Teresa la limeña/VIII

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VIII

Pocos días después de su matrimonio, nuestra heroína recibió la siguiente carta de Lucila:

...«Dos cortas y tristes cartas en los últimos seis meses es lo único que he recibido de ti, querida Teresa. No me atrevo, sin embargo, a quejarme, pues por ellas veo que, aunque muy cortejada y rodeada, vives triste; ¿por qué es esto?... ¿No ha aparecido todavía en el horizonte el Manfredo de nuestros ensueños? ¿la vida es acaso allá como la de aquí? No; en ese país nuevo se debe de pensar de otro modo. En tu última carta me hablas vagamente de un matrimonio que tu padre proyecta para ti; pero conozco tu carácter, y no creo que comprometerías tu mano si no lo estuviera también el corazón. ¡No, no tengas la debilidad de dejarte arrastrar por influencias ajenas a tus sentimientos!... Tal vez creerás que me he vuelto muy pedante, aconsejándote acerca de asuntos que no entiendo; pero te aseguro que no hay mejor maestro de experiencia que el sufrimiento cuando una siente mucho, adivina mucho.

Comprendo por tu estilo que hay alguna lucha en tu alma; tus ideas son irónicas y desalentadoras. ¡Oh! ¡si hubieras tenido desengaños como yo!... Nada me cuentas y a veces creo que ya ni confianza tienes conmigo; pero yo, en cambio, no puedo menos que referirte mi vida hasta en sus mínimos pormenores. Te acabaré, pues, de contar cómo he pasado los últimos tiempos.

Recordarás que mi tía de Ville me había convidado a que la acompañase a París, y que yo había rehusado. Sin embargo, algunos días antes del matrimonio de mi primo, mi madre me obligó a que fuese a casa de mi tía, quien decía que mis servicios serían verdaderamente muy útiles, ayudándola a preparar los salones para el baile de boda y arreglar la habitación destinada a los novios, pues se había resuelto que la ceremonia civil y religiosa tuviera lugar en Montemart.

No sé si te había explicado cómo es que las propiedades de mi tía llevan nuestro nombre. El señor de Ville, padre de Reinaldo, era originario del mediodía de Francia, y su familia era notable, aunque no titulada. Al casarse con una hermana de mi padre compró las propiedades que habían sido de mis antepasados, antes de la gran revolución, y el rey Luis XVIII le concedió el título de conde que había sido de los dueños de Montemart, pero no quiso cambiar su nombre y llamose conde de Ville. Ya puedes figurarte que mi padre tiene, recuerdos muy tristes del castillo de Montemart y no va allá sino con suma repugnancia; sin embargo, me acompañó hasta dejarme con mi tía. Ésta me recibió afectuosamente, y Reinaldo no me trató con aquellas maneras demasiado familiares que antes me habían chocado, sino que, tomándome la mano respetuosamente, me preguntó si a pesar de mi edad avanzada mi salud se conservaba bien.

Al día siguiente, paseándome por el terrado (después de haber pasado la mañana con mi tía) vi que Reinaldo entraba a caballo al patio principal, y no pude menos que exclamar al contestarle el saludo:

-¡Qué agradable debe de ser andar a caballo en un día como éste!

-Estábamos en abril y aunque hacía frío aún, la primavera comenzaba a ostentar sus galas; el cielo estaba azul y la atmósfera tranquila y despejada; el sol, sin ser muy fuerte, brillaba en las nacientes hojas de los árboles y reverdecía los prados... ¡Oh, este día es uno de aquellos que permanecen retratados con colores indelebles en el fondo de nuestra memoria y que jamás se olvidan!

-Si usted desea montar -me contestó Reinaldo-, no hay cosa más fácil... y desmontándose subió las gradas del terrado. ¿Quiere usted -añadió-, que mande ensillar el caballo en que monta mi madre, y que yo la acompañe por el parque hasta orillas del río?

-Pero hay un pequeño inconveniente -repuse sonriéndome-, y es que no sé montar... a lo menos no me he visto a caballo hace mucho tiempo...

