Sotileza/IV
IV
Dónde la deseaban
Todo lo contrario de Mocejón y de la Sargüeta, así en lo físico como en lo moral, eran Mechelín y tía Sidora. Mechelín era risueño, de buen color, más bien alto que bajo, de regulares carnes, hablador, y tan comunicativo, que frecuentemente se le veía, mientras echaba una pitada a la puerta de la calle, referir algún lance que él reputaba por gracioso, en voz alta, mirando a los portales o a los balcones vacíos de enfrente, o a las personas que pasaban por allí, a falta de una que le escuchara de cerca. Y él se lo charlaba y él se lo reía, y hasta replicaba, con la entonación y los gestos convenientes, a imaginarias interrupciones hechas a su relato. También era algo caído de cerviz y encorvado de riñones; pero como andaba relativamente aseado, con la cara bastante bien afeitada, las patillas y pelo, grises, no precisamente hechos un bardal, y era tan activo de lengua y tan alegre de mirar, aquellas encorvaduras sólo aparentaban lo que eran: obra de los rigores del oficio, no dejadez y abandono del ánimo y del cuerpo. Entonaba no muy mal, a media voz, algunas canciones de sus mocedades, y sabía muchos cuentos.
Su mujer, tía Sidora, también gastaba ordinariamente muy buen humor. Era bajita y rechoncha; andaba siempre bien calzada de pie y pierna, vestida con aseo, aunque con pobreza, y gastaba sobre el pelo pañuelo a la cofia. Nadie celebraba como ella las gracias de su marido, y cuando la acometía la risa, se reía con todo el cuerpo; pero nada le temblaba tanto al reírse como el pecho y la barriga, que, tras de ser muy voluminosos de por sí, los hacía ella más salientes en tales casos, poniendo las manos sobre las caderas y echando la cabeza hacia atrás. Pasaba por regular curandera, y casi se atrevía a tenerse por buena comadrona.
Nunca había tenido hijos este matrimonio ejemplarmente avenido. Tío Mechelín era compañero en una de las cinco lanchas que había entonces en todo el Cabildo de Arriba, en el cual abundaron siempre más las barquías que las lanchas, y tía Sidora estaba principalmente consagrada al cuidado de su marido y de su casa; a vender, por sí misma, el pescado de su quiñón, cuando no hubiera preferido venderlo al costado de la lancha, y acompañar, a jornal, en la Pescadería, a alguna revendedora de las varias que la solicitaban en sus faenas de pesar, cobrar, etc. El tiempo sobrante le repartía en la vecindad de la calle, recetando conocimientos aquí, restañando heridas allá, cortando un refajo para Nisia o frunciendo unas mangas para Conce... o «apañando una criatura» en el trance amargo.
Como no había vicios en casa, ni muchas bocas, tía Sidora y su marido se cuidaban bastante bien, y hasta tenían ahorradas unas monedas de oro, bien envueltas en más de tres papeles, y guardadas en lugar seguro, para «un por si acaso». Los domingos se remozaban, ella con su saya de mahón azul oscuro; medias, azules también, y zapatos rusos; pañolón de seda negra, con fleco, sobre jubón de paño, y a la cabeza otro pañuelo oscuro. Él, con pantalón acampanado, chaleco y chaqueta de paño negro fino, corbata a la marinera, ceñidor de seda negra y boina de paño azul con larga borla de cordoncillo negro; la cara bien afeitada, y el pelo atusado... hasta donde su aspereza lo consintiera.
Todas estas prendas, más una mantilla de franela con tiras de terciopelo, que usaban las mujeres para los entierros y actos religiosos muy solemnes, las conservaron hasta pocos años ha, como traje característico y tradicional, las gentes de ambos Cabildos de mareantes.
