Teresa la limeña/I

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I

¡Divina maga de la memoria,
tu plañidera, sublime voz
dentro de mi alma la triste historia
de mi pasado resucitó!...
N. P. LLONA (poeta colombiano)


Un ancho balcón daba casi inmediatamente sobre la pedregosa playa de Chorrillos, en donde las olas del mar venían a morir con dulce murmullo, mientras que más lejos se estrellaban ruidosamente contra murallones y fuertes estacadas.

Empezaba a caer el sol y la rada resplandecía con la luz de arreboles nacarados, que iluminaban brillantemente a los que paseaban por las orillas del mar. Bellas mujeres arrastraban sus largos ropajes, y elegantes petimetres pasaban en grupos mirando a las bañadoras, que jugaban y reían entre el agua, ataviadas con sus extraños vestidos de género oscuro y sus sombrerillos de paja. Se oían de tiempo en tiempo gritos apagados por la distancia, cuando se estrellaban las espumosas olas cerca de alguna tímida bañadora: y este ruido lo interrumpían risas lejanas y el constante ladrido de un perrillo que jugaba con un niño en el malecón. A lo lejos los lobos marinos o bufeos levantaban sus negras cabezas por entre las ondas del mar, y tal cual pájaro chillaba volando hacia la orilla.

Los cristales de las casas resplandecían con mil colores diversos, cuyo brillo fue disminuyendo a medida que moría la luz del sol.

Poco a poco los bañadores se hicieron más escasos en el sitio predilecto, aumentándose los grupos en los bancos del malecón, donde aguardaban la banda de música que debía tocar allí a esa hora.

Desde su ancho balcón que miraba hacia el mar, Teresa contemplaba en silencio aquel espectáculo, que tantas veces había mirado sin cuidarse de él. Una larga y penosa enfermedad había velado el brillo de sus ojos y daba una languidez dolorosa a sus pálidas mejillas; su abundante y sedosa cabellera, desprendida, se derramaba sobre sus hombros con un descuido e indiferencia que indicaban sufrimiento. De codos sobre la baranda y en la abierta mano apoyada una mejilla, seguía con los ojos los diferentes grupos que subían de la playa por el empinado camino, o los alzaba al infinito horizonte del mar confundido con el cielo, que empezaba a oscurecerse... Pasado un rato apartó la mirada de aquel paisaje que sólo hablaba a los sentidos, y con ademán de impaciencia la fijó casi maquinalmente en un libro que al lado tenía abierto.

Pocas líneas recorrió distraída y, cubriéndose la cara con las manos, lágrimas ardientes le inundaron las mejillas, y con dificultad reprimió los sollozos que se agolparon a su garganta.

¿Qué había encontrado en su lectura que pudiera impresionarla? Probablemente nada para los demás, y en otras circunstancias no le hubiera hecho impresión ni aun a ella misma; pero estaba débil, tanto física como moralmente, y así su espíritu se enternecía con facilidad.

«¡Ah! - decía el autor-, quisiera encontrar un corazón como los bosques vírgenes de América, corriendo el riesgo de ser devorado por las fieras que los habitan, más bien que buscar solaz en poblados jardines, en cuyas alamedas encontramos hasta a nuestros amigos.»

«He aquí el resumen de mi vida... -pensaba Teresa-: ¡buscar lo que jamás encontraré; aspirar hacia lo que no existe! -y añadió casi en alta voz-: ¡todavía no he olvidado, Dios mío!... yo que creía que este sentimiento se había borrado completamente de mi alma y hasta de mi memoria...».

La expresión de su fisonomía, después de serenarse (pues su emoción duró sólo un instante) no era de tristeza ni de pesar profundo, sino más bien de una persona cuyo corazón ha sido vencido en la lucha consigo misma: dolor vago pero más penoso que un verdadero infortunio vivo y palpable.

La noche arropaba el mar completamente y ráfagas desiguales hacían golpear las olas contra la playa, trayendo el viento algunos acordes inciertos desprendidos de la banda de música que tocaba en el malecón... El salón de Teresa se iluminó con la luz de varias bujías, pero ella llamó al sirviente y mandó la negasen para toda persona que fuese a visitarla aquella noche, diciendo que estaba indispuesta.

Necesitaba estar sola. Cerrando la puerta vidriera que daba al salón, se hundió, por decirlo así, entre los cojines de un sofá, y cubriéndose con los anchos pliegues de su pañolón se propuso entregarse al pensamiento que la dominaba, ahondar su espíritu y descubrir la causa de lo que tan dolorosamente la había conmovido.

La memoria de las mujeres es tan constante, tan tenaz hasta en sus mismos recuerdos, que siempre vuelven, sin comprender por qué, a sentir lo que sintieron, aun cuando haya pasado el objeto, el motivo y hasta la causa del sufrimiento. Cuando la brisa era más fuerte, Teresa podía oír por intervalos algunos trozos de la Lucía y de la Norma; después un valse entero de la Traviata llegó a sus oídos con una fuerza e insistencia singulares, como si un espíritu misterioso se hubiera propuesto golpear en su mente para producir un recuerdo importuno.

«¡Dios mío! ¡Dios mío! -pensaba la cuitada joven-: ¿por qué es esto? ¿por qué no puedo desechar este pensamiento?... Roberto no podía creer nunca cuán suyo fue este corazón, ¡y no comprendía cómo me importuna a veces lo pasado! ¡Acaso él también pensará en aquellos días... aquellos días de dicha que jamás volverán! Sí; entonces me amaba... ¡entonces! ¡Qué débil soy, qué débil! Tal vez en este momento oye en el malecón esos mismos acordes que me hacen sufrir con su recuerdo, mientras él...

¡Estoy acaso loca! -exclamó de repente, poniéndose en pie y apretándose la cabeza con las manos- ¿estoy loca?» Y cayendo nuevamente sobre los cojines permaneció inmóvil algunos momentos.

La entrada de alguien al salón la hizo levantar la cabeza: eran dos jóvenes que preguntaban por ella al sirviente.

-¡Enferma otra vez! -exclamó uno de ellos con emoción; y al través de los cristales Teresa lo vio detenerse y mirar en torno suyo antes de salir.

Esta pequeña escena, vista desde el balcón oscuro, hizo que ella volviera a la vida real, y su frente se serenó poco a poco. La banda de música había partido, las personas que estaban en el malecón se retiraron, y el silencio de la noche fue interrumpido apenas por los silbidos de la locomotora del último tren de viajeros, que volvían a Lima, después de haber pasado el domingo en Chorrillos.

«Quiero examinar la causa de las emociones que me han dominado esta noche... -se dijo Teresa-: ¿no podrá uno conocerse jamás? Recorreré mi vida desde que me acuerdo; ésta será una lección para mi orgullo, tan débil esta noche, y una confesión hecha ante mi conciencia.»

Como sería imposible seguir el pensamiento, siempre vago e incierto, veamos quién era Teresa y lo que había sido su vida.