Ir al contenido

Sotileza/XXVII

De Wikisource, la biblioteca libre.
XXVI
Sotileza (1888)
de José María de Pereda
XXVII - Otra consecuencia que era de temerse
XXVIII

XXVII

Otra consecuencia que era de temerse



Por rara casualidad estaba don Venancio Liencres en casa cuando llegó a sus puertas la capitana preguntando por él, precisamente por él. Cierto que se hallaba ya con el sombrero puesto para salir a perorar un rato en el senado del Círculo de Recreo, donde a la sazón se agitaba entre los senadores no sé qué punto de trascendencia para las harinas castellanas, las obras del ferrocarril y los cueros de Buenos Aires; pero, en fin, estaba en casa, y recibió a la madre de Andrés sin visible disgusto y a solas, como ella quería.

Allí, anegada en llanto, y en el secreto de la confesión, declaró Andrea a don Venancio todo lo que les estaba pasando con su hijo. Temía que en las respuestas dadas por éste a su padre se envolviera un propósito de casamiento con la tarasca callealtera. Y esto no podía suceder, porque sería la perdición de él, la vergüenza de toda su familia y el escándalo del pueblo. El capitán estaba ya dando los pasos necesarios para enterarse mejor de la magnitud del peligro; pero esto no bastaba: era preciso que don Venancio mismo, que tantos títulos reunía para merecer el respeto del desatinado mozo, le hablara al alma, le amonestara, se le impusiera, y que por Dios, y que por los santos... Y lágrima que va, y sollozo viene. Y don Venancio no salía de su asombro, sino para considerar lo mucho que podía valer la fuerza de su palabra, cuando a ella seguía acudiendo la capitana en los conflictos más graves de su vida.

Excusado es decir que la tranquilizó con un discurso, prometiéndola que todo se arreglaría del mejor modo posible. La capitana llegó a su casa antes que su marido, y don Venancio Liencres entró en el senado con el talante de los grandes hombres satisfechos de llevar entre los cascos el hervor de un gran problema.

Cuando volvió para cenar, rodeado de su familia, ni su señora pudo resistir un solo momento más la curiosidad de saber a qué había ido la capitana a tales horas y de tal modo a su casa, ni él dominar el deseo de declararlo todo en aquel instante solemne, con el santo fin de que se viera lo que llegarían a ser jóvenes tan irreflexivos como Andrés, sin hombres de maduro seso y legítima autoridad que los volvieran a la senda de sus deberes.

Y precisamente ocurrió el relato de lo más grave de la aventura de la calle Alta en los momentos en que Luisa, dejando caer el tenedor desde la altura de su boca, declaraba que no quería cenar más. Siguió la historia con comentarios del mismo narrador, gestos y monosílabos de asco de su señora y aspavientos de Tolín...; y Luisa, cuya inapetencia continuaba y cuya alteración de semblante descubría una violenta agitación nerviosa, rompió dos platos de una sola puñada. Enseguida se retiró a su cuarto, manifestando antes que si no se contaran en la mesa historias tan indecorosas como aquélla, no se trastornarían los nervios de nadie, ni se perderían por completo las ganas de cenar.

Convino su augusta madre en que no era del mejor tono hablar de «lances tan apestosos» delante de señoras tan principales, y mandó disponer una taza de salvia para su hija. La cual, encerrada ya en su cuarto, dijo a su madre, después de tomar dos sorbos de la pócima, que ya se sentía bien y que no apetecía otra cosa que el descanso de la cama.

Alegróse mucho de saberlo don Venancio, y como ya llevaba un buen rato de perorar con Tolín, que no acababa de asombrarse del suceso, túvosele por bastante ventilado por entonces; bostezó don Venancio; recogió su señora y guardó en el aparador los postres sobrantes, y, con las «buenas noches» de costumbre, se encerró cada cual en su agujero.

Despojándose estaba Tolín de su tuina doméstica, tras de haber dado largo recreo a sus ojos en la contemplación de los cuadros de la pared, cuando sintió un golpecito a la puerta, y la voz muy queda de su hermana, que por la rendijilla le preguntaba:

-¿Se puede?