Con una moza del de Abajo llegó a casarse (¡raro ejemplar!) un hermano de Mechelín que era callealtero, como toda su casta. ¡Bien se lo solfearon deudos, amigos y comadres! «Mira que eso va contra lo regular, y no puede parar en cosa buena! ¡Mira que ella tampoco lo es de por suyo ni de casta lo trae!... ¡Mira que Arriba las tienes más de tu parigual y conforme a la ley de Dios, que nos manda que cada pez se mantenga en su playa!... ¡Mira que esto y que lo otro, y mira que por aquí y mira que por allá!»
Y resultó, andando el tiempo, lo anunciado en el Cabildo de Arriba; no, a mi entender, porque la novia fuera del de Abajo, sino porque realmente no era buena «de por suyo», y se dio a la bebida y a la holganza, hasta que el pobre marido, cargado de pesadumbres y de miseria, se fue al otro mundo de la noche a la mañana, dejando en éste una viuda sin pizca de vergüenza, y un hijo de dos años, que parecía un perro de lanas, de los negros. Mechelín y su mujer amparaban, en cuanto podían, a estos dos seres desdichados; pero al notar que sus socorros, lo mismo en especie que en dinero, los traducía la viuda en aguardiente, dejando arrastrarse por los suelos a la criatura, desnuda, puerca y muerta de hambre, amén de echar pestes contra sus cuñados, por roñosos y manducones, y de que el chicuelo a medida que crecía se iba haciendo tan perdido y mucho más soez que su madre, cortaron toda comunicación con sus ingratos parientes. Así pasaron cuatro años, durante los cuales creció el rapaz y llegó a ser el Muergo que nosotros conocemos. Muergo, pues, era sobrino carnal de tío Mechelín, en cuya casa no recordaba haber puesto jamás los pies; y su madre, la Chumacera, sardinera a ratos, había obtenido por caridad, de los que fueron compañeros de lancha de su difunto, la peseta diaria que gana una mujer por el trabajo de madrugar para la compra de carnada (cachón, magano, etc.) para la lancha, a los pescadores o boteros de la costa de la bahía. El miedo a perder la ganga de la peseta, la obligaba a ser fiel y puntual en este encargo, único que supo desempeñar honradamente en toda su vida.
¡Con cuánto gusto tío Mechelín y su mujer hubieran llevado a su lado al niño, huérfano de tan buen padre, si hubieran creído posible sacar algo, mediano siquiera, de aquella veta montuna y bravía, y muy particularmente sin los riesgos a que les exponía este continuo punto de contacto con la sinvergüenza de su madre! Porque el tal matrimonio se perecía por una criatura de la edad, poco más o menos, del salvaje sobrino, para que llenara algo de la casa, como la llenan los hijos propios, tan deseados de todos los que no los tienen. Así es que cuando comenzaron las negociaciones del padre Apolinar con tío Mocejón para que éste recogiera a Silda en su casa, los ojos se les iban a los inquilinos de la bodega detrás de la niña que jugaba en la calle; y muy tentados estuvieron más de una vez, viendo bajar al fraile de mal humor, a tirarle del manteo para llamarle adentro y decirle por lo bajo: «¡Tráigala usted aquí, pae Polinar, que nosotros la recibiremos de balde, y muy agradecidos todavía.» Pero el acuerdo era cosa del Cabildo, que bien estudiado le tendría; y, además, no querían ellos que en casa de Mocejón llegara a creerse que el intento de apandarse «la ayuda de costas» ofrecida, era lo que les movía a recoger a la huérfana.
-¡Cuidao -decía Mechelín a tía Sidora-, que ni pintá en un papel resultara más al respetive de la comenencia... ¡Finuca y limpia es como una canoa de rey!
-En verdá -añadía tía Sidora-, que pena da considerar la vida que le aguarda allá arriba, si Dios no se pone de su parte.
-¡Uva! -añadía el marido, que usaba esta interjección siempre que, a su entender, un dicho no tenía réplica.
Cuando Silda fue recogida en el quinto piso, tío Mechelín, que la vio subir, dijo a tía Sidora:
-¡Enfeliz!... ¡No tendrás tan buen pellejo cuando abajes!... ¡Y eso que has de abajar pronto!
