Sotileza/XXVIII

De Wikisource, la biblioteca libre.
XXVII
Sotileza (1888) de José María de Pereda
XXVIII - La más grave de todas las consecuencias
XXIX

XXVIII

La más grave de todas las consecuencias


Todavía resonaban hacia la calle de la Mar los gritos de ¡apuyáaa!, ¡apuyáaa! con que el deputao del Cabildo de Abajo despertaba a los mareantes recorriendo las calles en que habitaban, y aun habían llegado los más diligentes de ellos a la Zanguina para tomar la parva de aguardiente o el tazón de cascarilla, cuando ya Andrés, dolorido de huesos y harto desmayado de espíritu, salía de los Arcos de Hacha, atravesaba la bocacalle frontera y entraba en el Muelle buscando la Rampa Larga. Eran apenas las cinco de la mañana, y no había otra luz que la tenue claridad del horizonte, precursora del crepúsculo, ni se notaban otros ruidos que el de sus propios pasos, el de las voces de algún muchacho de lancha, o el de los remos que éstos movían sobre los bancos. La negra silueta del aburrido sereno que se retiraba a su hogar dando por terminado su penoso servicio, o el confuso perfil del encogido bracero a quien arrojaba del pobre lecho la dura necesidad de ganarse el incierto desayuno, eran los únicos objetos que la vista percibía en toda la extensión del Muelle, descollando sobre la blanca superficie de su empedrado.

De la misma opinión fue Reñales, en cuya lancha le esperaba ya Andrés, muy impaciente, pues en cada bulto que distinguía sobre el Muelle, creía ver un emisario de su casa que corría en busca suya. Porque es de advertir, aunque no sea necesario, que su corto sueño sobre el banco de la taberna fue una incesante pesadilla, en la cual vio con todos los detalles de la realidad, las angustias de su madre que clamaba por él y le esperaba sin un instante de sosiego; las inquietudes, los recelos y hasta la ira de su padre, que andaba buscándole inútilmente de calle en calle, de puerta en puerta; y, por último, las conjeturas, los consuelos, los amargos reproches... y hasta las lágrimas, entre los dos. Este soñado cuadro no se borró de su imaginación después de despertar. Le atormentaba el espíritu y robaba las fuerzas a su cuerpo: pero el plan estaba trazado: era conveniente y había que realizarle a toda costa.

Al fin, se oyó en el Muelle un rumor de voces ásperas y de pisadas recias; llegó a la Rampa un tropel de pescadores cargados con sus artes, su comida, sus ropas de agua, y muchos de ellos con una buena porción del aparejo de la lancha; y vio complacidísimo Andrés como la de Reñales quedó en breves momentos aparejada y completa de tripulantes.

Armáronse los remos, arrimóse al suyo, a popa y de pie, el patrón, para gobernar; desatracóse la lancha; recibió el primer empuje de sus catorce remeros; púsose en rumbo hacia afuera y comenzó su quilla sutil a rasgar la estirada, quieta y brillante superficie de la bahía. Pero por diligente que anduvo, otras la precedían, del mismo Cabildo y del de Arriba, y cuando llegó a la altura de la Fuente Santa, dejaba por la popa la barquía de Mocejón, en la cual vio Andrés a Cleto, cuya triste mirada, por único saludo, agitó en su memoria los mal apaciguados recuerdos del suceso de la víspera, causa de aquella su descabellada aventura.

La luz del crepúsculo comenzaba entonces a dibujar los perfiles de todos los términos de lo que antes era, por la banda de estribor, confuso borrón, negra y prolongada masa, desde el Cabo Quintres hasta el monte de Cabarga; apreciábase el reflejo de la costa de San Martín en el cristal de las aguas que hendía la esbelta embarcación, y en las praderas y sembrados cercanos renacía el ordenado movimiento de la vida campestre, la más apartada de las batallas del mundo. A la derecha, rojeaban las arenales de las Quebrantas, arrebujados en lo alto, con el verdoso capuz del cerro que sostenían, y hundiendo sus pies bajo las ondas mansísimas con que el mar, su cómplice alevoso, se los besaba, entre blandos arrullos, a la vez que los cubría. Parecían dos tigres jugueteando, en espera de una víctima de su insaciable voracidad.