-¡De veras! ¿Cuándo?

-Desde mucho antes de irme al colegio...

-¡Al colegio! ¿usted habla de eso?... recuerde usted que ya no somos colegiales y que nos resentimos cuando nos mencionan semejantes niñerías... Pero no perdamos el tiempo; vaya usted a prepararse, que con muy pocas lecciones la enseñaré a montar.

-Hay otro inconveniente...

-¿Cuál?

-Que no tenga vestido de amazona.

-Estamos en el campo -contestó, yendo a dar las órdenes para que prepararan el caballo-; a que se agrega que ahora no hay quien la vea y que mi madre le proporcionará lo necesario.

Media hora después bajaba las gradas del peristilo ataviada para el paseo. Mientras Reinaldo examinaba y arreglaba la montura, yo lo miraba pensando que había sido para mí una gran fortuna el haber olvidado mis ensueños de otros tiempos, pues ahora hubiera tenido que sufrir mucho. Mi primo monta con mucha gracia natural y sabe manejar con maestría el caballo más reacio. Después de haberme hecho dar algunas vueltas por el patio, dándome el arte de montar, y dejándome sola de repente, montó en su caballo diciendo a mi tía que había salido a vernos:

-Esta Lucila con sus aires lánguidos y sentimentales se ha estado burlando de mí... no necesita que nadie la enseñe.

Y salimos del patio riéndonos ambos alegremente.

El paseo fue, aunque corto, muy agradable, y cuando volví mi tía me dijo, abrazándome, que era preciso que montara todos los días, pues el ejercicio a caballo me había dado un color rosado de salud y mis ojos brillaban con una animación rara en mí.

Siguiendo este propósito, aunque Reinaldo no se hallaba en Montemart al otro día, mi tía me mandó a pasear a caballo por el parque, acompañándome un sirviente; pero sólo di unas vueltas porque el tiempo me pareció frío y lluvioso y soplaba un viento muy desagradable. Cuando regresé hallé a Reinaldo que acababa de llegar, y mi tía que salió a recibirme me preguntó por qué había vuelto tan pronto. Le eché la culpa al frío, y para consolarme, Reinaldo ofreció llevarme a la siguiente mañana a un lugar que era su predilecto.

Al cabo de una semana, Reinaldo y yo eramos muy amigos y hablábamos con una libertad que nuestras respectivas posiciones hacían completamente fraternal. ¡Ay de mí! así lo creía por lo menos entonces... La última vez que montamos juntos fue la antevíspera de su matrimonio, y prolongamos más que de costumbre nuestro paseo. Yo deseaba hablarle de su novia, y como él no la mencionaba nunca, no sabía cómo empezar la conversación.

-Mañana -le dije-, tendré el gusto de conocer a la señorita Worth (así la llamaba la novia).

Reinaldo no contestó, sino que se adelantó un poco, y picando espuelas a su caballo le hizo dar un brinco.

-Dígame usted siquiera -añadí-, qué figura tiene la señorita... ¿es rubia o morena, pequeña o grande?...

Entonces volvió a mi lado y dijo interrumpiéndome:

-Margarita es rubia como usted... suponiendo que una bonita puede servir de comparación a una...

-¿A una qué?

-¿Por qué buscar otra palabra?... a una fea.

-¡Mil gracias! -exclamé riéndome.

-¿Acaso se figura usted que yo podía llamarla fea? -contestó inclinándose para mirarme al través de mi velo.

-Naturalmente... un novio no puede creer que su futura es fea.

-Usted no habla ahora con sinceridad... las mujeres no ignoran nunca que son bellas... cuando lo son. ¿Acaso no se lo han dicho muchas veces, Lucila?

Me estremecí cuando su mirada encontró la mía; pero inmediatamente le contesté, manifestándome sería:

-Paréceme que usted se propone hablar disparates... ¡ya sabe que no gusto que se burlen de mí!

-¡Lucila!

