Su vida (Castillo)/Capítulo 4

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Entra en la edad de catorce años; recibe el sacramento de la confirmación. Se siente íntimamente tocada de la gracia. Se resuelve a una santa vida. Hace una confesión general. Desprecia todo adorno y vanidad, y sufre varias contradicciones.

En este tiempo, que ya yo tendría catorce años, dispuso Nuestro Señor que fuera mi padrino de confirmación el padre Pedro Calderón, que era Rector, a quien mi padre veneraba y amaba mucho; y el padre iba a ver algunas veces a mi madre y preguntaba por su ahijada, haciendo que saliera a verlo y quitándome algo el mucho temor que le tenía. Decíale a mi madre que me llevara a la Compañía. En fin, Nuestro Señor, con aquel amorosísimo pecho y corazón de Dios y de Padre, que tanto sabe perdonar y hacer bien, no despreciando las obras de sus manos, y teniendo cuidado de las hormigas y gusanitos, puso en mí sus misericordiosos ojos, y dio tales vueltas a mi corazón, que totalmente lo volvió a sí, con todos sus deseos e intentos. Púsome una determinación y ansia de imitar a los santos, que no me parece dejaría cosa por hacer, aunque fuera la más ardua y dificultosa del mundo. Parecíame que todo lo más era lo exterior, y así dejé todas las galas y me vestí una pobre saya. Hacía muchas disciplinas con varios instrumentos, hasta derramar mucha sangre. Andaba cargada de cilicios y cadenas de hierro, hasta que sobre algunas crecía la carne. Dormía vestida, o sobre tablas. Tenía muchas horas de oración y procuraba mortificarme en todo. Vía algunas veces al padre Pedro Calderón, y él me alentaba y consolaba. Padecí en este tiempo una grande contradicción, porque mis padres sentían mucho el que anduviera mal vestida y me tratara con tanto desprecio. Había hecho una confesión general de toda mi vida con el padre Pedro García, con quien siempre me había confesado; mas no podía frecuentar el ir a la Compañía, por el grande encerramiento con que mi madre nos criaba, que ni aun a su hermana fiaba el que nos llevara a misa. Costábame grande trabajo la vez que conseguía el que mi prima, a quien mi padre quería mucho por su virtud, me llevara; y ella y yo padecíamos harto con los dichos y mormuraciones de los parientes, que eran muchos; en particular el que dije que me había mostrado aquel amor, como vio mi mudanza tan de golpe, se volvió contra mí, y poniéndose en las ventanas de las calles, por donde pasaba a la Compañía, me gritaba y mofaba, llamándome "santa, santimoñera", y otras cosas, que a mí me consolaban harto interiormente, porque me parecía era un gran bien padecer algo por Nuestro Señor, y que con eso imitaría a los santos; y así sufría con gusto los apodos, mofas y burlas, y las contradicciones que todos me hacían, y el disgusto que traían conmigo. Yo tenía poca conveniencia de tener oración, y así la había de tener en los gallineros, que era lo más secreto, por la mucha gente que vivía en casa; y cuando estaba en el campo, en los zarzos, o debajo de los árboles, o en una cuevecita secreta que hallé entre unos altos, cerca de la casa. Allí puse una imagen de Nuestro Señor crucificado, a quien procuraba traer siempre en mi memoria, y algunos libros de oración y enseñanza, que me había dado mi prima. Eran grandes los deseos que tenía de Dios, y continuamente me procuraba estar amando a Su Divina Majestad. Solo a las noches que se recogía toda la gente a lo alto de la casa, podía yo entrar en la capilla u oratorio de ella; mas era tanto lo que padecía de espantos y repugnancia a entrar allí, y los tormentos que interiormente empecé a padecer, que cuando vía ir cayendo el sol, temía y temblaba; y me acuerdo que tenía envidia a los gañanes y criados de la casa, porque ellos no habían de padecer el tormento que yo. Preparaba mi consideración en un libro llamado Molina, de oración, y procuraba ajustarme al modo que enseñan los Ejercicios de san Ignacio en la meditación, mas nada podía; más que padecer aquel horroroso tormento, que siempre fue el mayor que he padecido en toda mi vida.