No sé si Andrés, sentado a popa cerca del patrón, aunque miraba silencioso a todas partes, veía y apreciaba de semejante modo los detalles del panorama que iba desenvolviéndose ante él; pero está fuera de duda que no ponía los ojos en un cuadro de aquéllos sin sentir enconadas las heridas de su corazón y recrudecida la batalla de sus pensamientos. Por eso anhelaba salir cuanto antes de aquellas costas tan conocidas y de aquellos sitios que le recordaban tantas horas de regocijo sin amargores en el espíritu ni espinas en la conciencia; y por ello vio con gusto que, para aprovechar el fresco terral que comenzaba a sentirse, se izaban las velas, con lo que se imprimía doblado impulso al andar de la lancha.

Con la cabeza entre las manos, cerrados los ojos y atento el oído al sordo rumor de la estela, llegó hasta la Punta del puerto, y abocó a la garganta sombría que forman el peñasco de Mouro y la costa de acá; y sin moverse de aquella postura, alabó a Dios desde lo más hondo de su corazón, cuando Reñales, descubriéndose la cabeza, lo ordenó así con fervoroso mandato, porque allí empezaba la tremenda región preñada de negros misterios, entre los cuales no hay instante seguro para la vida; y sólo cuando los balances y cabeceos de la lancha le hicieron comprender que estaba bien afuera de la barra, enderezó el cuerpo, abrió los ojos y se atrevió a mirar, no hacia la tierra, donde quedaban las raíces de su pesadumbre, sino al horizonte sin límites, al inmenso desierto en cuya inquieta superficie comenzaban a chisporrotear los primeros rayos del sol, que surgía de los abismos entre una extensa aureola de arrebolados crespones. Por allí se iba a la soledad y al silencio imponentes de las grandes maravillas de Dios y al olvido absoluto de las miserables rencillas de la Tierra, y hacia allá quería él alejarse volando, y por eso le parecía que la lancha andaba poco, y deseaba que la brisa que henchía sus velas se trocara súbitamente en huracán desatado.

Pero la lancha, desdeñando las impaciencias del fogoso muchacho, andaba su camino honradamente, corriendo lo necesario para llegar a tiempo al punto adonde la dirigía su patrón. El cual llamó de pronto la atención de Andrés para decirle:

-Mire usté que manjúa de sardina.

Y le apuntaba hacia una extensa mancha oscura, sobre la cual revoloteaba una nube de gaviotas. Por estas señales se conocía la manjúa. Después añadió:

-Buen negocio pa las barquías que hayan salido a eso. Cuando yo venga a sardinas, me saltarán las merluzas a bordo. Suerte de los hombres.

Y la lancha siguió avanzando mar adentro, mientras la mayor parte de sus ociosos tripulantes dormían sobre el panel, y cuando Andrés se resolvió a mirar hacia la costa, no pudo reconocer un solo punto de ella, porque sus ojos inexpertos no veían más que una estrecha faja pardusca, sobre la cual se alzaba un monigote blanquecino, que era el faro de Cabo Mayor, por lo que el patrón le dijo.

Y aún seguía alejándose la lancha hacia el Noroeste, sin la menor sorpresa de Andrés, pues aunque nunca había salido tan afuera, sabía por demás que para la pesca de la merluza suelen alejarse las lanchas quince y dieciocho millas del puerto; y, cuando se trata del bonito, hasta doce o catorce leguas, por lo cual van provistas de compás para orientarse a la vuelta.

A medida que la esbelta y frágil embarcación avanzaba en su derrotero, iba Andrés esparciendo las brumas de su imaginación y haciéndose más locuaz. Contadísimas fueron las palabras que había cambiado con el patrón desde su salida de la Rampa Larga; pero en cuanto se vio tan alejado de la costa, no callaba un momento. Preguntaba, no sólo cuanto deseaba saber, sino lo que, de puro sabido, tenía ya olvidado: sobre los sitios, sobre los aparejos, sobre las épocas, sobre las ventajas y sobre los riesgos. Averiguó también a cuántos y a quiénes de los pescadores que iban allí había alcanzado la leva, y supo que a tres, uno de ellos su amigo Cole, que era de los que a la sazón dormían bien descuidados. Y lamentó la suerte de aquellos mareantes, y hasta discurrió largo y tendido sobre si esa carga que pesaba sobre el gremio era más o menos arreglada a justicia, y si se podía o no se podía imponer en otras condiciones menos duras, y hasta apuntó unas pocas por ejemplo. ¡Quién sabe de cuántas cosas habló!

Y, hablando, hablando de todo lo imaginable, llegó el patrón a mandar que se arriaran las velas, y la lancha a su paradero.

