Su vida (Castillo)/Capítulo 8
Hizome Nuestro Señor el beneficio de que Vuestra Paternidad volviera a esta ciudad, porque quedara en lugar de mi padre cuando él murió. Yo, en todo este tiempo, no había dejado de recebir a Nuestro Señor cada día, y asistir al coro como las monjas, aunque no había tomado hábito. Allí me hizo Nuestro Señor el beneficio de que entendiera el latín, como si lo hubiera estudiado, aunque ni aun lo sabía leer bien; mas eran tan a medida de las aflicciones y desconsuelos que padecía las cosas que entendía en los salmos, y las imprimían tan dentro de mi alma, que no podía cerrar los oídos a ellas, aunque quisiera.
Cuando le dio la enfermedad a mi padre, una señora que sabía mis penas, y como se presumía que mi venida lo había entristecido hasta llegarlo a aquel estado, puso mucho en persuadirme me volviera a casa, y que con esto se alentaría mi padre, y saldría yo de inquietudes. Levantóse determinada a irlo a solicitar y disponer, y me escribió que estuviera prevenida, que a la noche vendrían mis tíos y me llevarían donde mi padre, que no dudaba se alentaría con verme. Yo sentí no sé qué fuerza interior que me movió a responderle que trataba de entrar esa noche a ejercicios. Entré en ellos en aquella celda estrecha y lóbrega donde me había puesto aquella monja, amiga de mi tía, cuando me apartó de sí. Fue tanto lo que aquí padecí en la oración, que con tenerle yo a mi padre el mayor amor que pienso cabe en lo natural, y saber que estaba sin esperanza de la vida, y que en faltando me faltaba todo en lo humano, y que él repetía muchas veces: “Hija de mi alma, que entendí tener el consuelo de morir en tus brazos”; y ya casi sin aliento me escrebía que pidiera a Dios su salvación, cuando apenas podía formar ya las letras. Con todo esto, y con hallarme cercada de tantas tribulaciones, hecha la piedra de escándalo y con tanta pobreza y desconsuelos; todo esto era nada y todo se me olvidó, a vista de lo que padecía en la oración; todo lo demás parecía un rasguño en comparación de tan grandes y penetrantes heridas. Hacía cuanta penitencia alcanzaban mis fuerzas, y despedazaba mi cuerpo hasta bañar el suelo y ver correr la sangre, etc. Era casi nada lo que pasaba de sustento, y solo tenía alivio con los dolores corporales, etc. Así pasé aquellos días en los ejercicios de mi padre san Ignacio, y a la hora que salí de ellos, lo primero que oí fue doblar por mi padre, que había muerto a esa hora.