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Superchería: 08

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Superchería
de Leopoldo Alas
Capítulo VIII

Capítulo VIII

Hubo un entreacto. A las señoras se les sirvió un refresco, y los hombres salieron a los pasillos y gabinetes contiguos a fumar y discutir. Serrano, objeto de general curiosidad, sintiéndose en ridículo a sus propios ojos, por no estarlo también ante los demás, hizo prodigios de gracia y de ingenio. Sin pedantería, como dando poca importancia a la polémica, demostró a muchos de aquellos señores, capaces de entenderle, sus conocimientos psicológicos y fisiológicos, muy superiores, sin duda, a los de Foligno. Este, en vez de rehuir un encuentro con el descreído, lo procuró, y, amable, risueño, también buscando gracia y descuido en sus maneras y palabras, defendió su causa como un cómico una comedia que está representando y que es discutida entre bastidores; comedia que él hace en las tablas, pero que al cabo no es obra suya. Los chistes, los incidentes de las conversaciones, los vaivenes de la multitud, estorbaron bien pronto a los contendientes; se perdió o se dejó perder el hilo de la argumentación; el público admiró los conocimientos de Serrano y los de Foligno; y estos, al despedirse, porque se reanudaba el espectáculo, se apretaron la mano sonriendo y se declararon, con sendos ofrecimientos, buenos amigos.

Cuando los caballeros volvieron al salón, el alcalde, en mangas de camisa, sudaba como un mozo de cordel, cerca de la sonámbula; sudaba porque no era para menos el ejercicio de brazos y cintura a que se entregaba para fabricar el fluido que él creía indispensable para aquella grande experiencia. Como se pudiera quejar de una máquina oxidada, se lamentaba de las dificultades que la falta de uso oponía a su buen propósito de convertirse cuanto antes en un emporio de magnetismo.

La Porena, sentada en su silla, permanecía inmóvil, seria, triste, lo mismo que cuando su marido comenzaba a dormirla. Mijares daba vueltas alrededor de su víctima como si quisiera enterrarla bajo un Osa y un Pelión de fluido magnético de primera clase.

Como allá, hacia una de las puertas del salón, donde se aglomeraba la multitud del sexo fuerte, sonaran algunas risas sofocadas, el médico alcalde se volvió indignado, y, suspendiendo los pases que le hacían sudar, mientras arremangaba más y mejor los puños de la camisa, pronunció una enérgica filípica, especie de bando oral, en que, invocando su triple autoridad de alcalde-presidente, amo de su casa y doctor en medicina, conminaba a los incrédulos irrespetuosos con la pena de poner de patitas en la calle al que se burlase del fluido más poderoso que había en toda la provincia, del fluido del alcalde-presidente del Ayuntamiento.

-Señores, concluía, si me cuesta más tiempo y más trabajo que al doctor extranjero dormir a esta señora, es porque hace mucho tiempo que ya no me ejercito; pero ella dormirá: ¡vaya si dormirá!, ¡ya lo creo que dormirá!

Esto último lo decía con un tono tan enérgico, que no dejaba duda posible respecto a sus condiciones de mando y valor cívico.

El público, que si no creía en el fluido del alcalde, le tenía por muy capaz de hacer una alcaldada en su propia casa, guardó silencio más o menos religioso, pero absoluto. Los pollos esperaban que todo aquello acabaría en un poco de baile, y no quisieron aguar la fiesta. Nadie volvió a reír.

Foligno, muy grave, miraba con grande atención al magnetizador, que parecía trabajar en una cabria invisible. Serrano estaba indignado. Aquel joven fino, simpático, listo, instruido; y, lo que era peor, aquella mujer interesante, hermosa, que a él le estaba llegando al alma, aun sin haberle mirado, se prestaban a aquella farsa ridícula por miedo, por adulación. ¡Luego ellos eran también unos farsantes!... ¡Se jugaba allí con cosa tan seria como los misterios del hipnotismo!

Por fin Caterina cerró los ojos: estaba dormida. El alcalde, triunfante, se irguió; paseó la mirada en torno con aire de vanidad satisfecha, se limpió el sudor de la frente, y con ademán solemne entregó a la sonámbula al brazo secular de su marido:

-Ahora usted haga los experimentos que quiera. Ella está bien dormida.