Mientras el aparejo de ella se arreglaba, se disponían los de pesca y se ataban las lascas sobre los careles, Andrés paseó una mirada en derredor, y la detuvo largo rato sobre lo que había dejado atrás. Todo aquel extensísimo espacio estaba salpicado de puntitos negros, que aparecían y desaparecían a cada instante en los lomos o en los pliegues de las ondas. Los más cercanos a la costa eran las barquías, que nunca se alejaban del puerto más de tres o cuatro millas.

-Aquellas otras lanchas -le decía Reñales, respondiendo a algunas de sus preguntas y trazando en el aire con la mano, al propio tiempo, un arco bastante extenso-, están a besugo. Estas primeras, en el Miguelito; las de allí, en el Betún, y éstas de acá, en el Laurel. Ya usté sabe que ésos son los mejores placeres o sitios de pesca pa el besugo.

Andrés lo sabía muy bien, por haber llegado una vez hasta uno de ellos; pero no por haber visto tan lejos y tan bien marcados a los tres.

De las lanchas de merluza, con estar tan afuera la de Reñales, era la menos alejada de la costa. Apenas la distinguían los ojos de Andrés; pero los del patrón y los de todos los tripulantes hubieran visto volar una gaviota encima del Cabo Menor.

Al ver largar los cordeles por las dos bandas después de bien encarnados los anzuelos en sus respectivas sotilezas de alambre, Andrés se puso de codos sobre el carel de estribor, con los ojos fijos en el aparejo más próximo, que sostenía en su mano el pescador después de haberle apoyado sobre la redondeada y fina superficie de la lasca, para no rozar la cuerda con el áspero carel al ser halada para dentro con la merluza trabada. Pasó un buen rato, bastante rato, sin que en ninguno de los aparejos se notara la más leve sacudida. De pronto, gritó Cole desde proa:

-¡Alabado sea Dios!

Ésta era la señal de la primera mordedura. En seguida, halando Cole la cuerda y recogiendo medias brazas precipitadamente, pero no sin verdaderos esfuerzos de puño, embarcó en la lancha una merluza, que Andrés, por no haberlas visto pescar nunca, le pareció un tiburón descomunal. El impresionable mozo palmoteaba de entusiasmo. Momentos después veía embarcar otra, y luego otra, y en seguida otras dos, y tanto le enardecía el espectáculo, que solicitó la merced de que le cediera una cuerda para probar fortuna con ella. Y la tuvo cumplida, pues no tardó medio minuto en sentir trabada en su anzuelo una merluza. ¡Pero al embarcarla fue ella! Hubiera jurado que tiraban de la cuerda hacia el fondo del mar cetáceos colosales, y que le querían hundir a él y a la lancha y cuantos estaban dentro de ella.

-¡Que se me va... y que nos lleva! -gritaba el iluso, tira que tira del cordel.

Echóse a reír la gente al verle en tal apuro; acercósele un marinero, y, colocando el aparejo como era debido, demostróle prácticamente que, sabiendo halar, se embarcaba sin dificultad un ballenato, cuanto más una merluza de las medianas, como aquélla.

-Pues ahora lo veremos -dijo Andrés nervioso de emoción, volviendo a largar su cordel.

¡Ni pizca se acordaba entonces de las negras aventuras que a aquellas andanzas le habían arrastrado!

Indudablemente, estaba dotado por la naturaleza de excepcionales aptitudes para aquel oficio y cuanto con él se relacionara. Desde la segunda vez que arrojó su cuerda a los abismos del mar, ninguno de los compañeros de la lancha le aventajó en destreza para embarcar pronto y bien una merluza.

Lo peor fue que dieron éstas de repente en la gracia de no acudir al cebo que se les ofrecía en sus tranquilas profundidades, o largarse a merodear en otras más de su gusto, y se perdieron las restantes horas de la mañana en inútiles tentativas y sondeos.

Se habló, en vista de ello, de salir más afuera todavía, o, como se dice en la jerga del oficio, de hacer otra impuesta.

-No está hoy el jardín pa flores -dijo Reñales reconociendo los horizontes-. Vamos a comer en paz y en gracia de Dios.

Entonces cayó Andrés en la cuenta de que, al salir de la Zanguina, no se había acordado de proveerse de un mal zoquete de pan. Felizmente, no le atormentaba el hambre; y con algo de lo que le fueron ofreciendo de los fiambres que llevaban en sus cestos los pescadores, y un buen trago de agua de la del barrilito que iba a bordo, entretuvo las escasas necesidades de su estómago.