-Volvamos a nuestras ovejas dije precipitadamente, interrumpiéndolo-, y dígame sin chanzas cómo es su futura.

-Pues iba diciendo que Margarita es blanca, rubia, y es fama que tiene ojos azules; diz que su talle es elegante, pero me atrevo a opinar que es rollizo, y además...

-¡Reinaldo! -exclamé prontamente; le suplico que no hablar así... me da pena.

-Pues, con cariño, con... no supe decir más.

-¿Cómo un novia de ópera cómica?... muy bien.

Y prosiguió tarareando una estrofa de una canción que está muy en moda:

¡Son sus ojos azules
como un cielo sin nubes!

-Usted es incorregible... La víspera de su matrimonio... ¿No la ama usted acaso?

-¡Amarla!... probablemente... puesto que me caso con ella.

No le contesté, y caminamos en silencio un gran trecho por entre las ramas inclinadas de los árboles que guarnecían un angosto sendero a orillas del río, cuyo murmullo se oía no muy lejos. Llegamos al fin a un barranco escarpado de donde se veía correr el río por en medio de un prado sombreado por sauces con las ramas inclinadas sobre el agua; allí detuvimos nuestros caballos, y a breve rato de haber contemplado el paisaje, me dijo Reinaldo con aire muy serio:

-¡Cómo se conoce que usted no ha visto aún el mundo! Todavía guarda la ilusión de que los matrimonios se hacen por afecto en nuestra sociedad.

-Pero mi buen sentido no más -contesté-, me dice que no se debe desear vivir con una persona por quien no se tiene afecto.

-¡Es verdad!... Y usted, aunque tan niña, me ha dado una contestación mejor que lo pudiera hacer una mujer de experiencia... Es porque a medida que uno vive va gastando el corazón, y usted, sencilla e inocente mantiene intacto el suyo. ¡El afecto, la simpatía, el amor! ¡bah! -añadió con ironía-, ésas son palabras, dicen... ¡palabras para llenar las páginas de las novelas! El matrimonio es un buen o mal negocio.

-Es decir que usted...

-Me caso por necesidad... No solamente no amo a Margarita, sino que tal vez otra... Pero mejor será no hablar de lo que no tiene remedio...

-¡Reinaldo! -exclamé con vehemencia- ¿para qué casarse si cree que no será feliz?

-¡Feliz! -dijo- ¿y qué entiende usted, primita mía, por felicidad?

-Creo que la felicidad (contesté recordando la definición que tantas veces habíamos discutido tú y yo) la felicidad consiste en la armonía que guardan nuestros sentimientos y afectos con las personas y objetos que nos rodean... ¡Donde no haya armonía no habrá felicidad!

Reinaldo me miró fijamente un instante, y una nube pasó por sus ojos.

-Hice mal en provocar esta conversación -dijo al fin, y picando su caballo volvimos a tomar el camino de la casa-, hice mal -añadió-, porque me ha hecho pensar en lo que deseaba olvidar: ¡usted tiene tal vez razón!...

Viendo que seguía callado y cabizbajo le dije tímidamente:

-Perdóneme si le he causado alguna pena... pero, tal vez haya remedio aún...

-¡Imposible!... yo siempre he deseado lo imposible... no hablemos más de este asunto. Macte animo!, valor, valor es lo que necesito... Esta frase tan breve me conmovió, en términos que aún no me había serenado cuando llegamos a la casa, y al ayudarme a desmontar Reinaldo me preguntó si el paseo me había hecho daño, pues estaba muy pálida.

Macte animo!, pensé al subir las gradas del peristilo; ésta será mi divisa en lo futuro... ¡Esa noche escribí en mi diario la conversación que te he relatado, al hacer la descripción del último paseo!...

