Teresa la limeña/IX
IX
Pasó un año de matrimonio: León había ido tres o cuatro veces a Lima, permaneciendo apenas, cada vez, algunos días; la presencia o ausencia del insignificante joven no tenía importancia para nadie. Parecía siempre, disgustado de su vida campestre y volvía a ella con tristeza; Teresa no podía menos que confesarse a sí misma que no era feliz... pero los dos padres estaban perfectamente, satisfechos, por cuanto habían hecho un buen negocio sin tener en cuenta para nada las dos víctimas... ¿Por qué habían de serlo?... ¿acaso Teresa no gozaba una vida repleta de lujo y diversiones? Es cierto que León vivía lejos del centro en que se había criado; pero la juventud es para trabajar, y lo que ganaba entonces lo serviría dentro de pocos años para ir a Europa con un buen capital que le abriría los más ricos salones de París.
Para festejar el aniversario de su matrimonio, León permaneció en Lima más tiempo que en los anteriores viajes y se mostró con Teresa más tierno que de costumbre. Sintiendo ésta, con pena, cuán indiferente y aun antipático le era su marido, procuró, en lo posible, mostrarse más amable. El sentimiento del deber que se cumple causa siempre una satisfacción íntima que compensa ampliamente el sacrificio que se hace; así Teresa había pasado algunos días contenta con el convencimiento de haber hecho menos amarga la vida del joven cuya suerte habían ligado a la suya, aunque sus almas estarían siempre separadas, como eran divergentes sus ideas.
Al otro día de la partida de León, Teresa estaba sola escribiendo a Lucila, y al confiarle sus pensamientos y al tratar de pintarle su vida no pudo menos que encontrar cuán vacío estaba su corazón, y cómo se esterilizaba su espíritu a medida que se enfriaba aquel entusiasmo por todo lo bello y grande, que antes la confortaba. Suspendió su carta, y puesta la mejilla en la mano cayó en una larga meditación de la que vino a sacarla un sirviente que le traía una cartita de Rosa. Le escribía ésta con el objeto de recordarle que aquella noche había tertulia musical en casa de un ministro extranjero, y agregaba que tendría el mayor gusto en acompañarla, dando a entender quo si Teresa no concurría, ella tampoco iría. Le rogaba que le contestara inmediatamente, y al concluir decía: «oiremos cantar a varios artistas de profesión y entre los dilletanti a Roberto Montana que acaba de llegar de Chile».
Teresa tuvo la carta en sus manos sin saber qué contestarle: ¿Debía ir o no? Había hecho el propósito de retirarse algo del mundo durante la ausencia de León, que estaba siempre triste lejos de Lima, y además, le repugnaba ir esa noche particularmente a la tertulia. ¿Quién puede comprender la causa de nuestros presentimientos? Pero... en el momento de empezar a contestar a Rosita excusándose, sintió un vehemente deseo de concurrir y escribió prontamente que tendría mucho gusto en acompañarla.
Después de esta interrupción era imposible seguir coordinando sus ideas para concluir su carta a Lucila; así, deseando sacudir de sí sus pensamientos, salió e hizo algunas visitas de confianza. Cuando volvió a su casa casi había olvidado el sentimiento de vaga aprehensión con que había aceptado el convite a la tertulia y se presentó fríamente para asistir a ella.
Rosita se presentó en casa de su amiga naturalmente mucho después de la hora convenida, pues, siempre estaba afanada y jamás llegaba a tiempo a parte alguna.
Al entrar en el salón del ministro de *** ambas se vieron rodeadas por la flor y nata de la juventud masculina. Rosita, llena de vida y movimiento, se atraía un séquito tan numeroso cuanto alegre. Con su traje de gaza rosado vivo, adornado con muchas flores, y su aire despierto y miradas llenas de coquetería, estaba verdaderamente muy seductora.
Teresa, bella y orgullosa, tenía en torno suyo un círculo mucho menos numeroso, pero más respetuoso y respetable. Vestida casi enteramente de blanco, no llevaba más adorno que muchas joyas de gran valor. Su talle delgado, esbelto y elegante, la mirada serena aunque penetrante de sus grandes ojos y la belleza que se esparció sobre su fisonomía con la agitación al entrar, la daban una hermosura casi ideal.