La brisa, entretanto, iba encalmándose mucho; por el horizonte del Norte se extendía un celaje terso y plomizo, que entre el Este y el Sur se descomponía en grandes fajas irregulares de azul intenso, estampadas en un fondo anaranjado brillantísimo; sobre los Urrieles, o picos de Europa, se amontonaban enormes cordilleras de nubarrones; y el sol, en lo más alto de su carrera, cuando no hallaba su luz estorbos en el espacio, calentaba con ella bastante más de lo regular. Los celadores de las lanchas más internadas en el mar tenían hecha la señal de precaución, con el remo alzado en la bagra; pero en ninguno de ellos ondeaba la bandera que indica recoger.

Reñales estaba tan atento a aquellos celajes y estos signos, como a las tajadas que con los dedos de su diestra se llevaba a la boca de vez en cuando; pero sus compañeros, aunque tampoco los perdían de vista, no parecían darles tanta importancia como él.

Andrés le preguntó qué opinaba de todo ello.

-Que me gusta muy poco cuando estoy lejos del puerto...

De pronto, señalando hacia Cabo Mayor, dijo poniéndose de pie:

-Mirad, muchachos, lo que nos cuenta Falagán.

Entonces Andrés, fijándose mucho en lo que le indicaban los pescadores que estaban más cerca de él, vio tres humaredas que se alzaban sobre el cabo. Era la señal de que el Sur arreciaba mucho en bahía. Dos humaredas solas hubieran significado que la mar rompía en la costa.

Malo es el Sur desencadenado para tomarle las lanchas a la vela; pero es más temible que por eso por lo que suele traer de improviso: el galernazo, o sea la virazón repentina al Noroeste.

De estos riesgos trataba de huir Reñales tomando cuanto antes la vuelta al puerto. Mirando hacia él, vio que las barquías estaban embocándole ya, y que las lanchas besugueras trataban de hacer lo mismo. Sin pérdida de un instante, mandó izar las velas; y como el viento era escaso, se armaron también los remos. Todas las lanchas de altura imitaron su ejemplo.

Andrés no era aprensivo en trances como aquél; y por no serlo, se admiraba no poco al observar que, según iba acercándose a la costa, se complacía tanto en ello como horas antes en alejarse. Y observaba más: observaba que ya no le parecían tan grandes, tan terribles, tan insuperables aquellas tormentas que le habían arrebatado de su casa y hecho pasar una noche de perros en un rincón de la Zanguina; que bien pudo haber sido un poco menos terco con su padre, y con ello sólo se hubiera ahorrado la mala noche y todo lo que a ella siguió, incluso la aventura en que se encontraba, la cual, aunque le había recreado grandemente, le dejaba el amargor de su motivo..., y, por último, que le inquietaba bastante el poco andar de la lancha. Y con observar todo eso, y con asombrarse de ello, y con no apartar los ojos de la nublada faz de Reñales, sino para llevarlos a las no muy alegres de sus compañeros, o hacia los peñascos, cada vez más perceptibles, de la costa, no caía en la cuenta de que todo aquel milagro era obra de un inconsciente apego a la propia pelleja, amenazada de un grave riesgo, que se leía bien claro en la actitud recelosa de aquellos hombres tan avezados a los peligros de la mar.

Pasó así más de una hora, sin que en la lancha se oyeran otros rumores que el crujir de los estrobos, las acompasadas caídas de los remos en el agua, y el ardiente respirar de los hombres que ayudaban con su fatiga a las lonas a medio henchir. A ratos era el aire algo más fresco, y entonces descansaban los remeros. En los celajes no se notaba alteración de importancia. Por la popa y por la proa se veían las lanchas que llevaban el mismo derrotero que la de Reñales.

Todo iba, pues, lo mejor posible, y así continuó durante otra media hora; y llegó Andrés a reconocer bien distintamente, sin el auxilio de ojos extraños, los Urros de Liencres, y luego los acantilados de la Virgen del Mar.

De pronto percibieron sus oídos un pavoroso rumor lejano, como si trenes gigantescos de batalla rodaran sobre suelos abovedados; sintió en su cara la impresión de una ráfaga húmeda y fría, y observó que el sol se oscurecía y que sobre el mar avanzaban, por Noroeste, grandes manchas rizadas, de un verde casi negro. Al mismo tiempo gritaba Reñales:

-¡Abajo esas mayores!... ¡El tallaviento solo!