-Lo mismo creo -respondió la mujer, muy pensativa y con las manos sobre las caderas-. Pero tú y yo, agua que no hemos de beber, dejémosla correr; y la lengua, callada en la boca, que más temo a esa gente de arriba que a una galerna de marzo.
-¡Uva! -concluyó Mechelín con una expresiva cabezada, guiñando un ojo, dándose media vuelta y poniéndose a canturriar una seguidilla, como si no hubiera dicho nada, o temiera que le pudieran oír los de arriba.
Pero desde aquel momento no perdieron de vista a la pobre huérfana, que, a juzgar por su impasible continente, parecía ser la menos interesada de todos en la vida que arrastraba en el presidio a que se la había condenado creyendo hacerla un favor. Se condolían mucho de ella, viéndola en los primeros meses, de invierno riguroso, entrar en casa tiritando y amoratada de frío, con el cesto de los muergos al brazo, y con la cacerola de gusanas entre manos; o bajar del piso con cardenales en la cara, y con el pañuelo del cuello por venda sobre la frente. Nunca la vieron llorar ni señales de haber llorado, ni pudieron sorprender entre sus labios una queja. En cambio, la lengua se le saltaba de la boca a tía Sidora con las ganas que tenía de sonsacar pormenores a la niña; pero el miedo que tenía a los escándalos de la familia de Mocejón, la obligaba a contenerse. En ocasiones, al sentir que bajaba Silda, se atravesaba el pescador o la marinera, a la puerta de la calle, con un zoquete de pan, haciendo que comía de él, pero en realidad, por tener un pretexto para ofrecérsele.
-¡Bien a tiempo llegas, mujer! -le decía con fingida sorpresa-. A volver iba al arca este pan, porque no tengo maldita la gana. Si tú lo quisieras...
Y se le dejaba entre las manos, preguntándole al oído:
-¿Qué tal andamos hoy de apetito?
-Una cosa regular -decía la niña, revelando, en el afán con que apretaba el zoquete, las ganas que tenía de devorarle.
Pero no podían conseguir que se detuviera allí un instante, ni que al pasar les dijera una sola palabra de las que ellos querían oír. ¿Era miedo que tenía la niña a las venganzas de sus protectores? ¿Era dureza y frialdad de carácter?
Ellos achacaban la reserva a lo primero, y esta consideración doblaba a sus ojos el valor de las prendas morales de aquella inocente mártir.
Vieron, días andando, cómo ésta volvía tarde a casa, y averiguaron la vida que hacía fuera de ella, y los castigos que se le daban por su conducta, y las veces que había dormido a la intemperie, en el quicio de una puerta o en el panel de una lancha.
-¡Y acabarán con la infeliz criatura, dispués de perderla! -exclamaba tío Mechelín al hablar de ello-. Tan tiernuca y polida, déla usté carena por la mañana, lapo al megodía y taringa por la noche, con poco de boquibilis y no digo yo ella, una navío de tres puentes se quebranta... ¡Fuérame yo, en su caso, pa no golver en jamás!
-Como llegará a suceder -añadió la marinera-, si Dios antes no lo remedia. ¡Eso tiene el poner, sin más ni más, la carne en boca de tiburones!
-¡Uva!
Una noche, después de haber resonado hasta en la bodega los horrores que vomitaban en el quinto piso las bocas de la Sargüeta y de Carpia contra la niña, que poco antes había llegado a casa, y dos ayes de una voz infantil, penetrantes, agudos, lamentosos, como si inopinadamente una mano brutal arrancara de un tirón a un cuerpo lleno de salud todas las raíces de la vida; después de haberse asomado a la puerta de cada guarida algún habitante de ella, no obstante lo frecuentes que eran en aquella vecindad, más arriba o más abajo, las tundas y los alborotos, tío Mechelín y su mujer vieron a Silda que bajaba el último tramo de la escalera con igual aceleramiento que si la persiguieran lobos de rabia. La salieron al encuentro en el portal (tía Sidora con el candil en la mano), y observaron que la niña traía las ropitas en desorden, el pelo enmarañado, los ojos humedecidos, la mirada entre el espanto y la ira, la respiración anhelosa y el color lívido.