Al cabo de un rato se oyeron en la pieza vecina los acordes del piano y una brillante voz de hombre cantó un bolero español, con mucha gracia y vivacidad. Al oírla Teresa le saltó el corazón, pues creyó reconocer la voz del pensado cantor de Chorrillos... No, no podía ser: la de entonces era tan dulce, tan tierna; y ésta parecía alegre, sonora y llena de energía... Por otra parte ¿qué le importaba que fuera o no? Pero su conciencia le decía que el motivo que la había impelido a ir aquella noche, era la esperanza de que el Roberto Montana de que hablara Rosita, fuera el mismo de Chorrillos, y se sonrojaba de pensarlo no más.
Con todo, procuraba llevar sus miradas hasta el sitio en que se hallaba el cantor, pero le fue imposible distinguirlo en medio de los que rodeaban el piano. Cuando hubo acabado, otros ejecutaron algunas piezas, y en los intermedios Teresa no se atrevía a pedir que le señalaran el joven recién llegado de Chile; pero una conversación que oyó cerca de ella le hizo comprender que sus presentimientos no habían sido falsos y que era el mismo cantor de Chorrillos.
-¿Quién es ese Roberto Montana? -preguntó una señora a otra-; ¿es artista del país o del extranjero?
-¿Artista? No, es solamente aficionado. Creo que su nacimiento es misterioso... Un militar Salcedo, de Arequipa, lo trajo hace algunos años y lo presentó como su sobrino, siendo muy niño; lo puso en un colegio, y después se lució mucho en la Universidad cuando se recibió de abogado. Para entonces Salcedo fue con no sé qué misión a los Estados Unidos y llevó al sobrino; y, ¡cosa rara! Parece que Roberto se aficionó tanto a la música al oír a los artistas famosos, que a su vuelta no quiso ejercer su profesión de abogado, y vivía tocando diferentes instrumentos y cantando sin misericordia para mí...
-¿Por qué para usted?
-¿Porque tenía la desgracia de vivir en la misma casa que el coronel, y Roberto no me dejaba sosiego con su música a todas horas. Hará dos años enfermó el sobrino; lo llevaron a Chorrillos, donde permaneció bastante tiempo, pero los médicos recetaron otro clima y se fueron para Chile; allí se curó el sobrino y se murió el tío.
-¿Y es rico?
-Su tío, que sé era su padre, le dejó una fortunita modesta.
En ese momento el dueño de la casa se acercó a Teresa con un joven que iba de brazo con él.
«Señorita Teresa -dijo-: tengo el honor de presentarle al señor Montana, quien habiendo sabido la afición de usted por la música, desearía que nos diera el gusto de tocar alguna cosa».
Teresa, se excusó, pero como ambos instaban para fuera al piano, al fin se levantó.
«Acompáñela usted, señor Montana -dijo el ministro-, pues tal honor le corresponde más bien que a los meros oyentes».
Era preciso atravesar todo el salón para llegar al piano. Teresa se sentía conmovida y disgustada consigo misma por su intempestiva emoción. Cuando llegaron al piano había sido ocupado por otra persona que empezaba a tocar; era preciso, pues, aguardar a su compañero, y llevándola a un sofá, se situó a su lado.
Después de haber hablado de cosas indiferentes, Montana dijo de repente:
«Me alegro de que el importuno artista no le haya permitido a usted tocar aún, señorita; así, me ha dado tiempo para pedirle un favor...»
Teresa, que había, estado esforzándose por recuperar su serenidad, levantó la mirada y sus ojos se fijaron por primera vez; los de Montana eran espléndidos: grandes, negros y particularmente expresivos y brillantes. En su frente ancha y tersa se delineaban espesas cejas, y su pelo castaño oscuro ondeaba en torno de una cabeza pequeña pero bien formada. No usaba sino un bigote negro y perfilado, y su boca fina y nariz algo larga armonizaban tanto como su talle elevado y elegante con la gracia de sus movimientos.
-Muy extraño le parecerá a usted que habiendo tenido el honor de hablarle por primera vez, apenas algunos momentos, ya le pida un favor -añadió, viendo que Teresa guardaba silencio.
-Efectivamente -contestó ella sonriéndose-, ¿cómo podré yo?...