Y Andrés, helado de espanto, vio a aquellos hombres tan valerosos abandonar los remos y lanzarse, descoloridos y acelerados, a cumplir los mandatos del patrón. Un solo instante de retardo en la maniobra hubiera ocasionado el temido desastre; porque apenas quedó izado el tallaviento, una racha furiosa, cargada de lluvia, se estrelló contra la vela, y con su empuje envolvió la lancha entre rugientes torbellinos. Una bruma densísima cubrió los horizontes, y la línea de la costa, mejor que verse, se adivinaba por el fragor de las mares que la batían, y el hervor de la espuma que la asaltaba por todas sus asperezas.

Cuanto podía abarcar entonces la vista en derredor, era ya un espantoso resalsero de olas que se perseguían en desatentada carrera, y se azotaban con sus blancas crines sacudidas por el viento. Correr delante de aquella furia desatada, sin dejarse asaltar de ella, era el único medio, ya que no de salvarse, de intentarlo siquiera. Pero el intento no era fácil, porque solamente la vela podía dar el empuje necesario, y la lancha no resistiría sin zozobrar ni la escasa lona que llevaba en el centro.

Andrés lo sabía muy bien; y al observar cómo crujía el palo en su carlinga y se ceñía como una vara de mimbre, y crepitaba la vela, y zambullía la lancha su cabeza, y tumbaba después sobre un costado, y la mar la embestía por todas partes, no preguntó siquiera por qué el patrón mandó arriar el tallavientos y armar la unción en el castillete de proa. Más que lo que la maniobra significaba en aquel momento angustioso, heló la sangre en el corazón de Andrés el nombre terrible de aquel angosto lienzo desplegado a la mitad de un palo muy corto: ¡La unción! Es decir, entre la vida y la muerte.

Por fortuna, la lancha la resistió mejor que el tallaviento; y con su ayuda, volaba entre el bullir de las olas. Pero éstas engrosaban a medida que el huracán las revolvía; y el peligro de que rompieran sobre la débil embarcación crecía por instantes. Para evitarle, se agotaban todos los medios humanos. Se arrojaron por la popa los hígados del pescado que iba a bordo, y se extendió por el mismo lado el tallaviento flotante. Se conseguía algo, pero muy poco, con estos recursos... ¡Huir, huir por delante!... Esto sólo, o resignarse a perecer.

Y la lancha seguía encaramándose en las crestas espumosas, y cayendo en los abismos, y volviendo a erguirse animosa para caer en seguida en otra sima más profunda, y ganando siempre terreno, y procurando, al huir, no presentar a las mares el costado.

De tiempo en tiempo, los pescadores clamaban fervorosos:

-¡Virgen del Mar, adelante!... ¡Adelante, Virgen del Mar!.

A Andrés le parecían siglos los minutos que llevaba corridos en aquel trance espantoso, tan nuevo para él; y comenzaba a aturdirse y a desorientarse entre el estruendo que le ensordecía; la blancura y movilidad de las aguas, que le deslumbraban; la furia del viento que azotaba su rostro con manojos de espesa lluvia; los saltos vertiginosos de la lancha, y la visión de su sepultura entre los pliegues de aquel abismo sin límites. Sus ropas estaban empapadas en el agua de la lluvia y la muy amarga que descendía sobre él después de haber sido lanzada al espacio, como densa humareda, por el choque de las olas; flotaban al aire sus cabellos goteando, y comenzaba a tiritar de frío. Ni intentaba siquiera desplegar sus labios con una sola pregunta. ¿Para qué esta inútil tentativa? ¿No lo llenaban todo, no respondían a todo cuanto pudiera preguntar allí la mísera voz humana, los bramidos de la galerna?

Así pasó largo rato mirando maquinalmente cómo sus compañeros de martirio, con el ansia de la desesperación unas veces, y otras con la serenidad de los corazones impávidos, desalojaban, con cuantos útiles servían para ello, el agua que embarcaba en la lancha algún maretazo que la alcanzaba por la popa, o movía el aparejo, a una señal del patrón, en un instante de respiro.