No hubo risas. Algunos ya empezaban a creer en la fuerza magnética de la autoridad.

Antoñito se había acercado a su primo y hablaba con él fingiéndose creyente fervoroso del alcalde magnético, como él decía.

Foligno se aproximó a ellos y les invitó a poner cada cual un dedo, el índice, sobre la cabeza de Catalina, la cual, por el contacto de las yemas, conocería siempre a la misma persona.

Con no poca vergüenza y grandísima emoción, y emoción voluptuosa y alambicada, Serrano se acercó, por detrás de la silla que ocupaba Caterina, a su cabeza, y suavemente apoyó en ella la yema del dedo. Lo mismo hizo Antonio. La Porena, a los pocos segundos, levantó el brazo derecho con graciosa languidez, y, sin vacilar, cogió con su mano tibia y dulcemente suave la mano del filósofo.

Ya sabía él, por sus lecturas y observaciones, que en el contacto hay misterios de afinidad y simpatía, revelaciones de la unidad cósmica, etc., etc.; pero nunca hubiera creído que una mano de mujer desconocida, agarrándose a la suya con fuerza, sin verse las caras ella y él, Catalina y Serrano, pudiera decir tantas cosas. Aquella mano ciega había ido a la suya como a un imán, sin vacilar, como a un asidero, llena de dulces reproches, llamándole ingrato, torpe, incrédulo, inundándole el cuerpo entero de un calor simpático, familiar, casi aromático, cargado de sentido voluptuoso sin dejar de ser espiritual, puro. ¡Qué sabía él! Aquel contacto era una revelación evangélica del amor en el misterio. Y además... ¡el amor propio! ¡qué orgullo, qué dulcísimo orgullo! Lo que en otras circunstancias le hubiera parecido una pueril vanidad, ahora se le antojaba legítima satisfacción. -Afinidades electivas -pensaba.

Foligno cambió la experiencia: separó suavemente con la mano al primo de Serrano, y en silencio invitó a otro joven a ocupar su puesto. Las manos se apoyaron en la cabeza de Catalina, cruzándose. Catalina volvió a coger, volvió a estrechar la mano del filósofo. Se repitió la experiencia otras cuatro veces, siempre apoyándose en la cabeza de la sonámbula el dedo de Serrano, y siempre siendo de persona distinta el otro dedo. Catalina no se equivocó nunca: las seis veces apretó la mano del filósofo.

El público estaba impresionado, por completo vencido. Se opinaba que aquel joven madrileño, aquel Santo Tomás del hipnotismo, debía de estar persuadido ya, lleno de fe. En cuanto al alcalde, reventaba de satisfacción. ¡Era su fluido el que hacía aquellos milagros!

Foligno, sólo él, notó un movimiento en el rostro de su esposa, y de repente, como inspirado, se volvió hacia Nicolás, y, con sonrisa entre amable y cortésmente burlona, dijo en alta voz:

-Este caballero que no quería creer, resulta un excelente medio de experimentación. Caterina se siente capaz ahora de penetrar en el espíritu del incrédulo y leer allí de corrido. ¿No es verdad, Catalina? ¿Dirás lo que piensa este caballero?

Con voz apagada y lentamente, la sonámbula fue diciendo:

-Sí... sé... lo... que pensó... Diré lo que pensó...

Serrano, que aún sentía en la piel, y más adentro, el calor, que parecía cariño, de la mano de la Porena; que se sentía como ligado a ella por hilos invisibles que nada tenían que ver con el magnetismo, padeció un escalofrío al oír hablar de aquella suerte a la mujer del farsante, que se dejaba dormir por el fluido del alcalde. La superchería le indignaba, pero le fascinaba la mujer.

-¿Qué irá a decir? -pensó.

El público no respiraba, todo atención y pasmo. Era aquello para él una especie de desafío entre el milagro y la incredulidad. Sin duda iba a vencer el milagro. La Porena prosiguió:

-Ese caballero... incrédulo... no debiera serlo. Una noche... se le apareció Santa Teresa y él no lo quiso creer. La vio, y se lo negó a sí mismo.