Teatro crítico universal: El no sé qué

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Teatro crítico universal de Benito Jerónimo Feijoo
El no sé qué

I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII

I[editar]

En muchas producciones, no sólo de la naturaleza, mas aun del arte, encuentran los hombres, fuera de aquellas perfecciones sujetas a su comprensión, otro género de primor misterioso, que cuanto lisonjea el gusto, atormenta el entendimiento; que palpa el sentido, y no puede descifrar la razón; y así, al querer explicarle, no encontrando voces ni conceptos que satisfagan la idea, se dejan caer desalentados en el rudo informe de que tal cosa tiene un no sé qué, que agrada, que enamora, que hechiza, y no hay que pedirles revelación más clara de este natural misterio.

Entran en un edificio que, al primer golpe que da en la vista, los llena de gusto y admiración. Repasándole luego con un atento examen, no hallan, que ni por su grandeza, ni por la copia de luz, ni por la preciosidad del material, ni por la exacta observancia de las reglas de arquitectura, exceda, ni aun acaso iguale, a otros que han visto, sin tener qué gustar o qué admirar en ellos. Si les preguntan ¿qué hallan de exquisito o primoroso en éste? responden, que tiene un no sé qué, que embelesa.

Llegan a un sitio delicioso, cuya amenidad costeó la naturaleza por sí sola. Nada encuentran de exquisito en sus plantas, ni en su colocación, figura o magnitud, aquella estudiada proporción que emplea el arte en los plantíos hechos para la diversión de los príncipes o los pueblos. No falta en él la cristalina hermosura del agua corriente, complemento preciso de todo sitio agradable; pero que, bien lejos de observar en su curso las mensuradas direcciones, despeños y resaltes con que se hacen jugar las ondas en los reales jardines, errante camina por donde la casual abertura del terreno da paso al arroyo. Con todo, el sitio le hechiza; no acierta a salir de él, y sus ojos se hallan más prendados de aquel natural desaliño, que de todos los artificiosos primores, que hacen ostentosa y grata vecindad a las quintas de los magnates. Pues, ¿qué tiene este sitio, que no haya en aquéllos? Tiene un no sé qué, que aquéllos no tienen. Y no hay que apurar, que no pasarán de aquí.

Ven una dama, o para dar más sensible idea del asunto, digámoslo de otro modo: ven una graciosita aldeana, que acaba de entrar en la corte, y no bien fijan en ella los ojos, cuando la imagen, que de ellos trasladan a la imaginación, les representa un objeto amabilísimo. Los mismos que miraban con indiferencia o con una inclinación tibia las más celebradas hermosuras del pueblo, apenas pueden apartar la vista de la rústica belleza. ¿Qué encuentran en ella de singular? La tez no es tan blanca como otras muchas, que ven todos los días, ni las facciones son más ajustadas, ni más rasgados los ojos, ni más encarnados los labios, ni tan espaciosa la frente, ni tan delicado el talle. No importa. Tiene un no sé qué la aldeanita, que vale más que todas las perfecciones de las otras. No hay que pedir más, que no dirán más. Este no sé qué es el encanto de su voluntad y el atolladero de su entendimiento.


II[editar]

Si se mira bien, no hay especie alguna de objetos donde no se encuentre este no sé qué. Elévanos tal vez con su canto una voz, que ni es tan clara, ni de tanta extensión, ni de tan libre juego como otras que hemos oído. Sin embargo, ésta nos suspende más que las otras. Pues ¿cómo, si es inferior a ellas en claridad, extensión y gala? No importa. Tiene esta voz un no sé qué, que no hay en las otras. Enamóranos el estilo de un autor, que ni en la tersura y brillantez iguala a otros, que hemos leído, ni en la propiedad los excede; con todo, interrumpimos la lectura de éstos sin violencia, y aquél apenas podemos dejarle de la mano. ¿En qué consiste? En que este autor tiene, en el modo de explicarse, un no sé qué, que hace leer con deleite cuanto dice. En las producciones de todas las artes hay este mismo no sé qué. Lo pintores lo han reconocido en la suya, debajo del nombre de manera, voz que, según ellos la entienden, significa lo mismo, y con la misma confusión, que el no sé qué; porque dicen, que la manera de la pintura es una gracia oculta, indefinible, que no está sujeta a regla alguna, y sólo depende del particular genio del artífice. Demoncioso (In praeamb. ad Tract. de Pictur.) dice, que hasta ahora nadie pudo explicar qué es o en qué consiste esta misteriosa gracia: Quam nemo unquam scribendo potuit explicare; que es lo mismo que caerse de lleno en el no sé qué.