El exceso mismo del horror, suspendiendo el ánimo de Andrés, fue predisponiendo su discurso a la actividad regularizada y a la coordinación de las ideas, aunque en una órbita algo extraña a las condiciones de un espíritu constituido como el suyo. Por ejemplo: no discurrió sobre las probabilidades que tenía de salvarse. Para él era ya cosa indiscutible y resuelta el morir allí. Pero le preocupó mucho la clase de muerte que le esperaba; y analizó el fatal suceso momento por momento y detalle por detalle. Del minucioso análisis dedujo que su propio cuerpo arrojado de pronto en aquel infierno rugiente, en la escala de una proporción rigurosa, representaba mucho menos que el átomo que cae en las fauces de un tigre con el aire que éste aspira en un bostezo. Pero ¿cabía imaginar un desamparo, una soledad, un desconsuelo más espantoso en derredor de un hombre para morir? Enseguida pasaron por su memoria, en triste desfile, los mártires que él recordaba de la numerosa legión de héroes, a la cual pertenecían los desventurados que le rodeaban, destinados quizá a desaparecer también, de un momento a otro, en aquel horrible cementerio. Y los vio, uno por uno, luchar brevísimos instantes, con las fuerzas de la desesperación, contra el inmenso poder de los elementos desencadenados; hundirse en los abismos; reaparecer con el espanto en los ojos y la muerte en el corazón, y volver a sumergirse para no salir ya sino como informe despojo de un desastre, flotando entre los pliegues de las olas y arrastrados al capricho de la tempestad.

Y viéndolos a todos así, llegó a ver a Mules; y viendo a Mules, se acordó de su hija; y acordándose de su hija, por una lógica asociación de ideas, llegó a pensar en todo lo que le había pasado y fue causa de que él se viera en el riesgo en que se veía, y entonces, a la luz que sólo perciben los ojos humanos en las fronteras de la muerte, estimó en su verdadera importancia aquellos sucesos; y se avergonzó de sus ligerezas, de su insensatez, de sus ingratitudes, de su última locura, causa, quizá, de la desesperación de sus padres; y volvió su mortal naturaleza a reclamar sus derechos; y amó la vida, y le espantaron de nuevo los peligros que corría en aquel instante y temió que Dios hubiera dispuesto arrancársela de aquel modo, en castigo de su pecado.

Temblaba de horror; y cada crujido del fúnebre aparejo, cada estremecimiento de la lancha, cada maretazo que la alcanzaba, le parecía la señal del último desastre. Para colmo de angustias, vio de pronto por su banda flotar un remo entre las espumas alborotadas; y en seguida otros dos. También lo vieron los contristados pescadores. Y vieron más a los pocos momentos: vieron una masa negra dando tumbos entre las olas. Era una lancha perdida. ¿De quién? ¿Y sus hombres? Estas preguntas leía Andrés en las caras lívidas de sus compañeros. Notó que, puestos de rodillas y elevando los ojos al cielo, hacían la promesa de ir al día siguiente, descalzos y cargados con los remos y las velas, a oír una misa a la Virgen, si Dios obraba el milagro de salvarles la vida en aquel riesgo terrible. Andrés elevó al cielo la misma oferta desde el fondo de su corazón cristiano.

Por obra de esta nueva impresión, le asaltó otro pensamiento que impregnó de amargura su alma generosa. Si él salía vivo de allí, en su mano estaba no volver a exponerse a tales riesgos; pero los infelices que le acompañaban, aunque con él se salvaran entonces, ¿no sentirían amargado el placer de salvarse con los recelos de perecer a la hora menos pensada en otra convulsión de la mar, tan repentina y horrorosa como aquélla? ¡Desdichado oficio, que tales quiebras tenía! Y fue reparando, uno por uno, en todos los pescadores de la lancha. De todo había allí: desde el mozo imberbe hasta el viejo encanecido; y todos parecían más resignados que él; y, sin embargo, cada una de aquellas vidas era más necesaria en el mundo que la suya. Esta consideración, hiriéndole la fibra del amor propio, infundió algún calor a sus ánimos abatidos.

Y la tempestad seguía desenfrenada, y la lancha corriendo, loca y medio anegada ya, delante de ella. En uno de sus bandazos, estuvo su carel a medio palmo de un bulto que se mecía entre dos aguas, dejando flotantes sobre ellas espesos manojos de una cabellera cerdosa.

-¡Muergo! -gritó Reñales, queriendo, al mismo tiempo, apoderarse del cadáver con una de sus manos.

Andrés sintió que el frío de la muerte le invadía otra vez el corazón, que la vida iba a faltarle; y sólo un acontecimiento como el ocurrido allí en el mismo instante pudo rehacer sus fuerzas aniquiladas.

