Tíos

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Tíos[editar]

Don Anastasio Soleyro, buen criollo viejo y solterón rico, andaba recorriendo al trotecito su campo, revisando sus haciendas, y al pasar cerquita de una manada que ahí pacía, se paró para llenarse el ojo, contemplándola.

La manada desparramada a lo largo del cañadón, saboreaba el gusto de vivir en libertad, con temperatura suave, entre gramilla semillada y pastito verde, realización del ideal gastronómico para el yeguarizo pampeano.

Las yeguas comían y descansaban, y una que otra, tendida en el suelo, con las cuatro patas estiradas y tiesas, parecía más bien muerta que dormida, mientras que los potrillos corrían, retozando, y venían, bandada loca, a rodear a los potros y caballos de servicio, entreverados con las madres.

-«Estos son como yo, pensaba don Anastasio; puros tíos.»

Conversarán, no hay duda, con los caballos y con los potros, estos potrillos. ¿Qué les dirán? Lo que a sus tíos, dicen las criaturas: «Cuéntame, tío, lo que sabes de la vida.» Y si el tío les dijera todo lo que le ha pasado, las penas que ha sufrido y los pocos goces que ha tenido; quizás se asustarían, al pensar que lo mismo les puede suceder. Pero los tíos son buenos; no dicen sino lo que deben decir, y piensan también que si dijeran todo, los potrillos podrían burlarse de ellos. Son afectuosos con ellos, los lamen, cuando se les acercan, y les tienen un gran cariño.

El padrillo de la manada, él, poco simpatiza con esos parientes intrusos. Aunque -egoísta- aprecie, en cierto modo, la protección que los caballos dispensan a sus hijos, aliviándolo así de parte de su responsabilidad, y que tolere el amor verdaderamente paternal con que los envuelven, le causa celos la sola presunción de que su prole pueda tener para estos tíos un verdadero sentimiento de afección, y su mal humor, algunas veces, llega al extremo de correrlos y de echarlos a patadas, de la manada.

Resignados, se contentan ellos con mirar de lejos a los queridos animalitos, hasta que vengan los peones de la estancia a arrear la manada para el corral.

Allí, las madres y sus crías quedan libres de todo trabajo; el padrillo, orgulloso, las rodea, las vigila, las protege; mientras que el lazo, las riendas, el recado... y el rebenque hacen de los... tíos, los esclavos del hombre.

Seguía cavilando don Anastasio.

¡Pobres! ¡Cuánto sentirán no tener familia propia, hijos de su propia sangre! Para ellos, tirarían agua, traerían pasto, arrastrarían el arado, ni más ni menos que lo hacen al fin, para esos hijos ajenos a quienes quieren, porque el instinto paterno se tiene que desarrollar, tarde o temprano, y aun guacho, en toda criatura de Dios, y que, -bien se dan cuenta de ello-, aprovechan su trabajo, gozan de su cariño, y se ríen entre sí de sus penas.

Un poco más lejos, vio don Anastasio a sus peones que cortaban de una punta de vacas, unos bueyes viejos, de trabajo, dejando sin molestarlos los terneros, las vacas y un toro que ahí estaba, haciendo volar con fiereza la tierra por el aire.

-«Otros tíos, pensó... ¿Y yo? Más tío que todos ellos, con esa caterva de sobrinos que me miran trabajar sin ayudarme para nada, cuyo cariño son zalamerías, y que hacen cálculos sobre mi fortuna y sobre los días que me pueden quedar de vida.

-«Toma, viejo zonzo; no quisiste cargar con familia, y la tienes doble, sin gozar de ella.»

Y siguiendo su camino, iba don Anastasio, casi resuelto ya, él, viscachón viejo, a casarse con una viudita sabrosa, mucho más joven que él, que le gustaba, y que le parecía lo más bien dispuesta para con él.

Echó una ojeada, al pasar, sobre la majada extendida en el campo, y su vista cayó en un animal, muy aspudo, que había sido carnero, en otros tiempos, y se había vuelto... tío.

-«¡Hum! pensó: puede ser que algunos somos que hemos nacido sólo para tíos.»

Se acordó también, al rato, de que la viudita tenía hijos del primer marido, y si, cuando llegó a su estancia, se hubiera encontrado con algún sobrino en acecho para pecharle cien pesos, hubiera sido capaz de darle doscientos.