el padre precipitándose a la ventana y abriéndola de par en par, mientras la tía Pepa corría hacia la cama de la chiquita.

Hinchadas las facciones, lívida, los ojos fijos y vidriosos, sin el sudor que brotaba a gotas de su frente y el agitado ritmo de su aliento superficial y corto, se habría creído que en efecto la criatura era un cadáver:

-No, no te asustes... ¡Por Dios! ¡Andrés! ten calma... no está muerta... ¡vive, respira!...

La masa de humo, barrida por el viento, se disipaba.

Andrés, de pie, frente a la cama, había clavado la mirada sobre su hija, una mirada dura, siniestra, inmóvil, los ojos desmesuradamente abiertos, las pupilas enormemente dilatadas; una mirada de loco.

Quiso hablar, un sonido inarticulado, como un salvaje alarido salió de su garganta.

De un tirón, se arrancó la corbata, se abrió el cuello de la camisa y bruscamente, haciendo crisis el estado de parasismo nervioso en que se hallaba, cayó, se desplomó de rodillas, ocultando el rostro en las almohadas, sollozando.