Y fue que Reñales, por coincidir su movimiento con un recio balance de la lancha, perdió el equilibrio y cayó sobre el costado derecho, dándose un golpe en la cabeza contra el carel. Sin gobierno la lancha, atravesóse a la mar; saltó hecho astillas el palo, y arrebató el viento la vela. Andrés entonces comprendió la gravedad del nuevo peligro:

-¡A los remos! -gritó a los consternados pescadores, lanzándose él al de popa, abandonado por Reñales al caer, y poniendo la lancha en rumbo conveniente, con destreza y agilidad bien afortunadas para todos.

Pasaban entonces por delante de Cabo Menor, sobre cuyas espaldas de roca avanzaban los mares para despeñarse al otro lado en bramadora cascada. Desde allí, o mejor dicho, desde Cabo Mayor a la boca del puerto, y siguiendo por el islote de Mouro hasta el cabo Quintres y el de Ajo, toda la costa era una sola cenefa de mugidoras espumas que hervían y trepaban, y se asían a los acantilados, y volvían a caer para intentar de nuevo el asalto, al empuje inconcebible de aquellas montañas líquidas que iban a estrellarse furiosas, sin punto de sosiego, contra las inconmovibles barreras.

-¡Adelante, Virgen del Mar! -repetían con voz firme los remeros al compás de su fatiga.

Andrés, empuñando su remo, clavados sus pies, más que asentados, en el panel de la lancha; luchando y viendo luchar a sus valerosos compañero con esfuerzo sobrehumano contra la muerte que los amenazaba por todas partes, comenzaba a sentir la sublimidad de tantos horrores juntos, y alababa a Dios delante de aquel pavoroso testimonio de su grandeza.

A todo esto, Reñales no movía pie ni mano; y Cole, que achicaba el agua sin cesar con otro componer, a una señal de Andrés, que estaba en todo, suspendió su importantísimo trabajo y acudió a levantar al patrón, que había quedado aturdido con el golpe y sangraba copiosamente por la herida que se había causado en la cabeza. Atendiósele lo menos mal que se pudo en tan apurada situación, y con ello fue reanimándose poco a poco, hasta que intentó volver a su puesto cuando la lancha, cruzando como un rayo por delante del Sardinero, llegaba enfrente de la Caleta del Caballo. Pero en aquellos instantes, además de la serenidad y de la inteligencia, se necesitaba fuerza no común para gobernar; y a Reñales le faltaba esta condición tan importante, al paso que Andrés, en el punto en que se hallaba de la costa, las reunía todas sobradamente.

-Pues ¡adelante! -le dijo el patrón acurrucándose en el panel, porque su cabeza dolorida no podía resistir los azotes de la tempestad-, ¡y que se cumpla la voluntad de Dios!

¡Adelante! Adelante era acometer al puerto, es decir, jugar la vida en el último y más imponente azar; porque el puerto estaba cerrado por una serie de murallas, de olas enormes, que, al llegar al angosto boquete y sentirse oprimidas allí, parte de cada una de ellas asaltaba y envolvía el escueto peñasco de Mouro, y el resto se lanzaba a la oscura gola, y la henchía y alzaba sus espaldas colosales para caber mejor, y a su paso retemblaban los ingentes muros de granito. Pero ¿cómo huir del puerto? ¿Adónde tirar en busca de refugio? ¿No era un milagro cada instante que pasaba sin que la lancha zozobrase en el horrible camino que traía?

Lo menos malo de aquella situación era que iba a resolverse muy pronto; y esta convicción se leía muy claramente en las caras de los tripulantes fijas en la de Andrés e inmóviles, como si de repente se hubieran petrificado todas a la vez, por obra de un mismo pensamiento.

-Ya lo sabe usté, don Andrés -dijo Reñales a éste-: enfilando por la proba el alto de Rubayo y el Codío de Solares, es la media barra justa.

-Cierto -respondió amargamente Andrés, sin apartar los ojos de la boca del puerto, ni sus manos del remo con que gobernaba-; pero cuando no se ven ni el Codío de Solares ni el alto de Rubayo, como ahora, ¿qué se hace, Reñales?

-Ponerse en manos de Dios y entrar por donde se pueda -respondió el patrón, después de una breve pausa, y devorando con los ojos el horrible atolladero, que no distaba ya dos cables de la lancha.

Hasta entonces todo lo que fuera correr delante del temporal, era acercarse a la salvación; pero desde aquel momento podía ser tan peligroso el avance rápido como la detención involuntaria; porque la lancha se hallaba entre el huracán que la impelía, y el boquete que debía asaltarse en ocasión en que las mares no rompieran en él.

