Su vida (Castillo)/Capítulo 5

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Entra en los diez y ocho años de su edad. Lucha y tormentos interiores en que es sostenida de Dios con especial providencia y espirituales socorros.

Pues, como digo, era grande mi padecer interior; y era tal, que leyendo algunas veces las penas de las potencias de los condenados, me parecía aquello lo que yo padecía; y aunque el tiempo que asistían mis padres en la ciudad, tenía el consuelo de ir algunas veces a la Compañía, adonde hallaba alguna respiración en mis penas; mas esto era pocas veces y con el trabajo que digo; y fuera de eso, yo no me sabía o no podía explicarme con mi confesor. Mas en el campo todo me faltaba, aunque allí recebía a Nuestro Señor los días de fiesta que decían misa; y en uno de ellos, me hizo Nuestro Señor el beneficio de que fuera a decirla el padre Matías de Tapia, a quien, entrando a reconciliarme para comulgar, dije algo de mis fatigas y tormentos que pasaba, y quiso Nuestro Señor que me entendiera y alentara tanto, que yo quedé con aliento y esfuerzo para sufrir mis tormentos, y con mayores deseos de servir a Nuestro Señor. En este tiempo conocí cómo todo mi refugio había de ser, y todo mi vivir, Nuestro Señor Sacramentado; porque una noche me hallaba en sueños perseguida y acosada de muchos enemigos que me daban gritos y seguían, y yo, llena de aflicción y espanto, buscaba algún refugio, y sólo hallaba una custodia en que estaba el Santísimo Sacramento, y llegándome allí, quedaba consolada y segura, y huían todos mis enemigos, y yo quedé desde aquel día con más aliento y consuelo. Ya el padre Pedro Calderón había hablado a mi padre, y reducídolo a que, en estando en la ciudad, me dejara salir en compañía de mi prima a oír misa y comulgar, y mi padre vino luego en ello con mucho gusto, porque era bueno y temeroso de Dios. Yo supe luego que el padre acababa su rectorado y se iba, con que quedé con mucho desconsuelo; aún no sería un año el que me confesó. Proseguía en mi modo de vida, y proseguían mis penas: ya había determinado dejar todo lo criado, y hacer cuanto alcanzaran mis fuerzas por hallar a Dios, y cuando lo buscaba en la oración, me parecía era alejarme más, porque allí sólo hallaba tan horrorosos pensamientos, que no podía valerme, ni persuadirme a que estar allí era servicio de Dios; antes tenía fijo que estaba peor que los condenados, y que semejantes cosas, ni aun a ellos se les habrían propuesto. Había puesto Nuestro Señor en mi alma un grande conocimiento y aprecio de Su Divina Majestad sobre todas las cosas, y vía como imposibles los caminos de llegar a él, que era la oración; pues en ella hallaba a mi parecer el mal de los males, que es la culpa. Era tan horrible mi temor y el tormento que me daban aquellas cosas, que a los lugares donde tenía oración, los miraba con tanto horror como miran el suplicio los sentenciados a muerte; y aún más, porque aquello para mí tenía visos de muerte eterna. No me daba contento nada de esta vida, y quería buscar en Dios el corazón, su centro, porque no se podía consolar con ninguna criatura; mas con el ansia e ímpetu que iba a Él, encontraba un mar de fuego, más horrible que todo el fuego material, una noche de tinieblas tan pesadas que oprimían lo más íntimo del alma. No tenía más consuelo que la penitencia exterior, porque allí tomaba un género de venganza de mí misma, y me parecía que sólo en ella no ofendía a Dios. Corrían siempre lágrimas de mis ojos en tanta abundancia que mojaban la ropa, y a mi padre servían, a la vez que me vía, de pena y cuidado. Así pasé cuatro años.

En este tiempo padecí otra pena horrible, que fue de parecerme que hacía los más horrorosos pecados del mundo, y tales que ahora veo, que sólo la astucia del enemigo podía, con permisión de Dios, por mis culpas, poner apariencias de tales, y turbar y oscurecer la razón; de modo que era como traerme en una rueda de navajas, vendados los ojos, sin que a ningún lado tuviera descanso. La vergüenza que padecía en confesar o decir aquellas cosas era intolerable. En acabando de pasar aquel tormento, que me apartaba del confesionario, me parecía que por tal circunstancia que dejé de declarar, era fuerza repetirlo todo, y así empezaba, sin acabar, mi tormento. Conocí que aquella fue también pena que Dios permitió por mis culpas, y así se acabó cuando Su Divina Majestad quiso; porque un día, estando en la Compañía con mi pena, repartieron los santos que dan cada mes, y decía la sentencia del que a mí me tocó en suerte: "No desamparéis, Señor, a los que os buscan". Luego se quitó un velo de los ojos de mi alma, y se desató mi corazón de aquellas pesadas cadenas; y me hallé de repente libre de aquella enfermedad y azote tan sensible. Mas no se quitó la pena que dije arriba, porque en tratando de más oración, entraba en más tormentos; mas no por eso la dejaba, ni tenía otro alivio para mí que el recurrir allí a Nuestro Señor y darme mucho a la meditación, aunque era como digo. Ahora me espanta la gran piedad de Dios, que en medio de tanto padecer, no me dejó que lo dejara. Me tenía Su Majestad con una mano, y me azotaba con otra, a modo de decir. Yo procuraba ejercitarme en todo aquello que entendía sería agradable a Nuestro Señor, y Su Divina Majestad me daba unos grandes deseos y esperanzas de ser siempre suya, aunque, por mi natural, sentía y pasaba muchas tentaciones y contradicciones.