Superchería: 07
Capítulo VII
Comenzaron los prodigios. El doctor paseó por delante del concurso femenino, y, mientras sondeaba rápidamente la capacidad mental de aquellas buenas señoras, leyéndoles en ojos y gestos los grados de necedad probable, fingiose absorto en las advertencias que de camino exponía; y por fin se detuvo ante una dama muy gruesa, que escogió muy deliberadamente, aunque cualquiera hubiera creído pura casualidad el haberse detenido ante ella el italiano. Era una rica americana que, en compañía de su marido y varias hijas casaderas, vivía hacía algunos años en Guadalajara por acompañar a su hijo único, que estudiaba en la Academia. Su voz era meliflua, y luchaba, para producirse, con la inercia de la grasa. Era un alma de Dios y de guayaba; un terrón de bondad azucarada que se disolvía en sudores, pero oliendo a perfumes.
-Esta señora -dijo el doctor en voz baja- me hará el obsequio de pensar... en cualquier objeto... en un animal, en una fiera... un león, tigre, lobo, pantera... lo que más le agrade.
La señora americana, muy sofocada, encendida y hecha un acueducto que se rezuma, consultó, entre sonrisas, la mirada de su esposo, el cual le dio licencia a su mujer para pensar algo, con un gesto imperceptible para los extraños. Se movió la cándida paloma de Matanzas en su sillón, que se quejó de la carga; y al fin se puso a pensar, con grandísimo esfuerzo de atención y de imaginación, no sin asesorarse antes del doctor.
-¿Dise uté... que en un animal?
-Sí, señora: en una fiera, en un león, un tigre... cualquier cosa...
-¡Sí, sí; etá bien, etá bien!
-¿Está ya?
-Pue sí, señó; ya etá.
Foligno preguntó, de lejos, a la sonámbula, en qué pensaba aquella señora.
-En un animal, respondió una voz perezosa, suave y dolorida.
Aquel «en un animal» le sonó a Serrano a canto elegíaco de una esclava que llora su servidumbre vergonzosa.
Lo que aún no le habían dicho aquellos ojos que habían vuelto a cerrarse sin reparar en él, se lo decía aquella voz, que recogió como si fuera para él solo, como si fuera una caricia honda, voluptuosa, franca: algo semejante a la sensación de apoyar ella su cuerpo, y hasta el alma, en él, sobre su pecho.
-¿En qué animal, en qué clase de animal piensa esta señora?
-En una fiera.
La señora, que efectivamente pensaba en una fiera -a tanto se había atrevido- abría los ojos mucho y apretaba la boca, temerosa de que por allí se le escapara el secreto de su meditación. Cada vez se ponía más encendida: temía vagamente que aquello de ir adivinándole el pensamiento, lo cual ya le parecía inevitable, fuese algo que atentara a su pudor, algo como el que «se la viera alguna cosa» que no se debiera ver. Instintivamente sujetando contra sí la falda del vestido, escondió los pies y se compuso el escote.
-Pero ¿no se podrá determinar más? ¿Qué fiera es esa?...
La sonámbula manifestaba con gestos y débiles quejidos la dificultad de la empresa.
Foligno, apretando el cerco a la adivinación, insistió en su pregunta.
Por fin Caterina dijo:
-Un león.
Así era, en efecto. La americana, como si la hubieran arrancado una muela sin dolor, respiró satisfecha, libre ya de su secreto, y tuvo una grandísima satisfacción en certificar, con su insustituible testimonio, que la señora dormida había dado en el clavo: en un león, aunque no podía decir cuál, estaba ella pensando efectivamente. Toda la familia ultramarina hizo suyo el alegrón y el honor de que le hubiesen adivinado el pensamiento a la buena señora; y el público, en su inmensa mayoría, participó del asombro y de la satisfacción, inclinándose a un optimismo que Foligno cogió al vuelo, prometiéndose sacar partido de él prudentemente.
