Teresa la limeña/II

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II

Teresa era hija de un rico capitalista de Lima; su madre, bella chilena de suave carácter y salud achacosa, había vivido retirada desde que se casó, en Chorrillos, en donde su esposo, más por vanidad que por cariño, le había mandado edificar una hermosa casa a orillas del mar. El señor Santa Rosa fue uno de los primeros que edificaron casa cómoda en aquella villa; antes de él los limeños que querían recuperar con baños de mar la salud perdida, sólo tenían allí ranchos en donde pasaban incómodamente algunos días. Poco a poco las casas miserables se fueron convirtiendo en ricas habitaciones, que se han quedado hasta el día con el nombre ranchos.

La salud de la madre de Teresa le impedía recibir visitas con frecuencia. Y los magníficos salones de su rancho permanecían ordinariamente desiertos. Teresa, como hija única, se crió allí sola, y pasaba su vida al lado de su madre o en el ancho balcón que daba sobre el mar. El rumor de éste, el espectáculo siempre grandioso de sus olas, ya furiosas ya tranquilas, y el paisaje árido que la rodeaba del lado de tierra, la predispusieron a la meditación solitaria, más bien a ese letargo soñoliento de una existencia inerte, en cuyo seno dormía un corazón que, sobreponiéndose a veces a su habitual indolencia, tenía sus ímpetus de voluntad, aunque de ordinario se sometía tranquilamente a las órdenes de su padre. Sin embargo, cuando llegó la época de aprender a leer, se resistió de tal manera que su padre no pudo obligarla, a obedecer; las súplicas de su madre, a quien adoraba, vencieron su resistencia, pero no su odio al estudio, de suerte que todos los días había escenas de llanto y disgusto, y la salud de la madre necesitaba tranquilidad, por lo que los médicos opinaron que Teresa no debía estar a su lado.

¡Pobre niña!, no pasaron muchos meses antes que su madre se despidiese de ella para siempre. La noche a que aludimos, al cabo de muchos años de pena profunda que jamás olvidó, aún creía ver la imagen suave y abatida de aquella mujer que se le aparecía con frecuencia en sus sueños y le perturbaba el alma con el recuerdo de su dolor; dolor que se mezcló después con los más desgarradores de su juventud.

Fuera de esto, encontraba un vacío en su memoria y no recordaba con alguna fijeza sino un viaje hecho a Europa con su padre, que fue a permanecer algunos años en París llevándola consigo. Hombre frío, indiferente a todo, menos así mismo, el señor Santa Rosa quería que su hija tuviese una educación que la hiciera brillar y atraer a sus salones la sociedad, a la que era muy aficionado.

Así el idioma francés fue casi el primero en que expresó sus ideas, pero el cariño a su madre muerta no permitió que olvidase nunca el castellano. El austero convento francés le parecía, recién llegada, una prisión; pero al cabo de algunos meses, apasionada en todo como era, quiso dedicarse al estudio con ahínco y en él fundó toda su dicha. El colegio fue para ella un mundo; el salón de su padre le parecía triste y vacío; sufría mucho las raras veces que éste la tenía a su lado, y tornaba con alegría a los claustros del antiguo convento, grato a su orgullo por las consideraciones que le tenían.

A los doce o trece años la Limeña era una perfecta muestra de la ardiente naturaleza americana, tan llena de contrastes. De formas pequeñas y delicadezas y fisonomía expresiva y pálida, su mayor belleza entonces estaba en sus grandes ojos negros y brillantes, que se animaban ya con el fuego del entusiasmo, y con el de la indignación. Su graciosa manecita se cerraba con una fuerza nerviosa singular, y su diminuto pie zapateaba con impaciencia cuando las otras niñas, menos vivas, merced a su naturaleza septentrional, no comprendían lo que deseaba. Todo en ella era impulsivo, brillante y fuerte; semejante al mar a cuyas orillas se había criado, se manifestaba quieta y humilde a ratos; pero también sucedía que con dificultad apaciguaba sus cóleras o moderaba sus arrebatos de alegría, que solían animarla contagiando a sus compañeras. Acababa de cumplir trece años cuando entró al colegio una señorita de la alta aristocracia francesa, cuyos padres, habiendo perdido su riqueza, no podían educarla por más tiempo a su lado, siendo este sistema de educación mucho más costoso.

