Su vida (Castillo)/Capítulo 9
Yo quedé sin más amparo que la caridad que Nuestro Señor puso en el corazón de Vuestra Paternidad, porque de mi madre, ni nada, volví a saber más, de que se hizo ciega de llorar, etc.; y así pasaba en mi retiro y soledad grandes aflicciones interiores, y tantas necesidades y falta de lo necesario, que algunas veces me vía obligada a comer flores; y otras cosas que me pasaban, que fuera largo de decir; aunque aquella santa monja, que digo, me hacía algún socorro. Yo sentía más lo que padecían las dos criadas que habían hecho venir de casa. Aun la ropa que traje, con el tiempo se había ya gastado, y como entre los demás vicios, tuve siempre un natural delicado y vano, y también tenía mucha cortedad, cada cosa de éstas padecía con mucha pena; y más a vista de tantas que me miraban con mal rostro y con horror, como después lo diré. Enfermé mucho, y se pasaban algunos tiempos sin poderme levantar de la cama. Dábame mal de corazón muy recio, y entonces las personas que estaban enojadas conmigo, me echaban agua bendita y decían que estaba endemoniada y otras cosas, que en oyéndolas yo, me servían de mayor tormento. No cesaban los cuentos y cosas muy pesadas que me decían; en particular algunas que me parecían deshonras, como decir: que me enamoraba de sus devotos, y los solicitaba, etc. Esto me parecía lo más pesado de llevar en lo exterior, porque estaba tan puesta en la honra vana, que parece la tenía entrañada en los huesos y entre el corazón; y aquellos mis deseos de ser santa eran tan por encima y tan sin fundamento, que no alcanzaba o no advertía que el camino cierto para vivir en Dios era morir a mí misma; y que el Señor que mortifica también vivifica; pues experimenté en medio de mi orfandad y desamparo, algunos efectos de la Divina Providencia, que a otra cualquiera hubiera servido de adelantarse mucho en el amor de Dios y desprecio propio. Un día de aquellos, estando en mi retiro, procurando tener mi oración, en una breve suspensión, que no puedo saber cómo fue, vi a la Santísima Virgen junto a mí, con un niño recién nacido y muy amable, que poniéndolo en el suelo, me decía: “Mira, este niño ha nacido para ti”. Consolóme, y me enforzó esto, lo que no sabré decir; y el ver que mi Señora y Madre Santísima tenía el mismo vestido que solía traer mi madre natural, cuando yo estaba en su casa. ¡Oh, Señora mía, quién pensara que después de tanta inconstancia y yerros míos, te habías de mostrar como madre! Cada vez que me acuerdo (que es siempre), se renueva el consuelo, el aliento, la ternura y esperanza en mi corazón.
Yo trataba lo menos que podía con ninguna criatura, y pasaba a mis solas, mis consuelos y desconsuelos, miedos, temores, espantos y decaimientos. Algunas veces repetían en los oídos de mi alma (cuando más ocasiones de desprecios se ofrecían): Ego autem humiliatus sum nimis y entendía aquello como si dijera: “de mí se dijo esto, y así me has de seguir”.
Esta luz que digo recebía para entender el oficio divino, no era de todo junto, ni cuando yo quería, ni porque lo escudriñaba; solo era de algunas palabras que hacían al propósito de la necesidad, que mi alma tenía presente; y así encendían mi corazón y reducían mi voluntad, como daban luz a mis dudas y congojas; y sentía una cosa rara, y es que aunque los hombres más sabios y santos del mundo me hablaran en aquello mismo, no pienso que me podrían convencer, consolar y fortalecer, como aquellas palabras que entendía; unas veces eran breves, a medida de mi necesidad presente: como cuando hablando con algunas personas con sana intención, se levantaban ruidos y me decían cosas que yo no quisiera oír; entonces repetían (entre mí misma, me parece): Cum loquebar illis, impugnabant me gratis; como si dijera: “A mí me pasó esto; no debes extrañar que te suceda”.
Algunas veces que conocía algunas voluntades adversas, y me acordaba de oprobios que me habían dicho, era exhortada con estas palabras: Cum his, qui oderunt pacem, eram pacificus y así en otras muchas cosas. En particular, cuando más atribulada me hallaba, que parecía llegar a lo último, me consolaba con aquel verso de un salmo, que dice: Patientia pauperum non peribit in finem. Así con estos socorros de Nuestro Señor, pasaba los desconsuelos que digo. Unas veces entendía en sola una palabra tantos misterios, que si hubiera escribirlos no cupieran en mucho papel; aunque pasada aquella luz, me quedaba a escuras con mi parecer, y luego me parecía que con aquellos engaños de mi imaginación había de dar en mayores males, cosa que siempre temía mucho, y ha sido una de las causas por que no me atrevía a pasar sin confesor particular que me guiara y alumbrara; y aun de aquí me han nacido otros trabajos bien grandes. Luego que me vi en tanto trabajo con la muerte de mi padre, pedí a Nuestro Señor me hiciera el bien de que no me faltara algún padre de la Compañía que me guiara en mi destierro y peregrinación, y así he experimentado en esto muchas misericordias de Dios.
En este tiempo me daba Nuestro Señor un tan grande amor a la pobreza, poniéndome a sí mismo por ejemplo, que llegué a tener gran consuelo cuando me faltaba todo; mas mi corazón siempre ha sido inconstante, y más para lo bueno. Había traído una imagen de Nuestro Señor con la cruz a cuestas, y estando en ejercicios me apretaban tanto aquellas palabras: “no me dejes solo en esta cruz”, que prorrumpía en llanto, diciendo: no te dejaré, Dios mío, y proponía con todas veras tomar el hábito y profesar y morir aquí. Así pasé un año, después de la muerte de mi padre, y ya había dos que había entrado al convento.