Apresuróse Tolín a abrir, y entró Luisa de puntillas, con la palmatoria sin luz en una mano y el índice de la otra sobre los labios. Iba muy pálida, bastante ojerosa y no poco trémula de manos y de voz. Cerró cuidadosamente la puerta por dentro y dijo a su hermano, que la contemplaba atónito, señalándole una silla junto a la mesa, sobre la cual continuaba la cartera atestada de dibujos y acuarelas:

-Siéntate ahí.

-¿Pero qué te pasa, mujer? -preguntóla Tolín, volviendo a vestirse la tuina y con los ojos muy azorados.

-Ya lo sabrás -respondió muy bajito la interpelada-. Pero no alces la voz ni hagas ruido, porque no hay necesidad de que sepa nadie que te he hecho yo esta visita.

Tolín se sentó, y Luisa se quedó de pie delante de él, sin querer aprovechar la silla que su hermano puso a su lado, ofreciéndosela con insistencia.

-No quiero sentarme -dijo Luisa-; hablo mejor así, de arriba abajo, tal como estamos... Cara a cara, puede que no fuera yo tan valiente contigo como necesito serlo ahora... En fin, hombre, dejemos estas boberías... ¡Ay, Dios mío de mi alma!... Mira, Tolín, si llego a meterme en la cama con este escozor que siento por acá dentro, si no me aventuro a desahogarme un poco contigo, creo que me da algo esta noche..., que me muero, vamos, lo mismo que te lo digo... ¡lo mismo, Tolín!

Tolín, cada vez más consumido por la curiosidad de saber qué le pasaba a su hermana, insistió de nuevo con ella para que acabara de explicarse.

-A eso voy -dijo Luisa, con más deseos que valor para hacerlo-. ¿Tú has oído bien la historia que contó papá en la mesa?

-Sí que la he oído.

-¿La has oído?...

-Te repito que sí.

-Me alegro, Tolín, me alegro de que la hayas oído bien. ¿Y qué te parece?

-¡Mire usted ahora con qué coplas salimos! -exclamó Tolín muy contrariado.

-Pues ¿con qué coplas he de salirte, hombre? -preguntóle candorosamente su hermana.

-Pues con las tuyas, ¡canario!

-¡Pero si las mías empiezan por ahí, bobo!

Tolín se encogió de hombros y volvió un momento la cabeza hacia otra parte.

-Como siempre, Luisa, como siempre -añadió un instante después-. Maldito si se pueden atar dos caminos con todos los aspavientos tuyos. En fin, di lo que te dé la gana; ya veremos lo que sale.

Luisa miró a su hermano con un gesto que no era un himno a la perspicacia del mozo aquél, y le dijo:

-Quiero saber yo lo que te parece a ti esa indecencia de historia.

-Pues me parece muy mal, Luisa, ¡muy mal!... Tan indecente como a ti... ¿Lo quieres más claro?

-Eso es lo que yo quería saber, Tolín; eso mismo..., precisamente lo mismo.

-Entonces, ya estás servida...

-¡Un hombre que se viste de señor; que es hijo de buenos padres; que se tutea con nosotros; que está colocado en el escritorio de papá, manoseando sus caudales; que come en esta mesa tan a menudo!... ¡Un hombre así, encerrado en una bodega asquerosa, con una sardinera tarasca, y salir luego de allí los dos, corridos de vergüenza, entre la rechifla de las mujeronas y de los borrachos de toda la calle!... ¡Y a más, a más, cuando le apuran un poco, decir a su padre y a su madre que es muy capaz de casarse con ella!... ¿Tú has visto algo como esto en parte alguna, Tolín?... ¿Lo has leído siquiera en ningún libro, por muy descaradote y puerco que sea?... Vamos, hombre, dilo con franqueza...

-No, Luisa, no... No he visto nada como ello. ¿Y qué?

-Que eso no debe de quedar así.

-Ya has oído que papá piensa tomar cartas en el asunto.

-No basta que papá las tome; tienes que tomarlas tú también.

