Sotileza/XXVI
XXVI
Más consecuencias
Andrés salió de su casa, porque necesitaba el aire y los ruidos y el movimiento de la calle para no ahogarse en la estrechez de su gabinete, y no volverse loco en la batalla de sus cavilaciones. Además, su padre le había arrojado de ella y condenado a no volver a verle mientras que en su cabeza germinaran los mismos pensamientos que habían producido aquella tempestad en el seno de la familia; y Andrés, que por gustar entonces los primeros amargores de las contrariedades de la vida, tomaba los sucesos en el valor de todo su aparato, ni hallaba fuerzas en su voluntad para imprimir nuevo rumbo a sus ideas, ni desparpajo bastante en su juvenil entusiasmo para desarmar la cólera de su padre con una mentira. Salió, pues, de casa para cambiar de ambiente y de lugares, para huir de lo que más cerca le perseguía, y para pedir al acaso de los ruidos, de las multitudes y de los misterios de la noche, un dictamen o, cuando menos, una tregua que no podían darle ni la soledad de su cuarto, ni la pesadumbre de aquellos muros, para él caldeados por la cólera de su familia.
Por eso andaba y andaba, sin derrotero fijo; y, para colmo de sus contrariedades, la noche, con cuyo rocío contaba para refrescar el horno de sus ideas, era de Sur en calma, negra y bochornosa; pesaba el ambiente tibio, y hasta en la luz de los faroles públicos hallaba el errabundo mozo la tortura del calor que enardecía la sangre de sus venas. ¡Y él, que iba anhelando los fríos hiperbóreos y el ruido de una tempestad! ¡Hasta los elementos parecían conjurados en su daño! Y lo creía de buena fe.
Dejó las calles del centro porque se asfixiaba en ellas, y enderezó sus pasos hacia los suburbios.
Cuando llegó a los gigantes plátanos de Becedo, se acordó de que a dos pasos de allí vivía el padre Apolinar. Tuvo grandes tentaciones de subir a su casa para referirle cuanto le ocurría... Pero ¿qué adelantaría con ello? ¿Qué sabía el pobre fraile de las cosas que le pasaban a él? ¿Qué prestigio era el suyo ante un hombre como don Pedro Colindres, para calmar sus arrebatos y reducirle a la razón?... ¡A la razón! Pero ¿sabía el mismo Andrés por dónde comenzar la defensa de su pleito, ni si el pleito era defendible, ni si era pleito siquiera? ¿De qué se trataba, en sustancia? De un supuesto que él intentaba imponer a su familia como deber de la honra, y de una tenaz resistencia de su padre a reconocerlo así. ¿Cabían mediadores serios en una porfía semejante? Y aunque cupieran, ¿era creíble que se prestara nadie a sostener la causa del hijo contra la autoridad de los padres irritados? Y aunque se prestara, ¿cómo habían de darse éstos por vencidos, si el declararlo así era la humillación y desprestigio de los derechos indiscutibles que tenían como dueños y señores suyos? Además, bien considerada su actual situación, ni siquiera procedía directamente de este desacuerdo, sino del altercado que produjo; de su propia obstinación en no declarar lo que su padre pretendía, y de las durezas con que éste le reprochó su rebeldía inusitada. Este era el caso; y para su resolución definitiva, no veía otro agente que el tiempo, cuya marcha fatal e inalterable borra las grandes impresiones del ánimo, apacigua las batallas del cerebro, cambia la faz de las cosas y enquicia el humano discurso. Por entonces no estaba el pobre mozo más que para sentir y padecer.
Rendido, al cabo, de dar vueltas en aquel paseo, sentóse en el banco más retirado y sombrío. Pero allí le asaltaron, con furia implacable, los recuerdos de la calle Alta. ¿Qué habría pasado en la pobre bodega desde que él había bajado a la ciudad después del gran escándalo? ¿Qué efecto habría causado éste en los honradísimos viejos, al volver cada cual de sus quehaceres? ¡Qué pensarían de él! ¡Qué les habría dicho Silda!... ¡Y las palabras de ésta, tan crudas, hallándose los dos en lo más imponente del conflicto!...