Al día siguiente llegó la comitiva de la novia. Salí con mi tía y Reinaldo a recibirla, y mientras que ella atendía a la madre, a mí me tocó hacer a Margarita los honores de la casa. Pequeña, blanca, regordeta, sus ojuelos entre verde mar y azul de porcelana no dicen nada y su fisonomía no tiene expresión. Habla francés con el acento alemán tan disonante, y se ríe a todo propósito: me parece tonta, y por lo mismo la creo caprichosa y terca.

Ese mismo día se firmó el contrato, y al siguiente ser verificó el matrimonio civil en la ciudad vecina. Pedí y obtuve el permiso de quedarme en la casa mientras que se fue la comitiva.

Reinaldo no había vuelto a dirigirme la palabra hasta la noche del matrimonio religioso: poco antes de pasar a la capilla bajé al salón para recibir el ramillete de la novia, que acababan de avisarme habían traído de París, y allí encontré a Reinaldo que lo tenía en la mano. No me vio entrar y cuando se lo pedí se sorprendió tanto que lo dejó caer, y pero se apresuró a recogerlo, y como al presentármelo nos miramos noté que estaba pálido y muy conmovido. No pude menos entonces que alargarle la mano que tenía libre.

-¡Oh! ¡Lucila -me dijo tomándomela entre las dos suyas-, ya todo concluyó!...

-Macte animo! -le contesté-; ¿no era su divisa?...

Mi primo se porto con mucha compostura durante la ceremonia religiosa, y Margarita parecía que jamás ha pensado sino en vestidos y galas, cuyo orgullo se cifra en su riqueza, y cuyo predominante pensamiento había sido hallar un esposo que le trajera un título de nobleza. En éste veía colmadas sus aspiraciones, pues por su matrimonio con Reinaldo adquiría el de condesa.

La concurrencia en el baile era muy numerosa: naturalmente Reinaldo bailó la primera pieza con su novia, y después vino en silencio a ofrecerme su mano para la segunda; en el momento de atravesar el salón nos detuvo un convidado que acababa de llegar, y saludando a Reinaldo dijo mirándome:

-Felicito a usted señor conde por su perfecta elección.

¡Creía que yo era la novia!, me sonrojé pero le contesté inmediatamente sonriéndome:

-Usted se equivoca... vea usted la nueva condesa de Ville -y se la mostré.

Reinaldo no había dicho nada, pero sentí que su mano temblaba cuando tomamos lugar entre los que bailaban.

La equivocación del invitado no era extraña, pues yo estaba vestida completamente de blanco y llevaba solamente una rosa en los cabellos y algunas perlas en el cuello.

-No había visto nunca -me dijo Reinaldo en el intermedio de una cuadrilla-, perlas que sean más semejantes al cuello que rodean, como las del collar que usted lleva.

-Las perlas significan lágrimas... Lucila -añadió un momento después-, no sé qué le digo esta noche... estoy tan fuera de mí... considéreme usted y téngame compasión...

No contesté: el tono de la voz decía más que las palabras... Reinaldo no me volvió a hablar, y cuando me senté me palpitaba el corazón. Seguramente este sentimiento de agitación me era favorable, pues me valió algunos cumplimientos lisonjeros y frecuentes invitaciones a bailar...

Al fin llegó el tiempo de partir; mi madre había obtenido el coche de mi tía para que nos llevase esa misma noche a nuestra casa. En el momento de salir al salón busqué involuntariamente a Reinaldo con la vista, pero no estaba allí, y bajé inmediatamente la escalera. ¿Por qué me oprimía el corazón la idea de no despedirme de él? De repente sentí una mano ligera que me arreglaba mejor los pliegues de la capa sobre las espaldas: era mi primo; al despedirse de mí me dijo al oído apretándome la mano:

-¡Adiós! No me juzgue mal, querida Lucila, por lo que he dicho esta noche... No lo dude; me resignaré... ¡Adiós!