Esta gracia oculta, este no sé qué, fue quien hizo preciosas las tablas de Apeles sobre todas las de la antigüedad; lo que el mismo Apeles, por otra parte muy modesto y grande honrador de todos los buenos profesores de arte, testificaba diciendo, que en todas las demás perfecciones de la pintura había otros que le igualaban, o acaso en una u otra le excedían; pero él los excedía en aquella gracia oculta, la cual a todos los demás faltaba: Cum eadem aetate maximi pictores essent, quorum opera cum admiraretur, collaudatis omnibus deesse iis unam illam Venerem dicebat, quam Graeci Charita vocant, caetera omnia contigisse, sed hac sola sibi neminem parem. (Plin., libro XXXV, capítulo X.) Donde es de advertir, que aunque Plinio, que refiere esto, recurre a la voz griega charita, o charis, por no hallar en el idioma latino voz alguna competente para explicar el objeto, tampoco la voz griega le explica; porque charis significa genéricamente gracia, y así las tres gracias del gentilismo se llaman en griego charites; de donde se infiere, que aquel primor particular de Apeles, tan no sé qué es para el griego, como para el latino y el castellano.


III[editar]

No sólo se extiende el no sé qué a los objetos gratos, mas también a los enfadosos; de suerte, que como en algunos de aquellos hay un primor que no se explica, en algunos de éstos hay una fealdad que carece de explicación. Bien vulgar es decir: Fulano me enfada sin saber por qué. No hay sentido que no represente este o aquel objeto desapacible, en quienes hay cierta cualidad displicente, que se resiste a los conatos, que el entendimiento hace para explicarla; y últimamente la llama un no sé qué que disgusta, un no sé qué que fastidia, un no sé qué que da en rostro, un no sé qué que horroriza.

Intentamos, pues, en el presente discurso explicar lo que nadie ha explicado, descifrar este natural enigma, sacar esta cosicosa de las misteriosas tinieblas en que ha estado hasta ahora; en fin, decir lo que es esto, que todo el mundo dice, que no sé qué es.


IV[editar]

Para cuyo efecto supongo, lo primero, que los objetos que nos agradan (entendiéndose desde luego, que lo que decimos de éstos es igualmente en su género aplicable a los que nos desagradan) se dividen en simples y compuestos. Dos o tres ejemplos explicarán esta división. Una voz sonora nos agrada, aunque esté fija en un punto, esto es, no varíe o alterne por varios tonos, formando algún género de melodía. Este es un objeto simple del gusto del oído. Agrádanos también, y aún más, la misma voz, procediendo por varios puntos, dispuestos de tal modo, que formen una combinación musical grata al oído. Este es un objeto compuesto, que consiste en aquel complejo de varios puntos, dispuestos en tal proporción, que el oído se prenda de ella. Asimismo a la vista agradan un verde esmeraldino, un fino blanco. Estos son objetos simples. También le agrada el juego que hacen entre sí varios colores (verbigracia en una tela o en un jardín), los cuales están, respectivamente, colocados de modo que hacen una armonía apacible a los ojos, como la disposición de diferentes puntos de música a los oídos. Este es un objeto compuesto.

Supongo, lo segundo, que muchos objetos compuestos agradan o enamoran, aun no habiendo en ellos parte alguna, que tomada de por sí lisonjee el gusto. Esto es decir, que hay muchos cuya hermosura consiste precisamente en la recíproca proporción o coaptación, que tienen las partes entre sí. Las voces de la música, tomadas cada una de por sí, o separadas, ningún atractivo tienen para el oído; pero artificiosamente dispuesta por un buen compositor, son capaces de embelesar el espíritu. Lo mismo sucede en los materiales de un edificio, en las partes de un sitio ameno, en las dicciones de una oración, en los varios movimientos de una danza. Generalmente hablando, que las partes tengan por sí mismas hermosura o atractivo, que no, es cierto que hay otra hermosura distinta de aquella, que es la del complejo, y consiste en la grata disposición, orden y proporción, o sea, natural o artificiosa, recíproca de las partes.