-¡Déjeme pasar, tía Sidora! -dijo la niña a la marinera, al ver que ésta le cerraba el camino de la calle.
-Pero ¿aónde vas, enfeliz, a tales horas? -exclamó la mujer de Mechelín, tratando de detenerla.
-Me voy -añadió Silda, deslizándose hacia la puerta, no cerrada todavía-, para no volver más. ¡Todos son malos en esa casa!
-¡Métete en la mía, ángel de Dios, siquiera hasta mañana! -dijo el pescador, deteniendo con gran dificultad a la niña.
-¡No, no! -insistió ésta, desprendiéndose de la mano que blandamente la sujetaba-, que está muy cerca de la otra.
Y salió del portal como un cohete.
-¡Pero escucha, alma de Dios!... ¡Pero aguarda, probetuca!...
Así exclamaba tía Sidora viendo desaparecer a Silda en las tinieblas de la calle, sin resolverve a dar dos pasos en ella detrás de la fugitiva; porque el mismo Mechelín, con tener buena vista, entre las mejores de los de su oficio, no pudo saber, por ligero que anduvo, si la niña había seguido calle adelante, hacia Rúa Mayor, o había tirado hacia el Paredón, o por la cuesta del Hospital.
El lector sabe lo que fue de ella aquella noche y a la mañana siguiente, por habérselo oído referir a Andrés y haberla visto, tan descuidada y campante, en casa del padre Apolinar, junto a la Maruca, en la Fuente Santa y en los prados de Molnedo.
No habría llegado a la Maruca con Andrés y su séquito de raqueros, cuando ya el padre Apolinar, con el sombrero de teja caído sobre los ojos, la cabeza muy gacha por miedo a la luz, y los embozos del pelado manteo recogidos entre sus manos cruzadas, restregando, alguna vez que otra, el cuerpo contra la camisa (si es que no la había dado también, desde que salimos de su casa con el relato) y carraspeando a menudo, atravesaba los Mercados del Muelle, con rumbo a la calle Alta.
Sin ser visto, ¡cosa rara!, de la tía Sidora, cuando menos, pues estaba abierta de par en par la puerta de su bodega, llegó al quinto piso, y llamó con los nudillos de la mano, diciendo al mismo tiempo:
-¡Ave María!
Una voz de mujer respondió una indecencia desde allá dentro; pero con tal dejo, que el exclaustrado, sin soltar de sus manos cruzadas los embozos del manteo, se rascó dos veces seguidas las espaldas, por el procedimiento acostumbrado, y murmuró, después de carraspear:
-¡Mucha mar de fondo debe haber aquí!
En seguida volvió a carraspear y a resobarse; empujó la puerta, como la voz se lo había ordenado, y entró.
Mocejón estaba a la mar; pero estaban en casa, destorciendo filásticas de chicotes viejos, la Sargüeta y su hija, las cuales, aunque no esperaban seguramente la visita del bendito fraile, en cuanto le vieron delante sospecharon el motivo que le llevaba allí; porque, con tener todavía entre dientes el suceso de la noche anterior, recordaron las insistencias del padre Apolinar para que se cumplieran los intentos del Cabildo respecto de la huérfana de Mules; las torres y montones que les había ofrecido en cambio del amparo que les pedía; la veces que le habían reclamado infructuosamente el cumplimiento de las ofertas... En fin, que les dio el corazón que venía a lo de Silda; y sin esperar a que acabaran de darle los buenos días, ya temblaba la casa.
Tío Mechelín no había ido a la mar aquel día, porque había pasado la noche con un ladrillo, envuelto en bayeta amarilla, en el costado de estribor, para matar un dolorcillo que se le presentó poco antes de meterse en la cama; obra, en su opinión y en la de su mujer, del disgusto que tomó, en seguida de la cena, con el suceso de Silda. El dolor se calmó mucho a la madrugada, y en dudas estuvo el enfermo, al oír en la calle el grito de ¡arriba! del deputao, que tiene esa obligación, y por ella cobra, de levantarse como todos los demás compañeros; pero no se lo consintió su mujer, y se aguantó en la cama hasta bien entrado el día.