Mi corazón latía locamente, y sentí un dolor horrible en el alma mientras que el coche rodaba suavemente por el camino real. Mis padres hablaban de la función y sus accidentes, y al fin bajaron la voz creyendo que me había dormido; pero no era así: yo miraba a lo lejos el paisaje iluminado por la luna y medio cubierto por una ligera niebla, y los árboles pasaban delante de mis ojos como espectros que se inclinaban para mirarme al través de la ventanilla del coche. ¡Qué horrible es sufrir así, sufrir solo, sin un ser amigo que comprenda nuestro dolor (¡dolor que ocultaré siempre!...) y tener que sonreírse cuando el corazón está despezado y sin esperanza! No, no puedo decirte cuántas noches de insomnio he pasado llorando, con mi ventana abierta para recibir el aire y el perfume de las flores del jardín...

Mi aspecto es cada día más frágil, según dicen, en términos que al fin en casa se alarmaron, y el médico que llamaron declaró que tengo síntomas de una afección pulmonar y que es preciso el cambio de clima y de método de vida; mi tía, que desea pasar el verano en Suiza, se ha encargado de mí, y dentro de algunos días partiré con ella.

Reinaldo y su esposa están en París, en donde se hallan desde que se casaron, habiendo partido pocos días después del matrimonio. Parece que permanecerán luego algún tiempo en Alemania, y en París naturalmente todo el invierno. No los he visto desde la noche del matrimonio y tengo esperanzas de no verlos en todo el año.»

Así como el bello ideal de la felicidad será siempre el espectáculo de una armoniosa vida matrimonial, aquel egoísmo entre dos como dijo (o repito) una grande escritora, también debe de ser el peor sufrimiento cuando dos seres que antipatizan se ven encadenados para siempre.

Teresa se había casado con la seguridad de no amar a su esposo, pero con la resolución de cerrar los ojos aun a la realidad desconsoladora de sus sentimientos, y cumplir sus deberes, si no con entusiasmo, a lo menos co resignación.

El caudal de virtud que habían puesto en su corazón los largos años de educación recibida en el convento francés, se mostraba ahora en todo su esplendor; y el que hubiera llegado a comprender cuán grandes esfuerzos hacía para separar su hermosa frente y manifestarse risueña, no hubiera podido menos que admirar a la linda matroncilla tan joven y tan pura.

Durante el año que había permanecido en Lima, no había dejado de comprender de cuántos peligros la rodearía una sociedad tan fútil y desocupada; así fue que cuando al cabo de dos meses León se preparaba para irse a establecer en la hacienda, Teresa suplicó inútilmente a su padre que le permitiese acompañar a su esposo.

-Es un capricho muy tonto -le contestó el señor Santa Rosa-; allí no tendrías comodidades y extrañarías tu vida limeña y hasta el clima.

-Eso no importa... pronto me enseñaría.

-¿Pero qué motivos tienes?

-León es de salud delicada, no está acostumbrado a la vida de campo, y su permanencia allá, estando solo, le será muy penosa.

-¿Tanto lo quieres?

Teresa se sonrojó y repuso:

-¿Acaso no debería amarlo?

-Tal vez... pero sabrás que yo también te necesito, ¿qué sería de mi casa y mis tertulias si faltaras tú?

-Mi deber, sin embargo...

-Bien, pues -dijo el padre con una sonrisa maliciosa-: pregúntale al mismo León si desea que lo acompañes.

Teresa conocía la influencia que naturalmente tiene una mujer joven y bonita sobre un carácter débil como el de León, y no dudó un momento que él accedería a su deseo.

-Quiero pedir a usted un favor, León -le dijo una tarde que estaba solos.

-Ya sabe usted, Teresa, que cuanto esté a mi alcance lo obtendrá.

-Desearía... es muy sencillo mi deseo: que me llevara usted consigo a la hacienda.

-¡A la hacienda!

Después de un momento de silencio León opuso los mismos argumentos en contra del proyecto, y las objeciones que había presentado el señor Santa Rosa, y como Teresa lo allanaba todo manifestando su resolución de compartir las privaciones, León al fin, muy turbado, añadió:

-Para decir a usted la verdad eso sería imposible... Mi padre está ahora allá...