-Mi súplica es la siguiente: escoja usted para tocar esta noche una de aquellas arias que ejecutaba en Chorrillos ahora año y medio...
Teresa bajó los ojos, y contestó tratando de afirmar la voz:
-¿Por qué ahora año y medio?... ¿Acaso usted?...
-Tuve el placer de oírla entonces, y ese recuerdo lo he guardado siempre...
En ese momento se acercó Rosita disgustada por aquella íntima conversación con el recién llegado, pues siendo por eso el hombre a la moda, deseaba monopolizarlo.
-¿De qué hablan ustedes con ese aire tan misterioso? -preguntó sentándose al lado de Teresa.
Las miradas de Roberto y de Teresa se encontraron, y ambos convinieron tácitamente en que no deseaban tercera persona en sus recuerdos.
-Hablábamos de música -dijo Teresa.
-¿De música, con ese aire de conspiradores?
-¡Bah! qué idea... El señor, como yo, es muy aficionado a los músicos clásicos... de eso hablábamos.
Roberto se sonrió al ver que la presencia de ánimo no abandona nunca a las mujeres, aun cuando no estén enseñadas ni hayan usado jamás de engaños.
-Con razón... tratarían del mérito, soporífico para mí, de su Beethoven, del enfadoso Gluck, del fastidioso Mozart y demás del gremio. ¿Ya le preguntaste al señor Montana, añadió con aire burlón, si canta tu aria favorita de Orfeo o tu querida serenata de Don Juan?
Volvieron a encontrarse las miradas de Roberto y Teresa y ésta última se sonrojó, mas por fortuna el que ocupaba el piano se levantó, y acercándose Teresa, sin vacilar tocó la introducción de la «Serenata». Roberto se situó detrás de su asiento y empezó a cantar. Su voz era clara, natural, tierna y se conocía que ponía en ella toda su alma. Teresa no pudo tocar con el garbo acostumbrado el acompañamiento irónico, y muchas veces se detenía, olvidándose de la gente que la rodeaba, para impregnarse, por decirlo así, de los acentos apasionados del cantor.
Aplausos generales acogieron el fin de la aria.
-¿Conoce usted la famosa aria del Orfeo de Gluck?
-¿Cuál? ¿Qué faro senza Eurídice? Hace mucho tiempo que no la canto; pero si usted tuviera la bondad de tocarla, tal vez el eco de su piano refrescaría mi memoria.
Teresa volvió a sonrojarse al comprender el recuerdo que encerraban las palabras de Roberto, e inclinándose sobre el teclado tocó brillantemente el tema de esa aria, una de las obras más bellas del ingenio humano, bastante para inmortalizar por sí sola a un artista. Ella estaba aquella noche verdaderamente inspirada; después del tema principal ejecutó unas variaciones sobre el mismo asunto con suma maestría y sentimiento, y levantándose en medio de los aplausos pasó a otro salón. Roberto no cantó, pero al llevarla a su asiento le dijo con voz conmovida:
«Nunca había comprendido tan bien esa música, ni lo que se siente al ver perdido para siempre lo que se ha podido amar...»
Estas palabras eran demasiado significativas, por lo cual Teresa demostró en cierto modo que le habían desagradado; pero ni aún estaba contenta consigo misma, y deseaba salir pronto de una situación que la embarazada; así suplicó a su padre que la condujese a su casa, prometiendo a Rosita que después le enviaría el coche.
Al volver a su habitación se desvistió maquinalmente y se acostó; pero sus pensamientos no le permitían permanecer tranquila, y levantándose pasó el resto de la noche en vela. ¿Qué tenía? ¿qué motivo había para tanta agitación? Ella misma no podía comprenderlo; pero nunca se le había presentado tan desierto el sendero de la vida, tan vacío el corazón como aquella noche... Como iba de un lado para otro del aposento, acertó a fijar los ojos en un retrato en miniatura, de León, regalado por éste antes de partir, y sin saber lo que hacía lo volvió contra la pared con impaciencia: acción que de súbito le reveló lo que pasaba en su corazón, y tirándose sobre la cama se desahogó vertiendo un torrente de lágrimas. Por fin, vencida por el cansancio, al aclarar el día se quedó dormida.