Supongo, lo tercero, que el agradar los objetos consiste en tener un género de proporción y congruencia con la potencia que los percibe, o sea, con el órgano de la potencia, que todo viene a reincidir en lo mismo, sin meternos por ahora en explicar en qué consiste esta proporción. De suerte, que en los objetos simples sólo hay una proporción, que es la que tienen ellos con la potencia; pero en los compuestos se deben considerar dos proporciones: la una de las partes entre sí, la otra de esta misma colección de las partes con la potencia, que viene a ser proporción de aquella proporción. La verdad de esta suposición consta claramente de que un mismo objeto agrada a unos y desagrada a otros, pudiendo asegurarse, que no hay cosa alguna en el mundo, que sea del gusto de todos; lo cual no puede depender de otra cosa, que de que un mismo objeto tiene proporción de congruencia respecto del temple, textura o disposición de los órganos de uno, y desproporción respecto de los de otro.


V[editar]

Sentados estos supuestos, advierto que la duda o ignorancia expresada en el no sé qué puede entenderse terminada a dos cosas distintas, al qué y al por qué. Explícome con el primero de los ejemplos propuestos al principio del número cinco. Cuando uno dice: tiene esta voz un no sé qué, que me deleita más que las otras, puede querer decir o que no sabe qué es lo que le agrada en aquella voz, o que no sabe por qué aquella voz le agrada. Muy frecuentemente, aunque la expresión suena lo primero, en la mente del que la usa significa lo segundo. Pero que signifique lo uno, que lo otro, ves aquí descifrado el misterio. El qué de la voz precisamente se reduce a una de dos cosas: o al sonido de ella (llámase comúnmente el metal de la voz), o al modo de jugarla, y a casi nada de reflexión que hagas, conocerás cuál de estas cosas es la que te deleita con especialidad. Si es el sonido, como por lo regular acontece, ya sabes cuanto hay que saber en orden al qué. Pero me dices: no está resuelta la duda, porque este sonido tiene un no sé qué, que no hallo en los sonidos de otras voces. Respóndote, y atiende bien lo que te digo, que ese que llamas no sé qué, no es otra cosa que el ser individual del mismo sonido, el cual perciben claramente tus oídos, y por medio de ellos llega también su idea clara al entendimiento. Acaso te matas, porque no puedes definir ni dar nombre a ese sonido, según su ser individual. Pero, ¿no adviertes que eso mismo te sucede con los sonidos de todas las demás voces que escuchas? Los individuos no son definibles. Los nombres, aunque voluntariamente se les impongan, no explican ni dan idea alguna distintiva de su ser individual. Por ventura, ¿llamarse fulano Pedro, y citano Francisco, me da algún concepto de aquella particularidad de su ser, por la cual cada uno de ellos se distingue de todos los demás hombres? Fuera de esto, ¿no ves que tampoco das, ni aciertas a dársele, nombre particular a ninguno de los sonidos de todas las demás voces? Créeme, pues, que también entiendes lo que hay de particular en ese sonido, como lo que hay de particular en cualquiera de todos los demás, y sólo te falta entender que lo entiendes.

Si es el juego de la voz, en quien hallas el no sé qué, aunque esto pienso que rara vez sucede, no podré darte una explicación idéntica que venga a todos los casos de este género, porque no son de una especie todos los primores que caben en el juego de la voz. Si yo oyese esa misma voz, te diría a punto fijo en qué está esa gracia, que tú llamas oculta; pero te explicaré algunos de esos primores, acaso todos, que tú no aciertas a explicar, para que, cuando llegue el caso, por uno o por otro descifres el no sé qué. Y pienso que todos se reducen a tres: el primero es el descanso con que se maneja la voz; el segundo la exactitud de la entonación, el tercero el complejo de aquellos arrebatados puntos musicales de que se componen los gorjeos.

El descanso con que la voz se maneja, dándole todos los movimientos, sin afán ni fatiga alguna, es cosa graciosísima para el que escucha. Algunos manejan la voz con gran celeridad; pero es una celeridad afectada, o lograda a esfuerzos fatigantes del que canta, y todo lo que es afectado y violento disgusta. Pero esto pocos hay que no lo entiendan; y así, pocos constituirán en este primor el no sé qué.