-¡Yo!

-Sí, tú; y desde mañana, Tolín.

-Pero ¿qué diablos me va a mi ni que...?

-¿Que qué te va a ti? ¿No eres su amigo tú... y de la infancia, Tolín, que es todo lo amigo que se puede ser de una persona?... ¿No estás con él en el escritorio? ¿No estáis abocados a ser socios y jefes de la casa de papá el día menos pensado?...

-Lo menos veinte veces te he oído decir esas mismas cosas por pecadillos de Andrés de bien escasa importancia.

-Pero éstos son pecados gordos, hijo, ¡muy gordos! Y te lo vuelvo a repetir, porque ahora va de veras.

-Pues déjalo que vaya, que en buenas manos está el pandero.

-Es que yo quiero ponerle en las tuyas.

-¿Y sabes tú si yo sabría tocarle?

-Lo que no se sabe, se aprende, cuando el caso lo pide, y aquí lo pide... ¡y mucho!

-Pero, trastuela del demonio..., ¡mira que cualquiera que te escuchara y te viera tan exigente y tan nerviosa por un asunto que, después de todo, no te importa media avellana!... ¿eres procuradora de Andrés, o qué?...

-A nadie le importa lo que soy, Tolín; pero quiero que esa... pingonada no se haga, y no se hará, ¿lo entiendes?

-Y si se hiciera, ¿qué?

-¡Virgen del Carmen!... ¡Ni en broma lo digas, Tolín!

Aquí le temblaban los labios, pálidos, a Luisa, y Tolín se la quedó mirando, con una expresión muy distinta de la que hasta entonces se había visto en su cara.

-¿Sabes, Luisa -la dijo, sin dejar de mirarla así-, que con eso que te oigo, y recordando lo que te tengo oído, bastante parecido a ello, voy entrando en aprensiones?...

-¿Aprensiones de qué, Tolín? -repuso Luisa, dispuesta, no solamente a oír todo lo que quisiera decirle su hermano sobre la calidad de sus aprensiones, sino también a tirarle de la lengua para que hablara cuanto antes-. Vamos, con franqueza.

-Aprensiones -continuó Tolín- de que algo más que la amistad es lo que te mueve a interesarte tanto por Andrés.

-¡Bien has tardado en caer en ello, inocente de Dios! -exclamó Luisa, lanzando las palabras de su pecho con tal ansia, que parecía que con ello le desahogaba de un peso insoportable.

-¡Y lo confiesas con esa frescura, Luisa! -dijo el otro haciéndose cruces.

-¿Y por qué no he de confesarlo, Tolín? ¿A quién ofendo con ello? ¿Qué hay en Andrés que no merezca estos malos ratos que estoy pasando por él? ¿No es guapo? ¿No es un mozo como unas perlas? ¿No es bueno y noble como un pedazo de pan? ¿No es fuerte y valeroso como un Cid? ¿No tiene, por tener de todo, tan buena posición como el mejor de los mequetrefes que me pasean a mí la calle, con tanto gusto tuyo? ¿No le tratamos y le estimamos de toda la vida?... Y siendo esto verdad, ¿por qué no he de... quererle yo; sí, señor, de quererle como le quiero tantos años hace?...

-¿Pero es posible, Luisa, que tú, tan fría con todos los que te tratan, tan dura de corazón con todos los que te miran, seas capaz de querer a nadie con ese fuego?...

-Bajo la nieve hay volcanes, Tolín; no sé quién lo dijo por alguien como yo; pero dijo con ello una gran verdad, según lo que a mí me pasa ahora...

-Pues, hija mía, para una vez que te quemaste..., ¡no hay duda que fue bien a tiempo!

-¿Por qué lo dices, Tolín?

-Bien a la vista lo tienes, Luisa. ¡Te quemas por quien ni siquiera repara en ello!

-Pues ahora reparará.

-¡Ahora!

-Ahora, sí... porque hasta ahora no ha sido necesario.

-¡Luisa! ¡Tú no estás en tus cabales! ¡A un hombre, quizá mal entretenido con una pescadora soez, ir a...!