Entonces se vistió; desayunóse con una mediana ración de cascarilla con leche, y, por no aburrirse, se puso a torcer, a la teja, unos cordeles de merluza. No le llenaba del todo este procedimiento, pues era más recomendado, por más seguro, el de torcer a la pierna, es decir, sobre el muslo con la palma de la mano, en lugar de atar un casco de teja al extremo de la cuerda y hacerle dar vueltas en el aire. Pero notó tío Mechelín, al ponerse a trabajar, que al continuo sobar la cuerda con la palma de la mano sobre el muslo, se le despertaba el dolor con más crudeza que del otro modo, y optó por el cascote. Así estuvo trabajando hasta muy cerca del mediodía.
Mientras él remataba la última braza de las noventa que pensaba dar al cordel que tenía entre manos, su mujer colocaba, pues sabía hacerlo primorosamente, un anzuelo grande, el único que lleva el aparejo de merluza, al extremo de la sotileza, o alambre fino en que debía terminar el cordel, y tenía convenientemente dispuesto el chumbao, o peso de plomo que se amarra en el empalme de la sotileza con el cordel, para que el aparejo, al ser calado, se vaya a pique.
Por tales alturas andaba ya este negocio cuando en las de la escalera se oyeron las voces de la Sargüeta y de Carpia, que respectivamente decían a gritos:
-¡Pegotón!
-¡Magañoso!
Y al mismo tiempo, el zumbar de otra voz áspera y varonil, y los golpes sonoros en los inseguros peldaños, como de zancas torpes que bajaran por ellos, saltándolos de tres en tres.
El matrimonio de la bodega salió despavorido al portal, adonde no tardó en llegar, haciéndose cruces con una mano, agarrándose con la otra a la sucia barandilla y murmurando latines y fulminando conjuros, el padre Apolinar.
-¡De ira proterva... de iniquitatibus corum... libera me... libera me. Domine, et exaudi orationem meam!... ¡Jesús, Jesús... Jesús, María y José!... ¡Furias, furias del averno!... ¡Ufff!... ¡Fugite... fugite!... ¡Carne mísera!... Tu palabra impía escandalizará a la Tierra; pero el Señor te confundirá... te confundirá... ¡Alabado sea su santísimo nombre!
Así bajaba exclamando el aturdido fraile, y así llegó al último peldaño, sin dejar de oírse las otras voces que desde allá arriba le apedreaban con amenazas y con improperios.
-¡Farfallón!
-¡Piojoso!
Esto fue lo más blando y lo último que se le dijo al pobre hombre... desde lo alto de la escalera; porque, apenas callaron allí las voces, aparecieron en el balcón, más venenosas y desvergonzadas, contando las voceadoras con dar al fraile una corrida en pelo a todo lo largo de la calle. Mirándolas con espanto se quedó el infeliz, al oírlas de nuevo por allí, con los pies clavados en el portal y un latín cuajado en la entreabierta boca. ¡Salir entonces! ¡Quién se lo mandara!
Pero no hubiera salido de ningún modo, porque para que no saliera sin hablar con ellos, se le habían puesto delante tía Sidora y su marido; los cuales, haciéndole señas para que callara, le cogieron cada uno por un embozo del manteo y le condujeron a la bodega, cuya puerta cerraron después de entrar.
