Su vida (Castillo)/Capítulo 3

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Llega a los doce años de edad, recibe otros nuevos y señalados auxilios.

Padre mío: además del enojo que mostró Vuestra Paternidad porque no proseguía, no podré resistir la fuerza interior que siento que me obliga y casi fuerza a hacerlo.

En este tiempo entraban en casa de mi madre algunos parientes muy inmediatos, que a otros no se daba entrada, por el gran recato y cuidado con que nos criaban; y entre ellos, uno se aficionó tanto a mí, que en cualquiera ocasión que hallaba me ponderaba su amor, y decía que aunque fuera a Roma había de ir por dispensación. Yo, como loca y vana, y como que mi corazón no había encontrado su centro, andaba vagueando por despeñaderos, aunque sin más intentos que la vanidad de ser querida; mas sin aquel recato que debiera; leía sus papeles, que eran vanísimos; y aunque no respondía a su intento, no huía las ocasiones de verlo y hablarle; mas breve atajó Nuestro Señor el mal en que pudiera haber caído, movido de su infinita misericordia, y quizá mirando alguna ignorancia que acompañaba a mi malicia. En breve lo atajó por medio de mi buen padre, que como tan recatado y advertido, reparó en la demasiada familiaridad; con severidad se lo advirtió a mi madre, y luego cayó sobre mí la reprensión; y supe de las criadas cómo mi padre se lo había reñido. Entró con esto en mi corazón tanta confusión y vergüenza, que comencé a cobrarle a aquel sujeto un grande horror, y a mirarlo como a una sombra de muerte; y con el ceño que mi padre le mostró, se retiró, aunque buscaba modos de verme y escribirme: mas andaba ya mi corazón tan disgustado de todas las cosas de la vida que no hallaba dónde hacer pie, ni encontraba cosa que no le diera disgusto. El día que más cuidado ponía en las galas y aderezos, solía arrojarlos diciendo: ¿qué he sacado de esto; qué fruto he cogido; qué sustancia tiene? Habíame sucedido en este tiempo que como mi padre visitara a una tía mía, religiosa de este convento, de mucha fama de virtud, ella le dijo no nos permitiera leer comedias, y le dio dos libritos de meditaciones de mi padre san Ignacio, a quien yo siempre había tenido un amor y respeto grande; de modo que en oyéndolo nombrar, me parecía era lo mismo que oír o ver camino espiritual, vida eterna, enmienda de vida. Pues como leyera en aquel libro, en recogiéndome a dormir, vía delante de mí dos hombres atados a unas sillas de hierro ardiendo, y ellos tan quemados, que estaban ya como bronce encendido, con unos rostros de tanta confusión y dolor, que con haber tantos años que esto me pasó, me da horror. Mirábanme con una vista bastante a dar tormento su memoria; y el uno me decía: "Surge, Surge" y el otro repetía con una voz lamentable y horrorosa: Ergo erravimus a via veritatis. Yo no entendía aquellas palabras; mas fue tanto el horror que no me pude contener, y pasé, dando voces, a la cama de mis padres, llorando amargamente y contándoles mi espanto; ellos me tuvieron allí, consolándome, y se compungieron mucho, mas mi padre no me dijo qué contenían o querían decir aquellas palabras. Yo quedé tan fuera de mí, tan llena de espanto y temor, que no podía entender cómo vivían, ni cómo podían reírse y procurar bienes de esta vida, ni dejar de llorar, ni tener reposo, los hombres sujetos a caer en tan horrorosa desdicha. Solo con aquella contingencia, me parecía no había ya de haber contento en el mundo, y que todos se habían de ir a los desiertos, y gastar la vida en penitencias y llantos, implorando y rogando a la divina clemencia. Mas esto ha sido siempre mi corazón: inconstante, vil y olvidadizo, como los brutos más rudos, y esto es lo que me llena de temor de mí misma, pues para el mal, y con la ceguedad de mis pasiones, he entrado por espadas, aunque sea viendo a los ojos la de la divina justicia; pues lo que dije, y los efectos que quedaron en mi corazón de aquella vista, bastaban a enmendar a cualquiera. Salíame a los ríos y soledades a llorar (que esto me pasó en una hacienda de campo, adonde habíamos ido) andaba espantada y como fuera de mí, mas no sé qué enmienda tuve ni me acuerdo si aquello fue antes o después de las locuras que he dicho. En viniendo a la ciudad, oí un sermón del padre Pedro Calderón, en la Compañía de Jesús, donde declaró las palabras que yo había oído, y hallé, sin pensar, declarado del todo lo que me había sucedido. También me dio Nuestro Señor otro aviso, porque retirándome a leer una novela, entró una esclavita, que me acompañaba, dando voces, diciendo: que a la puerta estaba un hombre negro, que yo creí ser el enemigo que a aquello me incitaba, y lo dejé; aunque todos decían no era pecado leer aquellas cosas, yo lo pregunté al padre con quien me confesaba, y me respondió: "no es pecado, pero muchos no estuvieran en el infierno, si no hubiera comedias"; era el padre Pedro García.