-No hay tal entretenimiento, si es verdad lo que se ha contado.

-¡Y se quiere casar con ella!... Tú misma lo temías...

-Pues lo dije... por oírte... Pero aunque sea verdad, y aunque también lo sea que está mal entretenido, por eso mismo hay que abrirle los ojos, para que vea lo que nunca se atrevió a mirar, porque es humilde...

-¿Serías capaz de intentar eso, Luisa..., de perder la cabeza hasta ese extremo?

-Yo no sé, Tolín, de lo que sería capaz en el trance en que yo me veo... Pero de todos modos, como no he de ser yo quien dé ese paso..., sino tú...

-¡Yo!... ¡Yo ir a ofrecer mi propia hermana!...

-¡Qué ofrecer ni qué calabaza, hombre! Con esa manera de llamar las cosas, no hay decencia posible en nada. Pero si tú vas, y, con la confianza que tienes con él, empiezas por afearle lo que ha hecho y lo que piensa hacer... y le hablas de lo que él vale..., de la consideración que debe a su familia y a sus amigos..., de lo bien que le estaría una novia de entre lo principal del pueblo..., y poco a poco, te vas cayendo, cayendo hacia acá; y, sin decir lo que yo pienso, le haces comprender que bien podría llegar a pensarlo..., y, en fin, todo lo que se te vaya ocurriendo...

-Luisa, ¡Luisilla de los demonios! Pero ¿cómo te estimas en tan poco..., y por quién me tomas?

-¡Ah, grandísimo desalmado! ¡Ahí te quería esperar yo! ¿Por quién me tomabas tú a mí cuando me hacías la rosca para que le contara esas mismas letanías del hijo de mi padre a mi amiga Angustias? Entonces, el papel que me dabas era de lo más honroso... «Una hermana mirando por el bien de su hermano... ¡uf!, eso parte el corazón de puro gusto... Así como quien no quiere la cosa, la vas enterando de lo juicioso que soy, del arte que tengo para el escritorio..., de lo tierno que soy de entraña..., de lo que yo me desvivo por cierta mujer..., de que me paso las noches en un suspiro...»

-¡Luisa, canario! -dijo entonces Tolín revolviéndose en su asiento, como si le estuvieran clavando un par de banderillas. Pero Luisa, sin hacer caso maldito de la interrupción antes bien, gozándose en el desasosiego de su hermano, continuó remedándole así:

-«Pero como es tan corto de genio, antes se morirá de hipocondría que decir a esa mujer, cuando está delante de ella: por ahí te pudras.»

-¡Luisa!

-Y por cierto, grandísimo desagradecido, que bien luego y con buen arte despaché tu comisión; y bien te allané el camino..., y bien poco te costó después llegar hasta donde has llegado a la hora presente, que casi nada te falta ya para conseguir lo que deseabas, porque hasta el erizo de su padre, don Silverio Trigueras, está hecho unas mieles contigo. ¡Y ahora resulta que he estado yo haciendo un papel de los más feos... y que...!

-¡Por vida del ocho de bastos, Luisa!... ¡Déjame hablar, o te saco al carrejo... y grito para que nos oigan!...

-Eso faltaba, ¡egoistón!... ¡mal hermano!... ¿Y qué es lo que tú puedes responder a esto que yo te digo?

-Que aunque todo ello fuera la pura verdad...

-¡Y más de otro tanto que no he querido decir!...

-Que aunque todo ello y lo que te has callado fuera la pura verdad, son los dos casos muy diferentes.

-¡Diferentes! ¿Por dónde? ¿Por qué?

-Porque tú eres una señorita.