Tenía esa habitación una salita con alcoba, a la parte del sur, con una ventana enrejada que las llenaba de luz, y aún sobraba algo de ella para alumbrar un poco una segunda alcoba, separada de la primera por un tabique con un ventanillo en lo alto, y entrada por el carrejo que conducía a la sala desde la puerta del portal. Cuando esta puerta se abría, se notaban ciertas señales de claridad en la cocina y dos mezquinas accesorias que caían debajo de la escalera. Cerrada la puerta, todo era negro allí, y no tenía otro remedio tía Sidora que encender un candil, aunque fuera al mediodía. Las puertas de las alcobas tenían cortinas de percal rameado; las paredes estaban bastante bien blanqueadas, y en las de la sala había tres estampas: una de la Virgen del Carmen, otra de San Pedro, apóstol, y otra del arcángel San Miguel, con sus marcos enchapados en caoba. Debajo de la Virgen del Carmen había una cómoda, con su espejillo de tocador encima, algo resobado todo ello y marchito de barniz, pero muy aseado; como las cuatro sillas de perilla y los dos escabeles de pino, y el cofre de cuero peludo con barrotes de madera claveteada, y hasta el cesto de los aparejos, que estaba encima de uno de los escabeles, y el suelo de baldosas que sostenía todos estos muebles y cachivaches. La cama, que se veía por entre las cortinas recogidas sobre sendos clavos romanos, algo magullados ya y contrahechos, llenando dos tercios muy cumplidos de la alcoba, no estaba mal de mullida, a juzgar por lo mucho que abultaba lo que cubría una colcha de percal, llena de troncos entretejidos, de gallos encarnados y azules, y de otros volátiles pintorescos. El tufillo que se respiraba allí, algo trascendía a dejo de pescado azul y humo reconcentrado; pero, así y todo, una tacita de plata llena de pomada de rosas parecía aquella bodega, comparada con todas y cada una de las viviendas de la escalera.
Y vamos al caso. Fray Apolinar fue conducido, del modo susodicho, hasta la salita. Allí se dejó caer en una silla que le preparó muy solícito tío Mechelín, y después de quitarse el sombrero, que puso sobre otra silla, y de pasarse por la cara un arrugado pañuelo de hierbas, continuó así sus interrumpidas lamentaciones.
-¡Carne..., carne mísera, frágil y pecadora! ¡Buff!... ¡Qué sinvergüenzas!... ¡Ni consideración al hombre de bien, ni respeto al sacerdote..., ni temor de Dios! ¡Y seguirá el improperio a la luz del día! ¡Lenguas de serpiente! A bien que yo nada debo y con nada pago. ¡Magañoso!... Corriente: el hombre más honrado puede serlo como yo lo soy... y como lo es ella, cuerno; que bien magañosa es... ¡Farfallón!... porque ofrezco, en nombre de otro, lo que otro se resiste a dar... porque no debe darlo... ¿Es merecido el epíteto? Pues dígote ¡pegotón! ¡Pegotón! ¿Por qué? ¿De quién? Cierto que nadie lo creerá del padre Apolinar... pero los que no le conozcan... ¡Y en qué ocasión! Mira, hombre..., ¡y Dios me confunda si lo hago por bambolla!... (Y se levantó la sotana hasta más arriba de las rodillas, dejando ver que sólo cubrían sus largas piernas unos calzoncillos de algodón y unas medias negras y recosidas, de estambre.) Y perdona el modo de señalar, Sidora; pero una hora hace tenía yo pantalones, aunque malos... ¡Mira si he prosperado de entonces acá!... ¡Si seré pegotón!... ¡Carne, carne concupiscente y corrompida!... Pero, en fin, más pasó Cristo por nosotros, con ser quien era..., ¡Desvergozadas!... Et dimite nobis, Domine, debita nostra, sicutnos dimitimus debitoribus nostris... Porque yo os perdono con todo mi corazón, y si otra me queda, que con ella reviente... ¡Picaronazas! ¿Sigue el infierno vomitando escorias todavía, Miguel?... ¡Oyes sus voces protervas en el balcón, Sidora, tú que tienes buen oído?
-Y a usté ¿qué le importa que griten o que se callen? -respondió la marinera, queriendo echar a broma aquel paso, que trascendía a prólogo de tragedia-. Hágales la cruz como al demonio y témplese los nervios; que cuanto más solimán echen ahora, menos tendrán en el cuerpo para la otra vez.