La mujer dormida también debió oler algo en la atmósfera, que la envalentonó. Cada vez las adivinaciones fueron más complicadas, exactas y atrevidas. Lo de menos fue que dijese cuál era la carta de la baraja en que pensaba una señorita, que era efectivamente el as de oros; y en qué tenía puesto el pensamiento la señora del Gobernador militar, que lo tenía puesto en sus hijos, que habían quedado en casa durmiendo. También el sexo fuerte tuvo que rendir parias, como decía un coronel, a la evidencia de lo maravilloso: a él también se le adivinaron ideas y voliciones. El jefe de ingenieros de montes era de los más tercos: quería explicárselo todo por los artículos de física y química que él leía en la Revista rosa, y no podía. En cambio, un Marqués muy buen mozo y muy fino, declaró solemnemente y varias veces (y su voto era de calidad, porque muchos de los presentes le debían favores, dinero inclusive)... declaró que la Porena se había detenido, en un paseo que dio dormida, bajo la araña de cristal, ni más ni menos en el sitio en que él había querido que se parase; declaró, otrosí, que las iniciales de su tarjetero eran las que ella había dicho, y tenían, en efecto, por adorno un pensamiento de plata y otro de oro esmaltado: ¿Se quería más? Foligno, triunfante, huía, en sus idas y venidas, de tropezar con el cuerpo o con las miradas de Serrano. Pero Antoñito, el primo, a quien la sonámbula había adivinado también una porción de cosas, probando con ello verdaderas maravillas de penetración; Antoñito, que había tomado cierta confianza con Foligno, a manera de testigo falso, le dijo:
-A ver si usted hace alguna experiencia con este caballero, que es mi primo y debe de ser incrédulo... y sabe mucho de filosofías.
Foligno se turbó un poco, tardó en contestar; pero, repuesto en cuanto pudo, se volvió a Serrano con mirada valiente, de desafío, si bien acompañada de gestos de perfecta cortesía.
-¡Oh, sí! Con mucho gusto. Pero este caballero sabrá que en los refractarios estas pruebas se hacen con dificultad. Sin embargo, ensayaremos.
Se ensayó un paseo, como el del Marqués complaciente.
Catalina, con paso lento, pronta a detenerse a cada segundo, pasó cerca de Serrano, muy cerca, rozando su cuerpo con el pobre vestido blanco, con las tristes cintas ajadas, iguales que las del traje de Tomasuccio, de quien el filósofo se acordó con cariño y tristeza.
-Piense usted en un sitio determinado en que ella ha de pararse, dijo el doctor colocándose junto al supuesto incrédulo.
A Serrano le costó trabajo fijar el pensamiento en tales nimiedades: sólo por un escrúpulo de sinceridad consiguió, con grande esfuerzo, tomar en serio aquello por un minuto, y pensar en un rosetón de la alfombra, algo distante, donde quería que la sonámbula se detuviera.
El doctor miraba a Serrano, Serrano al doctor, ambos inmóviles. Nicolás no hizo gesto alguno. Catalina no se detuvo donde era necesario, sino dos pasos más adelante.
-¿Era allí? -preguntó el doctor con voz algo insegura.
Sin darse cuenta de lo que hacía, olvidado de Tomasuccio, de aquella mujer que le parecía cosa de sus ensueños y que todavía no le había mirado, sintiéndose ridículamente cruel y Quijote de la verdad, tal vez impulsado por su odio a la farsa y al doctor y por el tono de desafío que creyó leer en la pregunta, Serrano dijo en voz muy baja, con tono irónico y de resolución:
-¿Qué quiere usted que diga?
El doctor fingió no oírle, y repitió la pregunta. Serrano, insistiendo en su crueldad volvió a decir; ahora en italiano:
-¿Qué quiere usted que diga: que sí... o que...?
El doctor, como picado por un bicho, dio un paso atrás huyendo de aquellas confidencias, de todo secreto, rechazando toda connivencia y todo favor.
-¡Oh, caballero! Diga usted la verdad; nada más que la verdad.
-Pues la verdad es que esta señora no se ha detenido donde yo quería, sino mucho más lejos.
Estupefacción y disgusto generales.
El Marqués complaciente sonreía cerca del filósofo, atusándose el bigote. Daba a entender que él era mucho más galante que aquel desconocido.
En aquel momento, Caterina Porena, con los ojos pardos abiertos, volvió a pasar junto a Serrano, pero sin mirarle todavía.