La perfección de la entonación es un primor que se oculta aun a los músicos. He dicho la perfección de la entonación. No nos equivoquemos. Distinguen muy bien los músicos los desvíos de la entonación justísima hasta un cierto grado; pongo por ejemplo hasta el desvío de una coma, o media coma, o sea, norabuena de la cuarta parte de una coma; de modo que los que tienen el oído muy delicado, aun siendo tan corto el desvío, perciben que la voz no da el punto con toda justeza, bien que no puedan señalar la cantidad del desvío; esto es, si se desvía media coma, la tercera parte de una coma, etc. Pero cuando el desvío es mucho menor, verbigracia la octava parte de una coma, nadie piensa que la voz desdice algo de la entonación justa. Con todo, este defecto, que por muy delicado, se escapa a la reflexión del entendimiento, hace efecto sensible en el oído; de modo que ya la composición no agrada tanto como si fuese cantada por otra voz, que diese la entonación más justa, y si hay alguna que la dé mucho más cabal, agrada muchísimo; y éste es uno de los casos en que se halla en el juego de la voz un no sé qué que hechiza, y el no sé qué descifrado es la justísima entonación. Pero se ha de advertir que el desvío de la entonación, se padece muy frecuentemente, no en el todo del punto, sino en alguna o algunas partes minutísimas de él; de suerte que aunque parece que la voz está firme, pongo por ejemplo, en re, suelta algunas sutilísimas hilachas, ya hacia arriba, ya hacia abajo, desviándose por interpolados espacios brevísimos de tiempo de aquel indivisible grado, que en la escalera del diapasón debe ocupar el re. Todo esto desaira más o menos el canto, como asimismo el carecer de estos defectos le da una gracia notable.

Los gorjeos son una música segunda, o accidental, que sirve de adorno a la substancia de la composición. Esta música segunda, para sonar bien, requiere las mismas calidades que la primera. Siendo el gorjeo un arrebatado tránsito de la voz por diferentes puntos, siendo la disposición de estos puntos oportuna y propia, así respecto de la primera música como de la letra, sonará bellamente el gorjeo, y faltándose esas calidades, sonará mal o no tendrá gracia alguna, lo que frecuentemente acontece, aun a cantores de garganta flexible y ágil, los cuales, destituidos de gusto o de genio, estragan, más que adornan, la música con insulsos y vanos revoloteos de la voz.

Hemos explicado el qué del no sé qué en el ejemplo propuesto. Resta explicar el por qué; pero éste queda explicado en el número 11, así para este como para todo género de objetos; de suerte, que sabido qué es lo que agrada en el objeto, en el por qué no hay que saber sino que aquello está en la proporción debida, congruente, a la facultad perceptiva, o al temple de su órgano. Y para que se vea que no hay más que saber en esta materia, escoja cualquiera un objeto de su gusto, aquél en quien no halle nada de ese misterioso no sé qué, y dígame, ¿por qué es de su gusto o por qué le agrada? No responderá otra cosa que lo dicho.


VI[editar]

El ejemplo propuesto da una amplísima luz para descifrar el no sé qué en todos los demás objetos, a cualquiera sentido que pertenezca. Explica adecuadamente el qué de los objetos simples, y el por qué de simples y compuestos. El por qué es uno mismo en todos. El qué de los simples es aquella diferencia individual privativa de cada uno en la forma que la explicamos en el número 12; de suerte que toda la distinción que hay en orden a esto entre los objetos agradables, en que no se halla no sé qué, y aquéllos en que se halla, consiste en que aquéllos agradan por su especie o ser específico, y éstos por su ser individual. A éste le agrada el color blanco por ser blanco, a aquél el verde por ser verde. Aquí no encuentran misterio que descifrar. La especie les agrada, pero encuentran tal vez un blanco, o un verde, que sin tener más intenso el color, les agrada mucho más que los otros. Entonces dicen que aquel blanco o aquel verde tienen un no sé qué que los enamora, y este no sé qué, digo yo, que es la diferencia individual de esos dos colores; aunque tal vez puede consistir en la insensible mezcla de otro color, lo cual ya pertenece a los objetos compuestos, de que trataremos luego.

Pero se ha de advertir que la diferencia individual no se ha de tomar aquí con tan exacto rigor filosófico, que a todos los demás individuos de la misma especie esté negado el propio atractivo. En toda la colección de los individuos de una especie hay algunos recíprocamente muy semejantes, de suerte que apenas los sentidos los distinguen. Por consiguiente, si uno de ellos por su diferencia individual agrada, también agradará el otro por la suya.