-¡Uva! -añadió tío Mechelín, que no quitaba ojo al exclaustrado, ni perdía una palabra de las pocas, pero buenas, que llegaban a sus oídos desde el balcón del quinto piso, no obstante estar cerrada la puerta de la bodega-. ¡Esa es la fija: proba a la cellisca, y vira por avante!
-Es que, si declaro mi verdad, ni en este puerto cerrado me creo seguro contra esos huracanes... ¡Si huelen que estoy aquí!... ¡Cuerno!... Y no es que tiemble mi carne flaca, sino que temo a más de una mala lengua que a un bote de metralla.
-Si agüelen que está usté aquí, pae Polinar -repuso en voz solemne tío Mechelín, preparándose como para decir una gran cosa-; si agüelen que está uste aquí...sera como si no lo agolieran; porque a mi casa no atraca nadie cuando yo hago una raya en la puerta.
-¡Bah!... -añadió tía Sidora con muchísimo retintín-. ¿No hay más que querer asomar el hocico en casa de naide, pa salirse con la suya?... Échese, échese a la espalda, pae Polinar, esos cuidados, díganos, con dos pares de rejones que las entren de pecho a espalda, ¿qué mil demonios ha tenido con ellas? ¿Qué mala ventisca le llevó hoy, santo de Dios, a caer entre las uñas de esas gentes?
-¡Uva, uva!... Eso es lo que hay que saber.
-Pues, hijos de mi alma -dijo el exclaustrado después de enjugar blandamente los sanguinolentos bordes de sus párpados con un retal de lienzo fino que traía guardado para esos lances-, con dos palabras os mataré la curiosidad... que se presenta en mi casa la niña...
-¿Qué niña?
-La del difunto Mules.
-¿Silda?
-Así creo que se llama.
-¿Cuándo se presentó?
-No creo que hace una hora todavía.
-¿De aónde venía?... ¿Ónde está?
-Cállate la boca, hombre; que todo irá saliendo cuando deba salir... Y dempués, pae Polinar, ¿qué resultó?
-Digo que se me presenta la niña, o, para que el demonio no se ría de la mentira, me la presentan y se me dice: «Padre Apolinar, que anoche la golpearon y la maltrataron en su casa y se escapó de ella, y durmió en una barquía, y que ya no tiene más casa que la calle, con el cielo por tejado... y que a ver cómo arregla usted este negocio...» Porque ya sabéis, hijos míos, que al padre Apolinar se le encomienda, en los dos Cabildos, el arreglo de todas las cosas que no tienen compostura... Ésa es mi suerte. No es cosa mayor; pero las hay peores... y, sobre todo, a mí no me toca escoger... Que el padre Apolinar oye esto, y que, en bien de la niña desamparada, piensa acudir a casa de Mocejón, para oír..., para saber..., para implorar, si convenía... Y que vengo, y que llamo, y que me mandan entrar, y que entro... y que, en lugar de oírme, me injurian y vilipendian, porque intercedí para que recogieran a la muchacha y el Cabildo no les ha dado lo que les ofreció por otras bocas y por la mía; y que me lo habré comido yo, y que me harán y que me desharán... Y ¡cuerno!, que tuve que salir ahumando, por que no me devoraran aquellas furias... Y ya sabéis del caso tanto como yo.
Tía Sidora y su marido cambiaron entre sí una mirada de inteligencia; y no bien acabó el padre Apolinar su relato, díjole aquélla:
-¿De modo que, a la hora presente, Silda está sin amparo?
-Como no sea el de Dios... -respondió el fraile.
-Ése a naide falta -replicó la marinera-; pero ayúdate y te ayudaré... ¿Y qué es de ella, la infeliz?
-No te lo puedo decir. De mi casa salió... para ir a ver entrar la Montañesa, con el hijo del capitán... ¡Mira si la acongoja bien lo que le pasa! ¡Recuerno con la cría!