Lucila de Montemart pertenecía a una familia normanda, según lo demostraba su tez blanca como la leche, cabellera rubia como la de Venus y ojos de azul oscuro medio abatido por una melancolía genial que conmovía los corazones. Su aspecto débil y delicado interesó desde el primer día a Teresa, quien lo había encontrado hasta entonces una amiga verdadera entre sus condiscípulas y miraba con desdén el común cariño de las demás niñas, menospreciando sus fútiles conversaciones. Hasta entonces no sabía qué cosa era romanticismo, ni comprendía ni gustaba de las novelas que le procuraban a escondidas las otras niñas; pero llegó Lucila, y pronto cambió la faz de sus ideas y dio nuevo giro a sus pensamientos. La francesa, niña educada por una madre de ideas nobles y elevadas, pero exageradas, llevó una pequeña librería de obras escogidas: Teresa leía con encanto las de Racine y Corneille y algunos volúmenes de las novelas de Mademoiselle de Scudery y de Madama de Lafayette, pero Lamartine fue su autor favorito. Esto fue poco después de la revolución de 48, época en que el gran poeta era el héroe de la juventud, el bello ideal de todo lo grande y heroico, y tanto que, aunque republicano, entusiasmaba hasta a los aristócratas. Su literatura de sensiblería (como la han calificado con justicia) llenó de cierta languidez y ternura exagerada todos los corazones que empezaban entonces a sentir y vivir.

Al cabo de poco tiempo Teresa y Lucila se unieron con una de aquellas amistades de la adolescencia, tan verdaderamente profundas y duraderas, y que son como el presentimiento del amor. Se retiraron de todos los juegos de las demás condiscípulas, y vivían la una para la otra, confundiendo sus pensamientos, animándolas idénticas aspiraciones, esperanzas y deseos para lo futuro; en términos que al leer aquellos poemas y novelas soñaban también ser heroínas de aventuras cuyos paladines fueran perfectos, sin haber amado antes... ¡Pobres niñas! Asidas de la mano, vagaban por los jardines del convento forjando mil ensueños de dicha... recordados ahora por Teresa con el dolor de quien comprende que aquellos días eran medidos por las horas más felices de su vida.

Lucila, con aquel carácter dulce que la distinguía, soñaba con un porvenir de paz, al amparo de algún castillo viejo, feliz con el amor del ser que amaba con su imaginación, ser que para decir verdad había tomado la forma palpable de un primo suyo, a quien no había visto desde que estaba muy chica, pero a quien adornaba con todas las virtudes y la belleza de un paladín de la edad media.

Teresa, de índole ardiente y entusiasta, no deseaba esa tranquila paz: soñaba con una vida agitada; deseaba hallar en su camino algún joven romántico, desgraciado, a quien debería sojuzgar después de mil aventuras peligrosas. Ambas hablaban de sus héroes como si realmente existieran, y componían entre las dos interminables novelas.

El Reinaldo de Lucila y el Manfredo de Teresa (pues también habían conseguido una edición de las obras escogidas de Byron) fueron, sin embargo, la causa verdadera de las penas de su vida... He aquí un problema de educación que no se ha podido resolver satisfactoriamente: ¿se debe permitir que germinen en el alma de las jóvenes, ideas románticas, inspirándoles un sentimiento erróneo de la vida, pero noble, puro y elevado? O al contrario se han de cortar las alas a la imaginación en su primer vuelo, y hacerles comprender que esos héroes que pintan los poetas no existieron sino idealmente. Con el primer sistema se debilita el alma, suprimiendo la energía para la lucha de la vida, y causando mil desengaños; y con el segundo, se forman corazones poco elevados, infundiendo un elemento de aridez y de sequedad en los sentimientos y el carácter.

Así pasaron dos años; mas al fin vino la hora de la separación definitiva. Teresa cumplía quince, y volvía a su patria con su padre; Lucila tenía diez y seis, y sus padres la llamaban a su lado. Se despidieron tiernamente, jurando amarse toda la vida, animadas ambas por la esperanza, viendo en lo futuro un cielo siempre azul y un horizonte brillante y puro como sus corazones. ¡Cuánto mejor hubiera sido para ellas morir entonces llenas de ilusiones y sin haber sufrido el primer desengaño!