-¡Pues, qué! ¿Acaso me tiene mucho odio?

-Odio no; pero le disgustaría mucho que violáramos inmediatamente mi promesa hecha al señor Santa Rosa de no sacarla a usted fuera de Lima ni de su lado.

-¿Es decir que mi padre es quien se opone?

-Naturalmente.

Entonces comprendió Teresa que es más difícil ejercer alguna influencia sobre un carácter débil como el de León, pero que se halla dominado por otros caprichos, que modificar una voluntad fuerte pero propia. León era esclavo sumiso a las órdenes de su padre y no se atrevía jamás a obrar por sí mismo. Así fue que, aunque admiraba y amaba a su linda esposa, partió solo como se lo habían ordenado.

Teresa veía con pena la debilidad física y moral de su marido, y aunque no tenía por él amor ninguno, hubiera querido aprender a tenerle cariño, creyendo que, con el tiempo, la compasión que sentía podría convertirse en algún afecto. Quedose, pues, sola, triste y sin objetos que la ocuparan; pero una limeña creería degradarse si vigilara a sus sirvientes, mandara en su casa y tomara alguna vez la costura. Los criados hacen lo que quieren y entre el mayordomo y el cocinero disponen de la despensa, haciendo solamente lo que les acomoda. En una casa limeña no se cose nunca; se compra todo hecho y lo que se rompe (cuando hay mucha economía) se manda coser fuera, o lo que es más fácil, se declara inútil e inservible.

¿En qué ocuparse, pues? Los libros la hacían sufrir porque le recordaban la fragilidad de su espíritu vacilante, que no había tenido energía para preservar en sus propósitos de no casarse sin amor. ¿Qué hacer sino tratar de distraerse, creándose un círculo de diversiones que pudieran aturdirla y hacerla olvidar el vacío de su corazón? Al cabo de dos o tres meses había logrado adormecer casi completamente el sentimiento de compasión que le inspiraba su marido ausente, y se hallaba satisfecha con su vida actual. Había arreglado sus horas de manera que jamás estaba sola ni le quedaba tiempo para meditar en la vanidad e insulsez de su existencia: todos los días tenía alguna tertulia en perspectiva para la cual era preciso prepararse, o algún paseo a Chorrillos, al Callao o al campo de Amancay. Éste es un sitio en que se halla una venta al pie de unas colinas que se cubren en ciertas épocas del año con una alfombra de florecillas. Éste sitio es el único algo campestre en los alrededores de Lima. De lo alto de algunas de las colinas más empinadas se divisa la ciudad, vista por cierto poco pintoresca, con sus azoteas cubiertas de basura, las torres de sus iglesias de colores chillones, y su aspecto árido y frío. Pero se usa hacer paseos allá para comer de un majar nacional llamado escabeche, que se compone de pescado crudo mezclado con picantes, y beber chicha de maíz y de maní. Naturalmente estos alimentos repugnan al extranjero, pero parece que para los paladares limeños son deliciosos.

Una mañana estaba Teresa en una pieza retirada escribiéndole a León, cuando le avisaron que Manongo la necesitaba. Manongo (o Manuel) es un tipo esencialmente limeño. Mitad tonto, mitad bellaco, tenía el privilegio de entrar a todas las casas y penetrar hasta las últimas piezas sin previo permiso. So pretexto de vender chucherías llevaba cartas y misivas ocultas de una parte a otra, y por este motivo Teresa había prohibido que entrase a su casa.

-Díganle que estoy ocupada -contestó sin dejar de escribir.

-Asegura Manongo que tiene que verla ahora mismo, y no quiere irse -contestó la criada.

-Nada tiene que hablar conmigo... que venga mañana.

-¡Felices los ojos que ven a la más hermosa señorita de Lima! -dijo una voz chillona en la puerta de la pieza. Manongo había seguido a la criada.

-Ahora no compro nada -dijo Teresa cerrando su carta y poniéndole el sobrescrito-. Es inútil que permanezca usted ahí -añadió-; vuelva otro día y veremos qué necesito.