-Cosas de inocentes, pae Polinar. Dios lo hace. Y usté ¿qué rumbo piensa tomar?
-El de mi casa en cuanto salga de aquí.
-Digo yo respetive a la muchacha.
-Pues respetive a la muchacha digo yo también. Después, daré cuenta de todo al alcalde de mar de este Cabildo, para que sepa lo que ocurre; y allá se descuernen ellos... Yo, lavo inter inocentes manos meas.
-Y si en tanto le saliera a la pobre desampará un buen refugio -preguntó tía Sidora, mientras su marido confirmaba las palabras con expresivos gestos y ademanes-, ¿por qué no le había de aprovechar?
-¡Uva! -concluyó el tío Mechelín acentuando la interjección con un puñetazo al aire.
-¡Un buen refugio! -exclamó el fraile-. ¡Qué más quisiera ella! ¡qué más quisiera yo! Pero ¿dónde está él, Sidora de mis pecados?
-Aquí -respondió con vehemencia cordialísima la marinera, sacando más pecho y más barriga que nunca-. En esta misma casa.
-¡Uva! -añadió tío Mechelín-. En esta misma casa.
-¡Aquí! -exclamó asombrado fray Apolinar-. Pero ¿estáis dejados de la mano de Dios? ¡Tenéis la paz y buscáis la guerra!
-¿Por qué la guerra?
-¿Sabéis que es una cabra cerril esa chiquilla?
-Porque no ha tenido buenos pastores; ahora los tendría.
-¿Y las del quinto piso?... ¿Pensáis que os darán hora de sosiego?
-Ya nos entenderemos con esas gentes: por buenas, si va por las buenas; y si va por malas... hasta para la mar hay conjuros, bien lo sabe usté.
-Pues hijos -exclamó fray Apolinar, levantándose de la silla y calándose el sombrero de teja-, con tan buena voluntad, no ha de faltaros el auxilio de Dios. Mi deber era poneros en los casos; y ya que os puse y no os espantan, digo que me alegro por el bien de esa inocente; y como no digo más que lo que siento, ahora mismo me largo en busca de su rastro, sin más miedo a los demonios del balcón que a los mosquitos del aire... Bofetones, afrentas y cruz sufrió Cristo por nosotros... Ánimo, y a sufrir algo por Él.
Y salió acompañado del honradote matrimonio. Al pasar por delante de la alcoba del carrejo, tía Sidora, alzando las cortinillas de la puerta, dijo deteniendo al fraile:
-Mire y perdone, pae Polinar. Aquí pensamos ponerla. Se llevarán estas ropas de agua y todos estos trastos de la mar, que ocupan mucho y no agüelen bien, al rincón de adjunto la cocina; se arreglará como es debido la cama, que ahora no tiene más que el jergón; y hasta el dormir la oiremos nosotros desde la otra alcoba. ¡Verá qué guapamente va a estar!... Como hubiera estado el lichón de mi sobrino si fuera merecedor de ello.
-¿Qué sobrino? -preguntó el fraile andando hacia la puerta del portal.
-El hijo de la Chumacera, de allá abajo.
-¡Ah, vamos..., Muergo!... ¡Buen pez! Si va de la que va, te digo que hará buena a su madre. Carne, carne también, mordida del gusano corruptor... ¡Buen pez!... ¡bueno, bueno, bueno! Conque hasta luego: vaya, adiós, Miguel; ea, adiós, Sidora.
Los cuales le oyeron claramente murmurar estas palabras, en cuanto puso los pies en el portal:
-¡Domine, exaudi orationem meam!
Porque sin duda iba pidiendo al Altísimo que le librara de las injurias que las del quinto piso quisieran lanzarle desde el balcón.
Si hace la salida un minuto antes, el haber pasado, como pasó, desde aquel punto de la calle hasta la esquina de la cuesta del Hospital, sin oír una injuria, hubiera sido un verdadero milagro; pues aún estaban entonces, de codos sobre la barandilla, echando pestes por la boca, la Sargüeta y su hija Carpia.