Andrés, que no lo ignoraba, parecía una estatua de piedra con ojos de fuego; los remeros, máquinas que se movían al mandato de una mirada suya; Reñales, no se atrevía a respirar.

Sobre el monte de Hano había una multitud de personas que contemplaban con espanto, y resistiendo mal los embates del furioso vendaval, la terrible situación de la lancha. Andrés, por fortuna suya y de cuantos iban con él, no miró entonces hacia arriba. Le robaba toda la atención el examen del horroroso campo en que iba a librarse la batalla decisiva.

De pronto gritó a sus remeros:

-¡Ahora!... ¡Bogar!... ¡Más!...

Y los remeros, sacando milagrosas fuerzas de sus largas fatigas, se alzaron rígidos en el aire, estribando en los bancos con los pies y colgados del remo con las manos.

Una ola colosal se lanzaba entonces al boquete, hinchada, reluciente, mugidora, y en lo más alto de su lomo cabalgaba la lancha a toda fuerza de remo.

El lomo llegaba de costa a costa; mejor que lomo, anillo de reptil gigantesco, que se desenvolvía de la cola a la cabeza. El anillo aquél siguió avanzando por el boquete adentro hacia las Quebrantas, en cuyos arenales había de estrellarse rebramando; pasó bajo la quilla de la lancha, y ésta comenzó a deslizarse de popa como por la cortina de una cascada, hasta el fondo de la sima que la ola fugitiva había dejado atrás. Allí se corría el riesgo de que la lancha se durmiera; pero Andrés pensaba en todo, y pidió otro esfuerzo heroico a sus remeros. Hiciéronle; y remando para vencer el reflujo de la mar pasada, otra mayor que entraba, sin romper en el boquete, fue alzándola de popa y encaramándola en su lomo, y empujándola hacia el puerto. La altura era espantosa, y Andrés sentía el vértigo de los precipicios; pero no se arredraba, ni su cuerpo perdía los aplomos en aquella posición inverosímil.

-¡Más!..., ¡más! -gritaba a los extenuados remeros, porque había llegado el momento decisivo.

Y los remos crujían, y los hombres jadeaban, y la lancha seguía encaramándose, pero ganando terreno. Cuando la popa tocaba la cima de la montaña rugiente, y la débil embarcación iba a recibir de ella el último impulso favorable, Andrés, orzando brioso, gritó conmovido, poniendo en sus palabras cuanto fuego quedaba en su corazón:

-¡Jesús, y adentro!...

Y la ola pasó también sin reventar, hacia las Quebrantas, y la lancha comenzó a deslizarse por la pendiente de un nuevo abismo. Pero aquel abismo era la salvación de todos, porque habían doblado la punta de la Cerda y estaban en puerto seguro.

En el mismo instante, cuando Andrés, conmovido y anheloso, se echaba atrás los cabellos y se enjugaba el agua que corría por su rostro, una voz, con un acento que no se puede describir, gritó desde lo alto de la Cerda:

-¡Hijo!... ¡Hijo!...

Andrés, estremeciéndose, alzó la cabeza; y delante de una muchedumbre estupefacta, vio a su padre con los ojos abiertos, el sombrero en la mano y la espesa y blanca cabellera revuelta por el aire de la tempestad.

Aquella emoción suprema acabó con la fuerza de su espíritu; y el escarmentado mozo, plegando su cuerpo sobre el tabladillo de la chopa, y escondiendo su cara entre las manos trémulas, rompió a llorar como un niño, mientras la lancha se columpiaba en las ampollas colosales de la resaca, y los fatigados remeros daban el necesario respiro a sus pechos jadeantes.


Al mismo tiempo, en medio de las brumas de enfrente, un pobre patache, abandonado ya, barrida su cubierta, desgarradas sus lonas, tremolando al viento su cordaje deshilado, entre tumbos espantosos y cabezadas locas, con el último balance echaba los palos por la banda; saltaban las cadenas de las anclas con que se agarraba al fondo, en las ansias de la desesperación; reventaba una mar contra la quilla descubierta y lanzaba el mutilado casco en medio del furor de las rompientes, cuyas espumas escupían, casi en el acto, las astillas de su despedazado costillaje.

Aquellos tristes despojos flotantes eran lo único que quedaba del Joven Antoñito de Ribadeo.