-No vengo a vender nada -contestó Manongo con su aire entre tonto y malicioso.

-¿Entonces?

-Mire usted estas flores -repuso desembozando un magnífico ramillete-: son las primeras camelias que florecen en Lima.

-Hoy no necesito flores...

-Pero si es un obsequio que le manda...

-¿A mí? ¿Y quién?

-Si lo desea saber, levante usted, linda palomita, esta camelia blanca y encontrará el billetito.

-No acostumbro recibir nada de personas que no conozco, y cuando me escriben envían la carta con un sirviente -dijo Teresa sonrojándose.

-No tenga cuidado... estamos solos -repuso Manongo cerrando la puerta-; el señor Arturo me dijo que no había necesidad de decirle de parte de quién venía.

Teresa, que se había sonrojado, se puso pálida de indignación al oír estas palabras, y no pudo contestar.

-El generoso caballero -prosiguió el tonto, poniendo el ramillete sobre la mesa-, me ofreció otra pieza de a cuatro si le llevaba contestación; ¿cuándo vengo por ella?

-¿Cuándo? -dijo al fin Teresa con voz trémula-; ¿cuándo?, ahora mismo -y tomando el ramillete arrancó el perfumado billete de en medio de las flores, y si mirarlo lo volvió pedazos, después de lo cual tiró al mensajero las flores, que se regaron al caer.

-Ésa es la contestación que le llevará usted al audaz que ha enviado esto.

Y llamando a una sirvienta le mandó que barriera aquella basura.

Mientras eso Manongo se había retirado al corredor, de donde miraba a Teresa y entre mohíno y divertido se hacía cruces.

-¿Qué espera? -le preguntó ella al fin-: salga usted de mi casa ahora mismo; y si se vuelve a presentar en ella o hago apalear por mis criados.

«¡Qué víbora! Virgen Purísima... ¡Qué furia!», decía Manongo entre dientes, bajando las escaleras a botes. Esto es lo que sacan los señores con mandar sus hijas a la Europa: vuelven llenas de remilgues y con un genio de todos los diablos... ¡Si no hubiera salido de Lima, otro gallo le cantara al señor Arturo! ¡Nunca me había sucedido semejante cosa, jamás!... Yo que pensaba ganar con estos buques y después con los rinde-bobos (como llaman en lengua las citas) mis buenas piezas de a cuatro... Vaya, ¡qué desgracia! Será la primera vez que esto le sucede al Arturito, que es un primor entre los peruanos; muy de otro modo me recibían la Juanita, la Josefa y la Carolina...

Teresa se retiró a su cuarto y encerrándose se dejó llevar por la mayor amargura, llorando al pensar en la humillación que había sufrido. De repente, y enderezándose, exclamó en lata voz:

«¿Tal vez sin saberlo habré dado motivo para que se me haga este insulto?» Veamos cómo he tratado a Arturo.

Aunque en nada lo había distinguido de los otros, cayó en cuenta de que era el joven que más se le acercaba, bien que siempre con respeto, pues con ella nadie tenía la confianza y familiaridad que gastaban con las otras. Mas luego recordó que el día anterior, en un paseo a Amancay, Arturo no dejó su lado un momento; pero ¿cómo había de ser de otro modo, cuando todas las demás tenían alguno que les hiciera la corte, quedando solamente libres Arturo y ella? Una vez en el cerrito de donde se ve a Lima, estando Teresa a punto de bajarlo, Arturo la detuvo diciendo:

«Mire, usted, allí está el barrio de la mujer que amo... en secreto».

Y le mostraba la calle en que vivía Teresa.

-¿Alguna vecina mía? -preguntó ella con distracción, pues Arturo le era tan indiferente que rara vez ponía cuidado en lo que le decía.

-Sí, muy vecina... ¿no adivina usted?

-Tal vez -dijo ella, por decir alguna cosa y sin pensarlo. En ese momento se reunieron a ellos las demás personas del paseo.