-Justo. Y tú todo un caballero... ¡Y es una mala vergüenza que un caballero como tú, porque las mujeres están obligadas, por el bien parecer, a tragarse todo cuanto sientan por un hombre, y a no dárselo a entender ni siquiera con una mala mirada, ayude a su propia hermana a salir del ahogo en que se ve, despertando un poco la atención, con cuatro palabras al caso, de un hombre que es, además, un amigo de la mayor intimidad!... ¡Bah! Pero que a un caballero que tiene obligación, por ser hombre, de ser valiente y arrojado y de ajustar todas sus cuentas por sí mismo, le arregle una señorita un negocio de esa clase..., no tiene nada de particular; es una hazaña de rechupete... y hasta obra de misericordia ... ¿No le parece a usted el don escrúpulo de Mari?... ¡Caramba! ¡No sé lo que te diría ahora, si pudiera yo gritar todo lo que necesito!...

-Corriente. Pues lo doy por gritado, y déjame en paz.

-Así, hijo, así..., ¡así se sale luego del paso! ¡Y tenga usted hermanos para eso, y desvívese usted por ellos..., y... ¡Virgen de los Dolores!...

Aquí rompió a llorar la hermana de Tolín, como si el alma se le saliera por la boca. Tolín trató de consolarla como mejor pudo; pero aquel antojo estaba a prueba de reflexiones más poderosas que las insulsas vaguedades que se le ocurrían al hijo de don Venancio Liencres. De pronto dejó Luisa de llorar, y dijo resueltamente a su hermano:

-Pues ten entendido que, si no llegas a hacer lo que te encargo, voy a hacerlo yo... ¡yo, por mí misma! Y seré capaz hasta de confesárselo a su madre y a su padre... y al cura de la parroquia, si me apuras... Y hasta sabrá la hija de don Silverio Trigueras el pago que tú das a lo que la tonta de tu hermana hizo por ti.

Tolín estaba en ascuas; creía a su hermana muy abonada para cumplir lo que ofrecía, y al mismo tiempo le asustaba lo peliagudo de la empresa que le encomendaba. Sus deseos no eran malos; pero su irresolución le encogía. Habló a Luisa nuevamente en este sentido, suplicándola que le dejara buscar el modo y la ocasión a gusto de él, porque todo se arreglaría con el tiempo.

-No, no -insistió la otra-. No hay un instante que perder. Mañana mismo vas a dar el primer paso...

-Pero atiende a razones...

-Mira: en cuanto venga al escritorio, le llamas aparte, y solos allí los dos..., comienzas a hablarle, y después..., ¡caramba!, si fuera yo, bien pronto se lo diría como deben decirse esas cosas...

-Y aunque todo saliera como tú deseas, tarambana del mismo diablo, ¿sabes tú la cara que pondría mamá?

-Eso corre de mi cuenta, Tolín. ¡Pues podía desaprobarlo! ¡Un partido tan hermoso para mí!... Tú no te apures por eso, y cuídate de lo otro.

-En fin -dijo el abrumado mozo, acaso para verse libre por entonces de un asedio tan tenaz-, haré todo lo posible por complacerte.

-Es que hay que hacer -insistió Luisa sin cejar un punto- no solamente lo posible, sino todo lo necesario... Y si esto se hace o no se hace, he de saberlo yo mañana por la noche, cuando venga Andrés aquí; porque tú harás, discretamente, que venga sin falta..., ¿lo entiendes bien?... ¡Sin falta!

No había escape para Tolín, porque sabía muy bien que, en un carácter como el de su hermana, todo estruendo era creíble como se le metiera el antojo entre los cascos. Comprendió que hasta para evitar campanadas más ruidosas era de necesidad cumplir con empeño la peliaguda comisión, y a cumplirla así se obligó con su hermana.

Luego que ésta se convenció de que la promesa de Tolín no era un vano recurso para salir del paso, trocáronse sus denuestos en arrullos; encendió su bujía, se despidió con un fervientísimo «adiós», abrió la puerta con mucho cuidado, y, de puntillas, y más bien deslizándose que pisando, llegó en un instante a su dormitorio y se encerró en él, si no libre de inquietudes, con el ánimo más reposado después del desahogo que acababa de dar a su berrinche.

En cambio, Tolín, que se había levantado de la mesa con el espíritu hecho una balsa de aceite, no pudo atrapar el sueño hasta bien cerca de la madrugada. ¡El demonio de la chiquilla!...