Dije en el número 18, que el ejemplo propuesto explicaadecuadamente el qué de los objetos simples. Y porque a esto acaso se me opondrá, que la explicación del manejo de la voz no es adaptable a otros objetos distintos, por consiguiente es inútil para explicar el qué de otros. Respondo, que todo lo dicho en orden al manejo de la voz, ya no toca a los objetos simples, sino a los compuestos. Los gorjeos son compuestos de varios puntos. El descanso y entonación no constituyen perfección distinta de la que sí tiene la música que se canta, la cual también es compuesta: quiero decir, sólo son condiciones para que la música suene bien, la cual se desluce mucho faltando la debida entonación, o cantando con fatiga; pero por no dejar incompleta la explicación del no sé qué de la voz, nos extendimos también al manejo de ella, y también porque lo que hemos escrito en esta parte puede habilitar mucho a los lectores para discurrir en orden a otros objetos diferentísimos.


VII[editar]

Vamos ya a explicar el no sé qué de los objetos compuestos. En éstos es donde más frecuentemente ocurre el no sé qué, y tanto, que rarísima vez se encuentra el no sé qué en objeto donde no hay algo de composición. Y, ¿qué es el no sé qué en los objetos compuestos? La misma composición. Quiero decir, la proporción y congruencia de las partes que los componen.

Opondráseme que apenas ignora nadie, que la simetría y recta disposición de las partes hace la principal, a veces la única hermosura de los objetos. Por consiguiente, ésta no es aquella gracia misteriosa a quien por ignorancia o falta de penetración se aplica el no sé qué.

Respondo que aunque los hombres entienden esto en alguna manera, lo entienden con notable limitación, porque sólo llegan a percibir una proporción determinada, comprendida en angostísimos límites o reglas; siendo así, que hay otras innumerables proporciones distintas de aquélla que perciben. Explicárame un ejemplo. La hermosura de un rostro es cierto que consiste en la proporción de sus partes, o en una bien dispuesta combinación del color, magnitud y figura de ellas. Como esto es una cosa en que se interesan tanto los hombres, después de pensar mucho en ello, han llegado a determinar o especificar esta proporción diciendo, que ha de ser de esta manera la frente, de aquélla los ojos, de la otra las mejillas, etc. Pero, ¿qué sucede muchas veces? Que ven este o aquel rostro, en quien no se observa aquella estudiada proporción y que con todo les agrada muchísimo. Entonces dicen que no obstante esa falta o faltas, tiene aquel rostro un no sé qué que hechiza. Y este no sé qué, digo yo, que es una determinada proporción de las partes en que ellos no habían pensado, y distinta de aquélla que tienen por única, para el efecto de hacer el rostro grato a los ojos.

De suerte, que Dios, de mil maneras diferentes y con innumerables diversísimas combinaciones de las partes, puede hacer hermosísimas caras. Pero los hombres, reglando inadvertidamente la inmensa amplitud de las ideas divinas por la estrechez de las suyas, han pensado reducir toda la hermosura a una combinación sola, o cuando más, a un corto número de combinaciones, y en saliendo de allí, todo es para ellos un misterioso no sé qué.

Lo propio sucede en la disposición de un edificio, en la proporción de las partes de un sitio ameno. Aquel no sé qué de gracia, que tal vez los ojos encuentran en uno y otro, no es otra cosa que una determinada combinación simétrica colocada fuera de las comunes reglas. Encuéntrase alguna vez un edificio, que en esta o aquella parte suya desdice de las reglas establecidas por los arquitectos, y que, con todo, hace a la vista un efecto admirable, agradando mucho más que otros muy conformes a los preceptos del arte. ¿En qué consiste esto? ¿En que ignoraba esos preceptos el artífice que le ideó? Nada menos. Antes bien en que sabía más y era de más alta idea que los artífices ordinarios. Todo lo hizo según regla; pero según una regla superior, que existe en su mente, distinta de aquellas comunes, que la escuela enseña. Proporción, y grande, simetría, y ajustadísima, hay en las partes de esa obra; pero no es aquella simetría que regularmente se estudia, sino otra más elevada, a donde arribó por su valentía la sublime idea del arquitecto. Si esto sucede en las obras del arte, mucho más en las de la naturaleza, por ser éstas efectos de un Artífice de infinita sabiduría, cuya idea excede infinitamente, tanto en la intensión como en la extensión, a toda idea humana y aun angélica.