Y eslabonando con este recuerdo el de todo cuanto le había pasado desde entonces, y la consideración de lo que le estaba pasando, embravecióse más y más la tempestad de su cabeza; pensó volverse loco bajo el fragor de aquella lucha de ideas incongruentes y de conclusiones desesperantes, y se levantó nervioso y agitado; y volvió a moverse de un lado para otro; y anduvo, y anduvo, sin saber por dónde, hasta que, al cabo de una hora bien corrida, notó que se hallaba al otro extremo de la ciudad y a dos pasos de la Zanguina. Bullían los mareantes de Abajo en derredor de ella; y por esta sola razón, trató de apartarse de allí. Le espantaban las gentes conocidas. Pero ¿adónde iba ya? Miró su saboneta de oro, y vio que marcaba las diez y media. A las diez acostumbraba él a retirarse a casa todas las noches. Ya estaría su madre echándole en falta, y quizá muerta de angustia recordando de qué modo había salido a la calle... Pero ¡volver a casa en la situación de ánimo en que se hallaba él, y tener que presentarse delante de su padre, que le había arrojado de allí con prohibición terminante de no acercarse mientras siguiera pensando del modo que pensaba!... ¡Y al día siguiente, vuelta a lo mismo; y además el presidio del escritorio, donde ya se sabría todo lo que le pasaba!... ¡Qué infernal complicación de contrariedades para el fogoso y alucinado muchacho!
Mientras su discurso recorría vertiginosamente estos espacios, con grandes señales de optar por lo menos cuerdo, sintió un golpecito en la espalda y una voz que le decía:
-¡Varada en peña, don Andrés!
Volvióse éste sobrecogido, pensando que alguien se entretenía en leerle los pensamientos, si es que no había estado él pensando a gritos, y conoció al bueno de Reñales, patrón de lancha de los más formales y sesudos del Cabildo de Abajo.
-¿Por qué me lo dice usted? -le preguntó Andrés.
-¿No veo cómo anda por aquí esta probe gente, como rebaño a la vista del lobo?
-Y ¿por qué es eso?
-Pensé que usté lo sabía, don Andrés... Pos es motivao a la leva.
-Era de esperar ya... Y ¿qué tal es?
-Pos, hijo, una barredera... No la recuerdo mayor. Esta tarde se nos ha notificado por la Comandancia... No queda un mozo en los dos Cabildos... Del de Abajo, solamente, van cuatro de segunda campaña por no haber número bastante de los de primera ¡conque fegúrese usté!
-Triste es eso, Reñales; pero son cargas del oficio.
-¡Güeno está el oficio, don Andrés!... Dos días hace que no vamos a la mar.
-Pues ¿cómo así?
-¿No ve usté el cariz del tiempo?
-Bien en calma está.
-Sí; pero calma traidora... ¿Quién se fía de ella, don Andrés?
-Tres días van así ya, y nada ha sucedido.
-Ya lo veo... Pero eso es bueno pa sabido.
-El viento al Sur no tiene malicia ahora: es viento de la estación.
-Ya nos hacemos cargo; y algo por eso, y mucho por lo que apura la necesidá, pensamos salir mañana. ¡Buenos ánimos llevará esta probe gente con el galernazo que les ha venío de arriba!...
Andrés se quedó pensativo unos instantes, y preguntó en seguida al patrón:
-¿Dice usted que mañana irán las lanchas a la mar?
-Si Dios quiere y el tiempo no empeora.
-¿A qué va la de usted, tío Reñales?
-A merluza.
-Me alegro, porque voy a ir en ella.
-¿Usted, don Andrés?
-Yo, sí. ¿Qué tiene de particular?
-De particular, no es cosa mayor, que abonao es usté pa ello, y la mar bien le conoce.
-Pues, entonces...
-Decíalo yo porque podía usté aguardar a mejor ocasión.
-¿Qué mejor ocasión que ésta?
-Mejores las hay, don Andrés, mejores: siempre que está el tiempo al Nordeste.
-Pues yo le prefiero al Sur cuando es estacional, como ahora.