«No hay duda -pensaba Teresa-, él ha creído que comprendí... Qué vergüenza me dará volverlo a ver... ¡Oh! ¡que los hombres sean tan fatuos que imaginen que estamos siempre ocupadas en adivinarles sus pensamientos! No, no vuelvo a ir a parte alguna durante las ausencias de León, para no exponerme a otro insulto».

Y en efecto, fingiéndose indispuesta, no quiso salir por algunos días, y hasta rehusó recibir visitas; pero esto no podía durar mucho tiempo, pues su buen semblante desmentía la supuesta enfermedad.

Rosita se apresuró a visitarla, y no pudo menos que sonreírse cuando Teresa le dijo con los ojos bajos y sonrojándose (ella no sabía mentir) que había estado enferma.

Después de haber hablado de cosas indiferentes, Rosita dijo al fin con aire misterioso:

-Conozco la enfermedad de que adoleces... me lo refirieron todo.

-¿Qué quiere decir?

-Es enfermedad de miedo...

-¿Miedo?

-Temes encontrarte con Arturo; ¿no es así?

-¿Qué te ha dicho?

-Lo del bouquet...

-¿Quién?

-Manongo lo ha contado en todas partes...

-Y tú... ¿y todos se han burlado de mí?

-Burlado... tal vez no; pero se han reído de tus escrúpulos.

-¡Escrúpulos! Entonces no te han contado cómo...

-Sí, sí: todo me lo refirió Manongo; y hasta el mismo derrotado...

-¡Arturo!

-Hace dos otres días fue a visitarme, sólo con el objeto de quejarse de tu crueldad y preguntarme si habría esperanza.

-¡Qué indignidad! ¿y qué le contaste?

-Que perdía su tiempo... y añadí que se fuera con la música a otra parte... Creo que no volverá a molestarte; a él no le gustan las empresas difíciles, sobre todo aquí, en donde no se acostumbran.

-¡Gracias, gracias, mi querida amiga! -exclamó Teresa verdaderamente agradecida.

-Nada tienes que agradecerme -lo dije porque lo creía, y comprendiendo la causa de tu encierro quise quitarte ese obstáculo.

-Ahora, dime francamente, Rosita ¿habré dado motivo para que Arturo se atreviera?

-¡Motivo! ninguno..., pero como todavía eres muy joven no conoces el mundo. Arturo está verdaderamente picado, y en ese estado tu sabes, o más bien no sabes, que cualquiera palabra infunde esperanzas y se construyen edificios con hojas de rosa... En verdad; olvidaba, decirte lo mejor de mi cuento: Arturo se va... se va a Guayaquil para donde le han dado no sé qué destino; le aconsejé que se fuera pronto.

-¿Y le proporcionaste el destino también? -preguntó Teresa sonriéndose.

-Pues... casi. Hablé anoche con un miembro del gobierno y ofreció inventar alguna misión para Arturo.

-¿Inventar?

-Por supuesto. Sabrás que nuestro gobierno es tan paternal que cuando no tiene absolutamente sueldo que dar a sus favoritos fabrica misiones. No sé por fin cuál será el empleo que tendrá Arturo... Inspector general de los buques peruanos que no llegan a Guayaquil, o contador de caimanes en el río; en fin, se ha visto que el gobierno necesita algún dato estadístico, que Arturo podrá descubrir en Guayaquil. No lo dudes, y se lo dijo a él: cuando vuelva vendrá completamente curado de la teresitis, enfermedad peligrosa ahora y cuyo remedio o contra no se ha descubierto... todavía.

-¿Qué será de lo que no te burlas, Rosita?

-No sé..., hasta ahora no conozco, persona u objeto que no tenga su lado ridículo... o por lo menos divertido.

Al cabo de poco tiempo y bajo la influencia de la sociedad que la rodeaba, Teresa siguió asistiendo a todas las diversiones que se lo proporcionaban, y el recuerdo de su aventura con Arturo se borró casi completamente de su memoria.