En nada se hace tan perceptible esta máxima como en las composiciones músicas. Tiene la música un sistema formado de varias reglas que miran como completo los profesores; de tal suerte, que en violando alguna de ellas, condenan la composición por defectuosa. Sin embargo, se encuentra una u otra composición que falta a esta o aquella regla, y que agrada infinito aun en aquel pasaje donde falta a la regla. ¿En qué consiste esto? En que el sistema de reglas, que los músicos han admitido como completo, no es tal; antes muy incompleto y diminuto. Pero esta imperfección del sistema, sólo la comprenden los compositores de alto numen, los cuales alcanzan que se pueden dispensar aquellos preceptos en tales o tales circunstancias, o hallan modo de circunstanciar la música de suerte, que, aun faltando aquellos preceptos, sea sumamente armoniosa y grata. Entre tanto, los compositores de clase inferior claman que aquello es una herejía; pero clamen lo que quisieren, que el juez supremo y único de la música es el oído. Si la música agrada al oído y agrada mucho, es buena y bonísima, y siendo bonísima, no puede ser absolutamente contra las reglas, sino contra unas reglas limitadas y mal entendidas. Dirán que está contra arte; mas, con todo, tiene un no sé qué que la hace parecer bien. Y yo digo, que ese no sé qué no es otra cosa que estar hecha según arte, pero según un arte superior al suyo. Cuando empezaron a introducirse las falsas en la música, yo sé que, aun cubriéndolas oportunamente, clamaría la mayor parte de los compositores, que eran contra arte; hoy ya todos las consideran según arte; porque el arte que antes estaba diminutísimo, se dilató con este descubrimiento.


VIII[editar]

Aunque la explicación que hasta aquí hemos dado del no sé qué, es adaptable a cuanto debajo de esta confusa expresión está escondido, debemos confesar que hay cierto no sé qué propio de nuestra especie, el cual, por razón de su especial carácter pide más determinada explicación. Dijimos arriba, que aquella gracia o hermosura del rostro, a la cual, por no entendida, se aplica el no sé qué, consiste en una determinada proporción de sus partes, la cual proporción es distinta de aquélla, que vulgarmente está admitida como pauta indefectible de la hermosura. Mas como quiera que esto sea verdad, hay en algunos rostros otra gracia más particular, la cual, aun faltando la de la ajustada proporción de las facciones, los hace muy agradables. Esta es aquella representación que hace el rostro de las buenas cualidades del alma, en la forma que para otro intento hemos explicado en el tomo V, discurso III, desde el número 10 hasta el 16 inclusive, a cuyo lugar remitimos al lector, por no obligarnos a repetir lo que hemos dicho allí. En el complejo de aquellos varios sutiles movimientos de las partes del rostro, especialmente de los ojos, de que se compone la representación expresada, no tanto se mira la hermosura corpórea como la espiritual, o aquel complejo parece hermoso, porque muestra la hermosura del ánimo, que atrae sin duda mucho más que la del cuerpo. Hay sujetos que precisamente con aquellos movimientos y positura de ojos, que se requieren para formar una majestuosa y apacible risa, representan un ánimo excelso, noble, perspicaz, complaciente, dulce, amoroso, activo; lo que hace, a cuantos los miran, los amen sin libertad.

Esta es la gracia suprema del semblante humano. Esta es la que, colocada en el otro sexo, ha encendido pasiones más violentas y pertinaces, que el nevado candor y ajustada simetría de las facciones. Y ésta es la que los mismos cuyas pasiones ha encendido, por más que la están contemplando cada instante, no acaban de descifrar; de modo que cuando se ven precisados de los que pretenden corregirlos, a señalar el motivo por que tal objeto los arrastra (tal objeto, digo, que carece de las perfecciones comunes) no hallan qué decir, sino que tiene un no sé qué, que enteramente les roba la libertad. Téngase siempre presente, para evitar objeciones, que esta gracia, como todas las demás que andan rebozadas debajo del manto del no sé qué, es respectiva al genio, imaginación y conocimiento del que la percibe. Más me ocurría que decir sobre la materia, pero por algunas razones me hallo precisado a concluir aquí este discurso.