-Es un gusto como otro, don Andrés; aunque no verá usté un solo mareante que le tenga igual. Yo cumplo al respetive con decir lo que me paece.
-Y yo lo agradezco por el buen deseo... Conque no hay más que hablar.
-¿Por supuesto, que querrá usté que le vayan a avisar a casa?
-¡De ningún modo! No hay necesidad de alborotar el barrio. Yo estaré aquí, o en la Rampa, a la hora conveniente; y si no estoy, se larga usted sin esperarme. Entretanto, quédese esto entre los dos, y no diga usted una palabra de los propósitos que tengo... Pudiera no ir; y no hay necesidad de que se atribuya el caso a lo que no es.
-¡Je, je!... Vamos, eso es decir que no está usté muy seguro de que a última hora...
-Justamente... Pudiera no estar tan animoso entonces...
-Y recela que se le tenga por encogío...
-Eso es.
-Pus no lo creería quien le conozca, don Andrés.
-¡Quién sabe!... Por si acaso, punto en boca, y lo dicho...
-Nunca supo hablar la mía pa descubrir secretos.
-Hasta mañana, Reñales.
-Si Dios quiere, don Andrés.
No le había salido a éste muy errada la cuenta al discurrir que para verse libre, de cualquier modo, de apuros como el suyo, no había otro remedio que entregarse a los decretos de la ciega casualidad. La que le llevó a la Zanguina y le acercó al prudente Reñales en el momento crítico de resolver, por su propio consejo, el único conflicto verdaderamente serio en que se había visto aquella noche, poniéndole entre los labios la golosina de un envejecido y vehemente deseo, dio al traste con todas sus vacilaciones y le arrojó en las marañas de un nuevo desatino.
¡Volver a casa después de haberle echado de ella su padre tan sin motivo ni razón! ¡Que penara, que penara un poco por su dureza inoportuna! Eso le enseñaría a no ser tan injusto y tan violento otra vez. En cuanto a su madre... ¿Pero qué había puesto ella para defender al hijo atribulado? ¿No había puesto su haz correspondiente en la hoguera de las cóleras del padre, calumniando las generosas intenciones de la inocente Silda? Pues que penara también un poco..., que mucho más estaba penando él... Mas aunque por ahorrar esas penas a sus padres se decidiera a tornar aquella noche al abandonado hogar, ¿qué resolvería esta abnegación de su parte, quedando la discordia en pie y recrudeciéndose de nuevo al día siguiente, quizá entre el suplicio de insoportables mediadores?... Nada, nada: oído de piedra a las voces de su corazón, que le aconsejaban cosa muy distinta... ¡y adelante con su proyecto! Éste lo resolvía todo a la vez. Una mala noche pronto se pasaría; y, en cambio, al día siguiente, ni caras indigestas, ni palabras impertinentes, ni miradas burlonas; y en vez del hormigueo de las calles, y el tufo de las muchedumbres, y el polvo de las basuras, y el tormento de la conversación, la inmensidad del espacio, la grandeza del mar, el aire salino, el columpio de las ondas y el olvido de la tierra, infestada de la peste de los hombres. Entretanto, las horas corrían, cambiaríanse los pareceres..., y el que pasa un punto, pasa un mundo.
De este modo iba formando Andrés en su voluntad la resolución que le había inspirado su casual encuentro con Reñales, y hasta creyendo de buena fe que podía ser providencia lo que parecía casualidad, cuando lo cierto era que se había agarrado a aquel asidero como pudo agarrarse a las alas de una mosca, para caer del lado a que se inclinaba en el momento de resolverse, o a volver a su casa, como era lo cuerdo y conveniente, o a declararse en abierta rebelión contra todos sus deberes, que era lo descabellado. Pero ya sabemos lo que son apreturas de esa especie en cabezas juveniles como la de Andrés, y no hay que maravillarse de que optara por lo peor en la necesidad de elegir entre dos cosas que le parecían rematadamente malas.
Y tan firme llegó a ser su repentino propósito, que para evitar, en lo posible, todo riesgo de que se malograra, apenas se despidió de Reñales, se alejó de las inmediaciones de la Zanguina, para discurrir a su gusto sin excitar la curiosidad de nadie. Porque le quedaba otro punto, muy interesante, por dilucidar. ¿Dónde y cómo iba a pasar las horas que faltaban hasta la madrugada del día siguiente? No había que pensar en fondas ni paraderos, donde el menor de los riesgos era el ser él muy conocido de fondistas y mesoneros; ni tampoco en la casa de ningún amigo... Pasarse tantas horas recorriendo calles, tras de ser excesivamente penoso, era muy expuesto a llamar la atención más de lo conveniente... Sin dudas ni vacilaciones, optó por la Zanguina.
En la Zanguina, dentro de muy poco rato, no quedaría un marinero, porque, aunque muchos de ellos acostumbraban a dormir allí, esto acontecía en lo más penoso de las costeras; y en aquella ocasión llevaban ya dos días sin salir a la mar. Estando sola la Zanguina, llegaría en el momento de ir a cerrarse sus puertas, y no antes, porque, echándole de menos en su casa, no sería extraño que alguien fuera allí a preguntar por él. Le diría al tabernero, muy conocido suyo, todo lo que había de decirle para que no le chocara su pretensión de pasar así la noche, tumbado sobre un banco, hasta la hora de salir a la mar en la lancha de Reñales... Y comenzó a ponerlo por obra antes que se le enfriaran los propósitos.
Con grandes precauciones, porque el sitio era de los más poblados de la ciudad, observó, a la mayor distancia posible, cómo fueron retirándose poco a poco hasta los parroquianos más pegajosos del afamado establecimiento; y en cuanto vio señales de que iban a entornarse sus puertas, acercóse allá y expuso sus intenciones al tabernero. No le chocaron a éste cosa mayor, porque sabía dónde llegaba la pasión del hijo del capitán Bitadura por las costumbres de la gente marinera.
-¡Pero no me diga, don Andrés, que se va a pasar aquí la noche encima de un banco duro! -le dijo el tabernero-. Le arreglaré un poco de mullida con la metá de mi cama...
-Nada de eso -respondió Andrés-. Si me acuesto sobre mullida, no despertaré a la hora que necesito.
-Si de toas maneras he de abrir yo la taberna antes que den el apuya.
-No importa. Yo me entiendo. Ponme en la mesa del último cajón de allá un pedazo de queso, otro de pan, un vaso de vino y una vela, y no te cuides de mí sino para despertarme mañana a tiempo, si es que no me he despertado yo...
El tabernero empezó a complacerle encendiendo una vela de sebo; la encajó después en una palmatoria de hoja de lata, y fuese con ella al departamento indicado por Andrés. Caminando éste detrás de la luz, vio un bulto en la oscuridad del fondo de los primeros cajones de la fila. El bulto roncaba que era un espanto.
-¿Quién duerme ahí? -preguntó Andrés.
-Es Muergo -respondió el hombre de la vela-. Entendimos que se volvía loco de rabia cuando supo que le alcanzaba la leva... Juraba y perjuraba que primero se echaba a la mar que consentir en que le llevaran al servicio... Dimpués tomó una cafetera de aguardiente; pensamos que acababa aquí con medio Cabildo; rindióle al cabo el sueño y se quedó como usté le ve ahora... Juera del alma, don Andrés, es una pura bestia.
¡Y Andrés envidiaba en aquel instante hasta la suerte de Muergo!
Minutos después, el aturdido mozo, en el rincón más oscuro del más apartado cuchitril de la Zanguina, reponía las fuerzas del cuerpo quebrantado con las míseras provisiones que el tabernero había puesto sobre la bisunta mesa, mientras aspiraba oleadas de aquella atmósfera pestilente, y sentía en las profundidades de su cabeza el estruendo de la batalla que estaban librando allí sus no domadas ideas.
Algo más tarde, cansado de meditar y de temer, estiró las piernas sobre el banco en que se sentaba; apoyó el tronco contra la pared; cruzó los brazos sobre el pecho, y quiso facilitarle su conquista al sueño, que tanto necesitaba, apagando la luz, que es enemiga del reposo; pero desistió de su propósito, porque no se atrevía a quedarse a oscuras y solo con sus alborotados pensamientos.